La fiesta del chivo (50 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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Todo aquello se mezclaba, pero, al menos, era inteligible. Lo era, también, aquel último recuerdo coherente que conservaría su memoria: cómo, al terminar la misa de cuerpo presente del Generalísimo en la iglesia de San Cristóbal, Petán Trujillo lo cogió del brazo: «Vente conmigo en mi carro, Pupo». En el Cadillac de Petán, supo —fue lo último que supo con certeza total— que ésta era la postrera oportunidad de ahorrarse lo que se venía, descargando su metralleta sobre el hermano del jefe y sobre sí mismo, porque aquel viaje no iba a terminar en su casa de Gazcue. Terminó en la Base de San Isidro, donde, le mintió Petán, sin Preocuparse de fingir, «habrá una reunión familiar». En la entrada de la Base Aérea, dos generales, su cuñado Virgilio García Trujillo y el jefe de Estado Mayor del Ejército, Tuntin Sánchez, le informaron que estaba detenido, acusado de complicidad con los asesinos del Benefactor de la Patria y Padre de la Patria Nueva. Muy pálidos y evitando mirarlo a los ojos, le pidieron su arma. Dócilmente, les entregó la metralleta M—1, de la que no se había separado cuatro días.

Lo llevaron a un cuarto con una mesa, una vieja máquina de escribir, un mazo de hojas en blanco y una silla. Le pidieron que se quitara el cinturón y los zapatos y los entregara a un sargento. Lo hizo, sin preguntar nada. Lo dejaron solo, y, minutos después, entraron los dos amigos más íntimos de Ramfis, el coronel Luis José León Estévez (Pechito) y Pirulo Sánchez Rubirosa, quienes, sin saludarlo, le dijeron que escribiera todo lo que sabía sobre la conspiración, dando nombres y apellidos de los conjurados. El general Ramfis —a quien, por decreto supremo, que el Congreso convalidaría esta noche, el Presidente Balaguer acababa de nombrar comandante en jefe de las Fuerzas de Aire, Mar y Tierra de la República— tenía conocimiento cabal de la trama, gracias a los detenidos, todos los cuales lo habían delatado.

Se sentó a la máquina de escribir y, durante un par de horas, hizo lo que le mandaron. Era un pésimo mecanógrafo, escribía sólo con dos dedos, y cometió muchas faltas, que no se demoró en corregir. Lo contó todo, desde su primera conversación con su compadre Luis Amiama, seis meses atrás, y nombró a la veintena de personas que sabía implicadas, pero no a Bibín. Explicó que para él fue decisivo que Estados Unidos respaldara la conjura, y que sólo aceptó presidir la Junta cívico~militar cuando se enteró, a través de Juan Tomás, que tanto el cónsul Henry Dearborn como el cónsul Jack Bennett, y el jefe de la CIA en Ciudad Trujillo, Lorenzo D. Berry (Wimpy), querían que él la encabezara. Sólo estampó una mentirita: que exigió, para participar, que el Generalísimo Trujillo fuera secuestrado y obligado a renunciar, pero en ningún caso asesinado. Los otros conjurados lo traicionaron, incumpliendo esta promesa. Releyó las cuartillas y las firmó.

Estuvo solo, largo rato, esperando, con una tranquilidad de espíritu que no experimentaba desde la noche del 30 de mayo. Cuando vinieron a buscarlo, anochecía. Era un grupo de oficiales desconocidos. Le pusieron esposas y, siempre sin zapatos, lo sacaron al patio de la Base y lo subieron a una camioneta con los vidrios tintados, en la que leyó «Instituto Panamericano de Educación». Pensó que lo llevaban a La Cuarenta. Conocía muy bien aquella tétrica casa de la calle 40, próxima a la Fábrica Dominicana de Cemento. Había pertenecido al general Juan Tomás Díaz, que la vendió al Estado para que Johnny Abbes la convirtiera en el escenario de sus alambicados métodos de arrancar confesiones a los prisioneros. Él estuvo presente, incluso, luego de la invasión castrista del 14 de junio, cuando uno de los interrogados, el doctor Tejada Florentino, sentado en el grotesco Trono —asiento de jeep, tubos, bastones eléctricos, vergajos de toro, garrote con cabos de madera para estrangular al prisionero a la vez que recibía las descargas—, quedó electrocutado por equivocación del técnico del SIM, que soltó el máximo voltaje. Pero, no, en vez de a La Cuarenta lo llevaron a El Nueve, en la carretera Mella, una antigua residencia de Pirulo Sánchez Rubirosa. También albergaba un Trono, más pequeño pero más moderno.

