La fiesta del chivo (49 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—¿Los han capturado?

—Mi gente los busca por toda Ciudad Trujillo —aseguró Johnny Abbes García—. Algo más. Estados Unidos podría estar detrás de esto.

Musitó unas palabras de felicitación al coronel Abbes y regresó a la cabina. Volvió a llamar al general Tuntin Sánchez. Las patrullas debían arrestar de inmediato al general Juan Tomás Díaz, a Luis Amiama y Antonio Imbert, así como a sus familiares, «vivos o muertos, no importaba, acaso mejor muertos, pues la CIA podría intentar sacarlos del país». Cuando colgó, tuvo una certeza; tal como evolucionaban las cosas, ni siquiera el exilio sería factible. Tendría que pegarse un tiro.

En el salón, Abbes García seguía hablando. Ya no de los asesinos; de la situación en que quedaba el país.

—Es indispensable que en estos momentos un miembro de la familia Trujillo asuma la Presidencia de la República —afirmó—. El doctor Balaguer debe renunciar y ceder su cargo al general Héctor Bienvenido o al general José Arismendi. Así, el pueblo sabrá que el espíritu, la filosofía y la política del jefe no sufrirán menoscabo y seguirán guiando la vida dominicana.

Hubo un intervalo incómodo. Los presentes cambiaban miradas. El vozarrón vulgar y matonesco de Petán Trujillo dominó la sala:

—Johnny tiene razón. Balaguer debe renunciar. Asumiremos la Presidencia Negro o yo. El pueblo sabrá que Trujillo no ha muerto.

Entonces, siguiendo las miradas de todos los presentes, el general Román descubrió que el Presidente fantoche estaba allí. Menudo y discreto como siempre, había escuchado, en una silla de la esquina, se diría que tratando de no incomodar. Vestía con la corrección de siempre y mostraba absoluta tranquilidad, como si aquello fuese un trámite menor. Esbozó media sonrisa y habló con una calma que sedó la atmósfera:

—Como ustedes saben, yo soy Presidente de la República por decisión del Generalísimo, quien siempre se ajustó a los procedimientos constitucionales. Ocupo este cargo para facilitar las cosas, no para complicarlas. Si mi renuncia va a aliviar la situación, ahí la tienen. Pero, permítanme una sugerencia. Antes de tomar una decisión trascendental, que significa una ruptura de la legalidad, ¿no es prudente esperar la llegada del general Ramfis Trujillo? El hijo mayor del jefe, su heredero espiritual, militar y político ¿no debería ser consultado?

Echó una mirada a la mujer a la que el estricto protocolo trujillista obligaba a los cronistas sociales a llamar siempre la Prestante Dama. María Martínez de Trujillo reaccionó, imperativa:

—El doctor Balaguer tiene razón. Hasta que Ramfis llegue, nada debe cambiar —su redonda faz había recobrado los colores.

Viendo bajar los ojos tímidamente al Presidente de la República, el general Román salió por unos segundos del gelatinoso extravío mental para decirse que, a diferencia de él, ese hombrecito desarmado que escribía versos y parecía tan poquita cosa en este mundo de machos con pistolas y metralletas, sabía. muy bien lo que quería y lo que hacía, pues no perdía un instante la serenidad. En el curso de esa noche, la más larga de su medio siglo de vida, el general Román descubrió que, en el vacío y desorden que lo ocurrido con el Jefe causaba, aquel ser secundario, al que todos habían creído siempre un amanuense, una figurilla decorativa del régimen, empezaba a adquirir sorprendente autoridad.

