La fiesta del chivo (57 page)

Read La fiesta del chivo Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
12.64Mb size Format: txt, pdf, ePub

Antes de dormirse, lo sobrecogió un sentimiento de lástima. No por los prisioneros, asesinados esta tarde sin duda por Rarrifis en persona, sino por los tres soldaditos a los que el hijo de Trujillo también había hecho matar para dar apariencia de verdad a la farsa de la fuga. Tres pobres guardias aniquilados en frío, para dar visos de verdad a una fantochada que nadie creería nunca. ¡Qué sangría inútil!

Al día siguiente, camino al Palacio, leyó en las páginas interiores de El Caribe la fuga de los «asesinos de Trujillo, luego de ultimar alevosamente a los tres guardias que los llevaban de vuelta a La Victoria». Sin embargo, el escándalo que temía no ocurrió; quedó opacado por otros acontecimientos. A las diez de la mañana, un patadón abrió la puerta de su oficina. Metralleta en mano y con racimos de granadas y revólveres en la cintura, irrumpió el general Petán Trujillo, seguido de su hermano Héctor, también vestido de general, y veintisiete hombres armados de su guardia personal, cuyas caras le parecieron, además de rufianescas, alcoholizadas. El disgusto que le produjo esta turba incivil fue más fuerte que el temor.

—No puedo ofrecerles asiento, no tengo tantas sillas, lo siento —se disculpó el pequeño Presidente, incorporándose. Parecía tranquilo y su redonda carita sonreía con urbanidad.

—Ha llegado la hora de la verdad, Balaguer —rugió el bestial Petán, escupiendo saliva. Blandía su metralleta, amenazador, y se la pasó por la cara al Presidente. Éste no retrocedió—. ¡Basta de pendejadas e hipocresías! Así como Ramfis acabó ayer con esos hijos de puta, vamos a acabar nosotros con los que andan sueltos. Empezando por los judas, enano traidor.

También andaba algo borracho esta nulidad vulgar. Balaguer disimulaba su indignación y su aprehensión, con total dominio de sí mismo. Con calma, señaló la ventana:

—Le ruego que me acompañe, general Petán —se dirigió luego a Héctor—. Usted también, por favor.

Se adelantó y, ante el ventanal, apuntó hacia el mar. Era una mañana radiante. Frente a las costas se divisaban, muy nítidas, destellando, las siluetas de tres barcos de guerra norteamericanos. No se podía leer sus nombres, pero, sí, apreciar los largos cañones del crucero equipado de misiles Little Rock y de los portaaviones Valley Forge y Franklin D. Roosevelt, apuntando a la ciudad.

—Esperan que ustedes tomen el poder para iniciar el cañoneo —dijo el Presidente, muy despacio—. Esperan que les den el pretexto, para invadirnos otra vez. ¿Quieren pasar a la historia como los dominicanos que permitieron una segunda ocupación yanqui de la República? Si eso quieren, disparen y hagan de mí un héroe. Mi sucesor no estará sentado en esta silla ni una hora.

Ya que lo habían dejado pronunciar toda esa frase, se dijo, era improbable que lo mataran. Petán y Negro cuchicheaban, hablando al mismo tiempo y sin entenderse. Los matones y guardaespaldas se miraban, confusos. Por fin, Petán ordenó a sus hombres que salieran. Cuando se vio solo en el despacho con los dos hermanos, dedujo que había ganado la partida. Vinieron a sentarse frente a él. ¡Los pobres diablos! ¡Qué incómodos se les notaba! No sabían por dónde empezar. Había que facilitarles la tarea.

—El país espera un gesto de ustedes —les dijo, con simpatía—. Que actúen con el desprendimiento y el patriotismo del general Ramfis. Su sobrino ha abandonado el país para facilitar la paz.

Petán lo interrumpió, malhumorado y directo:

—Es muy fácil ser patriota cuando se tiene en el extranjero los millones y las propiedades de Ramfis. Pero, ni Negro ni yo tenemos afuera casas, acciones, ni cuentas corrientes. Todo nuestro patrimonio está aquí, en el país. Nosotros fuimos los únicos pendejos en obedecer al jefe, que prohibió sacar dinero al extranjero. ¿Es justo eso? No somos idiotas, señor Balaguer. Todas las tierras y bienes que tenemos aquí nos los van a confiscar.

