La fiesta del chivo (32 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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El senador Cabral asintió. Chirinos lo palmeaba.

—Si voy donde los caliés que me esperan abajo, y les cuento lo que has dicho, que el régimen se asfixia, que es un moribundo, pasarías a hacerme compañía —murmuró, a modo de despedida.

—No lo harás —se rió la gran jeta oscura del dueño de casa—.Tú no eres como yo. Tú eres un caballero.

—¿Qué ha sido de él? —pregunta Urania—. ¿Vive?

La tía Adelina lanza una risita y el loro Sansón, que parecía dormido, reacciona con otra sarta de chillidos. Cuando calla, Urania detecta el acompasado chaschás de la mecedora que ocupa Manolita.

—La yerba mala no muere —explica su tía—. Siempre en su misma guarida de ciudad colonial, en Salomé Ureña con Duarte. Lucindita lo vio hace poco, con bastón y zapatillas de levantarse, paseándose por el parque Independencia.

—Unos chiquillos corrían detrás de él gritando: «¡El cuco, el cuco!» —se ríe Lucinda—. Está más feo y asqueroso que antes. ¿Tendrá más de noventa, no?

¿Ha pasado ya el tiempo prudente de sobremesa para despedirse? Urania no se ha sentido cómoda en toda la noche. Más bien tensa, esperando una agresión. Éstas son las únicas parientes que le quedan y se siente más distante de ellas que de las estrellas. Y comienzan a irritarla los grandes Ojos de Marianita clavados en ella.

—Esos días fueron terribles para la familia —vuelve a la carga la tía Adelina.

—Yo me acuerdo de mi papá y tío Agustín, secreteándose en esta sala —dice Lucindita—. Y tu papá diciendo: «¿Pero, Dios mío, qué he podido hacerle al jefe para que me maltrate así?».

La calla un perro que ladra desaforado en las cercanías; le responden dos, cinco más. Por un pequeño tragaluz, en lo alto de la habitación, Urania divisa la luna: redonda y amarilla, espléndida. En New York no había lunas así.

—Lo que más lo amargaba era tu futuro, si a él le pasaba algo —la tia Adelina tiene la mirada cargada de reproches—. Cuando le intervinieron las cuentas bancarias, supo que no tenía remedio.

—¡Las cuentas bancarias! —asiente Urania—. Fue la primera vez que mi papá me habló.

Ella se hallaba ya acostada y su padre entró sin llamar. Se sentó al pie de la cama. En mangas de camisa, muy pálido, le pareció más delgadito, más frágil y más viejo. Vacilaba en cada sílaba.

—Esto va mal, mi hijita. Tienes que estar preparada para cualquier cosa. Hasta ahora, te he ocultado la gravedad de la situación. Pero, hoy día, bueno, en el colegio habrás oído algo.

La niña asintió, grave. No se inquietaba, su confianza en él era ilimitada. ¿Cómo podía ocurrirle algo malo a un hombre tan importante?

—Sí, papi, que salieron cartas contra ti en El Foro Público, que te acusaban de delitos. Nadie se lo va a creer, qué bobería. Todo el mundo sabe que eres incapaz de esas maldades.

Su padre la abrazó, por encima de la colcha.

Era más serio que las calumnias del periódico, mi hija. Lo habían despojado de la Presidencia del Senado. Una comisión del Congreso verificaba si hubo malos manejos y defraudación de fondos públicos durante su gestión ministerial. Hacía días lo seguían los «cepillos» del SIM; ahora mismo había uno en la puerta de la casa, con tres caliés. La última semana recibió comunicados de expulsión del Instituto Trujilloniano, del Country Club, del Partido Dominicano, y, esta tarde, al ir a retirar dinero del banco, el puntillazo. El administrador, su amigo Josefo Heredia, le informó que sus dos cuentas corrientes habían sido congeladas mientras durara la investigación del Congreso.

—Cualquier cosa puede ocurrir, hijita. Confiscarnos esta casa, echarnos a la calle. La cárcel, incluso. No quiero asustarte. Puede que nada pase. Pero, debes estar preparada. Tener valor.

