La fiesta del chivo (52 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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—Lee esta carta que me ha enviado tu padre —le alcanzó Ramfis el diario—. Habla de ti.

Salvador, con las muñecas hinchadas por las esposas, cogió El Caribe. Aunque sentía vértigo y una indefinible mezcla de asco y tristeza, llegó hasta la última línea. El general Piro Estrella llamaba al Chivo «el más grande de todos los dominicanos», se jactaba de haber sido su amigo, guardaespaldas y protegido, y se refería a Salvador con epítetos innobles; hablaba de «la felonía de un hijo descarriado y de “la traición de mi hijo, que traicionó a su protector y a sus familiares”. Peor que los insultos, era el párrafo final: su padre agradecía a Ramfis, con servilismo altisonante, que le hubiera regalado dinero para ayudarlo a sobrevivir al serle confiscados los bienes familiares por la participación de su hijo en el magnicidio.

Regresó a su celda mareado de disgusto y vergüenza. No volvió a levantar cabeza, aunque, ante sus compañeros, procuraba ocultar su desmoralización. «No es Ramfis, es mi padre quien me ha matado», pensaba. Y sentía envidia por Antonio de la Maza. ¡Qué suerte ser hijo de alguien como don Vicente!

Cuando, pocos días después de ese cruel 9 de octubre, él y sus cinco compañeros de celda fueron trasladados a La Victoria —los lavaron con mangueras y les devolvieron las ropas que llevaban al ser detenidos—, el Turco era un muerto ambulante. Ni siquiera la posibilidad de recibir visitas —los jueves, por media hora—, abrazar y besar a su mujer, a Luisito y Carmen Elly, pudo arrancarle el hielo que llevaba en el corazón desde que leyó la carta pública del general Piro Estrella a Ramfis Trujillo.

En La Victoria cesaron las torturas y los interrogatorios. Seguían durmiendo en el suelo, pero ya no desnudos, sino con ropas que les enviaban de casa. Les quitaron las esposas. Las familias podían mandarles de comer, bebidas gaseosas y algún dinero, con el que corrompían a los carceleros para que les vendieran periódicos, les dieran información sobre otros presos, o llevaran mensajes a la calle. El discurso del Presidente Balaguer en las Naciones Unidas, condenando la dictadura de Trujillo y prometiendo una democratización «dentro del orden», hizo renacer la esperanza en la prisión. Parecía increíble, pero comenzaba a despuntar una oposición política, con la Unión Cívica y el 14 de junio actuando a la luz pública. Sobre todo, animaba a sus amigos saber que en Estados Unidos, Venezuela y otros lugares se habían formado comités exigiendo que ellos fueran juzgados por un tribunal civil, con observadores internacionales. Salvador se esforzaba por compartir las ilusiones de los otros. En sus rezos, rogaba a Dios que le devolviera la esperanza. Porque no albergaba ninguna. Él había visto aquella expresión implacable de Ramfis. ¿Iba a dejarlos salir libres? jamás. Llevaría su venganza hasta el final.

Hubo una explosión de júbilo en La Victoria cuando se supo que Petán y Negro Trujillo habían abandonado el país. Ahora, se iría también Ramfis. Balaguer no tendría más remedio que conceder una amnistía. Pero Modesto Díaz, con su lógica poderosa y su fría manera de analizar las cosas, los convenció de que era ahora, más que nunca, cuando familias y abogados debían movilizarse en su defensa. Ramfis no se iría sin liquidar a los ajusticiadores de papi. Mientras lo oía, Salvador observaba la ruina en que estaba convertido Modesto: había seguido perdiendo kilos y su cara era la de un anciano lleno de surcos. ¿Cuántos habría perdido él? Los pantalones y camisas que le llevaba su mujer le bailoteaban y cada semana tenía que abrir nuevos agujeros al cinturón.

Estaba siempre triste, aunque no hablaba con nadie de la carta pública de su padre, que tenía como un puñal en la espalda. Aunque los planes no habían salido como esperaban, y hubiera habido tanta muerte y sufrimiento, su acción contribuyó a cambiar las cosas. Las noticias que se filtraban hasta las celdas de La Victoria, hablaban de mítines, de jóvenes que decapitaban las estatuas de Trujillo y arrancaban las placas con su nombre y los de su familia, del regreso de algunos exiliados. ¿No era el principio del fin de la Era de Trujillo? Nada de eso se habría conseguido si ellos no mataban a la Bestia.

