La fiesta del chivo (3 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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«A la disciplina debo todo lo que soy», se le ocurrió. Y la disciplina, norte de su vida, se la debía a los marínes. Cerró los ojos. Las pruebas, en San Pedro de Macorís, para ser admitido a la Policía Nacional Dominicana que los yanquis decidieron crear al tercer año de ocupación, fueron durísimas. Las pasó sin dificultad. En el entrenamiento, la mitad de los aspirantes quedaron eliminados. Él gozó con cada ejercicio de agilidad, arrojo, audacia o resistencia, aun en aquéllos, feroces, para probar la voluntad y la obediencia al superior, zambullirse en lodazales con el equipo de campaña o sobrevivir en el monte bebiendo la propia orina y masticando tallos, yerbas, saltamontes. El sargento Gittleman le puso la más alta calificación: «Irás lejos, Trujillo». Había ido, sí, gracias a esa disciplina despiadada, de héroes y místicos, que le enseñaron los marines. Pensó con gratitud en el sargento Simon Gittleman. Un gringo leal y desinteresado, en ese país de pijoteros, vampiros y pendejos. ¿Había tenido Estados Unidos un amigo más sincero que él, los Ultimos treinta y un años? ¿Qué gobierno lo había apoyado más en la ONU? ¿Cuál fue el primero en declarar la guerra a Alemania y al Japón? ¿Quién untó con más dólares a representantes, senadores, gobernadores, alcaldes, abogados y periodistas de Estados Unidos? El pago: las sanciones económicas de la OEA, para dar gusto al negrito de Rómulo Betancourt y seguir mamando petróleo venezolano. Si Johnny Abbes hubiera hecho mejor las cosas y la bomba le hubiera arrancado la cabeza al maricón de Rómulo, no habría sanciones y los gringos pendejos no joderían con la soberanía, la democracia y los derechos humanos. Pero, entonces, él no hubiera descubierto que, en ese país de doscientos millones de pendejos, tenía un amigo como Simon Gittleman. Capaz de iniciar una campaña personal en defensa de la República Dominicana, desde Phoenix, Arizona, donde vivía dedicado a los negocios desde que se jubiló de los marines. ¡Sin pedir un centavo! Había varones así todavía, entre los marines. ¡Sin pedir ni cobrar! Qué lección para esas sanguijuelas del Senado y la Cámara de Representantes a las que él cebaba ya tantos años, que siempre querían más cheques, más concesiones, más decretos, más exoneraciones fiscales, y que, ahora, cuando los necesitaba, se hacían los desentendidos.

Miró el reloj: cuatro minutos todavía. ¡Gringo magnífico, Simon Gittleman! Un verdadero marina. Abandonó sus negocios en Arizona, indignado por la ofensiva contra Trujillo de la Casa Blanca, Venezuela y la OEA, y bombardeó la prensa norteamericana con cartas, recordando que la República Dominicana fue durante toda la Era de Trujillo un baluarte del anticomunismo, el mejor aliado de Estados Unidos en el hemisferio occidental. No contento con eso, fundó —¡de su propio bolsillo, coño!— comités de apoyo, hizo publicaciones, organizó conferencias. Y, para dar un ejemplo, se vino a Ciudad Trujillo con su familia y alquiló una casa en el Malecón. Este mediodía Simon y Dorothy comerían con él en Palacio, y el ex marina recibiría la Orden del Mérito Juan Pablo Duarte, la más alta condecoración dominicana. ¡Un verdadero marina, sí señor!

Las cuatro en punto, ahora sí. Encendió la lamparilla de la mesa de noche, se puso las zapatillas y se levantó, sin la agilidad de antaño. Los huesos le dolían y sentía resentidos los músculos de las piernas y la espalda, como hacía unos días, en la Casa de Caoba, la maldita noche de la muchachita desabrida. El disgusto le hizo rechinar los dientes. Caminaba hacia la silla, donde Sinforoso había dispuesto su traje de sudar y sus zapatillas de ejercicios, cuando una sospecha lo contuvo. Ansioso, observó las sábanas: la informe manchita grisácea envilecía la blancura del hilo. Se le había salido, otra vez. La indignación borró el desagradable recuerdo de la Casa de Caoba. ¡Coño! ¡Coño! Éste no era un enemigo que pudiera derrotar como a esos cientos, miles, que había enfrentado y vencido, a lo largo de los años, comprándolos, intimidándolos o matándolos. Vivía dentro de él, carne de su carne, sangre de su sangre. Lo estaba destruyendo precisamente cuando necesitaba más fuerza y salud que nunca. La muchachita esqueleto le trajo mala suerte.

