Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
El Constitucionalista Beodo comenzó a aplaudir, Pero, cuando muchas manos se alzaban para imitarlo, la mirada de Trujillo cortó en seco el aplauso.
—¿Sabes cuál es la diferencia entre esos cobardes y yo, Simon? —prosiguió, mirando a los ojos a su antiguo instructor—. Que yo fui formado en la infantería de marina de los Estados Unidos de América. Nunca lo he olvidado. Tú me lo enseñaste, en Haina y en San Pedro de Macoris. ¿Te acuerdas? Los de esa primera promoción de la Policía Nacional Dominicana somos de acero. Los resentidos decían que la PND quería decir «pobres negritos dominicanos». La verdad es que esa promoción cambió a este país, lo creó. A mí no me sorprende lo que tú estás haciendo por esta tierra. Porque eres un verdadero marine, como yo. Hombre leal. Que muere sin bajar la cabeza, mirando al cielo, como los caballos árabes. Simon, a pesar de lo mal que se porta, yo no le guardo rencor a tu país. Porque a los marines les debo lo que soy.
—Algún día los Estados Unidos se arrepentirán de haber sido ingratos con su socio y amigo del Caribe.
Trujillo bebió unos sorbos de agua. Se reanudaban las conversaciones. Los mozos ofrecían nuevas tazas de café, más coñac y otros licores, cigarros puros. El Generalísimo volvió a escuchar a Simon Gittleman:
—¿Cómo va a terminar ese lío con el obispo Reilly, Su Excelencia?
Hizo un gesto desdeñoso:
—No hay ningún lío, Simon. Ese obispo se ha puesto de parte de nuestros enemigos. Como el pueblo se indignó, se asustó y corrió a esconderse entre las monjitas del Colegio Santo Domingo. Lo que esté haciendo entre tantas mujeres, es cosa suya. Hemos puesto una custodia para evitar que lo linchen.
—Sería bueno que eso se solucione pronto —insistió el ex marina—. En Estados Unidos, muchos católicos mal informados se creen las declaraciones de monseñor Reilly. Que está amenazado, que tuvo que refugiarse por la campaña de intimidación y todo eso.
—No tiene importancia, Simon. Todo se arreglará y las relaciones con la Iglesia volverán a ser magníficas. No olvides que mi gobierno ha estado siempre lleno de católicos a carta cabal y que Pío XII me condecoró con la Gran Cruz de la Orden Papal de San Gregorio —y, de manera abrupta, cambió de tema—: ¿Los llevó Petán a conocer La Voz Dominicana?
—Por supuesto —repuso Simon Gittleman; Dorothy asintió, con ancha sonrisa.
Aquel emporio de su hermano, el general José Arismendi Trujillo, Petán, había comenzado veinte años atrás con una pequeña estación de radio. La Voz de Yuna fue creciendo hasta convertirse en un complejo formidable, La Voz Dominicana, la primera televisión, la más grande estación de radio, el mejor cabaret y teatro de revistas de la isla (Petán insistia en que era el primero de todo el Caribe, pero el Generalísimo sabía que no consiguió quitarle el cetro al Tropicana de La Habana). Los Gittleman estaban impresionados de las magníficas instalaciones; el propio Petán los paseó por el local, y los hizo asistir al ensayo del ballet mexicano que se presentaría esta noche en el cabaret. No era una mala persona, si se escarbaba, Petán; cuando lo necesitó, pudo contar siempre con él y con su pintoresco ejército particular, «los cocuyos de la cordillera». Pero, igual que sus otros hermanos, le había traído más perjuicios que beneficios, desde que, por su culpa, por esa pelea estúpida, tuvo que intervenir, y, para mantener el principio de autoridad, acabar con aquel gigante magnífico —su compañero en la Escuela de Oficiales de Haina, por lo demás—, el general Vázquez Rivera. Uno de los mejores oficiales —un marina, coño—, servidor siempre leal. Pero, la familia, aunque fuera una familia de parásitos, inútiles, badulaques y pobres