Se sintió aliviado.

—Eso tiene remedio, señores —los tranquilizó—. ¡No faltaba más! Un gesto generoso como el que la Patria les pide, tiene que ser recompensado.

A partir de este momento, todo consistió en una aburrida negociación crematística, que confirmó al Presidente en su desprecio por las gentes ávidas de dinero. Era algo que, él, no había codiciado jamás. Transó al fin por unas sumas que le parecieron razonables, dadas la paz y la seguridad que ganaba con ello la República. Dio orden al Banco Central de que se entregaran dos millones de dólares a cada uno de los hermanos, y de que se cambiaran en divisas los once millones de pesos que tenían, parte en cajas de zapatos y el resto depositado en bancos de la capital. Para estar seguros de que el acuerdo se respetaría, Petán y Héctor exigieron que lo refrendara el cónsul norteamericano. Calvin Hill compareció de inmediato, encantado de que las cosas se arreglaran con buena voluntad y sin derramamiento de sangre. Felicitó al Presidente y sentenció: «En las crisis se conoce al verdadero estadista». Bajando los ojos con modestia, el doctor Balaguer se dijo que, con la partida de los Trujillo, habría tal explosión de exultación y alegría —algo de caos, también— que poca gente recordaría el asesinato de los seis prisioneros, cuyos cadáveres, qué duda podía caber, jamás aparecerían. El episodio no lo dañaría demasiado.

En Consejo de Ministros, pidió acuerdo unánime del gabinete para una amnistía política general, que vaciara las cárceles y anulara todos los procesos judiciales por subversión, y ordenó que fuera disuelto el Partido Dominicano. Los ministros, puestos de pie, lo aplaudieron. Entonces, con las mejillas algo sonrojadas, el doctor Tabaré Alvarez Pereyra, su ministro de Salud, le hizo saber que desde hacía seis meses tenía escondido en su casa

—la mayor parte del tiempo emparedado en un angosto closet, entre batas y pijamas— al fugitivo Luis Amiama Tió.

El doctor Balaguer encomió su espíritu humanitario y le dijo que acompañara él mismo, al Palacio Nacional, al doctor Amiama, pues tanto él como don Antonio Imbert, quien, sin duda, aparecería ahora de un momento a otro, serían recibidos en persona por el Presidente de la República con el respeto y la gratitud que se merecían por los altos servicios prestados a la Patria.

XXIII

Luego de la partida de Amadito, Antonio Imbert permaneció todavía largo rato en casa de su primo, el doctor Manuel Durán Barreras. No tenía esperanzas de que Juan Tomás Díaz y Antonio de la Maza dieran con el general Román. Tal vez, el Plan político militar había sido descubierto y Pupo estaba muerto o preso; tal vez, se acobardó y dio marcha atrás. No quedaba otra alternativa que esconderse. Con su primo Manuel barajaron opciones, antes de decidirse por una lejana pariente, la doctora Gladys de los Santos, cuñada de Durán. Vivía cerca de esta casa.

Eran las primeras horas del amanecer, pero estaba aún a oscuras, cuando Manuel Durán e Imbert recorrieron a paso vivo aquellas seis manzanas, sin encontrar vehículos ni transeúntes. La doctora demoró en abrir la puerta. Estaba en bata y se frotaba los ojos con furia, mientras ellos le explicaban. No se asustó demasiado. Reaccionó con extraña calma. Era una mujer entrada en carnes, pero ágil, entre la cuarentena y la cincuentena, que mostraba aplomo y miraba el mundo con apatía.

—Te acomodaré como sea —le dijo a Imbert—. Pero éste no es un refugio seguro. He estado detenida ya una vez, el SIM me tiene fichada.

