Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Mejor que llueva, aunque nos mojemos —comentó el coronel—. Descargará este calor. Los campesinos estaban clamando por un poco de agua.
No recordaba cuánto duró el trayecto, pero no debía de haber sido largo, pues, en cambio, recordaba que al entrar al burdel de Pucha Vittini, luego de estacionar el jeep en la calle Juana Saltitopa, el reloj de pared del saloncito de la entrada daba las diez de la noche. Todo aquello, desde que recogió al mayor Figueroa Carrión en su casa, había durado menos de dos horas. Abbes García se salió de la carretera y el jeep brincó y se sacudió como si fuera a desintegrarse por el descampado de yerba alta y pedruscos que cruzaba, seguido de cerca por el jeep del mayor, cuyos faros los iluminaban. Estaba oscuro, pero el teniente supo que avanzaban paralelos al mar porque el estruendo de las olas se había acercado hasta meterse en sus orejas. Le pareció que contorneaban el pequeño puerto de La Caleta. Apenas se detuvo el jeep, dejó de llover. El coronel se apeó de un salto y Amadito lo imitó. Los dos guardias estaban adiestrados, pues, sin esperar órdenes, bajaron a empujones al prisionero. A la luz de un relámpago, el teniente vio que el amordazado estaba sin zapatos. Todo el trayecto, había mantenido absoluta docilidad, pero, apenas pisó el suelo, como tomando por fin conciencia de lo que iba a ocurrirle, comenzó a retorcerse, a rugir, tratando de zafarse de las ligaduras y de la mordaza. Amadito, que hasta entonces había evitado mirarlo, observó los movimientos convulsivos de su cabeza, queriendo liberar su boca, decir algo, tal vez rogar que se apiadaran de él, tal vez maldecirlos. «¿Y si saco el revólver y disparo contra el coronel, el mayor y los dos guardias y dejo que se fugue?», pensó.
—En vez de uno, habría dos muertos en el farallón —dijo Salvador.
—Menos mal que paró de llover —se quejó el mayor Figueroa Carrión, apeándose—. Me empapé, coño.
—¿Tiene usted ahí su arma? —preguntó el coronel Abbes García—. No haga sufrir más al pobre diablo.
Amadito asintió, sin decir palabra. Dio unos pasos hasta ponerse junto al prisionero. Los soldados lo soltaron y se apartaron. El tipo no se echó a correr, como Amadito pensó que haría. No le obedecerían las piernas, el miedo lo mantendría atornillado a las yerbas y el barro de ese descampado donde el viento soplaba con brío. Pero, aunque no intentó huir, siguió moviendo la cabeza, con desesperación, a derecha e izquierda, arriba y abajo, en su inútil empeño por desprenderse de la mordaza. Emitía un rugido entrecortado.
El teniente García Guerrero le puso el caño de su pistola en la sien y disparó. El tiro lo ensordeció y le hizo cerrar los ojos, un segundo.
—Remátelo —dijo Abbes García—. Nunca se sabe.
Amadito, inclinándose, palpó la cabeza del tendido —estaba quieto y mudo— y volvió a disparar, a quemarropa. —Ahora sí —dijo el coronel, cogiéndolo del brazo y empujándolo hacia el jeep del mayor Figueroa Carrión—.
Los guardias saben lo que tienen que hacer. Vámonos donde Puchita, a calentar el cuerpo.
En el jeep, conducido por Roberto, el teniente García Guerrero permaneció callado, oyendo a medias el diálogo entre el coronel y el mayor. Se acordaba de algo que dijeron:
—¿Lo enterrarán ahí?
—Lo echarán al mar —explicó el jefe del SIM—. Es la ventaja de este farallón. Alto, cortado a cuchillo. Abajo, hay una entrada de mar, con mucho fondo, como una poza. Llena de tiburones y tintoreras, esperando. Se lo tragan en segundos, es cosa de ver. No dejan huella. Seguro, rápido y, también, limpio.
—¿Reconocerías ese farallón? —le preguntó Salvador.