Encontró inmaculadamente lavados y planchados el suspensor, el short, la camiseta, las zapatillas. Se vistió, haciendo gran esfuerzo. Nunca había necesitado muchas horas de sueño; desde joven, en San Cristóbal, o cuando era jefe de guardas campestres en el ingenio Boca Chica, cuatro o cinco le bastaban, aun si había bebido y tirado hasta el amanecer. Su capacidad de recuperación física, con un mínimo de reposo, contribuyó a su aureola de ser superior. Aquello se terminó. Despertaba cansado y no conseguía dormir ni cuatro horas; dos o tres a lo más, y sobresaltado por pesadillas.

La noche anterior estuvo desvelado, a oscuras. Por las ventanas veía las copas de algunos árboles y un pedazo de cielo tachonado de estrellas. En la noche clara llegaba hasta él, a ratos, el parloteo de esas viejas trasnochadoras, declamando poesías de Juan de Dios Peza, de Amado Nervo, de Rubén Darío (lo que le hizo sospechar que se hallaba entre ellas la Inmundicia Viviente, que sabía de memoria a Darío), los Veinte poemas de amor de Pablo Neruda y las décimas picantes de Juan Antonio Alix. Y, por supuesto, los versos de doña María, escritora y moralista dominicana. Se echó a reír, mientras trepaba a la bicicleta estacionaria y comenzaba a pedalear. Su mujer había acabado por tomárselo en serio, y, de cuando en cuando, organizaba en el salón de patinar de la Estancia Radhamés veladas literarias donde traía declamadoras a recitar versos pendejos. El senador Henry Chirinos, que se las daba de poeta, solía participar en aquellos encierros, gracias a los cuales cebaba su cirrosis por cuenta del erario. Para congraciarse con María Martínez esas viejas pendejas, como el propio Chirinos, se habían aprendido páginas de las Meditaciones morales o parlamentos de la obrita de teatro Falsa amistad, las recitaban y las pericas aplaudían. Y su mujer —pues esa vieja gorda y pendeja, la Prestante Dama, era su mujer, después de todo— se había tomado en serio lo de escritora y moralista. Por qué no. ¿No lo decían los periódicos, las radios, la televisión? ¿No era libro de lectura obligatoria en las escuelas, esas Meditaciones morales, prologadas por el mexicano José Vasconcelos, que se reimprimían cada dos meses? ¿No había sido Falsa amistad el más grande éxito teatral de los treinta y un años de la Era de Trujillo? ¿No la habían puesto por las nubes los críticos, los periodistas, los profesores universitarios, los curas, los intelectuales? ¿No le dedicaron un seminario en el Instituto Trujilloniano? ¿No habían elogiado sus conceptos los ensotanados, los Obispos, esos cuervos traidores, esos judas, que después de vivir de sus bolsillos, ahora también, igual que los yanquis, se pusieron a hablar de derechos humanos? La Prestante Dama era escritora y moralista. No gracias a ella, sino a él, como todo lo que ocurría en este país hacía tres décadas. Trujillo podía hacer que el agua se volviera vino y los panes se multiplicaran, si le daba en los cojones. Se lo recordó a María en la última pelea: «Olvidas que esas pendejadas no las escribiste tú, que no sabes escribir tu nombre sin faltas gramaticales, sino el gallego traidor de José Almoina, pagado por mí. ¿No sabes lo que dice la gente? Que las iniciales de Falsa amistad, F y A, quieren decir: Fue Almoina». Tuvo otro acceso de risa, franca, alegre. Se le había eclipsado la amargura. María se echó a llorar. «¡Cómo me humillas!», y lo amenazó con quejarse a Mamá Julia. Como si su pobre madre con sus noventa y seis años estuviera para enredos de familia. Igual que sus hermanos, su mujer recurría siempre a la Excelsa Matrona como paño de lágrimas. Para hacer las paces, hubo que untarle la mano una vez más. Pues era verdad lo que decían los dominicanos en voz baja: la escritora y moralista era una pijotera, un alma llena de roña. Lo fue desde que eran amantes. Todavía jovencita, se le ocurrió lo de la lavandería para los uniformes de la Policía Nacional Dominicana, con lo que hizo sus primeros pesos. El pedaleo le calentó el cuerpo. Se sentía en forma. Quince minutos: suficiente. Otros quince de remo, antes de empezar la batalla del día.