Para evitar que la sirvienta fuera a descubrirlo, lo instaló junto al garaje, en una despensa sin ventanas, en la que extendió un colchón plegable. Era un recinto enano y sin ventilación y Antonio no pudo pegar los ojos el resto de la noche. Conservó el Colt 45 a su lado, sobre una repisa llena de latas de conserva; tenso, mantenía los oídos alertas a cualquier ruido sospechoso. A ratos pensaba en su hermano Segundo y se le ponía la carne de gallina: lo estarían torturando o lo habrían matado, allá en La Victoria.

La dueña de casa, que cerró la despensa con llave, vino a sacarlo de su encierro a las nueve de la mañana.

—Le di permiso a la empleada para que se fuera a Jarabacoa, a ver a su familia —lo animó—. Podrás circular por toda la casa. Pero que no te descubran los vecinos. Qué nochecita habrás pasado en esa cueva.

Mientras desayunaban en la cocina, con mangú, queso frito y café, pusieron las noticias. Ninguno de los informativos radiales decía nada sobre el atentado. La doctora de los Santos partió poco después a su trabajo. Imbert se dio una ducha y bajó a la salita, donde, tumbado en un sillón, se quedó dormido, con el Colt 45 sobre las piernas. Tuvo un gran sobresalto y gimió cuando lo remecieron.

—Los caliés se llevaron a Manuel esta madrugada, poco después de que saliste de allá —le dijo, muy ansiosa, Gladys de los Santos—. Tarde o temprano le arrancarán que estás aquí. Tienes que irte, cuanto antes.

Sí, pero ¿adónde? Gladys había pasado por casa de los Imbert y la calle hervía de guardias y caliés; sin duda, habían detenido a su mujer y a su hija. Le pareció que unas manos invisibles comenzaban a apretarle el cuello. No dejó traslucir su angustia, para no aumentar el susto de la dueña de casa, que estaba transformada: el nerviosismo hacía que abriera y cerrara los ojos todo el tiempo.

—Hay «cepillos» con caliés y camiones con guardias por todas partes —le dijo—. Registran los autos, piden papeles a todo el mundo, se meten a las casas.

Aún no decían nada en la televisión, las radios ni los periódicos, pero los rumores eran inatajables. El tam tam humano aventaba por toda la ciudad que habían matado a Trujillo. La gente estaba sobrecogida y confusa por lo que podía pasar. Durante cerca de una hora, estuvo devanándose los sesos: ¿dónde ir? Por lo pronto, salir de aquí. Agradeció a la doctora de los Santos su ayuda y salió a la calle, con la mano en la pistola que llevaba en el bolsillo derecho del pantalón. Deambuló un buen rato, sin rumbo, hasta que se acordó de su dentista, el doctor Camilo Suero, que vivía por el Hospital Militar. Camilo y su esposa, Alfonsina, lo hicieron entrar. No podían esconderlo, pero lo ayudaron a estudiar posibles refugios— Y, entonces, le vino a la cabeza la imagen de Francisco Rainieri, un antiguo amigo, hijo de italiano y embajador de la Orden de Malta; su esposa, Venecia, y Guarina, su mujer, solían tomar té y jugar canasta. Tal vez el diplomático podría facilitarle la manera de asilarse en alguna legación. Extremando las precauciones, llamó por teléfono a la residencia de los Rainieri y cedió el aparato a Alfonsina, quien se hizo pasar por la señora Guarina Tessón, nombre de soltera de la mujer de Imbert. Pidió hablar con Queco. Éste se puso al aparato de inmediato y la dejó estupefacta con el cordialísimo saludo:

—Cómo estás, queridísima Guarina, encantado de saludarte. ¿Llamas por el compromiso de esta noche, verdad? No te preocupes. Enviaré el carro a recogerte. A las siete en punto, si te parece. ¿Me recuerdas tu dirección, por favor?

—O es un adivino o se ha vuelto loco, o no sé qué —dijo la dueña de casa, al colgar.

—¿Y, ahora, qué hacemos hasta las siete, Alfonsina?

—Rezarle a Nuestra Señora de la Altagracia —se santiguó ella—. Si llegan antes los caliés, usa tu pistola nomás.

