Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—¿Recuerdan cuando se puso de moda venir a este Malecón a tomar el fresco, sin estar pendientes de los caliés? —Antonio Imbert sacó la cabeza por la ventana para aspirar a plenos pulmones la brisa nocturna—. Aquí comenzamos a hablar en serio de esta vaina.
Ninguno de sus amigos le respondió de inmediato, como si consultaran su memoria, o no hubieran prestado atención a lo que decía.
—Si, aquí, en el Malecón, hace unos seis meses —dijo Estrella Sadhalá, después de un rato.
—Fue antes —murmuró Antonio de la Maza, sin volverse—. Cuando mataron a las Mirabal, en noviembre, comentamos el crimen aquí. De eso estoy seguro. Y ya llevábamos tiempo viniendo al Malecón, en las noches.
—Parecía un sueño —divagó Imbert—. Difícil, leJanísimo. Como cuando, de muchacho, uno fantasea que será un héroe, un explorador, un actor de cine. Todavía no me lo creo que vaya a ser esta noche, coño.
—Si es que viene —rezongó Salvador.
—Te apuesto lo que quieras, Turco —repitió Amadito, con firmeza.
—Lo que me hace dudar es que hoy es martes —gruñó Antonio de la Maza—. Siempre va a San Cristóbal los miércoles, tú que estás en el cuerpo de ayudantes lo sabes mejor que nadie, Amadito. ¿Por qué cambió de día?
—No sé por qué —insistió el teniente—. Pero irá. Se ha puesto el uniforme verde oliva. Ha ordenado el Chevrolet azul. Irá.
—Tendrá un buen culo esperándolo en la Casa de Caoba —dijo Antonio Imbert—. Uno nuevecito, sin abrir. —Si no te importa, hablemos de otra cosa —lo cortó Salvador.
—Siempre me olvido que delante de un beato como tú no se puede hablar de culos —se disculpó el del volante—. Digamos que tiene un plancito en San Cristóbal ¿Puedo decirlo así, Turco? ¿O también ofende tus oídos apostólicos?
Pero nadie tenía ganas de bromear. Ni el propio Imbert; hablaba para llenar de algún modo la espera.
—Atención —exclamó De la Maza, adelantando la cabeza.
—Es un camión —replicó Salvador, con una simple ojeada a los faros amarillentos que se aproximaban—. No soy beato ni fanático, Antonio. Un practicante de mi fe, nada más. Y, desde la Carta Pastoral de los obispos del 31 de enero del año pasado, orgulloso de ser católico.
En efecto, era un camión. Pasó rugiendo y contoneando una alta carga de cajones sujetados con sogas; su rugido se fue apagando, hasta desaparecer.
—¿Y un católico no puede hablar de coños pero sí matar, Turco? —lo provocó Imbert. Lo hacia con frecuencia: él y Salvador Estrella Sadhalá eran los amigos más íntimos de todo el grupo; estaban siempre gastándose bromas, a veces tan pesadas que quienes las presenciaban se creían que terminarían a trompadas. Pero no habían reñido nunca, su fraternidad era irrompible. Esta noche, sin embargo, el Turco no lucía ni pizca de humor:
—Matar a cualquiera, no. Acabar con un tirano, si. ¿Has oído la palabra tiranicidio? En casos extremos, la Iglesia lo permite. Lo escribió santo Tomás de Aquino. ¿Quieres saber cómo lo sé? Cuando comencé a ayudar a la gente del 14 de junio y comprendí que tendría que apretar el gatillo alguna vez, fui a consultárselo a nuestro director espiritual, el padre Fortín. Un sacerdote canadiense, de Santiago. Él me consiguió una audiencia con monseñor Lino Zanini, el nuncio de Su Santidad. «¿Sería pecado para un creyente matar a Trujillo, monseñor?» Cerró los ojos, reflexionó. Te podría repetir sus palabras, con su acento italiano. Me mostró la cita de santo Tomás, en la Suma Teológica. Si no la hubiera leído, no estaría aquí esta noche, con ustedes.
Antonio de la Maza se había vuelto a mirarlo:
—¿Le consultaste esto a tu director espiritual?