El regreso de los hermanos de Trujillo fue una ducha helada para los encerrados en La Victoria. Sin disimular su alegría, el mayor Américo Dante Minervino, director de la prisión, les comunicó el 17 de noviembre a Salvador, Modesto Díaz, Huáscar Tejeda, Pedro Livio, Fifí Pastoriza y el joven Tunti Cáceres, que al anochecer serían trasladados a las celdas del Palacio de justicia, porque mañana habría una nueva reconstrucción del crimen, en la Avenida. Reuniendo el dinero que les quedaba, mediante un carcelero hicieron llegar a las familias mensajes urgentes, explicándoles que ocurría algo sospechoso; sin duda, la reconstrucción era una farsa, porque Ramfis había decidido matarlos.

Al atardecer, les pusieron las esposas y sacaron a los seis en una camioneta negra de ésas que los capitaleños llamaban La Perrera, con las ventanillas oscurecidas, escoltados por tres guardias armados. Con los ojos cerrados, Salvador rogó a Dios que cuidara de su mujer y sus hijos. Contrariamente a lo que temían, no los llevaron a los farallones, lugar favorito de las ejecuciones secretas del régimen. Fueron al centro, a las celdas situadas en el Palacio de Justicia de La Feria. Pasaron la mayor parte de la noche de pie, pues el local era tan estrecho que no podían sentarse al mismo tiempo. Lo hacían por turnos, de dos en dos. Pedro Livio y Fifí Pastoriza estaban animosos; si los habían traído aquí, era cierto lo de la reconstrucción. Su optimismo contagió a Tunti Cáceres y a Huáscar Tejeda. Sí, sí, por qué no; los entregarían al Poder Judicial para que jueces civiles los juzgaran. Salvador y Modesto Díaz permanecían callados, disimulando su escepticismo.

En voz muy baja, el Turco susurró al oído de su amigo: «Éste es el fin ¿cierto, Modesto?». El abogado asintió, sin decir nada, apretándole el brazo.

Antes de que saliera el sol vinieron a sacarlos del calabozo y los subieron otra vez a La Perrera. Había un impresionante despliegue militar en torno al Palacio de justicia y Salvador, en la todavía incierta luz, advirtió que todos los soldados llevaban las insignias de la Fuerza Aérea. Eran de la Base de San Isidro, los predios de Ramfis y Virgilio García Trujillo. No dijo nada, para no alarmar a sus compañeros. En el estrecho furgón trató de hablar con Dios, como lo había hecho parte de la noche, pedirle que lo ayudara a morir con dignidad, sin deshonrarse con manifestaciones de cobardía, pero, esta vez, no pudo concentrarse. Ese fracaso lo angustió.

Luego de un corto recorrido, la camioneta frenó. Estaban en la carretera a San Cristóbal. Éste era el lugar del atentado, sin duda. El sol doraba el cielo, los cocoteros de la orilla de la carretera, el mar que ronroneaba golpeando contra el acantilado. Había muchos guardias por el rededor. Tenían acordonada la carretera y habían cortado el tráfico en ambas direcciones.

—Para qué esta farsa, el hijito salió tan payaso como el padre —oyó decir a Modesto Díaz.

—Por qué va a ser una farsa —protestó Fifí Pastoriza—. No seas pesimista. Es una reconstrucción. Han venido los jueces. ¿No ven?

—Las mismas payasadas que le gustaban al papi —insistió Modesto, moviendo la cabeza con disgusto.

