La fiesta del chivo (48 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Vamos —dijo a Espaillat.

—Voy a llevar a Ligia a casa —repuso éste—. Te encuentro en la carretera. Es en el kilómetro siete, más o menos.

Cuando partió, al volante de su propio auto, supo que debía ir de inmediato a casa del general Juan Tomás Díaz, a pocos metros de la suya, para verificar si el asesinato se había consumado —seguro que era así— y poner en marcha el golpe de Estado. Ya no tenía escapatoria; estuviera Trujillo muerto o herido, él era cómplice. Pero, en vez de ir donde Juan Tomás o Amiama, condujo su automóvil hacia la avenida George Washington. Cerca de la Feria Ganadera vio en un carro desde el que le hacían señas, al coronel Marcos Antonio Jorge Moreno, jefe de la escolta personal de Trujillo, acompañado del general Pou.

—Estamos preocupados —le gritó Moreno, sacando la cabeza—. Su Excelencia no ha llegado a San Cristóbal.

—Hubo un atentado —les informó Román—. ¡Síganme!

En el kilómetro siete, cuando, en los haces de luz de las linternas de Moreno y Pou, reconoció el Chevrolet negro perforado, sus vidrios pulverizados y manchas de sangre en el asfalto entre los añicos y cascotes, supo que el atentado había tenido éxito. Sólo podía estar muerto luego de semejante balacera. Y, por tanto, debía rendir, reclutar o matar a Moreno y a Pou, dos trujillistas convictos y confesos, y, antes de que llegaran Espaillat y otros militares, volar a la Fortaleza 18 de Diciembre, donde estaría seguro. Pero tampoco lo hizo, y, más bien, mostrando la misma consternación que

Moreno y Pou, registró con ellos los alrededores, y se alegró cuando el coronel encontró un revólver entre las matas. Momentos después allí estaba Navajita, y llegaban patrulleros y guardias, a quienes ordenó continuar la búsqueda. Él estaría en el Estado Mayor.

Mientras, ya en su coche oficial, era llevado por su chofer el sargento primero Morones, a la Fortaleza 18 de

Diciembre, fumó varios Lucky Strike. Luis Amiama y Juan

Tomás estarían buscándolo afanosamente, con el cadáver

del Jefe a cuestas. Era su deber mandarles alguna señal. Pero, en vez de hacerlo, al llegar al Estado Mayor instruyó a la guardia que por ningún motivo dejaran ingresar al local a elemento civil alguno, fuera quien fuere.

Encontró la Fortaleza en efervescencia, un movimiento inconcebible a estas horas en tiempo normal. Mientras subía las escaleras a trancos rumbo a su puesto de mando y respondía con venias a los oficiales que lo saludaban, oyó preguntas —«¿Un intento de desembarco frente a la

Feria Agrícola y Ganadera, mi general?»— que no se paró a contestar.

Entró, agitado, sintiendo su corazón, y una simple ojeada a la veintena de oficiales de alta graduación reunidos en su despacho, le bastó para saber que, pese a las oportunidades perdidas, se le presentaba todavía una ocasión de poner en marcha el Plan. Esos oficiales que, al verlo, chocaron los

tacos e hicieron el saludo militar, eran un grupo graneado del alto comando, amigos en su gran mayoría, y aguardaban sus órdenes. Sabían o intuían que acababa de producirse un pavoroso vacío, y, formados en la tradición de la disciplina y total dependencia del jefe, esperaban que asumiera el mando,