Lo escuchaba estupefacta; no por lo que decía, por el desfallecimiento de su voz, el desamparo de su expresión, el espanto de sus ojitos.

—Voy a rezarle a la Virgen —se le ocurrió decir—. Nuestra Señora de la Altagracia nos ayudará. ¿Por qué no hablas con el jefe? Él siempre te ha querido. Que dé una Orden y todo se arreglará.

—Le he pedido audiencia y ni siquiera me responde, Uranita. Voy al Palacio Nacional y los secretarios y ayudantes apenas me saludan. Tampoco ha querido verme el Presidente Balaguer, ni el ministro del interior; si, Paino Pichardo. Soy un muerto en vida, hijita. Quizá tengas razón y sólo nos quede encomendarnos a la Virgen.

Se le quebró la voz. Pero, cuando la niña se incorporó a abrazarlo, se repuso. Le sonrió:

—Tenías que saber esto, Uranita. Si me pasa algo, anda donde tus tíos. Aníbal y Adelina te cuidarán. Puede que sea una prueba. Algunas veces el jefe ha hecho cosas así, para probar a sus colaboradores.

—Acusarlo de malos manejos a él —suspira la tía Adelina—. Fuera de esa casita de Gazcue, nunca tuvo nada. Ni fincas, ni compañías, ni inversiones. Salvo esos ahorritos, los veinticinco mil dólares que te fue dando poco a poco, mientras estudiabas allá. El político más honrado y el padre más bueno del mundo, Uranita. Y, si permites una intrusión en tu vida privada a esta tía vieja y chocha, no te portaste con él como debías. Ya sé que lo mantienes y le pagas la enfermera. Pero ¿sabes cuánto lo hiciste sufrir no contestándole una carta, no acercándote al teléfono cuando te llamaba? Muchas veces lo vimos llorar por ti Aníbal y yo, aquí mismo. Ahora, que ha pasado tanto tiempo, ¿se puede saber por qué, muchacha?

Urania reflexiona, resistiendo la mirada admonitiva de la viejecita encogida como un garabato en su sillón.

—Porque no era tan buen padre como crees, tía Adelina —dice, al fin.

El senador Cabral hizo que el taxi lo dejara en la Clínica Internacional, a cuatro cuadras del Servicio de Inteligencia, situado también en la avenida México. Al dar la dirección al taxi, sintió un prurito extraño, vergüenza y pudor y, en vez de indicar al chofer que iba al SIM, mencionó la clínica. Caminó las cuatro cuadras sin prisa; los dominios de Johnny Abbes eran probablemente los únicos locales importantes del régimen que nunca pisó hasta ahora. El «cepillo» con caliés lo seguía sin disimulo, en cámara lenta, pegado a la vereda, y él podía advertir los movimientos de cabeza y las expresiones alarmadas de los transeúntes al descubrir el emblemático Volkswagen. Recordó que, en la comisión de Presupuesto del Congreso, él abogó en favor de la partida destinada a importar el centenar de «cepillos» con los que los caliés de Johnny Abbes se desplazaban ahora por todo el territorio en busca de los enemigos del régimen.

En el descolorido y anodino edificio, la guardia de policías uniformados y civiles con metralletas, que custodiaba la puerta detrás de alambradas y sacos de arena, lo dejó pasar sin registrarlo ni pedirle documentos. Adentro, lo esperaba uno de los adjuntos del coronel Abbes: César Báez. Fortachón, comido por la viruela, rizada melena pelirroja, le dio una mano sudada y lo condujo por pasillos estrechos, en los que había hombres con pistolas en cartucheras colgadas del hombro o bailoteando bajo el sobaco, fumando, discutiendo o riendo en cubículos llenos de humo, con tableros claveteados de memorándums. Olía a sudor, orines y pies. Una puerta se abrió. Allí estaba el jefe del SIM. Lo sorprendió la desnudez monacal de la oficina, las paredes sin cuadros ni carteles, salvo a la que daba la espalda el coronel, que lucía un retrato en uniforme de parada —tricornio con plumas, pechera constelada de medallas— del Benefactor. Abbes García estaba de paisano, con una camisita veraniega de mangas cortas y un cigarrillo humeante en la boca. Tenía en la mano el pañuelo rojo que Cabral le había visto muchas veces.

