La fiesta del chivo (58 page)

Read La fiesta del chivo Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
7.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

Se rió y Antonio Imbert imaginó que la cortesía le mandaba intentar una risita. La pareja vivía en el último piso de un nuevo edificio, no lejos de la calle Mahatma Gandhi y de la casa de Salvador Estrella Sadhalá. La señora Cavaglieri era aún más joven que su marido —una muchacha delgada, de ojos almendrados y cabellos negros— y lo recibió con una cortesía despercudida y risueña, como a un viejo amigo de familia que viene a pasar un fin de semana. No mostraba la menor aprensión por alojar en su casa a un desconocido, asesino del amo supremo del país, al que miles de guardias y policías buscaban con codicia y odio. En los seis meses y tres días que vivió con ellos, nunca, ni una sola vez, ninguno de los dueños de casa le hizo sentir —y eso que era susceptible, y su situación lo predisponía a ver fantasmas— que su presencia allí incomodaba en lo más mínimo. ¿Sabía la pareja que se jugaba la vida? Desde luego. Escucharon y vieron en la televisión, los relatos pormenorizados del pánico que provocaban esos apestados asesinos a los dominicanos, y cómo, muchos de ellos, no contentos con negarles un refugio, se apresuraban a denunciarlos. Vieron caer, el primero, al ingeniero Huáscar Tejeda, expulsado de manera innoble de la iglesia del Santo Cura de Ars por el aterrorizado párroco, quien lo echó en brazos del SIM. Siguieron, al detalle, la odisea del general Juan Tomás Díaz y Antonio de la Maza, recorriendo en un carro del servicio público las calles de Ciudad Trujillo y siendo denunciados por las personas a las que acudieron en busca de ayuda. Y vieron cómo se llevaron los caliés a la pobre anciana que dio asilo a Amadito García Guerrero, después de matar a éste, y cómo las turbas desmantelaban y desaparecían su casa. Pero esas escenas y relatos no intimidaron a los Cavaglieri ni entibiaron la cordialidad con que lo trataban.

Desde el regreso de Ramfis, Imbert y los dueños de casa supieron que su encierro sería de larga duración. Los abrazos públicos entre el hijo de Trujillo y el general José René Román eran elocuentes: éste había traicionado y no habría levantamiento militar. Desde su pequeño universo, en el pentbouse de los Cavaglieri, vio a las muchedumbres haciendo cola, horas de horas, para rendir homenaje a Trujillo) y se vio, en la pantalla de televisión, retratado junto a Luis Amiama (a quien no conocía) bajo anuncios que ofrecían primero cien Mil, luego doscientos mil y, por fin, medio millón de pesos a quien delatara su paradero.

—Psst, con la caída del valor del peso dominicano, ya no es un negocio interesante —comenta Cavaglieri.

Muy pronto, su vida encajó dentro de una rutina rigurosa. Tenía un cuartito para él solo, con una cama y una mesita de noche, iluminada por una lamparilla. Se levantaba temprano y hacía planchas, carreras en el sitio, abdominales, cerca de una hora. Tomaba desayuno con los dueños de casa. Luego de largas discusiones, consiguió que le permitieran ayudar en la limpieza. Barrer, pasar la aspiradora, sacudir el plumero sobre objetos y muebles, se convirtió en un entretenimiento y en un deber, algo que hacía a conciencia, con total concentración y cierta alegría. Eso si, la señora Cavaglieri nunca lo dejó entrar a la cocina. Ella guisaba muy bien, sobre todo las pastas, que servía dos veces al día. A él la pasta le había gustado desde niño. Pero, después de seis meses de encierro, nunca más volvería a comer tallarines, tagliatellis, raviolis ni variante alguna de ese plato fuerte de la cocina italiana.

Concluidas sus obligaciones domésticas, leía muchas horas. Nunca había sido un gran lector; en esos seis meses, descubrió el placer de la lectura. Libros y revistas fueron la mejor defensa contra el abatimiento que a veces le causaban el encierro, la rutina y la incertidumbre.