con claridad de propósitos. En las caras del general Fernando A. Sánchez, del general Radhamés Hungría, de los generales Fausto Caamaño y Félix Hermida, en las de los coroneles Rivera Cuesta y Cruzado Piña, y en las de los mayores Wessin y Wessin, Pagán Montás, Saldaña, Sánchez Pérez, Fernández Domínguez y Hernando Ramírez, había miedo y esperanza. Querían que los sacara de la inseguridad contra la que no sabían defenderse. Una arenga pronunciada con la voz de un jefe que tiene los huevos en su sitio y sabe lo que hace, explicándoles que, en las gravísimas circunstancias, la desaparición o muerte de Trujillo, ocurrida por razones que habría que juzgar, abría a la República una oportunidad providencial para el cambio. Ante todo, evitar el caos, la anarquía, una revolución comunista y su corolario, la ocupación norteamericana. Ellos, patriotas por vocación y profesión, tenían el deber de actuar. El país tocaba fondo, puesto en cuarentena por los desafueros de un régimen que, aunque en el pasado prestó impagables servicios, había degenerado en una tiranía que provocaba la repulsa universal. Era preciso adelantarse a los acontecimientos, con visión de futuro. Él los exhortaba a seguirlo, a cerrar juntos el abismo que comenzaba a abrirse. Como jefe de las Fuerzas Armadas presidiría una junta cívic-ilitar de figuras notables, encargada de asegurar una transición hacia la democracia, que permitiera levantar las sanciones impuestas por los Estados Unidos, y convocar elecciones, bajo el control de la OEA. La Junta contaba con el beneplácito de Washíngton y él esperaba de ellos, jefes de la institución más prestigiosa del país, su colaboración. Sabía que sus palabras habrían sido recibidas con aplausos, y que, si había alguien remiso, la convicción de los demás terminaría por ganarlo. Sería fácil entonces dar órdenes a oficiales ejecutivos como Fausto Caamaño y Félix Hermida para que arrestaran a los hermanos Trujillo, y acorralaran a Abbes García, al coronel Figueroa Carrión, al capitán Candito Torres, a Clodoveo Ortiz, a Américo Dante Minervino, a César Rodríguez Villeta y a Alicinio Peña Rivera, con lo que la maquinaria del SIM quedaría inutilizada.

Pero, aunque supo con certeza lo que en ese momento debía hacer y decir, tampoco lo hizo. Luego de unos segundos de vacilante silencio, se limitó a informar a los oficiales, en un lenguaje vago, sincopado, tartamudeante, que, en vista del atentado contra la persona del Generalísimo, las Fuerzas Armadas debían mantenerse como un puño, listas para actuar. Podía sentir, tocar, la decepción de estos subordinados, a quienes, en vez de infundir confianza, contagiaba su inseguridad. No era esto lo que esperaban. Para disimular lo confuso que se sentía, se comunicó con las guarniciones del interior. Al general César A. Oliva, de Santiago, al general García Urbáez, de Dajabón, y al general Guarionex Estrella, de La Vega, les repitió, de la misma manera incierta —la lengua apenas le obedecía, como si estuviera borracho—, que, debido al presunto magnicidio, tuvieran acuarteladas las tropas, y no hicieran movimiento alguno sin su autorización.

Luego de la ronda de llamadas, rompió la secreta camisa de fuerza que lo atenazaba y tomó una iniciativa en la buena dirección:

—No se retiren —anunció, poniéndose de pie—. Voy a convocar de inmediato una reunión al más alto nivel.

Ordenó llamar al Presidente de la República, al jefe del Servicio de Inteligencia Militar y al ex Presidente general Héctor Bienvenido Trujillo. Los haría venir y los arrestaría aquí, a los tres. Si Balaguer estaba en la conspiración, podría echarle una mano en los pasos siguientes. Percibió desconcierto en los oficiales; intercambio de miradas, cuchicheos. Le pasaron el teléfono. Al doctor Joaquín Balaguer acababan de sacarlo de la cama:

—Siento despertarlo, señor Presidente. Ha habido un atentado contra Su Excelencia, cuando se dirigía a San Cristóbal. Como secretario de las Fuerzas Armadas estoy convocando una reunión urgente en la Fortaleza 18 de Diciembre. Le ruego que venga, sin pérdida de tiempo.