diablos, estaba antes que la amistad y el interés político: era un mandamiento sagrado, en su catálogo del honor. Sin dejar de seguir su propia línea de pensamiento, el Generalísimo escuchaba a Simon Gittleman, refiriendo lo sorprendido que quedó al ver las fotos de las celebridades del cine, la farándula y la radio de toda América que habían venido a La Voz Dominicana. Petán las tenía desplegadas en las paredes de su despacho: Los Panchos, Libertad Lamarque, Pedro Vargas, Ima Súmac, Pedro Infante, Celia Cruz, Toña la Negra, Olga Guillot, Maria Luisa Landin, Boby Capó, Tintán y su carnal Marcelo. Trujillo sonrió: lo que Simon no sabía era que Petán, además de alegrar la noche dominicana con las artistas que traía, quería también tirárselas, como se tiraba a todas las muchachas solteras o casadas, en su pequeño imperio de Bonao. Allí, el Generalísimo lo dejaba hacer, con tal de que no se propasara en Ciudad Trujillo. Pero el pájaro loco de Petán a veces jodía también en la ciudad capital, convencido de que las artistas contratadas por La Voz Dominicana estaban obligadas a acostarse con él, si se le antojaba. Lo consiguió algunas veces; otras, hubo escándalo, y él —Siempre él— tuvo que apagar el incendio, haciendo regalos millonarios a las artistas agraviadas por el imbécil pícaro, sin maneras con las damas, de Petán. Ima Súmac, por ejemplo, princesa inca pero con pasaporte norteamericano. La osadía de Petán hizo que interviniera el propio embajador de Estados Unidos. Y el Benefactor, destilando hiel, desagravió a la princesa inca, obligando a su hermano a presentarle excusas. El Benefactor suspiró. Con el tiempo que habia perdido llenando los huecos que abría en el camino la horda de sus parientes, hubiera construido un segundo país.
Sí, de todas las barbaridades cometidas por Petán, la que nunca le perdonaría fue aquella estúpida pelea con el jefe de Estado Mayor del Ejército. El gigante Vázquez Rivera era buen amigo de Trujillo desde que fueron entrenados juntos en Haina; tenía una fuerza descomunal y la cultivaba practicando todos los deportes. Fue uno de los militares que contribuyó a hacer realidad el sueño de Trujillo: transformar el Ejército, nacido de esa pequeña Policía Nacional, en un cuerpo profesional, disciplinado y eficiente, ni más ni menos, en formato reducido, que el norteamericano. Y, en eso, la estúpida pelea. Petán tenía el grado de mayor y servía en la jefatura de Estado Mayor del Ejército. Borracho, desobedeció una orden y cuando el general Vázquez Rivera lo reprendió, se insolentó. El gigante, entonces, quitándose los galones, le señaló el patio y le propuso resolver el asunto con los puños, olvidándose de los grados. Fue la paliza más feroz que recibió Petán en toda su vida, con la que pagó las que había dado a tanto pobre diablo. Apenado, pero convencido que el honor de la familia lo obligaba a actuar así, Trujillo depuso a su amigo y lo mandó a Europa con una misión simbólica. Un año más tarde, el Servicio de Inteligencia le informó de los planes subversivos: el general resentido visitaba guarniciones, se reunía con antiguos subordinados, escondía armas en su finquita del Cibao. Lo hizo detener, encerrar en la prisión militar de la desembocadura del río Nigua, y, tiempo después, condenar a muerte en secreto, por un tribunal militar. Para arrastrarlo a la horca, el jefe de la Fortaleza recurrió a doce facinerosos que cumplían penas allí por delitos comunes. Para que no quedaran testigos de aquel titánico final del general Vázquez Rivera, Trujillo ordenó que a los doce bandidos los fusilaran. Pese al tiempo corrido, le venía a veces, como ahora, cierta nostalgia por ese compañero de los años heroicos, al que tuvo que sacrificar por las majaderías de Petán.
