Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Ahí estaba la famosa casa, en el kilómetro nueve, en efecto, rodeada de un alto muro de concreto. Cruzaron un jardín y vio una estancia acomodada, con un chalet antiguo rodeado de árboles, y construcciones rústicas flanqueándola. Lo bajaron a empellones del «cepillo». Atravesó un pasillo en penumbra, con celdas donde había racimos de hombres desnudos, y lo hicieron descender una larga escalinata. Se sintió mareado por un olor acre, punzante, a excrementos, vómitos y carne chamuscada. Pensó en el infierno. Al fondo de la escalera apenas había luz, pero en las semitinieblas alcanzó a percibir una hilera de celdas, con puertas de hierro @, ventanitas con barrotes, atestadas de cabezas, pugnando por ver. Al final del subterráneo, le arrancaron a jalones el pantalón, la camisa, el calzoncillo, los zapatos y los calcetines. Quedó desnudo, con las esposas puestas. Sentía las plantas de los pies mojadas por una sustancia pegajosa, que manchaba todo el piso de losetas sin desbastar. Siempre a empujones, lo hicieron entrar a otra habitación, casi totalmente a oscuras. Allí lo sentaron y amarraron en un sillón descoyuntado, forrado de placas metálicas —tuvo un escalofrío— con correas y anillos de metal para manos y pies.
Durante un buen rato no ocurrió nada. Trataba de rezar. Uno de los tipos en calzoncillos que lo había atado —sus ojos comenzaban a desentrañar las sombras— empezó a vaporizar el aire y él reconoció ese perfume barato, Nice, que publicitaban en las radios. Sentía el frío de las láminas en los muslos, las nalgas, la espalda, y al mismo tiempo traspiraba medio ahogado por la candente atmósfera. Ya distinguía las caras de las gentes que se apretaban a su alrededor; sus siluetas, sus olores, unas facciones. Reconoció esa cara blandengue de doble papada, coronando un cuerpo contrahecho, de barriguita prominente. Estaba en una banqueta, sentado entre dos personas, a muy poca distancia.
—¡Qué vergüenza, coño! Un hijo del general Piro Estrella metido en esa vaina —dijo Johnny Abbes—. No hay gratitud en tu sangre, carajo.
Iba a responderle que su familia no tenía nada que ver con lo que había hecho, que ni su padre, ni sus hermanos, ni su mujer, mucho menos Luisito y la pequeña Carmen Elly sabían nada de esto, cuando la descarga eléctrica lo levantó y aplastó contra las ligaduras y anillos que lo sujetaban. Sintió agujas en los poros, la cabeza le estalló en pequeños bólidos ardientes, y meó, cagó y vomitó lo que tenía en las entrañas. Un baldazo de agua lo hizo volver en sí. Inmediatamente reconoció la otra silueta, a la derecha de Abbes García: Ramfis Trujillo. Quiso insultarlo y a la vez suplicarle que soltara a su mujer, a Luisito y a Carmen, pero su garganta no emitió sonido alguno.
—¿Es verdad que Pupo Román está en el complot? —desafinó Ramfis.
Otro baldazo de agua le devolvió el uso de la palabra.
—Sí, sí —articuló, sin reconocer su voz—. Ese cobarde, ese traidor, sí. Él nos mintió. Máteme, general Trujillo, pero suelte a mi mujer y a mis hijos. Son inocentes.
—No va a ser tan fácil, pendejo —contestó Ramfis—. Antes de irte al infierno, tienes que pasar por el purgatorio. ¡Hijo de puta!
Una segunda descarga volvió a catapultarlo contra las amarras —sintió que sus ojos saltaban de sus órbitas como las de un sapo— y perdió el sentido. Cuando lo recuperó, estaba en el suelo de una celda, desnudo y esposado, en medio de un charco fangoso. Le dolían los huesos, los músculos, y sentía un ardor insoportable en los testículos y el ano, como si los tuviera desollados. Pero, más angustiosa era la sed; su garganta, su lengua, su paladar, parecían lijas ardientes. Cerró los ojos y rezó. Pudo hacerlo, con intervalos en los que su mente quedaba en blanco; por unos segundos, volvía a concentrarse en la oración. Rezó a la Virgen de las Mercedes, recordándole la unción con que había peregrinado, de joven, a Jarabacoa, y subido al Santo Cerro, a arrodillarse a sus pies en el Santuario a su memoria. Humildemente le pidió que amparase a su mujer, a Luisito y Carmen Elly, de las crueldades de la Bestia. En medio del horror, se sintió agradecido. Podía rezar otra vez.
