Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—¿No son tiros, Pedro Livio?
—Sí, sí, tiros. ¡Son ellos, coño! Acelera, Huáscar.
Sus oídos sabían distinguir los tiros. Aquello que habían oído, rompiendo la noche, eran varias ráfagas —las carabinas de Antonio y Amadito, el revólver del Turco, acaso el de Imbert—, algo que llenó de exaltación ese ánimo suyo agriado por la espera. El Oldsmobile volaba ahora sobre la pista. Pedro Livio sacó la cabeza por la ventanilla, pero no consiguió divisar el Chevrolet del Chivo ni a los perseguidores. En cambio, en una curva de la carretera, reconoció el Mercury de Estrella Sadhalá y, un segundo, iluminada por los faros del Oldsmobile, la cara escuálida de Fifí Pastoriza.
—También se le pasaron a Fifí —dijo Huáscar Tejeda—. Se olvidaron de la señal otra vez. ¡Qué pendejos!
El Chevrolet de Trujillo apareció, a menos de cien metros, detenido y ladeado hacia la derecha de la carretera, con los faros encendidos. «¡Ahí está!», «¡Es él, coño!», gritaron Pedro Livio y Huáscar en el instante en que volvían a estallar disparos de revólver, de carabina, de metralleta. Huáscar apagó las luces y, a menos de diez metros del Chevrolet, frenó de golpe. Pedro Livio, que abría la puerta del Oldsmobile, salió despedido a la carretera, antes de disparar. Sintió que se raspaba y golpeaba todo el cuerpo, y alcanzó a oír a un exultante Antonio de la Maza —«Ya este guaraguao no come más pollo» o algo así—, y voces y gritos del Turco, de Tony Imbert, de Amadito, hacia los que echó a correr a ciegas, apenas pudo incorporarse. Dio dos o tres pasos y oyó nuevos disparos, muy cerca, y una quemadura lo paró en seco y derribó, cogiéndose la boca del estómago.
—No disparen, coño, somos nosotros —gritaba Huáscar Tejeda.
—Estoy herido —se quejó, y, sin transición, ansioso, a voz en cuello—: ¿Está muerto el Chivo?
—Requetemuerto, Negro —dijo, a su lado, Huáscar Tejeda—. ¡Míralo!
Pedro Livio sintió que lo abandonaban las fuerzas. Estaba sentado en el pavimento, en medio de cascotes y fragmentos de vidrio. Oyó decir a Huáscar Tejeda que iba a buscar a Fifí Pastoriza y sintió arrancar el Oldsmobile. Percibía la excitación y el vocerío de sus amigos, pero se sentía mareado, incapaz de participar en sus diálogos; apenas entendía lo que decían, porque su atención estaba concentrada ahora en el ardor de su estómago. Le quemaba el brazo, también. ¿Había recibido dos balazos? El Oldsmobile regresó. Reconoció las exclamaciones de Fifí Pastoriza: «Coño, coño, Dios es grande, coño».
—Metámoslo al baúl —ordenó un Antonio de la Maza que hablaba con gran calma—. Hay que llevar el cadáver a Pupo, para que ponga el Plan en marcha.
Sentía las manos húmedas. Esa sustancia viscosa sólo podía ser sangre. ¿Suya o del Chivo? El asfalto estaba mojado. Como no había llovido, sería sangre también. Alguien le pasó la mano por los hombros y le preguntó cómo se sentía. Su voz sonaba apesadumbrada. Reconoció a Salvador Estrella Sadhalá.
—Una bala en el estómago, creo —en vez de palabras, le salían unos ruidos guturales.
Percibió las siluetas de sus amigos cargando un bulto y echándolo en el baúl del Chevrolet de Antonio. ¡Trujillo, coño! Lo habían conseguido. No sintió alegría; más bien, alivio.
—¿Dónde está el chofer? ¿Nadie ha visto a Zacarías?
—Requetemuerto también, ahí, en la oscuridad —dijo Tony Imbert—. No pierdas tiempo buscándolo, Amadito. Hay que regresar. Lo importante es llevarle este cadáver a Pupo Román.
—Pedro Livio está herido —exclamó Salvador Estrella Sadhalá.