Simon Gittleman explicaba que los comités fundados por él en Estados Unidos habían iniciado una colecta para una gran operación: el mismo día se publicaría, como aviso pagado, a página entera, en The New York Times, The Wáshington Post, Time, Los Angeles Times y todas las publicaciones que atacaban a Trujillo y apoyaban las sanciones de la OEA, una refutación y un alegato en favor de la reapertura de relaciones con el régimen dominicano.
¿Por qué había preguntado Simon Gittleman por Agustín Cabral? Hizo esfuerzos por contener la irritación que se apoderó de él apenas recordó a Cerebrito. No podía haber mala intención. Si alguien admiraba y respetaba a Trujillo era el ex marine, dedicado en cuerpo y alma a defender su régimen. Soltaría el nombre por asociación de ideas, al ver al Constitucionalista Beodo y recordar que Chirinos y Cabral eran —para quien no estuviera en las intimidades del régimen— compañeros inseparables. SI, lo habían sido. Trujillo les asignó muchas veces misiones conjuntas. Como en 1937, cuando, nombrándolos director general de Estadística y director general de Migración, los envió a recorrer la frontera de Haití, para que le informaran sobre las infiltraciones de haltianos. Pero, la amistad de ese tándem fue siempre relativa: cesaba en cuanto estaban en juego la consideración o los halagos del Jefe. A Trujillo le divertía —un juego exquisito y secreto que podía permitirse— advertir las sutiles maniobras, las estocadas sigilosas, las intrigas florentinas que se fraguaban uno contra otro, la Inmundicia Viviente y Cerebrito —pero, también, Virgilio Alvarez Pina y Paino Pichardo, Joaquín Balaguer y Fello Bonnelly, Modesto Díaz y Vicente Tolentino Rojas, y todos los del círculo íntimo— para desplazar al compañero, adelantarse, estar mas cerca y merecer mayor atención, oídos y bromas del Jefe. «Como las hembras del harén para ser la favorita», pensaba, y él, para mantenerlos siempre en el quién vive, e impedir el apolillamiento, la rutina, la anomia, desplazaba, en el escalafón, alternativamente, de uno a otro, la desgracia. Eso había hecho con Cabral; alejarlo, hacerlo tomar conciencia de que todo lo que era, valía y tenía se lo debía a Trujillo, que sin el Benefactor no era nadie. Una prueba por la que había hecho pasar a todos sus colaboradores, íntimos o lejanos. Cerebrito lo había tomado mal, desesperándose, como una hembra enamorada a la que despide su macho. Por querer arreglar las cosas antes de lo debido, estaba metiendo la pata. Tragaría mucha mierda antes de volver a la existencia.
¿Sería que Cabral, sabiendo que Trujillo iba a condecorar al ex marine, le rogó a éste que intercediera por él? ¿Fue ésa la razón por la que el ex marine soltó de manera intempestiva el nombre de alguien que todo dominicano que leyera El Foro Público sabía que había perdido el favor del régimen? Bueno, tal vez Simon Gittleman no leía El Caribe.
Se le heló la sangre: se le estaban saliendo los orines. Lo sintió, le pareció ver el líquido amarillo deslizándose desde su vejiga sin pedir permiso a esa válvula inservible, a esa próstata muerta, incapaz de contenerlo, hacia su uretra, corriendo alegremente por ella y saliendo en busca de aire y luz, por su calzoncillo, bragueta y entrepierna del pantalón. Tuvo un vértigo. Cerró los ojos unos segundos, sacudido por la indignación y la impotencia. Por desgracia, en vez de Virgilio Alvarez Pina, tenía a su derecha a Dorothy Gittleman, y a su izquierda a Simon, que no podían ayudarlo. Virgilio, Sí.