No. Sólo recordaba que, antes de llegar, habían pasado cerca de esa pequeña ensenada, La Caleta. Pero no podría rehacer toda la trayectoria, desde La Cuarenta.
—Te daré un somnífero —Salvador volvió a ponerle la mano en la rodilla—. Que te haga dormir seis, ocho horas. —Todavía no he terminado, Turco. Un poquito más de paciencia. Para que me escupas en la cara y me eches de tu casa.
Habían ido al burdel de Pucha Vittini, apodada Puchita Brazobán, una vieja casa con balcones y un jardín seco, un burdel frecuentado por caliés, gente vinculada al gobierno y al SIM, para el que, según rumores, trabajaba también esa vieja malhablada y simpática que era Pucha, ascendida en la jerarquía de su oficio a administradora y regenta de putas, después de haberlo sido ella misma en los burdeles de la calle Dos, desde muy joven y con éxito. Los recibió en la puerta y saludó a Johnny Abbes y al mayor Figueroa Carrión como a viejos amigos. A Amadito le cogió la barbilla: «¡Qué papacito!». Los guió hasta el segundo piso y los hizo sentar en una mesita junto al bar. Johnny Abbes pidió que trajera a Juanito Caminante.
—Sólo después de un buen rato caí que era el whisky, mi coronel —confesó Amadito—. Johnny Walker. Juanito Caminante. Facilísimo y no me daba cuenta.
—Esto es mejor que los psiquiatras —dijo el coronel—. Sin Juanito Caminante yo no mantendría el equilibrio mental, lo más importante en mi trabajo. Para hacerlo bien, hay que tener serenidad, sangre fría, cojones helados. No mezclar nunca las emociones con el razonamiento.
No había clientes todavía, salvo un calvito con anteojos, sentado en el mostrador, bebiendo una cerveza. En la vellonera tocaban un bolero y Amadito reconoció la voz densa de Toña la Negra. El mayor Figueroa Carrión se puso de pie y fue a sacar a bailar a una de las mujeres que cuchicheaban en un rincón, bajo un gran cartel de una película mexicana con Libertad Lamarque y Tito Guizar.
—Usted tiene nervios bien templados —aprobó el coronel Abbes García—. No todos los oficiales son así. He visto a muchos bravos que, en la hora crítica, se despintan. Los he visto cagarse de miedo. Porque, aunque nadie se lo crea, para matar se necesitan más huevos que para morir.
Sirvió las copas y dijo: «Salud». Amadito bebió, con avidez. ¿Cuántos tragos? Tres, cinco, pronto perdió la noción de tiempo y de lugar. Además de beber, bailó, con una india a la que acarició y metió a un cuartito iluminado por una bombilla cubierta por un celofán rojo, que se mecía sobre una cama con una colcha llena de colorines. No pudo tirársela. «Por lo borracho que estoy, mamacita», se disculpó. La verdadera razón era el nudo en el estómago, el recuerdo de lo que acababa de hacer. Por fin, se armó de coraje para decir al coronel y al mayor que se iba, pues se sentía descompuesto con tanto trago.
Salieron los tres hasta la puerta. Allí estaba, esperando a Johnny Abbes, su Cadillac negro blindado, con chofer, y un jeep con una escolta de guardaespaldas armados. El coronel le dio la mano.
—¿No tiene curiosidad por saber quién era ése?
—Prefiero no saberlo, mi coronel.
La cara fofa de Abbes García se distendió en una risita irónica, mientras se secaba la cara con su pañuelo color fuego:
—Qué fácil sería, si uno hiciera estas cosas sin saber de quién se trata. No me joda, teniente. Si uno se tira al agua, tiene que mojarse. Era uno del 14 de junio, el hermanito de su ex novia, creo. ¿Luisa Gil, no? Bueno, hasta cualquier rato, ya haremos cosas juntos. Si me necesita, sabe dónde encontrarme.
El teniente volvió a sentir la mano del Turco en su rodilla.
—Es mentira, Amadito —quiso animarlo Salvador—. Pudo ser cualquier otro. Te engañó. Para destrozarte del todo, para hacerte sentir más comprometido, más esclavo. Olvídate de lo que te dijo. Olvídate de lo que hiciste.