Habían cerrado el baúl del Chevrolet, con el cadáver adentro. Siluetas sin cara lo rodeaban, lo palmeaban, le preguntaban cómo te sientes, Pedro Livio. ¿Le iban a dar el tiro de gracia? Lo habían acordado, por unanimidad. No dejarían abandonado a un compañero herido para que cayera en manos de los caliés y Johnny Abbes lo sometiera a torturas y humillaciones. Recordó aquella conversación, en el jardín lleno de mangos, flamboyanes y panes de fruta del general Juan Tomás Díaz y su mujer Chana, en la que participaba también Luis Amiama Tió. Todos coincidieron: nada de morir a poquitos. Si salía mal y alguien quedaba malherido, el tiro de gracia. ¿Iba a morir? ¿Lo iban a rematar?
—Súbanlo al carro —ordenó Antonio de la Maza—. En casa de Juan Tomás, llamaremos un médico.
Las sombras de sus amigos se afanaban, sacando el carro del Chivo fuera de la autopista. Los sentía jadear. Fifí Pastoriza silbó: «Quedó hecho una coladera, coño».
Cuando sus amigos lo cargaron para meterlo en el Chevrolet Bel Air, el dolor fue tan vivo que perdió el sentido. Pero, por pocos segundos, pues cuando recuperó la conciencia aún no partían. Estaba en el asiento de atrás, Salvador le había pasado el brazo sobre el hombro y lo apoyaba en su pecho como en una almohada. Reconoció, en el volante, a Tony Imbert, y, a su lado, a Antonio de la Maza. ¿Cómo estás, Pedro Livio? Quiso decirles: «Con ese pájaro muerto, mejor», pero emitió sólo un murmullo.
—Lo del Negro parece serio —masculló Imbert.
O sea que sus amigos le decían Negro cuando no estaba presente. Qué importaba. Eran sus amigos, coño: a ninguno le pasó por la cabeza darle el tiro de gracia. A todos les pareció natural meterlo al auto y ahora lo llevaban a casa de Chana y Juan Tomás Díaz. El ardor en el estómago y el brazo había disminuido. Se sentía débil y no intentaba hablar. Estaba lúcido, entendía a cabalidad lo que decían. Tony, Antonio y el Turco estaban también heridos por lo visto, aunque no de gravedad. A Antonio y Salvador el roce de los proyectiles les había abierto heridas, en la frente al primero, en el cráneo al segundo. Llevaban pañuelos en la mano y se secaban las heridas. A Tony un casquillo le raspó la tetilla izquierda y decía que la sangre le manchaba la camisa y el pantalón.
Reconoció el edificio de la Lotería Nacional. ¿Habían tomado la vieja carretera Sánchez para regresar a la ciudad por un sitio menos transitado? No, no era por eso. Tony Imbert quería pasar por casa de su amigo Julito Senior, que vivía en la avenida Angelita, y telefonear desde allí al general Díaz y advertirle que estaban llevándole el cadáver a Pupo Román con la frase convenida: «Los pichones están listos para meterlos al horno, Juan Tomás». Se detuvieron ante una casa a oscuras. Tony bajó. No se veía a nadie por los alrededores. Pedro Livio oyó a Antonio: su pobre Chevrolet había quedado perforado por decenas de balazos y con una goma desinflada. Pedro Livio la había sentido, causaba un horrible chirrido y un traqueteo que le repicaba en el estómago.
Imbert volvió: no había nadie en casa de Julito Senior. Mejor iban derecho donde Juan Tomás. Volvieron a arrancar, muy despacio; el auto, ladeado y rechinando, evitaba las avenidas y calles concurridas.
Salvador se inclinó hacia él:
—¿Cómo vas, Pedro Livio?
—Bien, Turco, bien», y le apretó el brazo.
—Ya falta poco. Donde Juan Tomás, te verá un médico.