Era presidente del Partido Dominicano pero, en verdad, su función verdaderamente importante era, desde que el doctor Puigvert, traído en secreto desde Barcelona, diagnosticó la maldita infección de la próstata, actuar deprisa cuando se producían esos actos de incontinencia, derramando un vaso de agua o una copa de vino sobre el Benefactor y pidiendo luego mil disculpas por su torpeza, o, si ocurría en una tribuna o durante una marcha, colocándose como un biombo delante de los pantalones mancillados. Pero, los inbéciles del protocolo sentaron a Virgilio Alvarez cuatro sillas más allá. Nadie podía ayudarlo. Pasaría por la horrenda humillación al ponerse de pie de que los Gittleman y algunos invitados notaran que se había meado en los pantalones sin darse cuenta, como un viejo. La cólera le impedía moverse, simular que iba a beber y echarse encima el vaso o la jarra que tenía delante.
Muy despacio, mirando en torno con aire distraído, fue desplazando su mano derecha hacia el vaso lleno de agua. Lentísimamente, lo atrajo, hasta dejarlo al filo de la mesa, de modo que el menor movimiento lo volcara. Recordó, de pronto, que la primera hija que tuvo, con Aminta Ledesma, su primera mujer, Flor de Oro, esa loquita con cuerpo de hembra y alma de macho que cambiaba maridos como zapatos, acostumbraba orinarse en la cama hasta que era ya una niña de colegio. Tuvo valor para espiar otra vez el pantalón. En vez del bochornoso espectáculo, la mancha que esperaba, comprobó —su vista seguía siendo formidable, igual que su memoria— que su bragueta y entrepierna estaban secas. Sequísimas. Fue una falsa impresión, motivada por el temor, el pánico a «hacer aguas», como decían de las parturientas. Lo embargó la felicidad, el optimismo. El día, comenzado con malos humores y sombríos presagios, acababa de embellecerse, como el paisaje de la costa luego del aguacero, al estallar el sol.
Se puso de pie y, soldados a la voz de mando, todos lo imitaron. Mientras se inclinaba a ayudar a Dorothy Gittleman a levantarse, decidió con toda la fuerza de su alma: «Esta noche, en la Casa de Caoba, haré chillar a una hembrita como hace veinte años». Le pareció que sus testículos entraban en ebullición y su verga empezaba a enderezarse.
Salvador Estrella Sadhalá pensó que nunca conocería el Líbano y ese pensamiento lo deprimió. Desde niño soñaba de cuando en cuando con que algún día iría a visitar el Alto Líbano, aquella ciudad, acaso aldea, Basquinta, de donde eran oriundos los Sadhalá y de donde, a fines del siglo pasado, los ascendientes de su madre fueron expulsados por católicos. Salvador creció oyendo a mamá Paulina las aventuras y desventuras de los prósperos comerciantes que eran los Sadhalá allá en el Líbano; cómo lo habían perdido todo, y las pellejerías que pasaron don Abraham Sadhalá y los suyos huyendo de las persecuciones a que la mayoría musulmana sometía a la minoría cristiana. Recorrieron medio mundo, fieles a Cristo y a la cruz, hasta recalar en Haití, luego en la República Dominicana. En Santiago de los Caballeros echaron raíces y, trabajando con la dedicación y honradez proverbiales de la familia, volvieron a ser prósperos y respetados en su tierra de adopción. Aunque veía poco a sus parientes maternos, Salvador, hechizado por las historias de mamá Paulina, se sintió siempre un Sadhalá. Por eso, soñaba con visitar esa misteriosa Basquinta que nunca encontró en los mapas del Medio Oriente. ¿Por qué acababa de tener la certidumbre de que jamás pondría los pies en el exótico país de sus antepasados?
—Creo que me dormí —oyó decir, en el asiento de adelante, a Antonio de la Maza. Lo vio restregarse los ojos. —Se durmieron todos —repuso Salvador—. No te preocupes, estoy atento a los carros que vienen de Ciudad Trujillo.
—Yo también —dijo, a su lado, el teniente Amado García Guerrero—. Parece que duermo porque no muevo un músculo y pongo el cerebro en blanco. Es una manera de relajarse que aprendí en el Ejército.