No tenía miedo. Ahora, no. El pánico cerval que desde la noche del asesinato de Trujillo lo tuvo como un «montado», según decían de los que quedaban vaciados de sí mismos y ocupados por espíritus en las ceremonias de vudú, se había eclipsado por completo. En El Nueve, lo desnudaron y sentaron en la silla negruzca, en el centro de una habitación sin ventanas y apenas iluminada. El fuerte olor a excremento y a orines le dio náuseas. La silla era deforme y absurda, con sus añadidos. Estaba empotrada en el piso y tenía correajes y anillos para sujetar los tobillos, las muñecas, el pecho y la cabeza. Sus brazos estaban revestidos de placas de cobre para facilitar el paso de la corriente. Un manojo de cables salía del Trono hasta un escritorio o mostrador, donde se controlaba el voltaje. En la mortecina luz, mientras lo sujetaban a la silla, reconoció entre Pechito León Estévez y Sánchez Rubirosa, la exangüe cara de Ramfis. Se había cortado el bigote y estaba sin los eternos espejuelos Ray Ban. Lo miraba con la mirada extraviada que le había visto cuando dirigía las torturas y asesinatos de los sobrevivientes de Constanza, Maimón y Estero Hondo de junio de 1959. Lo seguía mirando sín decir nada, mientras un callé lo rapaba, otro, arrodillado, le sujetaba los tobillos, y un tercero rociaba perfume por el local. El general Román Fernández resistió aquellos ojos.

—Tú eres el peor de todos, Pupo —lo oyó decir, de pronto, la voz rota de dolor—. Todo lo que eres y todo lo que tienes se lo debes a papi. ¿Por qué lo hiciste?

—Por amor a mi Patria —se oyó decir.

Hubo una pausa. Ramfis habló otra vez:

—¿Está complicado Balaguer?

—No lo sé. Luis Amiama me dijo que lo habían sondeado, a través de su médico. No parecía muy seguro. Tiendo a creer que no lo estaba.

Ramfis movió la cabeza y Pupo se sintió lanzado con fuerza ciclónica hacia adelante. El sacudón pareció machacarle todos los nervios, del cerebro a los pies. Correas y anillos le cercenaban los músculos, veía bolas de fuego, agujas filudas le hurgaban los poros. Resistió sin gritar, sólo rugiendo. Aunque, a cada descarga —se sucedían con intervalos en que le echaban baldazos de agua para reanimarlo— perdía el conocimiento y quedaba ciego, volvía luego a la conciencia. Entonces, sus narices se llenaban de ese perfume de sirvientas. Trataba de guardar cierta compostura, de no humillarse pidiendo compasión. En la pesadilla de la que nunca saldría, de dos cosas estuvo seguro: entre sus torturadores jamás apareció Johnny Abbes García, y, en algún momento, alguien que podía ser Pechito León Estévez, o el general Tuntin Sánchez, le hizo saber que Bibín había tenido mejores reflejos que él, pues alcanzó a dispararse un balazo en la boca cuando el SIM lo fue a buscar a su casa de la Arzobispo Notiel con la José Reyes. Pupo se preguntó muchas veces si sus hijos Alvaro y José René, a quienes jamás habló de la conspiración, habrían alcanzado a matarse.