Cuando abrió los ojos, reconoció, en el cuerpo desnudo y magullado, lleno de heridas y hematomas, tumbado a su lado, a su hermano Guarionex. ¡En qué estado habían dejado, Dios mío, al pobre Guaro! El general tenía los ojos abiertos y lo miraba, en la rancia luz que una bombilla del pasillo dejaba filtrarse por la ventanita con barrotes. ¿Lo reconocía?
—Soy el Turco, tu hermano, soy Salvador —le dijo, arrastrándose hacia él—. ¿Puedes oírme? ¿Puedes verme, Guaro?
Estuvo un tiempo infinito tratando de comunicarse con su hermano, pero no lo consiguió. Guaro estaba vivo; se movía, quejaba, abría y cerraba los ojos. A veces, prorrumpía en extravagancias y daba órdenes a sus subordinados: «¡Muévame esa mula, sargento!». Y ellos habían ocultado el Plan al general Guarionex Estrella Sadhalá por considerarlo demasiado trujillista. Qué sorpresa para el pobre Guaro: ser arrestado, torturado e interrogado por algo que ignoraba totalmente. Trató de explicárselo a Ramfis y a Johnny Abbes la próxima vez que lo llevaron a la sala de torturas y lo sentaron en El Trono, y se lo repitió y juró muchas veces, entre los desmayos que le producían las descargas, y mientras lo azotaban con esos vergajos, los «güevos de toro», que le arrancaban tirones de piel. Ellos no parecían interesados en saber la verdad. Les juró por Dios que ni Guarionex, ni sus otros hermanos, y menos su padre, habían participado en la conjura, y les gritó que lo que le habían hecho al general Estrella Sadhalá era una injusticia monstruosa, por la que responderían en la otra vida. No lo escuchaban, más interesados en darle tormento que en interrogarlo. Sólo después de un tiempo interminable —¿habían pasado horas, días, semanas, desde su captura?— se dio cuenta que, con cierta regularidad, le daban una sopa con pedazos de yuca, una raja de pan y unos jarros de agua en los que los carceleros solían escupir al pasárselos. A él no le importaba nada ya. Podía rezar. Lo hacía en todos los momentos libres y lúcidos, y a veces hasta dormido o desmayado. Pero no cuando lo estaban torturando. En el Trono, el dolor y el miedo lo paralizaban. De tanto en tanto, venía un médico del SIM a auscultarle el corazón y a ponerle una inyección que le devolvía las fuerzas.
Un día, o noche, pues en el calabozo era imposible saber la hora, desnudo y en esposas lo sacaron de la celda, lo hicieron subir la escalinata y lo empujaron a un cuartito soleado. La luz blanca lo cegó. Al fin, reconoció la pálida cara apuesta de Ramfis Trujillo, y, a su lado, derecho siempre a pesar de sus años, a su padre, el general Piro Estrella. Al reconocer al anciano, a Salvador los ojos se le aguaron.
Pero, en vez de emocionado al ver el desecho en que estaba convertido su hijo, el general bramó de indignación:
—¡No te reconozco! ¡No eres mi hijo! ¡Asesino! ¡Traidor! —manoseaba, ahogado de ira—. ¿No sabes lo que yo, tú y todos debemos a Trujillo? ¿A ese hombre has asesinado? ¡Arrepiéntete, miserable!