Como en sueños, en las horas siguientes vio hacerse, deshacerse en grupos y rehacerse a esa asamblea de parientes, allegados y mandos trujillistas, a medida que los hechos se iban relacionando como piezas que llenan los huecos del rompecabezas hasta dar forma a una compacta figura. Antes de medianoche avisaron que la pistola encontrada en el lugar del atentado pertenecía al general Juan Tomás Díaz. Cuando Román ordenó que, además de la casa de éste fueran registradas las de todos sus hermanos, le informaron que ya lo hacían las patrullas del SIM, dirigidas por el coronel Figueroa Carrión, y que el hermano de Juan Tomás, Modesto Díaz, entregado al SIM por su amigo el gallero Chucho Malapunta donde se había refugiado, estaba ya preso en La Cuarenta. Quince minutos después, Pupo telefoneó a su hijo Alvaro. Le pidió que le trajera municiones extras para su carabina M—1 (no se la había quitado del hombro), convencido de que en cualquier momento tendría que defender su vida, o acabarla por su propia mano. Luego de conferenciar en su despacho con Abbes García y el coronel Luis José León Estévez (Pechito), sobre el obispo Reilly, tomó la iniciativa de decir que bajo su responsabilidad fuera sacado por la fuerza del Colegio Santo Domingo, y apoyó la tesis del jefe del SIM de ejecutarlo) pues no cabía duda de la Complicidad de la Iglesia en la maquinación criminal. El marido de Angelita Trujillo, tocándose el revólver, dijo que sería un honor para él ejecutar la orden. Volvió antes de una hora, airado. La operación se había realizado sin mayores incidentes, salvo unos cuantos golpes a unas monjas y a dos curas redentoristas, también gringos, que intentaron proteger al purpurado. El único muerto era un pastor alemán, guardián del colegio, que, antes de recibir un balazo, mordió a un callé. El obispo estaba ahora en el centro de detención de la Fuerza Aérea, en el kilómetro nueve de la carretera a San Isidro. El comandante Rodríguez Méndez, jefe del centro, se negó a ejecutar al obispo e impidió que Pechito León Estévez lo hiciera, alegando órdenes de la Presidencia de la República.

Estupefacto, Román le preguntó si se refería a Balaguer. El marido de Angelita Trujillo, no menos desconcertado, asintió:

—Por lo visto, se cree que existe. Lo increíble no es que ese mequetrefe se inmiscuya en este asunto. Sino que sus órdenes sean obedecidas. Ramfis debe ponerlo en su sitio.

—No es necesario esperar a Ramfis. Voy a arreglarle cuentas ahora mismo —estalló Pupo Román.

Se dirigió a trancos a la oficina del Presidente, pero, en el pasillo, tuvo un vahido. Tanteando, consiguió llegar hasta un sillón apartado, en el que se desplomó. Se quedó dormido de inmediato. Cuando despertó, un par de horas más tarde, recordaba una pesadilla polar, en la que, temblando de frío en una estepa nevada, veía avanzar sobre él a una jauría de lobos. Se levantó de un salto y corrió casi hacia la oficina del Presidente Balaguer. Encontró las puertas abiertas de par en par. Entró decidido a hacer sentir su autoridad a ese pigmeo entrometido, pero, nueva sorpresa, se dio en el despacho, cara a cara, con el mismísimo obispo Reilly. Desencajado, la túnica semidesgarrada, con huellas en el rostro de haber sido maltratado, la alta figura del obispo mantenía sin embargo una majestuosa dignidad. El Presidente de la República estaba despidiéndolo.

—Ah, monseñor, mire quién está aquí, el secretario de las Fuerzas Armadas, general José René Román Fernández —hizo las presentaciones—. Viene a reiterarle el pesar de la autoridad militar por el lamentable malentendido. Tiene usted mi palabra, y la del jefe del Ejército, ¿no es cierto, general Román?, que ni usted, ni prelado alguno, ni las hermanas del Santo Domingo, volverán a ser molestados. Yo mismo daré explicaciones a sister Williemine y a síster Helen Claire. Vivimos momentos muy difíciles, y usted, hombre de experiencia, lo entenderá. Hay subalternos que pierden el control y se exceden, como esta noche. No se volverá a repetir. He dispuesto que una escolta lo acompañe hasta el colegio. Le ruego que, ante el menor problema, se ponga en contacto conmigo personalmente.