Tenía la voz descompuesta. El teniente Amado García Guerrero temió que fuera a estallar en uno de esos arrebatos a los que De la Maza era propenso desde que Trujillo hizo asesinar a su hermano Octavio, años atrás. Un arrebato como el que estuvo a punto de romper la amistad que lo unía a salvador Estrella Sadhalá. Éste lo tranquilizó:
—Hace mucho tiempo, Antonio. Cuando comencé a ayudar a los del 14 de Junio. ¿Me crees tan pendejo de confiar a un pobre cura una cosa así?
—Explícame por qué puedes decir pendejo y no culo, coño ni tirar, Turco —se burló Imbert, tratando una vez más de aflojar la tensión. ¿No ofenden a Dios todas las malas palabras?
—A Dios no lo ofenden las palabras sino los pensamientos obscenos —se resignó el Turco a seguirle la cuerda—. Los pendejos que preguntan pendejadas tal vez no lo ofendan. Pero, lo aburrirán muchísimo.
—¿Comulgaste esta mañana para llegar al gran acontecimiento con el alma sacramentada? —siguió azuzándolo Imbert.
—Comulgo todos los días, hace diez años —asintió Salvador—. No sé si tengo el alma como debe tenerla un cristiano. Sólo Dios sabe eso.
«La tienes», pensó Amadito. Entre todas las personas que había conocido en sus treinta y un años de vida, el Turco era la que más admiraba. Estaba casado con Urania Mieses, una tía de Amadito a la que éste quería mucho. Desde que era cadete en la Academia Militar Batalla de Las Carreras, que dirigía el coronel José León Estévez (Pechito), marido de Angelita Trujillo, acostumbraba pasar sus días de salida en la casa de los Estrella Sadhalá. Salvador se había vuelto importantísimo en su vida; le confiaba sus problemas, inquietudes, sueños, dudas, y pedía su consejo antes de cualquier decisión. Los Estrella Sadhalá organizaron la fiesta para celebrar la graduación de Amadito como espada de honor —¡el primero en una promoción de treinta y cinco oficiales!—, a la que asistieron sus once tías abuelas maternas, y, años más tarde, también, lo que el joven teniente creyó sería la mejor noticia que recibiría jamás: la admisión de su solicitud para ingresar a la unidad más prestigiosa de las Fuerzas Armadas: los ayudantes militares, encargados de la custodia personal del Generalísimo.
Amadito cerró los ojos y aspiró la brisa salada que entraba por las cuatro ventanillas abiertas. imbert, el Turco y Antonio de la Maza permanecían callados. A Imbert y De la Maza los había conocido en la casa de la Mahatma Gandhi, y la casualidad hizo que fuera testigo de la pelea entre el Turco y Antonio, tan violenta que él ya esperaba tiros, y, meses después, de la reconciliación de Antonio y Salvador en aras de un mismo propósito: matar al Chivo. Quién le hubiera dicho a Amadito, aquel día de 1959, cuando Urania y Salvador le prepararon aquella fiesta donde se bebieron tantas botellas de ron, que antes de dos años estaría, en esta noche tibia y estrellada del martes 30 de mayo de 1961, esperando al mismísimo Trujillo para matarlo. Cuántas cosas habían pasado desde aquel día en que, a poco de llegar a la Mahatma Gandhi 21, Salvador lo tomó del brazo y se lo llevó al más apartado rincón del jardín, con aire grave.
—Tengo que decirte algo, Amadito. Por el cariño que te tengo. Que te tenemos todos en esta casa.
Hablaba tan bajo que el joven adelantó la cabeza para oírlo.
—¿A qué viene eso, Salvador?
—A que no quiero perjudicarte en tu carrera. Viniendo aquí, puedes tener problemas.
—¿Qué clase de problemas?
La expresión del Turco, casi siempre calmada, se crispó. Un brillo de alarma asomó en sus ojos.
—Estoy colaborando con los muchachos del 14 de junio. Si lo descubren, sería gravísimo para ti. Un oficial del cuerpo de ayudantes militares de Trujillo. ¡Figúrate!