Tuvo que apoyarse en una mesa porque había comenzado a trastabillar. Bajó los ojos. ¿Fingía el viejo? ¿Aspiraba a ganarse de ese modo a Ramfis, para luego rogarle que le salvara la vida? ¿O el fervor trujillista de su padre era más fuerte que el sentimiento filial? Esa duda lo desgarró todo el tiempo, salvo durante las sesiones de tortura. Éstas se sucedían cada día, cada dos días, acompañadas, ahora sí, de larguísimos, enloquecedores interrogatorios en los que, una y mil veces, le repetían las mismas preguntas, le exigían los mismos detalles y trataban de hacerle denunciar nuevos conspiradores. Nunca le creyeron que no conocía a nadie fuera de los que ellos ya conocían, que ninguno de sus familiares había sido cómplice, y menos que nadie Guarionex. Ni Johnny Abbes ni Ramfis asomaban en aquellas sesiones; las conducían subalternos que llegaron a serle familiares: el teniente Clodoveo Ortiz, el licenciado Eladio Ramírez Suero, el coronel Rafael Trujillo Reynoso, el primer teniente de la Policía Pérez Mercado. Algunos parecían divertirse con los bastones eléctricos que le pasaban por el cuerpo, o golpeándolo en el cráneo y las espaldas con porras forradas de goma y quemándolo con cigarrillos; otros parecían hacerlo con disgusto o aburrimiento. Siempre, al comienzo de cada sesión, uno de los esbirros semidesnudos responsables de las descargas, rociaba la atmósfera con Nice, para apagar la hediondez de las defecaciones y la carne chamuscada.
Un día, ¿qué día podía ser?, metieron a su celda a Fifí Pastoriza, Huáscar Tejeda, Modesto Díaz, Pedro Livio Cedeño y a Tunti Cáceres, ese sobrinito de Antonio de la Maza, quien, en el Plan original, iba a manejar el auto que finalmente condujo Antonio Imbert. Estaban desnudos y espesados, como él. Habían estado siempre aquí, en El Nueve, en Otras celdas, y recibido el mismo tratamiento de descargas, latigazos, quemaduras y agujas en las orejas y en las uñas. Y sometidos a infinitos interrogatorios.
Por ellos supo que Imbert y Luis Amiama habían desaparecido, y que, en su desesperación por encontrarlos, Ramfis ofrecía ahora medio millón de pesos a quien facilitara su captura. Por ellos supo también que habían muerto, peleando, Antonio de la Maza, el general Juan Tomás Díaz y Amadito. En vez del aislamiento en que lo habían tenido, ellos pudieron conversar con los carceleros y enterarse de qué ocurría en el exterior. Huáscar Tejeda, a través de uno de sus torturadores, con el que intimó, conoció el diálogo entre Ramfis Trujillo y el padre de Antonio de la Maza. El hijo del Generalísimo vino a informar a don Vicente de la Maza, en el calabozo, que su hijo había muerto. El anciano caudillo de Moca preguntó, sin que le temblara la voz: «¿Murió peleando?». Ramfis asintió. Don Vicente de la Maza se santiguó: «¡Gracias, Señor!».
Ver que Pedro Livio Cedeño se había recuperado de sus heridas le hizo bien. El Negro no le guardaba el más mínimo rencor por haber disparado contra él en el atolondramiento de aquella noche. «Lo que no les perdono es que no me remataran», bromeaba. «¿Para qué me salvaron la vida? ¿Para esto? ¡Pendejos!» El resentimiento de todos contra Pupo Román era muy grande, pero ninguno se alegró cuando Modesto Díaz contó que, desde su celda del piso de arriba, en este mismo local había visto a Pupo, desnudo y esposado, con los párpados cosidos, arrastrado por cuatro esbirros a la cámara de torturas. Modesto Díaz no era sombra del elegante e inteligente político que fue toda su vida; además de perder muchos kilos, tenía todo el cuerpo llagado y una expresión de infinito desconsuelo. «Así luciré Yo», pensó Salvador. Desde que lo arrestaron no se había visto en un espejo.