El remo estaba en un cuartito adjunto, atiborrado de máquinas de ejercicios. Empezaba a remar, cuando un relincho vibró en la quietud del amanecer, largo, musical, como jocunda alabanza a la vida. ¿Cuánto tiempo que no montaba? Meses. Nunca lo había hastiado, después de cincuenta años seguía ilusionándolo, como el primer sorbo de una copa de brandy español Carlos I, o la primera ojeada al cuerpo desnudo, blanco, de formas opulentas, de una hembra deseada. Pero, le envenenó esta idea el recuerdo de la flaquita que ese hijo de puta consiguió metérsela en la cama. ¿Lo hizo a sabiendas de la humillación que pasaría? No tenía huevos para eso. Ella se lo habría contado y él, reído a carcajadas. Correría ya por las bocas chismosas, en los cafetines de El Conde. Tembló de vergüenza y rabia, remando siempre, con regularidad. Ya sudaba. ¡Si lo vieran! Otro mito que repetían sobre él era: «Trujillo nunca suda. Se pone en lo más ardiente del verano esos uniformes de paño, tricornio de terciopelo y guantes, sin que se vea en su frente brillo de sudor». No sudaba si no quería. Pero, en la intimidad, cuando hacía sus ejercicios, daba permiso a su cuerpo para que lo hiciera. Esta última época, difícil, cargada de problemas, se privó de los caballos. A ver si esta semana iba a San Cristóbal. Cabalgaría solitario, bajo los árboles, junto al río, como antaño, y se sentiría rejuvenecido. «Ni los brazos de una hembra son tan afectuosos como el lomo de un alazán.»

Dejó de remar cuando sintió un calambre en el brazo izquierdo. Después de secarse la cara, se miró el pantalón, a la altura de la bragueta. Nada. Seguía a oscuras. Los árboles y arbustos de los jardines de la Estancia Radhamés eran unas manchas oscuras, bajo un cielo limpio, repleto de lucecitas titilantes. ¿Cómo era el verso de Neruda que gustaba tanto a las cotorras amigas de la moralista? «Y tiritan azules los astros a lo lejos.» Esas viejas tiritaban soñando con que algún poeta les rascara la comezón. Y sólo tenían cerca a Chirinos, ese Frankenstein. Otra vez lo atacó una risita abierta, algo que rara vez le ocurría en estos tiempos.

Se desnudó y, en zapatillas y bata, fue al baño a afeitarse. Prendió la radio. En La Voz Dominicana y Radio Caribe leían los periódicos. Hasta hacía algunos años, los boletines comenzaban a las cinco. Pero, cuando su hermano Petán, propietario de La Voz Dominicana, supo que él se despertaba a las cuatro, adelantó el noticiero. Las demás emisoras lo imitaron. Sabían que él escuchaba radio mientras se rasuraba, bañaba y vestía, y se esmeraban.

La Voz Dominicana, luego de un jingle del Hotel Restaurante El Conde, anunciando una velada bailable con Los Colosos del Ritmo, bajo la dirección del profesor Gatón y el cantante Johnny Ventura, destacó el premio Julia Molina viuda Trujillo a la Madre más Prolífica. La ganadora, doña Alejandrina Francisco, con veintiún hijos vivos, al recibir la medalla con la efigie de la Excelsa Matrona, declaró: «Mis veintiún hijos darán la vida por el Benefactor, si se la pide». «No te creo, pendeja.»