El teniente nunca hubiera imaginado a Salvador de conspirador clandestino, ayudando a la gente que se había organizado para luchar contra Trujillo luego de la invasión castrista del 14 de junio, en Constanza, Maimón y Estero Hondo, que costó tantas vidas. Sabía que el Turco detestaba al régimen y, aunque Salvador y su mujer se cuidaban delante de él, algunas veces se les habían escapado expresiones contra el gobierno. Se callaban de inmediato, pues sabían que Amadito, aunque no le interesaba la política, profesaba, como cualquier oficial del Ejército, una lealtad perruna, visceral, al Jefe Máximo, Benefactor y Padre de la Patria Nueva, que desde hacía tres décadas presidía los destinos de la República y las vidas y muertes de los dominicanos.
—Ni una palabra más, Salvador. Ya me lo has dicho. Ya lo he oído. Ya me olvidé de lo que oí. Voy a seguir viniendo, como siempre. Esta es mi casa.
Salvador lo miró con esa mirada limpia, que a Amadito le contagiaba una sensación gratificante de la vida.
—Vamos a tomarnos una cerveza, entonces. No nos pongamos tristes.
Y, por supuesto, a las primeras personas a las que presentó a su novia, cuando se enamoró y empezó a pensar en casarse, fueron, luego de la tía abuela Meca —su preferida entre las once hermanas de su madre—, Salvador y Urania. ¡Luisita Gil! Vez que la recordaba, el remordimiento le torcía las tripas y lo sublevaba la cólera. Sacó un cigarrillo y se lo puso en la boca. Salvador se lo prendió con su encendedor. La linda morenita, la graciosa, la coqueta Luisita Gil. Luego de unas maniobras, había ido con dos compañeros a dar un paseo en un barquito a vela, en La Romana. En el embarcadero, dos muchachas compraban pescado fresco. Les buscaron conversación y fueron con ellas a escuchar la retreta municipal. Ellas los invitaron a un matrimonio. Sólo Amadito pudo ir, pues tenía día libre, sus compañeros debieron volver al cuartel. Se enamoró como un loco de esa morenita espigada y ocurrente, de ojos chispeantes, que bailaba el merengue como una vedette de La Voz Dominicana. Y ella de él. A la segunda salida, a un cine y a una boite, pudo besarla y acariciarla. Era la mujer de su vida, nunca podría estar con nadie más. El apuesto Amadito había dicho estas cosas a muchas mujeres desde sus días de cadete, pero esta vez las dijo de verdad. Luisa lo llevó a conocer a su familia, en La Romana, y él la invitó a almorzar donde la tía Meca, en Ciudad Trujillo, y, un domingo, donde los Estrella Sadhalá: quedaron encantados con Luisa. Cuando les dijo que pensaba pedirla, lo animaron: era un encanto de mujer. Amadito la pidió formalmente a sus padres. De acuerdo con el reglamento, solicitó autorización para casarse al comando de los ayudantes militares.
Fue su primer encontronazo con una realidad que hasta entonces, pese a sus veintinueve años, sus espléndidas notas, su magnífico expediente de cadete y oficial, ignoraba totalmente. («Como la mayoría de los dominicanos», pensó.) La respuesta a su solicitud demoraba. Le explicaron que el cuerpo de ayudantes la pasaba al SIM, para que éste investigara a la persona. En una semana o diez días tendría el visto bueno. Pero la respuesta no le llegó ni a los diez, ni a los quince ni a los veinte días. El día veintiuno, el jefe lo llamó a su despacho. Fue la única vez que cambió unas palabras con el Benefactor, pese a haber estado tantas veces cerca de él, en actos públicos, la primera en que este hombre al que veía a diario en la Estancia Radhamés le puso la vista encima.
El teniente García Guerrero había oído hablar desde niño, en su familia —sobre todo a su abuelo, el general Hermógenes García—, en la escuela y, más tarde, de cadete y oficial, de la mirada de Trujillo. Una mirada que nadie podía resistir sin bajar los ojos, intimidado, aniquilado por la fuerza que irradiaban esas pupilas perforantes, que parecía leer los pensamientos más secretos, los deseos y apetitos ocultos, que hacía sentirse desnudas a las gentes. Amadito se reía con tanta vagabundería. El jefe sería un gran estadista, cuya visión, voluntad y capacidad de trabajo había hecho de la República Dominicana un gran país. Pero, no era Dios. Su mirada sólo podía ser la de un mortal.