—Buenos días, senador —le alcanzó una mano blanda, casi femenina—. Asiento. No tenemos comodidades aquí, perdonará.

—Le agradezco que me reciba, coronel. Es usted el primero. Ni el jefe, ni el Presidente Balaguer, ni un solo ministro han respondido a mis solicitudes de audiencia.

La figurita pequeña, panzuda, algo contrahecha, asintió. Cabral veía, encima de la doble papada, la boca fina y las blandengues mejillas, los ojitos profundos y acuosos del coronel, moviéndose azogados. ¿Sería tan cruel como se decía?

—Nadie quiere contagiarse, señor Cabral —dijo fríamente Johnny Abbes. Al senador se le ocurrió que si las serpientes hablaran tendrían esa voz sibilante—. Caer en desgracia es una enfermedad contagiosa. En qué puedo servirlo.

—Decirme de qué se me acusa, coronel —hizo una pausa para tomar aliento y parecer más sereno—. Tengo mi conciencia limpia. Desde mis veinte años dedico mi vida a Trujillo y al país. Ha habido alguna equivocación, se lo juro.

El coronel lo calló, con un movimiento de la mano fofa, que tenía el pañuelo colorado. Apagó el cigarrillo en un cenicero de latón:

—No pierda su tiempo dándome explicaciones, doctor Cabral. La política no es mi campo, yo me ocupo de la seguridad. Si el jefe no quiere recibirlo, porque está dolido con usted, escríbale.

—Ya lo he hecho, coronel. Ni siquiera sé si le han entregado mis cartas. Las llevé personalmente al Palacio.

El rostro abotargado de Johnny Abbes se distendió algo:

—Nadie retendría una carta dirigida al jefe, senador. Las habrá leído y, si usted ha sido sincero, le responderá —hizo una larga pausa, mirándolo siempre con esos ojitos inquietos, y añadió, algo desafiante—: Veo que le llama la atención que use un pañuelo de este color. ¿Sabe por qué lo hago? Es una enseñanza rosacruz. El rojo es el color que me conviene. Usted no creerá en los rosacruces, le parecerá una superstición, algo primitivo.

—No sé nada de la religión rosacruz, coronel. No tengo opinión al respecto.

—Ahora no tengo tiempo, pero, de joven, leí mucho de rosacrucismo. Aprendí bastantes cosas. A leer el aura de las personas, por ejemplo. La de usted, en este momento, es la de alguien muerto de miedo.

—Estoy muerto de miedo —respondió en el acto Cabral—. Desde hace días, sus hombres me siguen sin parar. Dígame, al menos, si me van a detener.

—Eso no depende de mí —dijo Johnny Abbes, con aire ligero, como si la cosa no tuviera importancia—. Si me lo ordenan, lo haré. La escolta es para disuadirle de asilarse. Si lo intenta, mis hombres lo arrestarán.

—¿Asilarme? Pero, coronel. ¿Asilarme, como un enemigo del régimen? Pero, yo soy el régimen desde hace treinta años.

—Donde su amigo Henry Dearborn, el jefe de la misión que nos han dejado los yanquis —prosiguió, sarcástico, el coronel Abbes.

La sorpresa enmudeció a Agustín Cabral. ¿Qué quería decir?

—¿Mi amigo, el cónsul de los Estados Unidos? —balbuceó—. Sólo he visto dos o tres veces en mi vida al señor Dearborn.

—Es un enemigo nuestro, como usted sabe —prosiguió Abbes García—. Los yanquis lo dejaron aquí, cuando la OEA acordó las sanciones, para seguir intrigando contra el Jefe. Todas las conspiraciones, desde hace un año, pasan por la oficina de Dearborn. Pese a ello, usted, presidente del Senado, fue a un coctel a su casa, hace poco. ¿Recuerda?