Entre sesión y sesión de silla eléctrica, lo arrastraban, desnudo, a un calabozo húmedo, donde baldazos de agua pestilente lo hacían reaccionar. Para impedirle dormir le sujetaron los párpados a las cejas con esparadrapo. Cuando, pese a tener los ojos abiertos, entraba en semiinconsciencia, lo despertaban golpeándolo con bates de béisbol. Varias veces le embutieron en la boca sustancias incomestibles; alguna vez detectó excremento y vomitó. Luego, en ese rápido descenso a la inhumanidad, pudo ya retener en el estómago lo que le daban. En las primeras sesiones de electricidad, Ramfis lo interrogaba. Repetía muchas veces la misma pregunta, a ver si se contradecía. («¿Está implicado el Presidente Balaguer?».) Respondía haciendo esfuerzos inauditos para que la lengua le obedeciera. Hasta que oyó risa y, luego, la voz incolora y algo femenina de Ramfis: «Cállate, Pupo. No tienes nada que contarme. Ya lo sé todo. Ahora sólo estás pagando tu traición a papi». Era la misma voz con altibajos discordantes de la orgía sanguinaria, luego del 14 de junio, cuando perdió la razón y el jefe tuvo que mandarlo a una clínica psiquiátrica de Bélgica.

Cuando ese último diálogo con Ramfis, ya no pudo verlo. Le habían quitado los esparadrapos, arrancándole de paso las cejas, y una voz ebria y regocijada le anunció: «Ahora vas a tener oscuridad, para que duermas rico». Sintió la aguja que perforaba sus párpados. No se movió mientras se los cosían. Le sorprendió que sellarle los ojos con hilos lo hiciera sufrir menos que los sacudones del Trono. Para entonces, había fracasado en sus dos intentos de matarse. El primero, lanzándose de cabeza con todas las fuerzas que le quedaban contra la pared del calabozo. Perdió el sentido y se ensangrentó los pelos, apenas. La segunda, estuvo cerca de conseguirlo. Encaramándose en las rejas —le habían quitado las esposas, preparándolo para una nueva sesión en El Trono— rompió la bombilla que iluminaba el calabozo. A cuatro patas, se tragó todos los vidrios, esperando que una hemorragia interna acabara con su vida. Pero el SIM tenía dos médicos en permanencia y una pequeña asistencia dotada de lo indispensable para impedir que los torturados murieran por mano propia. Lo llevaron a la enfermería, le hicieron tragar un líquido que le provocó vómitos, y le metieron una sonda para limpiarle las tripas. Lo salvaron, para que Ramfis y sus amigos pudieran seguir matándolo a poquitos.

Cuando lo castraron, el final estaba cerca. No le cortaron los testículos con un cuchillo, sino con una tijera, mientras estaba en el Trono. Oía risitas sobreexcitadas y comentarios obscenos, de unos sujetos que eran sólo voces y olores picantes, a axilas y tabaco barato. No les dio el gusto de gritar. Le acuñaron sus testículos en la boca, y se los tragó, anhelando que todo esto apresurara su muerte, algo que el nunca sospechó podía desearse tanto.

En algún momento, reconoció la voz de Modesto Díaz, el hermano del general Juan Tomás Díaz, del que se decía era un dominicano tan inteligente como Cerebrito Cabral o el Constitucionalista Beodo. ¿Lo habían metido en la misma celda? ¿Lo torturaban como a él? La voz de Modesto era amarga y acusatoria:

—Estamos aquí por tu culpa, Pupo. ¿Por qué nos traicionaste? ¿No sabías que te pasaría esto? Arrepiéntete de haber traicionado a tus amigos y a tu país.

No tuvo fuerzas para articular sonido alguno, ni abrir la boca. Algún tiempo, que podían ser horas, días o semanas luego de aquello, distinguió un diálogo entre un médico del SIM y Ramfis Trujillo:

—Imposible prolongarle más la vida, mi general.

—¿Cuánto le queda? —era Ramfis, sin la menor duda.

—Unas horas, tal vez un día si le doblo el suero. Pero, en el estado en que se halla, no resistirá una descarga. Es increíble que haya aguantado cuatro meses, mi general.

—Apártate un poquito entonces, no voy a permitir que muera de muerte natural. Ponte detrás de mi, no te vaya a rebotar un casquillo.

Con felicidad, el general José René Román sintió la ráfaga final.

