La fiesta del chivo (56 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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Calló, con profundo desánimo.

—Entonces, general, si usted no quiere el poder, ayúdeme a ejercerlo.

—¿Más? —repuso Ramfis, burlón—. Si no fuera por mí, mis tíos lo hubieran sacado a balazos hace rato.

—No es bastante —replicó Balaguer—. Usted ve la agitación en las calles. Los mítines de la Unión Cívica y del 14 de junio son cada día más violentos. Esto empeorará si no les ganamos la mano.

Volvieron los colores a la cara del hijo del Generalísimo. Esperaba con la cabeza avanzada, como preguntándose si el Presidente se atrevería a pedirle lo que sospechaba.

—Sus tíos deben irse —dijo suavemente el doctor Balaguer—. Mientras estén aquí, ni la comunidad internacional, ni la opinión pública, creerán en el cambio. Sólo usted puede convencerlos.

¿Iba a insultarlo? Ramfis lo miraba con asombro, como si no creyera lo que había oído. Hubo otra larga pausa.

—¿Me va a pedir que yo también me vaya de este país que hizo papi, para que la gente se trague la pendejada de los tiempos nuevos?

Balaguer esperó unos segundos.

—Sí, también —musitó, con el alma en vilo—. Usted también. No todavía. Después de hacer partir a sus tíos. De ayudarme a consolidar el gobierno, de hacer entender a las Fuerzas Armadas que Trujillo ya no está aquí. Esto no es novedad para usted, general. Siempre lo supo. Que lo mejor para usted, su familia y sus amigos, es que este proyecto salga adelante. Con la Unión Cívica o el 14 de junio en el poder, sería peor.

No sacó el revólver, no lo escupió. Volvió a palidecer, a hacer esa mueca de alienado. Encendió un cigarrillo y echó varios copazos, contemplando deshacerse el humo que arrojaba.

—Me hubiera ido, hace rato, de este país de pendejos y de ingratos —masculló_. Si hubiera encontrado a Amiama y a Imbert, ya no estaría aquí. Son los únicos que faltan. Una vez que cumpla la promesa que he hecho a papi, me iré.

El Presidente le informó que había autorizado el regreso del exilio de Juan Bosch y sus compañeros del Partido Revolucionario Dominicano. Le pareció que el general no escuchó sus explicaciones de que Bosch y el PRD se enfrascarían en una lucha despiadada con la Unión Cívica y el 14 de junio por el liderazgo del antitrujillismo. Y que, de este modo, prestarían un buen servicio al gobierno. Porque lo verdaderamente peligroso eran los señores de la Unión Cívica Nacional, donde había gente de dinero y conservadores con influencias en Estados Unidos, como Severo Cabral; y eso lo sabía Juan Bosch, quien haría todo lo conveniente —y acaso lo inconveniente— para frenar el acceso al gobierno de tan poderoso competidor.

Quedaban unos doscientos cómplices, reales o su puestos, de la conjura en La Victoria, y a estas gentes, una vez que los Trujillo partieran, convendría amnistiarlas. Pero Balaguer sabía que el hijo de Trujillo jamás dejaría salir libres a los ajusticiadores todavía vivos. Se encarnizaría con ellos, como con el general Román, a quien torturó cuatro meses antes de anunciar que se había suicidado de remordimiento por su traición (el cadáver nunca fue hallado), y con Modesto Díaz, a quien, si seguía vivo, debía estar maltratando todavía. El problema era que los presos —la oposición los llamaba ajusticiadores— afeaban la nueva cara que él quería dar al régimen. Todo el tiempo estaban llegando misiones, delegaciones, políticos y periodistas extranjeros a interesarse por ellos, y el Presidente tenía que hacer malabares para explicar por qué no eran juzgados aún, jurar que su vida sería respetada y que al juicio, pulquérrimo, asistirían observadores internacionales. ¿Por qué no había acabado Ramfis aún con ellos, como hizo con casi todos los hermanos de Antonio de la Maza —Mario, Bolívar, Ernesto, Pirolo, y muchos primos, sobrinos y tíos, asesinados a balazos o a golpes el día mismo de su arresto— en vez de tenerlos en capilla, para fermento de opositores? Balaguer sabía que la sangre de los ajusticiadores lo salpicaría: era el toro bravo que le quedaba por lidiar.

