Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Todos estamos alterados, Antonio —le dio una palmada Luis Amiama—. LO importante, ahora, es encontrar un lugar seguro. Hasta que aparezca Pupo. Y ver cómo reacciona el pueblo cuando sepa que Trujillo ha muerto.
Muy pálido, Antonio de la Maza asintió. Si, después de todo, Amiama, que tanto había trabajado para incorporar militares y jerarcas del régimen a la conjura, tal vez tenía razón.
Luis Amiama y Modesto Díaz decidieron irse cada uno por su cuenta; pensaban que, separados, tenían más posibilidades de pasar inadvertidos. Antonio persuadió a Juan Tomás y el Turco Sadhalá de que permanecieran unidos. Barajaron posibilidades —parientes, amigos— que fueron descartando; todas esas casas serían registradas por la policía. Quien dio un nombre aceptable fue Vélez Santana:
—Robert Reid Cabral. Es amigo mío. Totalmente apolítico, sólo vive para la Medicina. No se negará.
Los llevó en su automóvil. Ni el general Díaz ni el Turco lo conocían personalmente; pero Antonio de la Maza era amigo del hermano mayor de Robert, Donald Reid Cabral, quien trabajaba en Washington y New York para la conspiración. La sorpresa del joven médico, al que cerca de la medianoche vinieron a despertar, fue mayúscula. No sabía nada del complot; ni siquiera estaba al tanto de que su hermano Donald colaboraba con los americanos. Sin embargo, apenas recuperó el color y la palabra, se apresuró a hacerlos pasar a su casita de dos pisos estilo morisco, tan angosta que parecía salida de un cuento de brujas. Era un muchacho lampiño, de ojos bondadosos, que hacía esfuerzos sobrehumanos para disimular su desazón. Les presentó a su mujer, Ligia, embarazada de varios meses. Ella tomó la invasión de forasteros con benevolencia, sin mucha alarma. Les mostró a su hijito de dos años, al que habían instalado en un rincón del comedor.
La joven pareja guió a los conjurados hasta un estrécho cuartito del segundo piso que servía de desván y despensa. Casi no tenía ventilación y el calor resultaba insoportable, por el techo tan bajo. Sólo cabían sentados y con las piernas recogidas; cuando se enderezaban tenían que permanecer agachados para no darse contra las vigas. Esa primera noche, apenas notaron la incomodidad y el calor; la pasaron hablando a media voz, tratando de adivinar lo ocurrido con Pupo Román: ¿por qué se hizo humo, cuando todo dependía de él? El general Díaz recordó su conversación con Pupo, el 24 de mayo, cumpleaños de éste, en su finca del kilómetro catorce. Les aseguró a él y a Luis Amiama que tenía todo listo para movilizar a las Fuerzas Armadas apenas le mostraran el cadáver.
Marcelino Vélez Santana se quedó con ellos, por solidaridad, pues no tenía razón para ocultarse. A la mañana siguiente, salió en busca de noticias. Volvió poco antes del mediodía, demudado. No había levantamiento militar alguno. Por el contrario, se advertía una frenética movilización de ‹cepillos» del SIM y de jeeps y camiones militares. Las patrullas registraban todos los barrios. Según rumores, cientos de hombres, mujeres, viejos y niños, eran sacados a empellones de sus casas y llevados a La Victoria, El Nueve o La Cuarenta. También en el interior había redadas contra los sospechosos de antitrujillismo. Un colega de La Vega contó al doctor Vélez Santana que toda la familia De la Maza, empezando por el padre, don Vicente, y siguiendo con todos los hermanos, hermanas, sobrinos, sobrinas, primos y primas de Antonio, habían sido arrestados en Moca. Ésta era ahora una ciudad ocupada por guardias y caliés. La casa de Juan Tomás, la de su hermano Modesto, la de Imbert y la de Salvador estaban rodeadas de parapetos con alambres y guardias armados.