Amadito asintió. Muy despacio, señaló el revólver de su cartuchera.
—La próxima vez que dispare, será para matar a Trujillo, Turco —dijo—. Tú y Tony Imbert pueden contar conmigo para cualquier cosa. Ya no necesitan cambiar de tema cuando yo llegue a esta casa.
—Atención, atención, ése viene derechito —dijo Antonio de la Maza, levantando el cañón recortado a la altura de la ventana, listo para disparar.
Amadito y Estrella Sadhalá empuñaron también sus armas. Antonio Imbert encendió el motor. Pero, el automóvil que venía por el Malecón hacia ellos, deslizándose despacio, buscando, no era el Chevrolet sino un pequeño Volkswagen. Fue frenando, hasta descubrirlos. Entonces, viró en la dirección contraria, hacia donde ellos estaban estacionados. Se detuvo a su lado, con las luces apagadas.
—¿No va a subir a verlo? —dice por fin la enfermera. Urania sabe que la pregunta pugna por salir de los labios de la mujer desde que, al entrar a la casita de César Nicolás Penson, ella, en vez de pedirle que la llevara a la habitación del señor Cabral, se dirigió a la cocina y se preparó un café. Lo paladea a sorbitos desde hace diez minutos.
—Primero, voy a terminar mi desayuno —responde, sin sonreír, y la enfermera baja la vista, confundida—. Estoy tomando fuerzas para subir esa escalera.
—Ya sé que hubo un distanciamiento entre usted y él, algo he oído —se disculpa la mujer, sin saber qué hacer con las manos—. Era sólo por preguntar. Al señor ya le di su desayuno y lo afeité. Se despierta siempre muy temprano.
Urania asiente. Ahora está tranquila y segura. Examina una vez más la ruindad que la rodea. Además de deteriorarse la pintura de las paredes, el tablero de la mesa, el lavador, el armario, todo parece encogido y descentrado. ¿Eran los mismos muebles? No reconocía nada.
—¿Viene alguien a visitarlo? De la familia, quiero decir.
—Las hijas de la señora Adelina, la señora Lucindita y la señora Manolita vienen siempre, a eso del mediodía —la mujer, alta, entrada en años, en pantalones debajo del uniforme blanco, de pie en el umbral de la cocina, no disimula su incomodidad—. su tía venía a diario, antes. Pero, desde que se quebró la cadera, ya no sale.
La tía Adelina era bastante menor que su padre, tendría unos setenta y cinco años a lo más. Así que se rompió la cadera. ¿Seguiría tan beata? Era de comunión diaria, entonces.
—¿Está en su dormitorio? —Urania bebe el último sorbo de café—. Bueno, dónde va a estar. No, no me acompañe.
Sube la escalera de pasamanos descolorido y sin los maceteros con flores que ella recordaba, siempre con la sensación de que la vivienda se ha encogido. Al llegar al piso superior, nota las losetas desportilladas, algunas flojas. Ésta era una casita moderna, próspera, amueblada con gusto; ha caído en picada, es un tugurio en comparación con las residencias y condominios que vio la víspera en Bella Vista. Se detiene ante la primera puerta —éste era su cuarto— y, antes de entrar, toca con los nudillos un par de veces.
La recibe una luz viva, que irrumpe por la ventana abierta de par en par. La resolana la ciega unos segundos; después, va delineándose la cama cubierta con una colcha gris, la cómoda antigua con su espejo ovalado, las fotografías de las paredes —¿cómo conseguiría la foto de su graduación en Harvard?— y, por último, en el viejo sillón de cuero de respaldar y brazos anchos, el anciano embutido en un pijama azul Y Pantuflas. Parece perdido en el asiento. Se ha apergaminado y encogido, igual que la casa. La distrae un objeto blanco, a los pies de su padre: una bacinilla, medio llena de orina.