Muchas veces pidió a sus interrogadores que le permitieran un confesor. Por fin, el carcelero que les traía la comida, preguntó quiénes querían un cura. Todos levantaron la mano. Les hicieron ponerse pantalones y los subieron por la empinada escalera hacia la estancia donde el Turco fue insultado por su padre. Ver el sol, sentir sobre la piel su lamido cálido, le devolvió el ánimo. Y más todavía confesarse y comulgar, algo que, creyó, nunca más haría. Cuando el capellán Militar, el padre Rodriguez Canela, los invitó a acompañarlo en una oración en memoria de Trujillo, sólo Salvador se arrodilló y rezó con él. Sus compañeros permanecieron de pie, incómodos.
Por el padre Rodríguez Canela supo la fecha: 30 de agosto de 1961. ¡Habían pasado sólo tres meses! A él le parecía que esta pesadilla duraba siglos. Deprimidos, debilitados, desmoralizados, hablaban poco entre sí, y las conversaciones giraban siempre sobre lo que habían visto, oído y vivido en El Nueve. De todos los testimonios de sus compañeros de celda, a Salvador se le quedó grabada, como marca indeleble, la historia que contó Modesto Díaz entre sollozos. Las primeras semanas fue compañero de celda de Miguel Angel Báez Díaz. El Turco se acordaba de su sorpresa, el 30 de mayo, en la carretera a San Cristóbal, cuando el personaje se les apareció en su Volkswagen a asegurarles que Trujillo, con el que había paseado por la Avenida, vendría, y supo de este modo que ese señorón del cogollo trujillista también estaba en la conjura. Abbes García y Ramfis se encarnizaron con él, por haber estado tan cerca de Trujillo, presenciando las sesiones de electricidad, vergajos y fuego que le infligían y ordenando a los médicos del SIM que lo reanimaran, para seguir. A las dos o tres semanas, en vez del apestoso plato de harina de maíz habitual, les trajeron al calabozo una olla con trozos de carne. Miguel Angel Báez y Modesto se atragantaron, comiendo con las manos hasta hartarse. El carcelero volvió a entrar, poco después. Encaró a Báez Díaz: el general Ramfis Trujillo quería saber si no le daba asco comerse a su propio hijo. Desde el suelo, Miguel Angel lo insultó: «Dile de mi parte a ese inmundo hijo de puta, que se trague la lengua y se envenene». El carcelero se echó a reír. Se fue y volvió, mostrándoles desde la puerta, una cabeza juvenil que tenía asida por los pelos. Miguel Angel Báez Díaz murió horas después, en brazos de Modesto, de un ataque al corazón.
La imagen de Miguel Angel, reconociendo la cabeza de Miguelito, su hijo mayor, obsesionó a Salvador; tenía pesadillas en las que veía, decapitados, a Luisito y Carmen Elly. Los alaridos que profería dormido enojaban a sus compañeros.
A diferencia de sus amigos, varios de los cuales habían intentado poner fin a sus días, Salvador estaba decidido a resistir hasta el final. Se había reconciliado con Dios —seguía rezando día y noche, y la Iglesia prohibía el suicidio—. Tampoco era fácil matarse. Huáscar Tejeda lo intentó, con la corbata que le robó a uno de los carceleros (la llevaba doblada en el bolsillo de atrás). Trató de ahorcarse, pero no lo consiguió y, por haberlo intentado, empeoró el castigo. Pedro Livio Cedeño quiso hacerse matar provocando a Ramfis en la sala de torturas: «Hijo de puta», «bastardo», «hijo de siete leches», «tu madre, la Españolita, fue de burdel antes de ser la querida de Trujillo» y hasta escupiéndolo. Ramfis no le disparó la ráfaga de metralleta que él ansiaba: «No todavía, desconsuélate. Eso, al final. Tienes que seguir pagando.
La segunda vez que Salvador Estrella Sadhalá supo qué fecha era, fue el 9 de octubre de 1961. Ese día le hicieron ponerse un pantalón y subió una vez más la escalerilla hacia aquella habitación donde los rayos herían los ojos y alegraban la piel. Pálido e impecable en su uniforme de general de cuatro estrellas, ahí estaba Ramfis, con El Caribe del día en la mano: 9 de octubre de 1961. Salvador leyó el gran titular: «Carta del general Pedro A. Estrella al general Rafael Leonidas Trujillo Hijo».