Pocos días después de aquella conversación, un telefonazo de Ramfis le trajo una excelente noticia: había convencido a sus tíos. Petán y Negro partirían para unas largas vacaciones. El 25 de octubre, Héctor Bienvenido voló con su mujer norteamericana rumbo a Jamaica. Y Petán zarpó en la fragata Presidente Trujíllo a un supuesto crucero por el Caribe. El cónsul John Calvin Hill confesó a Balaguer que, ahora sí, crecía la posibilidad de que se levantaran las sanciones.

—Que no demore mucho, señor cónsul —lo urgió el Presidente—. Cada día, la República se nos asfixia un poquito más.

Las empresas industriales estaban casi paralizadas por la incertidumbre política y las limitaciones para importar insumos; los comercios, vacíos por la caída del ingreso. Ramfis malvendía las firmas no registradas a nombre de los Trujillo y las acciones al portador, y el Banco Central tenía que trasladar aquellas sumas, convertidas en divisas al irreal cambio oficial de un peso por un dólar, a bancos del Canadá y Europa. La familia no había transferido al extranjero tantas divisas como el Presidente temía: doña María doce millones de dólares, Angelita trece, Radhamés diecisiete y, hasta ahora, Ramfis, unos veintidós, lo que sumaba sesenta y cuatro millones de dólares. Podía haber sido peor. Pero las reservas se iban a extinguir dentro de poco y ya no se podría pagar a soldados, maestros ni empleados públicos.

El 15 de noviembre, el ministro del Interior lo llamó aterrado: los generales Petán y Héctor Trujillo habían regresado de manera intempestiva. Le rogó que se asilara; en cualquier momento estallaría el golpe militar. El grueso del Ejército los apoyaba. Balaguer citó de urgencia al cónsul Calvin Hill. Le explicó la situación. A menos que Ramfis lo impidiera, muchas guarniciones apoyarían a Petán y Negro en su intento insurreccional. Habría una guerra civil de incierto resultado y una matanza generalizada de antitrujillistas. El cónsul sabía todo. A su vez, le informó que el Presidente Kennedy, en persona, acababa de ordenar el envío de una flota de guerra. Procedentes de Puerto Rico, navegaban hacia las costas dominicanas el portaaviones Valley Forge, el crucero Little Rock, buque insignia de la Segunda Flota, y los destructores Hyman, Bristol y Beatty. Unos dos mil marines desembarcarían si había golpe.

En una breve conversación por teléfono con Ramfis —estuvo tratando de comunicarse con él cuatro horas antes de conseguirlo— éste le dio una noticia ominosa. Había tenido una violenta discusión con sus tíos. No se irían del país. Ramfis les advirtió que, entonces, se iría él.

—¿Qué va a ocurrir ahora, general?

—Que, a partir de este momento, se queda usted solo en la jaula de las fieras, señor Presidente —se rió Ramfis—. Suerte.

El doctor Balaguer cerró los ojos. Las horas, los días siguientes serían cruciales. ¿Qué pensaba hacer el hijo de Trujillo? ¿Partir? ¿Pegarse un tiro? Se iría a París, a reunirse con su mujer, su madre y sus hermanos, a consolarse con fiestas, partidos de polo y mujeres en la bella casa que se compró en Neuilly. Ya había sacado todo el dinero que podía; dejaba algunas propiedades inmuebles que tarde o temprano serían embargadas. En fin, eso no era problema. Lo eran las bestias irracionales. Los hermanos del Generalísimo comenzarían pronto a pegar tiros, lo único que hacían con destreza. En todas las listas de enemigos por liquidar que, según vox pópuli, había confeccionado Petán, Balaguer figuraba a la cabeza. De modo que, como decía un refrán que le gustaba citar, había que «vadear este río despacito y por las piedras». No tenía miedo, sólo tristeza de que la exquisita orfebrería que había puesto en marcha se estropeara por el balazo de un matón.