El asombro de Agustín Cabral iba en aumento. ¿Era eso? ¿Haber asistido a aquel coctel en casa del encargado de negocios que dejaron los Estados Unidos cuando cerraron la embajada?

—El jefe nos dio la orden de asistir a ese coctel al ministro Paino Pichardo y a mí —explicó—. Para sondear los planes de su gobierno. ¿Por haber cumplido esa orden he caído en desgracia? Hice un informe escrito sobre aquella reunión.

El coronel Abbes Garcia encogió sus hombritos caídos, en un movimiento de títere.

—Si fue orden del jefe, olvídese de mi comentario —admitió, con un relente irónico.

Su actitud delataba cierta impaciencia, pero Cabral no se despidió. Alentaba la insensata ilusión de que esta charla diera algún fruto.

—Usted y yo no hemos sido nunca amigos, coronel —dijo, esforzándose para hablar con naturalidad.

—Yo no puedo tener amigos —replicó Abbes García—. Perjudicaría mi trabajo. Mis amigos y mis enemigos son los del régimen.

—Déjeme terminar, por favor —prosiguió Agustín Cabral—. Pero, siempre lo he respetado y reconocido los servicios excepcionales que presta al país. Si hemos tenido alguna discrepancia…

El coronel pareció que levantaba una mano para hacerlo callar, pero era para encender otro cigarrillo. Aspiró con avidez y expulsó calmosamente el humo, por la boca y la nariz.

—Claro que hemos tenido discrepancias —reconoció—. Usted ha sido uno de los que más combatió mi tesis de que, en vista de la traición yanqui, hay que acercarse a los rusos y a los países del Este. Usted, con Balaguer y Manuel Alfonso tratan de convencer al Jefe de que la reconciliación con los yanquis es posible. ¿Sigue creyendo esa pendejada? ¿Era ésta la razón? ¿Le había clavado Abbes García el puñal? ¿Aceptó el jefe esa imbecilidad? ¿Lo alejaban para acercar al régimen al comunismo? Era inútil seguir humillándose ante un especialista en torturas y asesinatos que, en razón de la crisis, osaba ahora creerse estratega político.

—Sigo pensando que no tenemos alternativa, coronel —afirmó, resuelto—. Lo que usted propone, perdóneme la franqueza, es una quimera. Ni la URSS ni sus satélites aceptarán jamás el acercamiento con la República Dominicana, baluarte anticomunista en el Continente. Estados Unidos tampoco lo admitiría. ¿Quiere usted otros ocho años de ocupación norteamericana? Tenemos que llegar a algún en~ tendimiento con Washington o será el fin del régimen.

El coronel dejó caer la ceniza de su cigarrillo al suelo. Fumaba un copazo tras otro, como si temiera que le fueran a arrebatar el cigarrillo, y, de tanto en tanto, se secaba la frente con su pañuelo que parecía llamarada.

—Su amigo Henry Dearborn no piensa así, lástima —encogió los hombros de nuevo, como un cómico barato—. Sigue tratando de financiar un golpe contra el jefe. En fin, esta discusión es inútil. Espero que aclare su situación, para quitarle la escolta. Gracias por la visita, senador.

No le dio la mano. Se limitó a hacerle una pequeña venia con su cara de carrillos hinchados medio disuelta en una aureola de humo, con el fondo de aquella fotografía del Jefe en uniforme de gran parada. Entonces, el senador recordó la cita de Ortega y Gasset, apuntada en la libretita que llevaba siempre en el bolsillo.

También el loro Sansón parece petrificado con las palabras de Urania; permanece quieto y mudo, como la tía Adelina, quien ha dejado de abanicarse y abierto la boca. Lucinda y Manolita la miran, desconcertadas. Marianita pestañea sin cesar. A Urania se le ocurre la absurda idea de que aquella bellísima luna que espía desde la ventana, aprueba lo que ha dicho.

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