XXI

Cuando, en el asfixiante altillo de la casita morisca del doctor Robert Reid Cabral donde llevaban ya dos días, el doctor Marcelino Vélez Santana, que había salido a la calle en busca de noticias, vino a decirle, poniéndole una compasiva mano en el hombro, que su casa de la Mahatma Gandhi había sido asaltada y que los caliés se llevaron a su mujer y a sus hijos, Salvador Estrella Sadhalá decidió entregarse. Sudaba, ahogándose. ¿Qué otra cosa hacer? ¿Permitir que esos bárbaros mataran a su mujer y a sus hijos? Seguramente los estaban torturando. La angustia no le permitía rezar por su familia. Entonces, comunicó a sus compañeros de escondite lo que iba a hacer.

—Sabes lo que eso significa, Turco —lo reprendió Antonio de la Maza—. Te van a vejar y atormentar de la manera más salvaje antes de matarte.

—Y seguirán maltratando a tu familia delante de ti, para que delates a todo el mundo —insistió el general Juan Tomás Díaz.

—Nadie me hará abrir la boca, aunque me quemen vivo —les juró, con lágrimas en los ojos—. Sólo denunciaré al canalla de Pupo Román.

Le pidieron no salir del escondite antes que ellos y Salvador aceptó quedarse una noche más. Que su mujer y sus hijos, Luis de catorce años y Carmen Elly de apenas cuatro añitos, estuvieran en las mazmorras del SIM, rodeados de facinerosos sádicos, lo tuvo toda la noche despierto, acezando, sin rezar, sin pensar en otra cosa. El remordimiento le roía el corazón: ¿cómo pudiste exponer así a tu familia? Y pasó a segundo plano la mala conciencia que tenía por haber disparado contra Pedro Livio Cedeño. ¡Pobre Pedro Livio! Dónde estaría en estos momentos. Qué horrores habrían hecho con él.

La tarde del 4 de junio fue el primero en abandonar la casa de los Reid Cabral. Tomó un taxi en la esquina y le dio la dirección, en la calle Santiago, del ingeniero Feliciano Sosa Mieses, primo de su mujer, con quien siempre se había llevado muy bien. Sólo quería averiguar si tenía noticias de ella y de los niños, y del resto de la familia, pero fue Imposible. Le abrió la puerta el mismo Feliciano, y, al verlo, hizo un ademán de ¡Vade retro!, como si tuviera delante al demonio.

—¿Qué tú haces aquí, Turco? —exclamó, furioso—. ¿No sabes que tengo familia? ¿Quieres que nos maten? —Vete! ¡Por lo que más quieras, vete de aquí!

Le cerró la puerta con una expresión de miedo y asco que lo dejó sin saber qué hacer. Regresó al taxi con una depresión que le ablandaba los huesos. Pese al calor, se moría de frío.

—¿Me has reconocido, no es verdad? —preguntó al chofer, ya en el asiento.

El hombre, que llevaba una gorrita de béisbol embutida hasta las cejas, no se volvió a mirarlo.

—Lo reconocí desde que subió —dijo, muy tranquilo—. No se preocupe, conmigo está seguro. Yo soy antitrujillista, también. Si hay que correr, corremos juntos. ¿Dónde quiere ir?

—A una iglesia —le dijo Salvador—. No importa cuál.

Se encomendaría a Dios y, si era posible, se confesaría. Luego de descargar su conciencia, pediría al párroco que llamara a los guardias. Pero, a poco de estar circulando rumbo al centro por unas calles donde las sombras crecían, el chofer le advirtió:

—Ese tipo lo denunció, señor. Ahí están los caliés.

—Párate —le ordenó Salvador—. Antes de que éstos te maten también.

Se persignó y bajó del taxi, con los brazos en alto, indicando así a los hombres con metralletas y pistolas de los Volkswagen que no ofrecería resistencia. Le pusieron unas esposas que le cortaban las muñecas y lo embutieron en el asiento de atrás de uno de los «cepillos»; los dos caliés medio sentados encima suyo hedían a sudor y pies. Arrancaron. Como tomaron la carretera a San Pedro de Macorís, supuso que lo llevaban a El Nueve. Hizo el trayecto en silencio, tratando de rezar y dolido porque no lo conseguía. Su cabeza era un hervidero crepitante, caótico, donde nada se estaba quieto, ni un pensamiento ni una imagen: todo estallaba, como burbujas de jabón.

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