A las siete en punto paró en la puerta un reluciente Buick azul, de placa diplomática. El propio Francisco Rainieri conducía. Arrancó apenas Antonio Imbert estuvo a su lado.

—Supe que el mensaje venía de ti, porque Guarina y tu hija están en mi casa —le dijo Rainieri, a modo de saludo—. No hay dos Guarinas Tessón en Ciudad Trujillo, sólo podías ser tú.

Estaba muy tranquilo, y hasta risueño, con su guayabera recién planchada y oliendo a lavanda. Llevó a Imbert a una residencia remota por calles apartadas, dando un gran rodeo, pues en las principales avenidas había barreras que detenían a los vehículos para registrarlos. Hacía menos de una hora que se había anunciado oficialmente la muerte de Trujillo. Reinaba un ambiente cargado de recelo, como si todo el mundo esperara una explosión. Elegante igual que siempre, el embajador no le hizo una sola pregunta sobre el asesinato de Trujillo, ni sobre sus compañeros de conjura. Con naturalidad, como si hablara del próximo campeonato de tenis en el Country Club, comentó:

—Tal como están las cosas, es impensable que alguna embajada te dé asilo. Tampoco serviría de gran cosa. El gobierno, si todavía hay gobierno, no lo respetaría. Te sacarían a la fuerza, donde estuvieras. Lo único que te queda, por el momento, es esconderte. En el consulado de Italia, donde tengo amigos, hay demasiado trajín de empleados y visitas. Pero he encontrado la persona, con total seguridad. Ya lo hizo una vez, con Yuyo d'Alessandro, cuando estuvo perseguido. Ha puesto una sola condición. Nadie debe saberlo, ni siquiera Guarina. Por la seguridad de ella, sobre todo.

—Por supuesto —murmuró Tony Imbert, asombrado de que, por iniciativa propia, este hombre al que lo unía una amistad ligera, se arriesgara tanto para salvarle la vida. Estaba tan desconcertado con la generosidad temeraria de Queco, que no atinó a darle las gracias.

En casa de los Rainieri pudo abrazar a su mujer y a su hija. Dadas las circunstancias, guardaban mucha calma.

Pero cuando la tuvo en sus brazos, sintió temblar el cuerpecito de Leslie. Estuvo con ellas y los Rainieri cerca de un par de horas. Su mujer le había traído un maletín de mano, con ropa limpia y sus artículos de afeitar. No mencionaron a Trujillo. Guarina le contó lo que había averiguado a través de las vecinas. Su casa había sido invadida al amanecer por policías de uniforme y de civil; la habían vaciado, rompiendo y pulverizando lo que no se llevaron, en dos camionetas.

Cuando llegó la hora, el diplomático le hizo un pequeño gesto, señalándole el reloj. Abrazó y besó a Guarina y Leslie, y siguió a Francisco Rainieri, por la puerta de servicio, hasta la calle. Segundos después, un pequeño vehículo con las luces bajas, frenó delante de ellos.

—Adiós y buena suerte —lo despidió Rainieri, dándole la mano—. No te preocupes por tu familia. Nada le faltará.

Imbert entró al vehículo y se sentó junto al chofer.

Era un hombre joven, con camisa y corbata, pero sin chaqueta. En impecable español, aunque con música italiana, se presentó:

—Me llamo Cavaglieri y soy funcionario de la embajada italiana. Mi mujer y yo haremos lo posible para que su estancia en nuestro apartamento sea lo más grata. No se preocupe, en mi casa no habrá testigos indiscretos. Vivimos solos. No tenemos cocinera ni sirvientes. A mi mujer le encantan las labores domésticas. Y a los dos nos gusta cocinar.

Other books

Evil in Hockley by William Buckel
Tournament of Hearts by Stark, Alyssa
Next August by Kelly Moore
The Story of Hong Gildong by Translated with an Introduction and Notes by Minsoo Kang
Lucky Dog Days by Judy Delton
Cracks in the Sidewalk by Crosby, Bette Lee
Initiation by Rose, Imogen
The Great Wheel by Ian R. MacLeod
Scandal by Carolyn Jewel