Sólo cuando la televisión anunció que una comisión de la OEA había venido a entrevistarse con los presos políticos, supo que Guarina llevaba ya varias semanas en la cárcel, al igual que las esposas de todos sus amigos del complot. Los dueños de casa le habían ocultado hasta entonces que Guarina estaba presa. En cambio, un par de semanas después, alborozados le dieron la buena nueva de que había sido puesta en libertad.

Nunca, ni siquiera cuando trapeaba, barría o pasaba la aspiradora, dejó de llevar consigo su Colt 45 cargada. Su decisión era inquebrantable. Él haría lo que Amadito, Juan Tomás Díaz y Antonio de la Maza. No se entregaría vivo, moriría matando. Era una forma más digna de morir que sometido a vejaciones y torturas ideadas por las mentes retorcidas de Ramfis y sus compinches.

En las tardes y noches leía los periódicos que traían los dueños de casa y veía con ellos los noticiarios en la televisión. Sin creer mucho, siguió esa confusa dualidad en que se embarcaba el régimen: un gobierno civil encabezado por Balaguer que hacía gestos y declaraciones asegurando que el país se democratizaba, y un poder militar y policial, manejado por Ramfis, que seguía asesinando, torturando y desapareciendo gente con la misma impunidad que cuando el jefe. De todas maneras, no podía dejar de sentirse alentado con el regreso de exiliados, la aparición de pequeñas publicaciones de oposición —órganos de la Unión Cívica y del 14 de Junio—, y los mítines estudiantiles contra el gobierno de los que a veces informaban los medios oficiales, aunque sólo fuera para acusar a los manifestantes de comunistas.

El discurso de Joaquín Balaguer en las Naciones Unidas, criticando la dictadura de Trujillo y comprometiéndose a democratizar el país, lo dejó atónito. ¿Era éste el mismo hombrecito que, por treinta y un años, había sido el más fiel y constante servidor del Padre de la Patria Nueva? En las largas sobremesas que solían tener, cuando los Cavaglieri cenaban en casa —muchos días cenaban fuera, pero entonces la señora Cavaglieri le dejaba en el horno la inevitable pasta— ellos le completaban las informaciones, con los chismes que hervían en esta ciudad pronto rebautizada con su viejo nombre de Santo Domingo de Guzmán. Aunque todos temían un golpe de Estado de los hermanos Trujillo, que restaurara la dictadura cruda y dura, era evidente que, poco a poco, la gente iba perdiendo el miedo, o, más bien, rompiéndose el encantamiento que había tenido a tantos dominicanos entregados en cuerpo y alma a Trujillo. Cada vez surgían más voces, declaraciones y actitudes antitrujillistas, y más apoyo a la Unión Cívica, al 14 de junio, o al PRD, cuyos líderes acababan de regresar al país y abierto un local en el centro.

El día más triste de su odisea fue también el más feliz. El 18 de noviembre, a la vez que anunciaba la partida de Ramfis del país, la televisión hizo saber que los'seis asesinos del jefe (cuatro ejecutores y dos cómplices) habían huido, luego de asesinar a tres soldados que los regresaban a la prisión de L-ictoria después de una reconstrucción del crimen. Frente a la pantalla de televisión, no pudo contenerse y rompió en sollozos. Así, pues, sus amigos —el Turco, su amigo del alma— habían sido asesinados, junto a tres pobres guardias, como coartada de la pantomima. Por supuesto, nunca se encontrarían — los cadáveres. El señor Cavaglieri le alcanzó una copa de coñac:

—Consuélese, señor Imbert. Piense que pronto verá a su mujer y a su hija. Esto se acaba.

Poco después se anunciaba la inminente partida al extranjero de los hermanos Trujillo, con sus familias. Era el fin del encierro, ahora sí. Por el momento al menos, había sobrevivido a la cacería, en la que, prácticamente, con excepción de Luis Amiama —pronto supo que éste había pasado seis meses metido en un clóset muchas horas al día—, todos los principales conjurados, además de centenares de inocentes, entre ellos su hermano Segundo, habían sido asesinados, torturados o seguían en las cárceles.