Al amanecer del día siguiente, su ministro del Interior lo despertó para informarle que un grupo de militares había retirado el cadáver de Trujillo de su cripta en la iglesia de San Cristóbal. Lo trasladaron a Boca Chica, donde, frente al embarcadero privado del general Ramfis, estaba atracado el yate Angelita.

—No he oído nada, señor ministro —lo cortó Balaguer—. Usted no me ha dicho nada, tampoco. Le aconsejo que descanse unas horas. Nos espera un día muy largo.

En contra de lo que aconsejó al ministro, él no se entregó al descanso. Ramfis no partiría sin liquidar a los asesinos de su padre y este asesinato podía echar por los suelos sus laboriosos esfuerzos de estos meses para convencer al mundo de que, con él en la Presidencia, la República estaba volviéndose una democracia, sin la guerra civil ni el caos temidos por Estados Unidos y las clases dirigentes dominicanas. Pero ¿qué podía hacer? Cualquier orden suya relativa a los prisioneros que contradijera las de Ramfis, sería desobedecida y pondría en evidencia su absoluta falta de autoridad con las Fuerzas Armadas.

Sin embargo, misteriosamente, salvo la proliferación de rumores sobre inminentes levantamientos armados y masacres de civiles, ni el 16 ni el 17 de noviembre pasó nada. Él siguió despachando los asuntos corrientes, como si el país gozara de total tranquilidad. Al anochecer del 17 fue Informado que Ramfis había desocupado su casa de playa. Poco después, lo vieron bajarse borracho de un automóvil y lanzar una injuria y una granada —que no explotó— contra la fachada del Hotel El Embajador. Desde entonces, se ignoraba su paradero. A la mañana siguiente, una comisión de la Unión Cívica Nacional, presidida por Angel Severo Cabral, exigió ser recibida de inmediato por el Presidente: era de vida o muerte. La recibió. Severo Cabral estaba fuera de sí. Enarbolaba una hoja garabateada por Huáscar Tejeda a su mujer Lindin, contrabandeada de La Victoria, revelándole que los seis acusados de la muerte de Trujillo (incluidos Modesto Díaz y Tunti Cáceres) habían sido separados de los demás presos políticos para ser transferidos a otra prisión. «Nos van a matar, amor», terminaba la misiva. El líder de la Unión Cívica exigió que los prisioneros fueran puestos en manos del Poder Judicial o liberados por decreto presidencial. Las esposas de los presos se manifestaban a las puertas de Palacio, con sus abogados. La prensa internacional había sido alertada, así como el State Department y las embajadas occidentales.

Un alarmado doctor Balaguer les aseguró que tomaría cartas en el asunto personalmente. No permitiría un crimen. Según sus informes, el traslado de los seis conjurados tenía por objeto, más bien, acelerar la instructiva. Se trataba de un mero trámite de reconstrucción del crimen, luego de lo cual el juicio comenzaría sin demora. Y, por supuesto, con observadores de la Corte Internacional de La Haya, a los que él mismo invitaría al país.