Se había lavado los dientes y ahora se afeitaba, con la minucia que lo hacía desde que era un mozalbete en la prángana, en San Cristóbal. Cuando no sabía siquiera si su pobre madre, a la que el país entero rendía homenaje por el Día de las Madres («Manantial de caritativos sentimientos y madre del perinclito varón que nos gobierna», dijo el locutor), tendría habichuelas y arroz para dar esa noche a las ocho bocas de la familia. La limpieza, el cuidado del cuerpo y el atuendo habían sido, para él, la única religión que practicaba a conciencia.

Después de otra larga lista de visitantes a casa de Mamá Julia, para cumplimentarla por el Día de las Madres (pobre vieja, recibiendo impertérrita esa caravana de colegios, asociaciones, institutos, sindicatos, y agradeciendo con su débil vocecita las flores y cumplidos), comenzaron los ataques a los obispos Reilly y Panal, «que no nacieron bajo nuestro sol ni sufrieron bajo nuestra luna» («Bonito», pensó), «y se inmiscuyen en nuestra vida civil y política, pisando los terrenos de lo penal». Johnny Abbes quería entrar al Colegio Santo Domingo y sacar de su refugio al obispo yanqui. «¿Qué puede pasar, Jefe? Los gringos protestarán, por supuesto. ¿No protestan por todo, hace ya tiempo? Por Galíndez, por el piloto Murphy, por las Mirabal, por el atentado a Betancourt y mil cosas más. Qué importa que ladren en Caracas, Puerto Rico, Washington, New York, La Habana. Importa lo que pasa aquí. Sólo cuando los ensotanados se asusten dejarán de conspirar.» No. Aún no había llegado el momento de tomar cuentas a Reilly, o al otro hijo de puta, el españolete del obispo Panal. Llegaría, pagarían. A él no lo engañaba el instinto. No tocar un pelo a los obispos por ahora, aunque siguieran jodiendo, como lo hacían desde el domingo 25 de enero de 1960 —¡año y medio ya!—, cuando la Carta Pastoral del Episcopado fue leída en todas las misas, inaugurando la campaña de la Iglesia católica contra el régimen. ¡Los maldecidos! ¡Los cuervos! ¡Los eunucos! Hacerle eso a él, condecorado en el Vaticano, por Pío XII, con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio. En La Voz Dominicana, Paino Pichardo recordaba, en un discurso pronunciado la víspera en su condición de secretario de Estado del Interior y Cultos, que el Estado llevaba gastados sesenta millones de pesos en esa Iglesia cuyos «obispos y sacerdotes hacen ahora tanto daño a la grey católica dominicanas. Cambió el dial. En Radio Caribe leían una carta de protesta de centenares de obreros porque no se incluyó sus firmas en el Gran Manifiesto Nacional «contra las maquinaciones perturbadoras del obispo Tomás Reilly, traidor a Dios y a Trujillo y a su condición de varón, que, en vez de permanecer en su diócesis de San Juan de la Maguana corrió, como rata asustada, a esconderse en Ciudad Trujillo entre las faldas de las monjas norteamericanas del Colegio Santo Domingo, cuevario del terrorismo y la conspiración». Cuando oyó que el Ministerio de Educación había privado de oficialidad al Colegio Santo Domingo, por «colusión de esas monjas foráneas con las intrigas terroristas de los purpurados de San Juan de la Maguana y de La Vega contra el Estado», volvió a La Voz Dominicana, a tiempo para oir anunciar al locutor otra victoria del equipo dominicano de polo, en París, donde, «en el hermoso campo de Bagatelle, luego de derrotar a los Leopards por cinco a cuatro, obtuvo la Copa Aperture, deslumbrando a la entendida concurrencia. Ramfis y Radhamés, los más aplaudidos jugadores. Una mentira, para engatusar a los dominicanos. Y a él. Sintió en la boca del estómago la acidez que lo acometía cada vez que pensaba en sus hijos, esos exitosos fracasos, esas desilusiones. ¡Jugando polo en París y tirándose francesas, mientras su padre libraba la más dura batalla de su existencia!

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