El Presidente Balaguer no respondió un largo rato, tanto que Román pensó que se había cortado la comunicación. ¿Era sorpresa lo que causaba su mutismo? ¿Satisfacción de saber que el Plan empezaba a cumplirse? ¿O cumplirse? ¿O desconfianza por esa llamada intempestiva? Por fin, escuchó la respuesta, pronunciada sin la menor emoción:

—Si ha ocurrido algo tan grave, como Presidente de la República no me corresponde estar en un cuartel, sino en el Palacio Nacional. Voy para allá. Le sugiero que la reunión se celebre en mi despacho. Buenas noches.

Sin darle tiempo a replicar, cortó.

Johnny Abbes García lo escuchó con atención. Bien, iría a la reunión, pero después de escuchar el testimonio del capitán Zacarías de la Cruz, que, malherido, acababa de llegar al Hospital Marión. Sólo Negro Trujillo pareció aceptar la convocatoria. «Voy allá de inmediato.» Lo notó desbordado por lo que acontecía. Pero, como luego de media hora de espera, no apareció, el general José René Román supo que su plan de último minuto no tenía posibilidad de concretarse. Ninguno de los tres caería en la emboscada. Y él, por su manera de actuar, comenzaba a hundirse en unas arenas movedizas de las que pronto sería tarde para escapar. A menos que se apoderara de un avión militar y se hiciera llevar a Haití, Trinidad, Puerto Rico, las Antillas francesas o Venezuela, donde lo recibirían con los brazos abiertos.

A partir de ese momento, entró en un estado sonámbulo. El tiempo se eclipsaba, o, en vez de avanzar, giraba, monomaniática repetición que lo deprimía y encolerizaba. No saldría más de ese estado los cuatro meses y medio que le quedaban de vida, si es que eso merecía llamarse vida Y no infierno, pesadilla. Hasta el 12 de octubre de 1961 no Volvió a tener una noción clara de la cronología; si, en cambio, de la misteriosa eternidad, que jamás le interesó. En los sobresaltos de lucidez que lo asaltaban para recordarle que estaba vivo, que aquello no había terminado, se martirizaba con la misma indagación: ¿por qué, sabiendo que era esto lo que te esperaba, no actuaste como debías? Aquella pregunta lo maltrataba más que las torturas a las que se enfrentó con gran coraje, acaso para probarse a sí mismo que no fue por cobardía que se condujo con tanta indecisión aquella interminable noche del 31 de mayo de 1961.

Incapaz de sintonizar con sus actos, cayó en contradicciones e iniciativas erráticas. Ordenó a su cuñado, el general Virgilio García Trujillo, despachar de San Isidro, donde estaban las divisiones blindadas, cuatro tanques y tres compañías de infantes para reforzar la Fortaleza 18 de Diciembre. Pero, de inmediato, decidió abandonar este local y trasladarse al Palacio. Instruyó al jefe de Estado Mayor del Ejército, el joven general Tuntin Sánchez, que lo mantuviera informado sobre la búsqueda. Antes de partir, llamó a La Victoria, a Américo Dante Minervino. De manera terminante, le ordenó liquidar en el acto, en la más absoluta discreción, a los detenidos mayor Segundo Imbert Barreras y Rafael Augusto Sánchez Saulley, y hacer desaparecer los cadáveres, pues temió que Antonio Imbert, del grupo de acción, hubiera alertado a su hermano sobre su complicidad en la conjura. Américo Dante Minervino, habituado a estas misiones, no hizo preguntas: «Entendida la orden, mi general». Desconcertó al general Tuntin Sánchez diciéndole que aleccionara a las patrullas del SIM, del Ejército y de la Aviación que estaban en la búsqueda, que las personas de las listas de «enemigos» y «desafectos» que se les había entregado, debían ser ultimadas al menor intento de resistir el arresto. («No queremos prisioneros que sirvan para desatar campañas internacionales contra nuestro país».) Su subordinado no hizo comentarios. Trasmitiría sus instrucciones al pie de la letra, mi general.