Entonces tenía sus cabellos negros, salvo unas elegantes canas en las sienes; ahora, los ralos mechones de su calva son amarillentos' sucios. Sus ojos eran grandes, seguros de sí, dueños del mundo (cuando no estaba cerca el jefe); pero, esas dos ranuras que la miran fijamente son pequeñitas, ratoniles y asustadizas. Tenía dientes y ahora no; le deben haber sacado la dentadura postiza (ella pagó la factura hace algunos años), pues tiene los labios hundidos y las mejillas fruncidas casi hasta tocarse. Se ha sumido, sus pies apenas rozan el suelo. Para mirarlo ella tenía que alzar la cabeza, estirar el cuello; ahora, si se pusiera de pie, le llegaría al hombro.
—Soy Urania —murmura, acercándose. Se sienta en la cama, a un metro de su padre—. ¿Te acuerdas de que tienes una hija?
En el viejecillo hay una agitación interior, movimientos de las manitas huesudas, pálidas, de dedos afilados, que descansan sobre sus piernas. Pero los diminutos ojillos, aunque no se apartan de Urania, se mantienen inexpresivos.
—Yo tampoco te reconozco —murmura Urania—. No sé por qué he venido, qué hago aquí.
El viejecillo ha comenzado a mover la cabeza, de arriba abajo, de abajo arriba. Su garganta emite un quejido áspero, largo, entrecortado, como un canto lúgubre. Pero, a los pocos momentos se calma, sus ojos siempre clavados en ella.
—La casa estaba llena de libros —Urania ojea las paredes desnudas—. ¿Qué fue de ellos? Ya no puedes leer, claro. ¿Tenías tiempo de leer, entonces? No recuerdo haberte visto leyendo nunca. Eras un hombre demasiado ocupado. Yo también ahora, tanto o más que tú en esa época. Diez, doce horas en el bufete o visitando clientes. Pero me doy tiempo para leer un rato cada día. Tempranito, viendo amanecer entre los rascacielos de Manhattan, o, de noche, espiando las luces de esas colmenas de vidrio. Me gusta mucho. Los domingos leo tres o cuatro horas, después de Meet the Press, en la tele. La ventaja de haberme quedado soltera, papá. ¿Sabías, no? Tu hijita se quedó para vestir santos. Así decías tú:
«¡Qué gran fracaso! ¡No pescó marido!». Yo tampoco, papá. Mejor dicho, no quise. Tuve propuestas. En la universidad. En el Banco Mundial. En el bufete. Figúrate que todavía se me aparece de pronto un pretendiente. ¡Con cuarenta y nueve años encima! No es tan terrible ser solterona. Por ejemplo, dispongo de tiempo para leer, en vez de estar atendiendo al marido, a los hijitos.
Parece que entiende y que, interesado, no osa mover un músculo para no interrumpirla. Está inmóvil, su pequéño pecho moviéndose acompasado, los ojitos pendientes de sus labios. En la calle, de rato en rato cruza un automóvil, y pasos, voces, jirones de conversación, se acercan, suben, bajan y se pierden a lo lejos.
—Mi departamento de Manhattan está lleno de libros —retorna Urania—. Como esta casa, cuando era niña. De derecho, de economía, de historia. Pero, en mi dormitorio, sólo dominicanos. Testimonios, ensayos, memorias, muchos libros de historia. ¿Adivinas de qué época? La Era de Trujillo, cuál iba a ser. Lo más importante que nos pasó en quinientos años. Lo decías con tanta convicción. Es cierto, papá. En esos treinta y un años cristalizó todo lo malo que arrastrábamos, desde la conquista. En algunos de esos libros apareces tú, como un personaje. Secretario de Estado, senador, presidente del Partido Dominicano. ¿Hay algo que no fuiste, papá? Me he convertido en una experta en Trujillo. En lugar de jugar bridge, golf, montar caballo o ir a la ópera, mi hobby ha sido enterarme de lo que pasó en esos años. Lástima que no podamos conversar. Cuántas cosas podrías aclararme, tú que los viviste de bracito con tu querido jefe, que tan mal pagó tu lealtad. Por ejemplo, me hubiera gustado que me aclararas si Su Excelencia se acostó también con mi mamá.