Qué pena no tener fuerzas para decir a sus amigos que no se preocuparan, que estaba contento, con el Chivo muerto. Habían vengado a las hermanas Mirabal, y al pobre Rufino de la Cruz, el chofer que las llevó a la Fortaleza de Puerto Plata a visitar a los maridos presos, y a quien Trujillo mandó asesinar también para hacer más verosímil la farsa del accidente. Aquel asesinato remeció las fibras más íntimas de Pedro Livio y lo impulsó, desde ese 25 de noviembre de 1960, a plegarse a la conspiración que armaba su amigo Antonio de la Maza. Sólo conocía de oídas a las Mirabal. Pero, como a muchos dominicanos, la tragedia de aquellas muchachas de Salcedo, lo trastornó. ¡Ahora también se asesinaba a mujeres indefensas, sin que nadie hiciera nada! ¿A esos extremos de ignominia habíamos llegado en la República Dominicana? ¡Ya no había huevos en este país, Coño! Oyendo a Antonio Imbert hablar tan conmovido —él, siempre parco en exteriorizar sus sentimientos— sobre Minerva Mirabal, tuvo, delante de sus amigos, aquel llanto, el único en su vida de adulto. Sí, todavía había hombres con cojones en la República Dominicana. La prueba, ese cadáver que zangoloteaba en el baúl.
—¡Me muero! —gritó—. ¡No me dejen morir!
—Ya llegamos, Negro —lo calmó Antonio de la Maza—. Ahora te vamos a curar.
Hizo un esfuerzo por mantener la conciencia. Poco después, reconoció la intersección de la Máximo Gómez con la avenida Bolívar.
—¿Vieron ese auto oficial? —dijo Imbert—. ¿No era el general Román?
—Pupo está en su casa, esperando —repuso Antonio de la Maza—. Dijo a Amiama y Juan Tomás que no saldría esta noche.
Un siglo después, el auto se detuvo. Entendía, por los diálogos de sus amigos, que estaban en la entrada trasera de la casa del general Díaz. Alguien abría la tranquera. Pudieron entrar al patio, instalarse frente a los garajes. En el tenue resplandor de los faroles de la calle y las luces de las ventanas, reconoció el jardín lleno de árboles y flores que Chana tenía tan cuidado, y donde tantos domingos había venido, solo o con Olga, a los suculentos almuerzos criollos que el general preparaba a sus amigos. Al mismo tiempo, le parecía que él no era él, sino un observador, ausente de aquel trajín. Esta tarde, cuando supo que iba a ser esta noche, y se despidió de su mujer inventando que venía a esta casa a ver una película, Olga le metió un peso en el bolsillo pidiéndole que le trajera helados de chocolate y vainilla. ¡Pobre Olga! El embarazo le daba antojitos. ¿La impresión la haría perder el bebe? No, Dios mío. Ésta sería la hembrita que haría pareja con Luis Mariano, su hijito de dos años. El Turco, Imbert y Antonio habían bajado. Estaba solo, tendido en el asiento del Chevrolet, en la semioscuridad. Pensó que nada ni nadie lo salvaría de la muerte que moriría sin saber quién ganó el partido de pelota que ligaba esta noche el equipo de su empresa, Baterías Hércules, con el de la Compañía Dominicana de Aviación, en el campo de béisbol de la Cervecería Nacional Dominicana.
Brotó una violenta discusión, en el patio. Estrella Sadhalá increpaba a Fifí, Huáscar y Amadito, quienes acababan de llegar en el Oldsmobile, por dejar en la carretera el Mercury del Turco. «Imbéciles, pendejos. ¿No se dan cuenta? ¡Me han delatado! Tienen que ir ahora mismo a buscar mi Mercury.» Extraña situación: sentir que estaba y no estaba allí. Fifí, Huáscar y Amadito calmaban al Turco: con la prisa se aturdieron y nadie se acordó del Mercury. Qué importaba, el general Román tomaría el poder esta misma noche. No tenían nada que temer. El país saldría a las calles a vitorear a los ajusticiadores del tirano.
¿Se habían olvidado de él? La voz llena de autoridad de Antonio de la Maza puso orden. Nadie regresaría a la carretera, aquello estaría ya lleno de caliés. Lo principal era encontrar a Pupo Román y mostrarle el cadáver, como exigió. Había un problema; Juan Tomás Díaz y Luis Amiama acababan de pasar por su casa —Pedro Livio la conocía, se hallaba en la otra esquina— y Mireya, su mujer, les dijo que Pupo salió con el general Espaillat, «porque parece que algo le ha ocurrido al Jefe». Antonio de la Maza los tranquiliza: «No se alarmen. Luis Amiama, Juan Tomás y Modesto Díaz han ido a buscar a Bibin, el hermano de Pupo. Él nos ayudará a localizarlos.