Al salir de la Fortaleza rumbo al Palacio, el teniente de guardia le informó que un automóvil con dos civiles, uno de los cuales decía ser su hermano Ramón (Bibín), había llegado a la entrada del recinto, exigiendo verlo. Siguiendo sus órdenes, los obligó a retirarse. Asintió, sin decir palabra. Su hermano estaba, pues, en la conjura, y, por tanto, Bibín pagaría también por sus dudas y rodeos. Sumído en esa especie de hipnosis pensó que su indolencia acaso se debía a que, aunque el cuerpo del jefe estuviera muerto, su alma, su espíritu o como se llamara eso, continuaba esclavizándolo.

En el Palacio Nacional encontró desbarajuste y desolación. Casi toda la familia Trujillo estaba reunida. Petán, botas de montar y metralleta al hombro, acababa de llegar de su feudo de Bonao y se paseaba de un lado a otro como un charro de caricatura. Héctor (Negro), hundido en su sofá, se frotaba los brazos como con frío. Mireya, y su suegra Marina, consolaban a doña María, la mujer del jefe, pálida como muerta, cuyos ojos despedían fuego. En cambio, la bella Angelita lloraba y se retorcía las manos, sin que su marido, el coronel José León Estévez (Pechito), de uniforme y cariacontecido, consiguiera tranquilizarla. Sintió los ojos de todos clavados en él: ¿alguna noticia? Los abrazó, uno por uno: se estaba pasando a rastrillo la ciudad, casa por casa, calle por calle, y, pronto… Entonces descubrió que ellos sabían más que el jefe de las Fuerzas Armadas. Había caído uno de los conspiradores, el ex militar Pedro Livio Cedeño, a quien Abbes García interrogaba en la Clínica Internacional. Y el coronel José León Estévez había ya prevenido a Ramfis y a Radhamés, quienes estaban gestionando el alquiler de un avión de Air France que los trajera de París. A partir de este momento, supo también que el poder adscrito a su cargo, que había malgastado en las últimas horas, comenzaba a perderlo; las decisiones ya no salían de su despacho, sino del de los jefes del SIM, Johnny Abbes García y el coronel Figueroa Carrión, o de parientes y allegados de Trujillo, como Pechito o su cuñado Virgilio. Una invisible presión lo alejaba del poder. No le sorprendió que Negro Trujillo no le diera explicación alguna por no haber asistido a la reunión que lo invitó.

Se apartó del grupo, se precipitó a una cabina y llamó a la Fortaleza. Ordenó a su jefe de Estado Mayor que enviara tropa a rodear la Clínica Internacional y a poner bajo vigilancia al ex oficial Pedro Livio Cedeño, e impedir que el SIM lo sacara de allí, usando la fuerza si pretendía hacerlo. El prisionero debía ser trasladado a la Fortaleza 18 de Diciembre. Él iría a interrogarlo personalmente. Tuntin Sánchez, luego de un ominoso intervalo, se limitó a despedirse: «Buenas noches, mi general». Se dijo, atormentado, que acaso era ésta su peor equivocación en toda la noche.

En la sala donde se hallaban los Trujillo, había más gente. Todos escuchaban, en silencio compungido, al coronel Johnny Abbes García, quien, de pie, hablaba con pesadumbre:

—El puente dental encontrado en la carretera es de Su Excelencia. Lo ha confirmado el doctor Fernando Camino. Cabe suponer que, si no ha muerto, su estado es gravísimo.

—¿Qué pasa con los asesinos? —lo interrumpió Román, en actitud desafiante—. ¿Habló el sujeto? ¿Denunció a sus cómplices?

La mofletuda cara del jefe del SIM se volvió hacia él. Sus ojillos de batracio lo bañaron con una mirada que, en el grado extremo de susceptibilidad en que se encontraba, le pareció burlona.

—Ha delatado a tres —explicó Johnny Abbes, mirándolo sin pestañear—. Antonio Imbert, Luis Amiama y el general Juan Tomás Díaz. Éste es el cabecilla, dice.

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