Le bastó entrar al despacho, chocar los tacos y anunciarse con la voz más marcial que pudo sacar de su garganta —«¡Teniente segundo García Guerrero, a la orden, Excelencia!»— para sentirse electrizado. «Pase», dijo la aguda voz del hombre que, sentado en el otro extremo de la habitación, ante un escritorio forrado de cuero rojo, escribía sin alzar la cabeza. El joven dio unos pasos y permaneció firme, sin mover un músculo ni pensar, viendo los cabellos grises alisados con esmero y el impecable atuendo —chaqueta y chaleco azul, camisa blanca de inmaculado cuello y puños almidonados, corbata plateada sujeta con una perla— y sus manos, sujetando una hoja de papel que la otra cubría con trazos rápidos, de tinta azul. En la izquierda, alcanzó a ver el anillo con la piedra preciosa tornasolada que, según los supersticiosos, era un amuleto que, de joven, cuando, como miembro de la Guardia Constabularia, perseguía a los «gavilleros» sublevados contra el ocupante militar norteamericano, le dio un brujo haitiano, asegurándole que mientras no se la quitara sería invulnerable al enemigo.
—Una buena hoja de servicios, teniente —lo oyó decir.
—Muchas gracias, Excelencia.
La cabeza plateada se movió y aquellos ojos grandes, fijos, sin brillo y sin humor, buscaron los suyos. «Yo nunca he tenido miedo en la vida», confesó después el muchacho a Salvador. «Hasta que me cayó encima esa mirada, Turco. Es verdad. Como si me escarbara la conciencia. Hubo un largo silencio, mientras aquellos ojos examinaban su uniforme, su correaje, sus botones, su corbata, su quepis. Amadito comenzó a sudar. Sabía que el menor descuido indumentario provocaba al jefe un disgusto tal que podía irrumpir en violentas recriminaciones.
—Esa hoja de servicios tan buena no puede mancharla casándose con la hermana de un comunista. En mi gobierno no se juntan amigos y enemigos.
Hablaba con suavidad, sin quitarle de encima la mirada taladrante. Pensó que en cualquier momento la chillona vocecita soltaría un gallo.
—El hermano de Luisa Gil es uno de esos subversivos del 14 de junio. ¿Lo sabía?
—No, Excelencia.
—Ahora lo sabe —se aclaró la garganta, y, sin cambiar de tono, añadió—: Hay muchas mujeres en este país. Búsquese otra.
—SI, Excelencia.
Lo vio hacer un signo de asentimiento, dando por terminada la entrevista.
—Permiso para retirarme, Excelencia.
Hizo sonar los tacos y saludó. Salió con paso marcial, disimulando la zozobra que lo embargaba. Un militar obedecía las órdenes, sobre todo si venían del Benefactor y Padre de la Patria Nueva, quien había distraído unos minutos de su tiempo para hablarle en persona. Si le había dado esa orden a él, oficial privilegiado, era por su propio bien. Debía obedecer. Lo hizo, apretando los dientes. Su carta a Luisa Gil no tenía una sola palabra que no fuera verdad:
«Con mucho pesar, y aunque por ello sufran mis sentimientos, debo renunciar a mi amor por ti, y anunciarte adolorido que no podemos casarnos. Me lo prohíbe la superioridad, en razón de las actividades antitrujillistas de tu hermano, algo que me habías ocultado. Entiendo por qué lo hiciste. Pero, por eso mismo, espero que tú también entiendas la difícil decisión que me veo obligado a tomar en contra de mi voluntad. Aunque siempre te recordaré con amor, no volveremos a vernos. Te deseo suerte en la vida. No me guardes rencor». ¿Lo habría perdonado la bella, la alegre, la espigada muchacha de La Romana? Aunque no hubiera vuelto a verla, no la había reemplazado en su corazón. Luisa se había casado con un próspero agricultor de Puerto Plata. Pero, si ella llegó a perdonarle la ruptura, nunca le habría perdonado lo otro, si llegaba a saberlo. Él tampoco se lo perdonaría jamás. Aunque, dentro de unos momentos, tuviera a sus pies el cadáver del Chivo cosido a balazos —en esos ojos fríos de iguana quería reventarle las balas de su pistola— tampoco se lo perdonaría. «Eso, al menos, Luisa nunca lo sabrá.» Ni ella ni nadie, fuera de los que urdieron la emboscada.