Sí, se habían olvidado de él. Moriría en este auto acribillado, junto al cadáver de Trujillo. Tuvo uno de esos arrebatos de cólera que habían sido la desgracia de su vida, pero ahí mismo se calmó. ¿De qué carajo te sirve ponerte bravo en este momento, pendejo?
Entornó los párpados porque un reflector o una potente linterna le dio en la cara. Reconoció, apiñadas, la cara del yerno de Juan Tomás Díaz, el dentista Bienvenido García, la de Amadito y la de ¿Linito? Sí, Linito, el médico, el doctor Marcelino Vélez Santana. Se inclinaban sobre él, lo palpaban, le levantaron la camisa. Le preguntaron algo que no entendió. Quiso decir que había calmado el dolor, averiguar cuántos orificios tenía en su cuerpo, pero no le salió la VOZ. Mantenía los ojos muy abiertos, para que supieran que estaba vivo.
—Hay que llevarlo a la clínica —afirmó el doctor Vélez Santana—. Se desangra.
Al doctor le castañeteaban los dientes como si se muriera de frío. No eran tan amigos para que Linito se echara a temblar de ese modo por él. Temblaría porque se acababa de enterar que habían matado al jefe.
—Hay hemorragia interna —le temblaba la voz, también—, por lo menos una bala entró en la región precordial. Debe ser operado de inmediato.
Discutían. No le importaba morir. Se sentía contento, pese a todo. Dios lo perdonaría, seguro. Por dejar abandonada a Olga, con su barriga de seis meses, y a Luis Marianito. Dios sabía que él no iba a ganar nada con la muerte de Trujillo. Al contrario; administraba una de sus compañías, era un privilegiado. Metiéndose en esta vaina, puso en peligro su trabajo y la seguridad de su familia. Dios entendería y lo perdonaría.
Sintió una fuerte contracción en el estómago y gritó. «Calma, calma, Negro», le rogó Huáscar Tejeda. Tuvo ganas de contestarle «Negra será tu madre», pero no pudo. Lo sacaban del Chevrolet. Tenía muy cerca la cara de Bienvenido —el yerno de Juan Tomás, el marido de su hija Marianela— y la del doctor Vélez Santana: le chocaban los dientes todavía. Reconoció a Mirito, el chofer del general, y a Amadito, que cojeaba. Con grandes precauciones, lo instalaron en el Opel de Juan Tomás, estacionado junto al Chevrolet. Pedro Livio vio la luna: brillaba, en un cielo ahora sin nubes, por entre los mangos y las trinitarias.
—Vamos a la Clínica Internacional, Pedro Livio —dijo el doctor Vélez Santana—. Aguanta, aguanta un poco.
Cada vez le importaba menos lo que le pasaba. Estaba en el Opel, Mirito manejaba, Bienvenido iba adelante y, atrás, a su lado, el doctor Vélez Santana. Linito le hacía aspirar algo que tenía un fuerte olor a éter. «El olor de los carnavales.» El dentista y el médico lo animaban: «Ya llegamos, Pedro Livio». Tampoco le importaba lo que decían, ni lo que parecía importar tanto a Bienvenido y Linito: «¿Dónde se metió el general Román?». «si no aparece, esto se jode.» Olga, en vez del helado de chocolate y vainilla, recibiría la noticia de que su esposo estaba siendo operado en la Clínica Internacional, a tres cuadras de Palacio, después de ajusticiar al asesino de las Mirabal. Había pocas cuadras de la casa de Juan Tomás hasta la Clínica. ¿Por qué tardaban tanto?
Por fin, el Opel frenó. Bienvenido y el doctor Vélez Santana bajaron. Los vio tocar la puerta, donde chisporroteaba una luz fluorescente: «Emergencias». Apareció una enfermera de toca blanca, y, después, una camilla. Al levantarlo del asiento Bienvenido García y Vélez Santana, sintió un dolor muy fuerte: «¡Me matan, coño!». Pestañeó, cegado por la blancura de un pasillo. Lo subían en un ascensor. Ahora, estaba en un cuarto aseado, con una Virgen en la cabecera. Bienvenido y Vélez Santana habían desaparecido; dos enfermeras lo desnudaban y un hombre joven, de bigotito, le pegaba la cara: