Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—A prepararme —recupera Urania la firmeza—. A ablandarme, asustarme y encantarme. Como las novias de Moloch, a las que mimaban y vestían de princesas antes de tirarlas a la hoguera, por la boca del monstruo.
—Así que no has conocido a Trujillo, nunca has hablado con él —exclama, regocijado, Manuel Alfonso—. ¡La experiencia de tu vida, muchacha!
Lo sería. El automóvil avanzaba hacia San Cristóbal, bajo un cielo estrellado, entre cocoteros y palmas canas, a orillas del mar Caribe, que golpeaba ruidoso contra los arrecifes.
—Pero, qué te decía —la anima Manolita, porque Urania ha callado.
Le describía al intachable caballero que era el Generalísimo en su trato con las damas. Él, tan severo en cuestiones militares y de gobierno, había convertido en filosofía el refrán: «A la mujer, con el pétalo de una rosa». Así trataba siempre a las muchachas bellas.
—Qué suerte tienes, muchachita —trataba de contagiarle su entusiasmo, esa emocionada excitación que le atracaba aún más el hablar—. Trujillo, invitándote en persona a su Casa de Caoba. ¡Que privilegio! Se cuentan con los dedos de las manos las que merecieron algo así. Te lo digo yo, muchacha, créemelo.
Y, entonces, Urania le hizo la primera y última pregunta de la noche:
—¿A quiénes más han invitado a esta fiesta? —mira a su tía Adelina, a Lucindita y Manolita—: Para ver qué contestaba. Yo sabía ya que no íbamos a ninguna fiesta.
La desenvuelta figura masculina se volvió hacia ella y Urania vislumbró el brillo en las pupilas del embajador.
—A nadie más. Es una fiesta para ti. ¡Para ti solita! ¿Te imaginas? ¿Te das cuenta? ¿No te decía que era algo único? Trujillo te ofrece una fiesta. Eso es sacarse la lotería, Uranita.
—¿Y tú? ¿Y tú? —exclama, con ese hilo de voz, su sobrina Marianita—. ¿Qué pensaste, tía?
—En el chofer del auto, en Luis Rodríguez. Nada más que en él.
Qué vergüenza sentías por ese chofer con gorra, testigo del discurso farsante del embajador. Había prendido la radio del auto, y tocaron dos canciones italianas de moda — Volare, Ciao, ciao bambina—, pero, estaba segura, no perdía palabra de las artimañas con que Manuel Alfonso intentaba engatusarla, para que se sintiera feliz y afortunada. ¡Una fiesta de Trujillo para ella solita!
—¿Pensabas en tu papá? —se le escapa a Manolita—. ¿Que mi tío Agustín te había, que él…?
Calla, sin saber cómo terminar. La tía Adelina le hace un reproche con los ojos. La cara de la anciana se ha hundido, y su expresión revela profundo abatimiento.
—Era Manuel Alfonso el que pensaba en papá —dice Urania—. ¿Era yo buena hija? ¿Quería yo ayudar al senador Agustín Cabral?
Lo hacía con esa sutileza adquirida en sus años de diplomático encargado de misiones difíciles. ¿No era ésta, además, una ocasión extraordinaria para que Urania ayudara a su amigo Cerebrito, a salir de la trampa que le tendieron los eternos envidiosos? El Generalísimo podía ser un hombre duro, implacable, en lo tocante a los intereses del país. Pero, en el fondo, era un romántico; su dureza se deshacía ante una muchacha graciosa como un cubito de hielo expuesto al sol. Si ella, con lo inteligente que era, quería que el Generalísimo echara una mano a Agustín, le devolviera su posición, su prestigio, su poder, sus cargos, lo conseguiría. Le bastaba llegar al corazón de Trujillo, un corazón que no sabía negarse a los ruegos de la belleza.
—Me dio, también, unos consejos —dice Urania—. Qué cosas no debía hacer, porque disgustaban al Jefe. A él le complacía que las muchachas fueran tiernas, pero no que exagerasen su admiración, su amor. Yo me preguntaba: «¿Me está diciendo a mí estas cosas?».
Habían entrado a San Cristóbal, ciudad famosa porque en ella nació el jefe, en una modesta casita contigua a la gran iglesia que Trujillo hizo construir, y que el senador Cabral había llevado a visitar a Uranita, explicándole los frescos bíblicos pintados en sus paredes por Vela Zaneti, un artista español exiliado, a quien el jefe, magnánimo, abrió las puertas de la República Dominicana. En aquel paseo a San Cristóbal, el senador Cabral le mostró también la fábrica de botellas y la de armas, y la hizo recorrer todo el valle bañado por el Nigua. Ahora, su padre la mandaba a San Cristóbal a rogar al jefe que lo perdonara, le descongelara sus cuentas y lo repusiera en la Presidencia del Senado.
—Desde la Casa de Caoba hay una vista maravillosa sobre el valle, el río Nigua, los caballos y la ganadería de la Hacienda Fundación —pormenorizó Manuel Alfonso.
El auto, luego de pasar un primer retén de guardias, trepaba la loma en cuya cumbre había sido erigida, con la madera preciosa de los caobos que comenzaban a extinguirse en la isla, la casa donde el Generalísimo se retiraba un par de días por semana, a celebrar citas secretas, realizar trabajos sucios o negocios audaces, en total discreción.
—Durante mucho tiempo, de la Casa de Caoba sólo recordé esa alfombra. Cubría toda la habitación y tenía bordado un gigantesco escudo nacional, con todos sus colores. Después, recordé más cosas. En el dormitorio, un aparador de cristal lleno de uniformes, de todos los estilos, y, encima, una hilera de gorros y quepis. Hasta un bicornio napoleónico.
No se ríe. Luce seria, con algo cavernoso en los ojos y la voz. Tampoco ríen su tía Adelina, ni Manolita, ni Lucinda, ni Marianita, quien acaba de regresar del cuarto de baño, donde fue a vomitar. (Ella ha sentido sus arcadas.) El loro continúa durmiendo. El silencio ha caído sobre Santo Domingo: ni una bocina, ni un motor, ni una radio, ni una risa de borracho, ni ladridos de canes vagabundos.
—Me llamo Benita Sepúlveda, pase usted —le dijo la señora, al pie de la escalerilla de madera. Entrada en años, indiferente y, sin embargo, con algo maternal en sus gestos y ademanes, llevaba un uniforme y un pañuelo en la cabeza—. Venga por aquí.
—Era la cuidadora —dice Urania—, la encargada de poner flores cada día en todas las habitaciones. Manuel Alfonso se quedó conversando con el oficial de la entrada. Más nunca lo vi.
Benita Sepúlveda, señalándole con una manita regordeta la oscuridad, más allá de las ventanas protegidas por rejillas metálicas, le explicó que «eso» era una mata de roble, y que en la huerta abundaban mangos y cedros; pero, lo más bello del lugar eran los almendros y los caobos que rodeaban la casa y cuyas ramas perfumadas se metían por todos los rincones. ¿Olía? ¿Olía? Ya tendría ocasión, temprano, de ver el paisaje —el río, el valle, el central, los establos de la Hacienda Fundación— cuando salía el sol. ¿Tomaría desayuno dominicano, con plátano majado, huevos fritos, salchichón o cecina, y jugo de frutas? ¿O, como el Generalísimo, sólo café?
—Por Benita Sepúlveda supe que iba a pasar allí la noche, que dormiría con Su Excelencia. ¡Qué gran honor!
La cuidadora, con la desenvoltura que da una larga práctica, la hizo detenerse en el primer rellano, y pasar a un amplio recinto, iluminado a medias. Era un bar. Tenía asientos de madera en todo el rededor, con los espaldares pegados a la pared, dejando un amplio espacio de baile en el centro; una enorme vellonera y un mostrador con una estantería repleta de botellas, vasos y copas de cristal. Pero Urania sólo tenía ojos para la inmensa alfombra gris, con el escudo dominicano, extendida de uno a otro confín de la vasta habitación. Apenas advertía los retratos y cuadros del Generalísimo —a pie y a caballo, de militar y de paisano, sentado en un escritorio o erecto detrás de una tribuna y empaquetado en la banda presidencial— que colgaban de las paredes, ni los trofeos de plata y los diplomas ganados por las vacas lecheras y los caballos de raza de la Hacienda Fundación, entreverados con ceniceros de material plástico y adornos baratos, todavía con el sello de los almacenes neoyorquinos Macy's, que decoraban las mesitas, aparadores y repisas de ese monumento al kitsch donde Benita Sepúlveda la abandonó, después de preguntarle si, de veras, no quería una copita de licor.
—La palabra kitsch no existía aún, creo —aclara, como si su tía o primas hubieran hecho alguna observación—. Años después, cuando la oí o leí, y supe qué extremos de mal gusto y pretensión expresaba, me vino a la memoria la Casa de Caoba. Un monumento kitsch.
Ella era parte del kitsch, por lo demás, aquella noche cálida de mayo, con su vestidito de organdí rosado para fiestas de presentación en sociedad, el collarcito de plata con una esmeralda y los aretes bañados en oro, que habían sido de mamá y que, excepcionalmente, papá le permitió ponerse para la fiesta de Trujillo. Su incredulidad irrealizaba lo que le estaba ocurriendo. Le parecía no ser ella misma esa chiquilla parada sobre un asta del escudo patrio, en ese extravagante recinto. ¿El senador Agustín Cabral la enviaba, ofrenda viva, al Benefactor y Padre de la Patria Nueva? Sí, no le cabía la menor duda, su padre había preparado esto con Manuel Alfonso. Y, sin embargo, todavía quería dudar.
—En alguna parte que no era el bar pusieron un disco de Lucho Gatica. Bésame, bésame mucho, como si fuera esta noche la última vez.
—Me acuerdo —Manolita, avergonzada de intervenir, se excusa con un mohín—: Tocaban Bésame mucho todo el día, en las radios y en las fiestas.
De pie junto a la ventana por la que llegaba una brisa caliente y un aroma denso a campo, yerbas, árboles, oyó voces. La maltratada de Manuel Alfonso. La otra, chillona, con altibajos, sólo podía ser la de Trujillo. Sintió cosquillas en la nuca y en las muñecas, donde el médico le tomaba el pulso, una comezón que le venía siempre a la hora de los exámenes, y aun ahora, en New York, antes de las decisiones importantes.
—Pensé tirarme por la ventana. Pensé ponerme de rodillas, rogarle, llorarle. Pensé que tenía que dejarme hacer lo que él quisiera, apretando los dientes, para poder vivir, y, un día, vengarme de papá. Pensé mil cosas, mientras ellos hablaban, ahí abajo.
En su mecedora, la tía Adelina da un brinquiño, abre la boca. Pero no dice nada. Está blanca como el papel, los hondos ojitos arrasados por las lágrimas.
Las voces cesaron. Hubo un paréntesis de silencio; luego, pasos, subiendo la escalera. ¿Se le había parado el corazón? En la mortecina luz del bar, apareció la silueta de Trujillo, en uniforme verde oliva, sin guerrera ni corbata. Llevaba una copa de coñac en la mano. Avanzó hacia ella sonriendo.
—Buenas noches, belleza —susurró, inclinándose. Y le estiró su mano libre, pero, cuando Urania, en un movimiento automático, le alargó la suya, en vez de estrechársela Trujillo se la llevó a los labios y la besó—: Bienvenida a la Casa de Caoba, belleza.
—Lo de los ojos, lo de las miradas de Trujillo, lo había oído muchas veces. A papá, a los amigos de papá. En~ tonces, supe que era cierto. Una mirada que escarbaba, que iba hasta el fondo. Sonreía, muy galante, pero esa mirada me vació, me dejó puro pellejo. Ya no fui yo.
—¿Benita no te ha ofrecido nada? —sin soltarle la mano, Trujillo la condujo hacia la parte más iluminada del bar; un tubo de luz fluorescente despedía un resplandor azulado. Le ofreció asiento en un sofá para dos. La examinó, paseando sus ojos lentos de arriba abajo, de la cabeza a los pies, subiendo y bajando, sin disimulo, como examinaría a las nuevas adquisiciones vacunas y equinas de la Hacienda Fundación. En sus ojitos pardos, fijos, inquisitivos, no percibió deseo, excitación, sino un inventario, un arqueo de su cuerpo.
—Se llevó una decepción. Ahora, ya sé por qué, esa noche no lo sabía. Yo era esbelta, muy delgada, y a él le gustaban llenas, con pechos y caderas salientes. Las mujeres abundantes. Un gusto típicamente tropical. Hasta pensaría en despachar a ese esqueleto de vuelta a Ciudad Trujillo. ¿Saben por qué no lo hizo? Porque la idea de romper el coñito de una virgen excita a los hombres.
La tía Adelina gime. El puñito arrugado en alto, la boca semiabierta en expresión de espanto y censura le implora, haciendo muecas. No atina a pronunciar palabra.
—Perdona la franqueza, tía. Es algo que dijo él, más tarde. Lo cito literalmente, te lo juro: «Romper el coñito de una virgen excita a los hombres. A Petán, a la bestia de Petán, lo excita más todavía romperlos con el dedo».
Lo diría después, cuando había perdido el tino y su boca vomitaba incoherencias, suspiros, palabrotas, fuego excremental en el que desahogaba su amargura. Entonces, aún se comportaba con estudiada corrección. No le ofrecía lo que estaba bebiendo, a una muchachita tan joven el Carlos I podía quemarle las entrañas. Le daría una copita de jerez dulce. Él mismo se la sirvió y brindó, chocándole la copa.
Aunque apenas se mojó los labios, Urania sintió algo ardiente en la garganta. ¿Trataba de sonreír? ¿Permanecía seria, exhibiendo su pánico?
—No lo sé —dice, encogiendo los hombros—. Estábamos en ese sofá, juntitos. Me temblaba mucho en la mano la copita de jerez.
—No me como a las niñas —sonrió Trujillo, cogiendo su copa y colocándola en una mesilla—. ¿Eres siempre tan callada o sólo ahora, belleza?
—Me decía belleza, algo que me había dicho también Manuel Alfonso. No Urania, Uranita, muchacha. Belleza. Era un jueguecito de los dos.
—¿Te gusta bailar? Seguro, como a todas las muchachas de tu edad —dijo Trujillo—. A mi, mucho. Soy muy buen bailarín, aunque no tenga tiempo para bailes. Ven, bailemos.
Se puso de pie y Urania lo imitó. Sintió su cuerpo robusto, el vientre algo abultado rozándole el estómago, el aliento a coñac, la mano tibia que ciñó su cintura. Creyó que se iba a desmayar. Lucho Gatica ya no cantaba Bésame mucho, sino Alma mía.
—Bailaba muy bien, cierto. Tenía buen oído y se movía como un joven. Era yo la que perdía el paso. Bailamos dos boleros, y una guaracha de Toña la Negra. También merengues. Dijo que el merengue se bailaba en los clubs y las casas decentes gracias a él. Que, antes, había prejuicios, que la gente bien decía que era música de negros e indios. No sé quién cambiaba los discos. Al terminar el último merengue, me besó en el cuello. Un beso suave, que me escarapeló.
Teniéndola de la mano, los dedos entrecruzados, la regresó al sillón, y se sentó muy cerca de ella. La examinó, divertido, mientras aspiraba y bebía su coñac. Parecía tranquilo y contento.
—¿Eres siempre una esfinge? No, no. Debe ser que me tienes demasiado respeto —sonrió Trujillo—. Me gustan las bellezas discretas, que se dejan admirar. Las diosas indiferentes. Te voy a recitar un verso, escrito para ti.
—Me recitó un poema de Pablo Neruda. Al oído, rozándome la oreja, el pelo, con sus labios y su bigotito: «Me gustas cuando callas, porque estás como ausente; parece que los ojos se te hubieran volado y parece que un beso te cerrara la boca». Cuando llegó a «boca», su mano me movió la cara y me besó en los labios. Esa noche hice un montón de cosas por primera vez: tomar jerez, ponerme las joyas de mamá, bailar con un viejo de setenta años y recibir mi primer beso en la boca.