El obispo Reilly, que miraba todo aquello como si estuviera rodeado de marcianos, hizo un vago movimiento de cabeza a manera de despedida. Román encaró al doctor Balaguer de mal modo, tocándose la metralleta:

—Me debe una explicación, señor Balaguer. ¿Quién es usted para dar contraorden a una disposición mía, llamando a un centro militar, a un oficial subalterno, saltándose el escalafón? ¿Quién carajo se cree usted?

El hombrecito lo miró como si oyera llover. Luego de observarlo un momento, esbozó una sonrisita amistosa. Y, señalando la silla frente al escritorio, lo invitó a sentarse. Pupo Román no se movió. La sangre le bullía en las venas, como una caldera a punto de estallar.

—¡Responda mi pregunta, coño! —gritó.

Tampoco esta vez el doctor Balaguer se alteró. Con la misma suavidad con que declamaba o leía discursos, lo amonestó paternalmente:

—Está usted ofuscado y no es para menos, general. Pero, haga un esfuerzo. Vivimos acaso el momento más crítico de la República, y usted más que nadie debe dar al país ejemplo de serenidad.

Resistió su mirada encolerizada —Pupo tenía ganas de golpearlo, y, al mismo tiempo, lo frenaba la curiosidad—, y, luego de sentarse en el escritorio, con la misma entonación, añadió:_

—Agradézcame haberle impedido cometer una grave equivocación, general. Asesinando a un obispo, no hubiera resuelto sus problemas. Los hubiera agravado. Por si le sirve, sepa que el Presidente al que ha venido a echar palabrotas, está dispuesto a ayudarlo. Aunque, me temo, no podré hacer mucho por usted.

Román no percibió ironía en aquellas palabras. ¿Escondían una amenaza? No, a juzgar por la bondadosa manera como lo miraba Balaguer. La furia se le disipó. Ahora tenía miedo. Envidiaba la tranquilidad de este enano melifluo.

—Sepa que he ordenado ejecutar a Segundo Imbert y a Papito Sánchez, en La Victoria —rugió, desaforado, sin pensar en lo que decía—. Estaban también en esta conjura. Haré lo mismo con todos los implicados en el asesinato del jefe.

El doctor Balaguer asintió levemente, sin que su expresión cambiara un ápice.

—A grandes males, grandes remedios —murmuró, de manera críptica. Y, levantándose, avanzó hasta la puerta de su despacho, por la que salió, sin despedirse.

Román permaneció allí sin saber qué hacer. Optó por dirigirse a su oficina. A las dos y media de la madrugada, llevó a Mireya, que había tomado un tranquilizante, a la casa de Gazcue. Allí encontró a su hermano Bibín, haciendo tomar tragos a pico de una botella de Carta Dorada que blandía como un estandarte, a los soldados de la guardia. Bibín, el vago, el juerguista, el calavera, el timbero, el simpático Bibín apenas se tenía en pie. Tuvo que subirlo en peso al cuarto de baño de los altos, con el pretexto de ayudarlo a vomitar y a lavarse la cara. Apenas estuvieron solos, Bibín se echó a llorar. Contemplaba a su hermano con una tristeza infinita en los ojos aguados. Un hilillo colgaba de sus labios como una telaraña. Bajando la voz, atorándose, le contó que, toda la noche, él, Luis Amiama y Juan Tomás lo habían buscado por la ciudad, que desesperados llegaron a maldecirlo. ¿Qué pasó, Pupo? ¿Por qué no hizo nada? ¿Por qué se escondió? ¿No había un Plan, acaso? El grupo de acción cumplió su parte. Le trajeron el cadáver, como pidió.

—¿Por qué tú no cumpliste, Pupo? —Los suspiros estremecían su pecho—. ¿Qué nos va a pasar ahora?