Antonio no hizo comentario alguno. No tenía por qué sorprenderse. Siempre supo que, si el complot no triunfaba, l-eacción del régimen sería de una inigualable ferocidad. Se le encogió el corazón imaginando a su anciano padre, don Vicente, y a sus hermanos, vejados y maltratados por Abbes García. A eso de la una de la tarde, aparecieron por la calle dos Volkswagen negros llenos de caliés. Ligia, la esposa de Reid Cabral —él había ido a su consultorio, para no despertar sospechas en el vecindario— vino a susurrarles que hombres de civil con metralletas registraban una casa vecina. Antonio estalló en improperios (aunque bajando la voz):
—Debieron hacerme caso, pendejos. ¿No era preferible morir peleando en el Palacio que en esta ratonera?
A lo largo del día, discutieron y se hicieron reproches, una y otra vez. En una de esas disputas, Vélez Santana estalló. Cogió por la camisa al general Juan Tomás Díaz, acusándolo de haberlo complicado gratuitamente en un complot disparatado, absurdo, en el que ni siquiera habían previsto la fuga de los conspiradores. ¿Se daba cuenta de lo que les iba a ocurrir ahora? El Turco Estrella Sadhalá se interpuso entre ellos, para evitar que se pegaran. Antonio se aguantaba las ganas de vomitar.
La segunda noche estaban tan exhaustos de discutir e insultarse, que durmieron, unos sobre otros, usándose respectivamente como almohadas, chorreando sudor, medio asfixiados por la candente atmósfera.
El día tercero, cuando el doctor Vélez Santana trajo a su escondite El Caribe y vieron sus fotos bajo el gran titular: «Asesinos buscados por la muerte de Trujillo», y, más abajo, la foto del general Román Fernández abrazando a Ramfis en los funerales del Generalísimo, supieron que estaban perdidos. No habría junta cívic-ilitar. Ramfis y Radhamés habían vuelto y el país entero lloraba al dictador.
—Pupo nos traicionó —el general Juan Tomás Díaz parecía desfondado. Se había quitado los zapatos, tenía los pies muy hinchados y acezaba.
—Hay que salir de aquí —dijo Antonio de la Maza—. No podemos joder más a esta familia. Si nos descubren, los matarán a ellos también.
—Tienes razón —lo apoyó el Turco—. No sería justo. Salgamos de aquí.
¿Adónde irían? Todo el 2 de junio lo pasaron considerando posibles planes de fuga. Poco antes del mediodía, dos «cepillos» con caliés pararon en la casa del frente y media docena de hombres armados entraron en ella, abriendo la puerta a golpes. Alertados por Ligia, aguardaron, con los revólveres listos. Pero los caliés partieron, arrastrando a un joven al que habían puesto esposas. De todas las sugerencias, la mejor parecía la de Antonio: conseguir un auto o camioneta y tratar de llegar a Restauración, donde él, por sus fincas de pino y de café y el aserradero de Trujillo que administraba, conocía mucha gente. Estando tan cerca de la frontera, no les sería difícil cruzar a Haití. ¿Pero, qué carro conseguir? ¿A quién pedírselo? Esa noche tampoco pegaron los ojos, atormentados por la angustia, la fatiga, la desesperanza, las dudas. A medianoche, el dueño de casa, con lágrimas en los ojos, subió al altillo:
—Han registrado tres casas en esta calle —les imploró—. En cualquier momento, le tocará a la mía. A mí no me importa morir. Pero ¿y mi mujer y mi hijito? ¿Y el niño por nacer?
Le juraron que partirían al día siguiente, como fuera. Así lo hicieron, al atardecer del 4 de junio. Salvador Estrella Sadhalá decidió irse por su cuenta. No sabía adónde, pero pensaba que, solo, tenía más posibilidades de escapar que con Juan Tomás y Antonio, cuyos nombres y caras eran los que más aparecían en la televisión y los periódicos. El Turco fue el primero en partir, a diez para las seis, cuando comenzaba a oscurecer. Por las persianas del dormitorio de los Reid Cabral, Antonio de la Maza lo vio caminar deprisa hasta la esquina, y allí, alzando las manos, parar un taxi. Sintió pena: el Turco había sido su amigo del alma y nunca se habían reconciliado a fondo, desde aquella maldita pelea. No habría otra oportunidad.