Farsa o no farsa, duró muchas horas, hasta que el sol estuvo en el centro del cielo y comenzó a taladrarles el cráneo. Uno por uno, los hacían pasar frente a una mesita de campaña armada al aire libre, donde dos hombres de civil les hacían las mismas preguntas que les habían hecho en El Nueve y La Victoria. Unos taquígrafos registraban sus respuestas. Sólo oficiales subalternos merodeaban en torno. Ninguno de los jefes —Ramfis, Abbes García, Pechito León Estévez, Pirulo Sánchez Rubirosa— asomaron por allí mientras duró la tediosa ceremonia. No les dieron de comer, sólo unos vasos de gaseosas, a mediodía. Comenzaba la tarde cuando vieron aparecer al rollizo director de La Victoria, el mayor Américo Dante Minervino. Se mordisqueaba el bigotito con cierto nerviosismo y su semblante era más siniestro que de costumbre. Venía acompañado de un negro corpulento, con nariz aplastada de boxeador, una metralleta al hombro y una pistola entre el cuerpo y el cinturón. Los subieron a La Perrera.

—¿Adónde vamos? —preguntó Pedro Livio a Minervino.

—De regreso a La Victoria —dijo éste—. Vine a llevarlos yo mismo para que no se pierdan en el camino.

—Qué honor —comentó Pedro Livio.

El mayor se puso al volante y el negro con cara de boxeador a su lado. En el furgón de La Perrera, los tres guardias que los escoltaban eran tan jóvenes que parecían recién reclutados. Se los notaba tensos, abrumados por la responsabilidad de cuidar presos tan importantes. Además de esposados, les amarraron los tobillos con unas cuerdas algo flojas, que les permitían dar pasitos cortos.

—¿Qué carajo significan estas sogas? —protestó Tunti Cáceres.

Uno de los guardias le señaló al mayor, llevándose un dedo a la boca: «Cállate».

Durante el largo recorrido, Salvador comprendió que no iban de vuelta a La Victoria, y, por las caras de sus compañeros, ellos también lo adivinaban. Permanecían mudos, algunos con los ojos cerrados y otros con las pupilas muy abiertas, encendidas, como tratando de atravesar las placas metálicas del furgón para averiguar dónde se encontraban. No trató de rezar. El desasosiego era tan grande que sería inútil. El Señor comprendería.

Cuando la camioneta se detuvo, oyeron el mar, embistiendo al pie de un alto farallón. Los guardias abrieron la portezuela del furgón. Estaban en un paraje desierto, de tierra rojiza, con ralos árboles, en lo que parecía un promontorio. El sol seguía brillando, pero ya comenzaba su curva descendente. Salvador se dijo que morir sería una manera de descansar. Lo que ahora sentía era un enorme cansancio.

Dante Minervino y el negro fortachón con cara de boxeador, hicieron que los tres guardias adolescentes bajaran del furgón, pero cuando los seis prisioneros iban a seguirlos, los atajaron: «Quietos ahí». Acto seguido, comenzaron a disparar. No a ellos, a los soldaditos. Los tres muchachos cayeron acribillados sin tiempo de asombrarse, de comprender, de gritar.

—¡Qué hacen, qué hacen, criminales! —rugió Salvador—. ¡Por qué contra esos pobres guardias, asesinos!

—No los matamos nosotros, sino ustedes —le repuso, muy serio, el mayor Dante Minervino, mientras recargaba su metralleta; el negro de cara aplastada lo festejó con una carcajada—. Ahora sí, bajen.

Aturdidos, idiotizados por la sorpresa, los seis fueron bajados y, tropezándose —las amarras los obligaban a avanzar dando ridículos saltitos— contra los cadáveres de los tres guardias, llevados a otra camioneta idéntica, parqueada a pocos metros. Había un solo hombre de civil, cuidándola. Después de encerrarlos en el furgón, los tres se apretaron en el asiento de adelante. Dante Minervino volvió a tomar el timón.

Ahora sí, Salvador pudo rezar. Oía a uno de sus compañeros sollozando, pero ese llanto no lo distraía. Rezaba sin dificultad, como en las mejores épocas, por él, por su familia, por los tres guardias recién asesinados, por sus cinco compañeros en el furgón, uno de los cuales, en un ataque de nervios, se daba de cabezazos contra la placa metálica que los separaba del conductor, blasfemando.

No supo cuánto duró aquel recorrido, pues en ningún momento dejó de rezar. Sentía paz y una inmensa ternura recordando a su mujer y a sus hijos. Cuando frenaron y abrieron la portezuela, vio el mar, el atardecer, el sol hundiéndose en un cielo azul tinta.