—Hubo contratiempos, Bibín, se apareció Navajita Espaillat, que lo vio todo. No se pudo. Ahora…

—Ahora, estamos jodidos —roncó y se tragó los mocos Bibín—. Luis Amiama, Juan Tomás, Antonio de la Maza, Tony Imbert, todos. Pero, sobre todo, tú. TU, y, después, yo, por ser tu hermano. Si me quieres algo, pégame un tiro ahora mismo, Pupo. Dispárame esa metralleta, aprovecha que estoy borracho. Antes que lo hagan ellos. Por lo que más quieras, Pupo.

En eso, tocó la puerta del baño Alvaro: acababan de encontrar el cadáver del Generalísimo en el baúl de un auto, en casa del general Juan Tomás Díaz.

No pegó los ojos aquella noche, ni la siguiente, ni la subsiguiente, y, probablemente, en cuatro meses y medio no volvió a experimentar lo que había sido para él dormir —descansar, olvidarse de sí mismo y de los otros, disolverse en una inexistencia de la que regresaba recuperado, con más ímpetus—, aunque sí perdió el conocimiento muchas veces, y pasó largas horas, días y noches, en un estupor estúpido, sin imágenes, sin ideas, con el fijo deseo de que viniera la muerte a liberarlo. Todo se mezclaba y revolvía, como si el tiempo se hubiera hecho un asopao, un revoltijo donde antes, ahora y después no tuvieran secuencia lógica, fueran algo recurrente. Recordaba nítidamente el espectáculo, al llegar al Palacio Nacional, de doña María Martínez de Trujillo, rugiendo ante el cadáver del Jefe: «¡Que la sangre de los asesinos corra hasta la última gota!». Y, como si fuera consecutivo, pero sólo podía haber ocurrido un día después, la figura esbelta, uniformada, impecable, de un Ramfis descolorido y esclerótico, inclinándose sin doblarse sobre el tallado cajón, contemplando la cara del jefe que había sido maquillada, y murmurando: «Yo no seré tan magnánimo como tú con los enemigos, papi». Le pareció que Ramfis no hablaba a su padre, sino a él. Lo abrazó con fuerza y le gimió al oído: «Qué pérdida irreparable, Ramfis. Menos mal que nos quedas tú».

Se veía a sí mismo, de inmediato, con su uniforme de parada y su inseparable metralleta M—1 en la mano, en la atestada iglesia de San Cristóbal, asistiendo a las honras fúnebres del Jefe. Algunos párrafos del discurso de un agigantado Presidente Balaguer —«He aquí, señores, tronchado por el soplo de una ráfaga aleve, el roble poderoso que durante más de treinta años desafió todos los rayos y salió vencedor de todas las tempestades»— le humedecieron los ojos. Lo escuchaba junto a un Ramfis petrificado y rodeado de escoltas con metralletas. Y se veía, al mismo tiempo, contemplando (¿uno, dos, tres días antes?) la multitudinaria cola de miles y miles de dominicanos de todas las edades, profesiones, razas y clases sociales, esperando, horas de horas, bajo un sol inclemente, para subir las escalinatas de Palacio, y, en medio de exclamaciones histéricas de dolor, desmayos, alaridos, ofrendas a los luases del vudú, rendir su último homenaje al jefe, al Hombre, al Benefactor, al Generalísimo, al Padre. Y, en medio de eso, él escuchaba los informes de sus ayudantes sobre la captura del ingeniero Huáscar Tejeda y de Salvador Estrella Sadhalá, el final de Antonio de la Maza y del general Juan Tomás Díaz en el parque Independencia esquina Bolívar defendiéndose a balazos, y la muerte, casi simultánea, a poca distancia, del teniente Amador García, también matando antes de que lo mataran, y la devastación y saqueo por el populacho de la casa de la tía que lo asiló. Recordaba asimismo los rumores sobre la misteriosa desaparición de su compadre Amiama Tió y Antonio Imbert —Ramfis ofrecía medio millón de pesos a quien facilitara su captura—, y la caída de unos doscientos dominicanos, civiles o militares, en Ciudad Trujillo, Santiago, La Vega, San Pedro de Macorís y media docena de lugares más, comprometidos en el asesinato de Trujillo.

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