Al día siguiente de la partida de los Trujillo, se dio una amnistía política. Comenzaron a abrirse las cárceles. Balaguer anunció una comisión para investigar la verdad sobre lo ocurrido con los «ajusticiadores del tirano». Las radios, diarios y la televisión dejaron desde ese día de llamarlos asesinos; de ajusticiadores, su nuevo apelativo, pasarían pronto a ser llamados héroes y, no mucho después, calles, plazas y avenidas de todo el país empezarían a ser rebautizadas con sus nombres.

Al tercer día, discretamente —los dueños de casa no le permitieron siquiera que se demorase agradeciéndoles lo que habían hecho por él y lo único que le pidieron es que no divulgase a nadie su identidad, para no comprometer su condición de diplomáticos—, salió al anochecer de su encierro y se presentó, solo, en su casa. Durante mucho rato, él, Guarina y Leslie se abrazaron sin poder hablar. Examinándose, comprobaron que, mientras Guarina y Leslie habían enflaquecido, él engordó cinco kilos. Les explicó que en la casa donde estuvo escondido —no podía decir cuál— se comían muchos spaghetti.

No pudieron hablar mucho. El destartalado hogar de los Imbert empezó a llenarse de ramos de flores, de parientes, amigos y desconocidos que se acercaban a abrazarlo, a felicitarlo y —a veces, temblando de emoción, los ojos llenos de lágrimas— a llamarlo héroe y darle las gracias por lo que había hecho. Entre los visitantes, apareció de pronto un militar. Era un edecán de la Presidencia de la República. Después de las salutaciones de rigor, el mayor Teofronio Cáceda le dijo que a él y al señor don Luis Amiama —quien acababa de emerger también de su escondite, nada menos que la casa del actual ministro de Salud— el jefe de Estado quería recibirlos en el Palacio Nacional, mañana al mediodía. Y, con una risita cómplice, le informó que el senador Henry Chirinos acababa de presentar en el Congreso («El mismo Congreso de Trujillo, si señor») una ley nombrando a Antonio Imbert y Luis Amiama generales de tres estrellas del Ejército Dominicano, por servicios extraordinarios prestados a la nación.

A la mañana siguiente, acompañado de Guarina y Leslie —los tres con sus mejores ropas, aunque a Antonio las suyas le apretaban— fueron a la cita de Palacio. Una nube de fotógrafos los recibió, y una guardia de militares en uniforme de parada les presentó armas. Allí, en la sala de espera, conoció a Luis Amiama, un hombre muy delgado y grave, de boca sin labios, de quien, a partir de entonces, sería amigo inseparable. Se dieron la mano y quedaron en verse, después de la reunión con el Presidente, para visitar juntos a las esposas (a las viudas) de todos los conjurados muertos o desaparecidos, y para contarse sus propias aventuras. En eso, se abrió el despacho del jefe del Estado.

Sonriente y con una expresión de honda alegría, el doctor Joaquín Balaguer avanzó hacia ellos, bajo los flashes de los fotógrafos, con los brazos abiertos.

XXIV

—Manuel Alfonso vino a buscarme puntualísimo —dice Urania, mirando el vacío. El cucú de la salita cantaba las ocho cuando tocó—. Su tía Adelina, sus primas Lucinda y Manolita y su sobrina Marianita no se miran entre ellas, para evitar que aumente la tensión; la observan sólo a ella, anhelantes y asustadas. Sansón, dormido, tiene el corvo pico enterrado en las plumas verdes.

—Papá corrió a su cuarto, con el pretexto de ir al baño —prosigue una Urania fría, casi notarial—. «By-ye, hijita, que te vaya bien.» No se atrevió a despedirse mirándome a los ojos.

—¿Te acuerdas de esos detalles? —la tía Adelina mueve su puñito arrugado ya sin energía ni autoridad.