Los bajaron a empellones. Estaban en el pati-ardín de una casa muy grande, junto a una piscina. Había un puñado de palmas canas de moños enhiestos y, a unos veinte metros' una terraza con siluetas de hombres con vasos en las manos. Reconoció a Ramfis, a Pechito León Estévez, al hermano de éste, Alfonso, a Pirulo Sánchez Rubirosa y dos o tres desconocidos. Alfonso León Estévez vino corriendo hacia ellos, sin soltar su vaso de whisky. Ayudó a Américo Dante Minervino y al negro boxeador a empujarlos hacia los cocoteros.

—¡Uno por uno, Pechito! —ordenó Ramfis. «Está borracho», pensó Salvador. Tuvo que emborracharse para celebrar su última fiesta, el hijo del Chivo.

Acribillaron primero a Pedro Livio, que se desplomó instantáneamente bajo la cerrada descarga de tiros de revólver y ráfagas de metralleta que se abatió sobre él. Después, arrastraron a los cocoteros a Tunti Cáceres, quien, antes de caer, insultó a Ramfis: «¡Degenerado, cobarde, maricón!». Y, luego, a Modesto Díaz, que gritó «¡Viva la República!» y quedó retorciéndose en el suelo antes de expirar.

Luego, le tocó a él. No tuvieron que empujarlo ni arrastrarlo. Dando los cortos pasitos que le permitían las amarras de los tobillos, fue por su cuenta hacia los cocoteros donde yacían sus amigos, agradeciendo a Dios que le hubiera permitido estar con Él en sus últimos momentos, y diciéndose con cierta melancolía que no conocería nunca Basquinta, aquel pueblecito libanés de donde, para conservar su fe, salieron los Sadhalá a buscar fortuna por estas tierras del Señor.

XXII

Cuando, todavía sin salir del sueño, oyó repicar el teléfono, el Presidente Joaquín Balaguer presintió algo gravísimo. Levantó el auricular a la vez que se restregaba los ojos con la mano libre. Oyó al general José René Román, convocándolo a una reunión de alto nivel en el Estado Mayor del Ejército. «Lo han matado», pensó. La conjura había tenido éxito. Se despertó del todo. No podía perder tiempo apiadándose o encolerizándose; por el momento, el problema era el jefe de las Fuerzas Armadas. Carraspeo, y dijo, despacio: «Si ha ocurrido algo tan grave, como Presidente de la República no me corresponde estar en un cuartel, sino en el Palacio Nacional. Voy para allá. Le sugiero que la reunión se celebre en mi despacho. Buenas noches». Colgó, antes de que el ministro de las Fuerzas Armadas tuviera tiempo de contestarle.

Se levantó y se vistió, sin hacer ruido, para no despertar a sus hermanas. Habían matado a Trujillo, era seguro. Y estaba en marcha un golpe de Estado, encabezado por Román. ¿Para qué podía llamarlo a la Fortaleza 18 de Diciembre? Para obligarlo a renunciar, arrestarlo o exigirle que apoyara el levantamiento. Lucía torpe, mal planeado. En vez de telefonear, debió mandarle una patrulla. Román, por más que estuviera al mando de las Fuerzas Armadas, carecía de prestigio para imponerse a las guarniciones. Aquello iba a fracasar.

Salió y pidió al retén de guardia que despertara a su chofer. Mientras éste lo llevaba al Palacio Nacional por una avenida Máximo Gómez desierta y a oscuras, anticipó las horas siguientes: enfrentamientos entre guarniciones rebeldes y leales y posible intervención militar norteamericana. Washington requeriría algún simulacro constitucional para esta acción, y, en estos momentos, el Presidente de la República representaba la legalidad. Su cargo era decorativo, cierto. Pero, muerto Trujillo, se cargaba de realidad. Dependía de su conducta que pasara, de mero embeleco, a auténtico jefe de Estado de la República Dominicana. Tal vez, sin saberlo, desde que nació, en 1906, esperaba este momento. Una vez más se repitió la divisa de su vida: ni un instante, por ninguna razón, perder la calma.

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