El doctor Marcelino Vélez Santana decidió quedarse todavía un rato con su colega y amigo, el doctor Reid Cabral, a quien se notaba abrumado. Antonio se afeitó el bigote y se embutió hasta las orejas un sombrero viejo que encontró en el desván. Juan Tomás Díaz, en cambio, no hizo el menor esfuerzo por disfrazarse. Ambos abrazaron al doctor Vélez Santana.
—¿Sin rencores?
—Sin rencores. Buena suerte.
Ligia Reid Cabral, cuando ellos le agradecían la hospitalidad, se echó a llorar y les hizo la señal de la cruz: «Dios los proteja».
Caminaron ocho cuadras, por calles desiertas, con las manos en los bolsillos, apretando los revólveres, hasta la casa de un concuñado de Antonio de la Maza, Toñito Mota. Tenía una camioneta Ford; quizá se la prestara o aceptara dejársela robar. Pero Toñito no estaba en casa, ni la camioneta en el garaje. El mayordomo que abrió la puerta reconoció en el acto a De la Maza: «¡Don Antonio! ¡Usted, acá!». Puso una cara despavorida, y Antonio y el general, se~ guros de que, apenas partieran, llamaría a la policía, se alejaron deprisa. No sabían qué carajo hacer.
—¿Quieres que te diga una cosa, Juan Tomás?
—¿Qué, Antonio?
—Me alegro de haber salido de esa ratonera. De ese calor, de ese polvo que se metía en la nariz y no dejaba respirar. De esa incomodidad. Qué bueno estar al aire libre, sentir que se limpian los pulmones.
—Sólo falta que me digas: «Vamos a tomarnos unas frías para celebrar lo linda que es la vida». ¡Qué cojones tiene usted, bróder!
Los dos se rieron, con unas risitas intensas y fugaces. En la avenida Pasteur, durante un buen rato trataron de parar un taxi. Los que pasaban, iban llenos.
—Siento no haber estado con ustedes allá en la Avenida —dijo el general Díaz, de pronto, como acordándose de algo importante—. No haberle disparado yo también al Chivo. ¡Coño y recontracoño!
—Es como si hubieras estado, Juan Tomás. Pregúntales a Johnny Abbes, a Negro, a Petán, a Ramfis y verás. Para ellos, también estuviste con nosotros en la carretera haciendo tragar plomo al Jefe. No te preocupes. Uno de los tiros, se lo di por ti.
Por fin, paró un taxi. Subieron, y, al ver que vacilaban en indicarle dónde querían ir, el chofer, un moreno gordo y canoso en mangas de camisa, se volvió a mirarlos. En sus ojos vio Antonio de la Maza que los había reconocido.
—A la San Martín —le ordenó.
El moreno asintió, sin abrir la boca. Poco después, murmuró que se estaba quedando sin gasolina; tenía que llenar el tanque. Cruzó por la 30 de Marzo, donde el tráfico era más denso, y en la esquina de San Martín y Tiradentes, se detuvo en una gasolinera Texaco. Se bajó del auto para abrir el tanque. Antonio y Juan Tomás tenían ahora los revólveres en las manos. De la Maza se sacó el zapato derecho y manipuló el taco, del que extrajo una pequeña bolsita de papel celofán, que guardó en su bolsillo. Como Juan Tomás Díaz lo miraba intrigado, le explicó:
—Es estricnina. La conseguí en Moca, con el pretexto de un perro rabioso.
El gordo general se encogió de hombros, desdeñoso, Y mostró su revólver:
—No hay mejor estricnina que ésta, hermano. El veneno es para los perros y las mujeres, no jodas con semejante bobería. Además, uno se suicida con cianuro, no con estricnina, pendejo.
Volvieron a reírse, con la misma risita feroz y triste.
—¿Te has fijado en el tipo que está en la caja? —Antonio de la Maza señaló la ventanilla—. ¿A quién crees que está telefoneando?
—Puede que a su mujer, para preguntarle cómo sigue del coño.