—Se me olvidan muchas cosas —responde Urania, con viveza—. Pero, de aquella noche, me acuerdo todo. Ya verás.

Se acuerda, por ejemplo, que Manuel Alfonso iba de sport —¿a una fiesta del Generalísimo, de sport?—, con una camisa azul abierta y una ligera chaqueta color crema, unos mocasines de cuero y un pañuelito de seda tapándole la cicatriz. Con su voz dificultosa, le dijo que era bellísimo su vestido de organdí rosado, y que esos zapatos de tacón de aguja le aumentaban la edad. La besó en la mejilla: «Apurémonos, se nos hace tarde, belleza». Le abrió la puerta del auto, la hizo pasar, se sentó a su lado, y el uniformado y engorrado chofer —se acordaba del nombre: Luis Rodríguez— arrancó.

—En vez de bajar a la avenida George Washington, el auto dio unas vueltas absurdas. Subió por Independencia hacia ciudad colonial, y la atravesó, haciendo tiempo. Mentira que se hacia tarde; era aún temprano para ir a San Cristóbal.

Manolita adelanta las manos, el cuerpo rellenito.

—Pero, si te pareció raro, ¿no le preguntaste nada a Manuel Alfonso? ¿Nada de nada?

Al principio, no: nada de nada. Era rarísimo, desde luego, que estuvieran recorriendo la ciudad colonial, como que Manuel Alfonso se hubiera vestido para ir a una fiesta del Generalísimo como se iba al Hipódromo o al Country Club, pero Urania no preguntó nada al embajador. ¿Empezaba a maliciar que Agustín Cabral y él le habían contado un cuento? Permanecía callada, escuchando a medias el truculento, estropeado hablar de Manuel Alfonso, quien le refería las ya antiguas fiestas de la coronación de la Reina Isabel II, en Londres' donde él y Angelita Trujillo («Entonces una chiquilina tan bella como tú») representaron al Benefactor de la Patria. Estaba, más bien, concentrada en las inmemoriales casas abiertas de par en par, luciendo sus intimidades, y las familias volcadas a las calles —viejos, viejas, jóvenes, niños, perros, gatos y hasta loros y canarios— para tomar el fresco de la noche luego de la ardiente jornada, parloteando desde sus mecedoras, sillas y banquetas, o sentados en los quicios de las puertas o los poyos de las altas veredas, convirtiendo las viejas calles capitaleñas en una inmensa tertulia, peña o verbena popular, a la que permanecían totalmente indiferentes, atornillados a sus mesas iluminadas por lamparines o mecheros, los grupos de dos o cuatro —siempre hombres, siempre maduros— jugadores de dominó. Era un espectáculo, como el de los alegres colmados con sus mostradores y anaqueles de madera pintada de blanco, rebosando de latas, botellas de Carta Dorada, jacas y cidra de Bermúdez, y cajas de colores, en los que siempre había gente comprando, que la memoria de Urania conservaría muy vivo, un espectáculo tal vez desaparecido o extinguiéndose en el Santo Domingo de hoy, o que existiría, tal vez, sólo en ese cuadrilátero de manzanas donde siglos atrás un grupo de aventureros venidos de Europa fundaron la primera ciudad cristiana del nuevo mundo, con el eufónico nombre de Santo Domingo de Guzmán. La última noche que verías aquel espectáculo, Urania.

—Apenas tomamos la carretera, tal vez cuando el auto pasaba por el lugar donde dos semanas después mataron a Trujillo, Manuel Alfonso comenzó —una inflexión de disgusto interrumpe el relato de Urania.

—¿Qué tú quieres decir? —pregunta Lucindita, luego de un silencio—. ¿Comenzó a qué?

Other books

Beyond The Shadows by Brent Weeks
Easy Kill by Lin Anderson
All the Dancing Birds by McCanta, Auburn
Giver of Light by Nicola Claire
Cinder by Marissa Meyer
Riot by Jamie Shaw
Believe Like a Child by Paige Dearth
Assassin by Seiters, Nadene
Bette and Joan The Divine Feud by Considine, Shaun