Apenas partieron los dirigentes de la Unión Cívica, llamó al procurador general de la República, doctor José Manuel Machado. ¿Sabía por qué el jefe de la Policía Nacional, Marcos A. Jorge Moreno, había ordenado el traslado de Estrella Sadhalá, Huáscar Tejeda, Fifí Pastoriza, Pedro Livio Cedeño, Tunti Cáceres y Modesto Díaz a las celdas del Palacio de justicia? El procurador general de la República no sabía nada. Reaccionó indignado: alguien usaba indebidamente el nombre del Poder Judicial, ningún juez había ordenado una nueva reconstrucción del crimen. Luciendo muy inquieto, el Presidente afirmó que aquello era intolerable. Ordenaría de inmediato al ministro de justicia investigar a fondo, deslindar responsabilidades e incriminar a quien hubiera lugar. Para dejar pruebas escritas de que lo hacía, dictó a su secretario un memorándum, que ordenó llevar de urgencia al Ministerio de Justicia. Luego, llamó al ministro por teléfono. Lo encontró transtornado:

—No sé qué hacer, señor Presidente. Tengo en la puerta a las mujeres de los presos. Recibo presiones de todas partes para que informe y yo no sé nada. ¿Sabe usted por qué han sido trasladados a las celdas del Poder judicial? Nadie es capaz de explicármelo. Ahora los están llevando a la carretera, para una nueva reconstrucción del crimen que nadie ha ordenado. No hay manera de acercarse allí, pues soldados de la Base de San Isidro acordonan la zona. ¿Qué debo hacer?

—Vaya personalmente y exija una explicación —lo instruyó el Presidente—. Es imprescindible que haya testigos de que el gobierno ha hecho cuanto pudo por impedir que se viole la ley. Hágase acompañar de los representantes de Estados Unidos y Gran Bretaña.

El doctor Balaguer llamó en persona a John Calvin Hill y le rogó que apoyara aquella gestión del ministro de Justicia. Al mismo tiempo, le informó que si, como parecía, el general Ramfis se aprestaba a abandonar el país, los hermanos de Trujillo pasarían a la acción.

Siguió despachando, aparentemente absorbido por la situación crítica de las finanzas. No se movió del despacho a la hora de comida, y, trabajando con el secretario de Estado de Finanzas y el gobernador del Banco Central, se negó a recibir llamadas o visitas. Al anochecer, su secretario le alcanzó una nota del ministro de justicia, informándole que él y el cónsul estadounidense habían sido impedidos por soldados armados de la Aviación de acercarse al lugar de la reconstrucción del crimen. Le confirmaba que nadie en el Ministerio, la fiscalía ni los tribunales había pedido, ni sido enterado, de aquel trámite, una decisión exclusivamente militar. Al llegar a su casa, a las ocho y media de la noche, recibió una llamada del ahora jefe de la Policía, el coronel Marcos A. Jorge Moreno. La camioneta con tres guardias armados que, cumplido el trámite judicial en la carretera, regresaba a los prisioneros a La Victoria, había desaparecido.

—No ahorre esfuerzos para encontrarlos, coronel. Movilice todas las fuerzas que haga falta —le ordenó el Presidente—. Llámeme a cualquier hora.

A sus hermanas, inquietas por los rumores de que los Trujillo habían asesinado esta tarde a los que mataron al Generalísimo, les dijo que no sabía nada. Probablemente, invenciones de los extremistas para acrecentar el clima de agitación e inseguridad. Mientras las tranquilizaba con mentiras, conjeturó: Ramfis partiría esta noche, si no lo había hecho ya. El enfrentamiento con los hermanos Trujillo tendría lugar al amanecer, entonces. ¿Lo mandarían apresar? ¿Lo matarían? Sus diminutos cerebros eran capaces de creer que, matándolo, podían atajar una maquinaria histórica que, muy pronto, los borraría de la política dominicana. No sentía inquietud, sólo curiosidad.

Cuando se estaba poniendo el pijama, llamó otra vez el coronel Jorge Moreno. La camioneta había sido encontrada: los seis prisioneros habían huido, luego de asesinar a los tres guardias.

—Mueva cielo y tierra hasta encontrar a los prófugos —recitó, sin que le cambiara la voz—. Usted me responde por la vida de esos prisioneros, coronel. Ellos deben comparecer ante un tribunal, para ser juzgados de acuerdo a la ley por este nuevo crimen.

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