Antonio de la Maza volvió a reírse, esta vez de verdad, con una carcajada larga y franca.
—De qué coño te ríes, pendejo.
—¿No te parece cómico? —dijo Antonio, ya serio—. Los dos, en este taxi. ¿Qué carajo hacemos aquí? Si no sabemos siquiera dónde ir.
Le ordenaron al chofer que volviera a la zona colonial. A Antonio se le había ocurrido algo, y una vez que estuvieron en el centro antiguo, ordenaron al taxista que entrara por la calle Espaillat, desde la Billini. Allí vivía el abogado Generoso Fernández, al que ambos conocían. Antonio recordaba haberlo oído hablar pestes de Trujillo; tal vez podría facilitarles un vehículo. El abogado se acercó a la puerta, pero no los hizo pasar. Cuando pudo recuperarse de la impresión —los miraba horrorizado, pestañeando— sólo atinó a reñirlos, indignado:
—¿Están locos? ¡Cómo se les ocurre comprometerme así! ¿No saben quién entró ahí, al frente, hace un minuto? ¡El Constitucionalista Beodo! ¿No podían pensar antes de hacerme esto? Váyanse, váyanse, yo tengo familia. Por lo que más quieran, ¡váyanse! YO no soy nadie, nadie.
Les dio con la puerta en las narices. Volvieron al taxi. El viejo moreno seguía dócilmente sentado al volante, sin mirarlos. Luego de un rato, masculló:
—¿Dónde, ahora?
—Hacia el parque Independencia —le indicó Antonio, por decir algo.
Segundos después de arrancar —habían prendido los faroles de las esquinas y la gente comenzaba a salir a las veredas, a tomar el fresco—, el chofer los previno:
—Ahí están los «cepillos», detrás de nosotros. Lo siento de verdad, caballeros.
Antonio sintió alivio. Este ridículo recorrido sin rumbo terminaba, por fin. Mejor acabar pegando tiros que como un par de pendejos. Se volvieron. Había dos Volkswagen verdes siguiéndolos a unos diez metros de distancia.
—No quisiera morir, caballeros —les rogó el taxista, Santiguándose—. ¡Por la Virgen, señores!
—Está bien, coge para el parque comoquiera y déjanos en la esquina de la ferretería —dijo Antonio.
Había mucho tráfico. El chofer, maniobrando, consiguió abrirse paso entre una guagua con racimos de gente colgada de las puertas y un camión. Frenó en seco, a pocos metros de la gran fachada de cristales de la ferretería Reid. Al saltar del taxi, con el revólver en la mano, Antonio alcanzó a darse cuenta que las luces del parque se encendían, como dándoles la bienvenida. Había limpiabotas, vendedores ambulantes, jugadores de rocambor, vagos y mendigos pegados a las paredes. Olía a fruta y frituras. Se volvió a apurar a Juan Tomás, que, gordo y cansado, no conseguía correr a su ritmo. En eso, estalló la balacera a sus espaldas. Una gritería ensordecedora se levantó alrededor; la gente corría entre los autos, los carros se trepaban a las veredas. Antonio oyó voces histéricas: «¡Ríndanse, carajo!». «¡Están rodeados, pendejos!» Al ver que Juan Tomás, exhausto, se paraba, se paró también a su lado y comenzó a disparar. Lo hacía a ciegas, porque caliés y guardias se escudaban detrás de los Volkswagen, atravesados como parapetos en la pista, interrumpiendo el tráfico. Vio caer a Juan Tomás de rodillas, y lo vio llevarse la pistola a la boca, pero no alcanzó a dispararse porque varios impactos lo tumbaron. A él le habían caído muchas balas ya, pero no estaba muerto. «No estoy muerto, coño, no estoy.» Había disparado todos los tiros de su cargador y, en el suelo, trataba de deslizar la mano al bolsillo para tragarse la estricnina. La maldita mano pendeja no le obedeció. No hacía falta, Antonio. Veía las estrellas brillantes de la noche que empezaba, veía la risueña cara de Tavito y se sentía joven otra vez.