Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Sus cuatro años en Adrian le permitieron vivir, algo que ella creyó nunca más podría hacer. Por eso guardaba una gratitud profunda a las dominicas. Sin embargo, Adrian, en su memoria, era un período sonámbulo, incierto, donde lo único concreto eran las infinitas horas en la biblioteca, trabajando para no pensar.
Cambridge, Massachussets, fue otra cosa. Allí empezó a vivir de nuevo, a descubrir que la vida merecía ser vivida, que estudiar no era sólo una terapia sino un goce, la más exaltante diversión. ¡Cómo había disfrutado con las clases, las conferencias, los seminarios! Abrumada por la abundancia de posibilidades (además de Derecho, siguió como oyente un curso de historia latinoamericana, un seminario sobre el Caribe y un ciclo sobre historia social dominicana), le faltaban horas al día y semanas al mes para hacer todo lo que la tentaba.
Años de mucho trabajo, y no sólo intelectual. Al segundo año de Harvard, su padre le hizo saber, en una de esas cartas que nunca respondió, que, en vista de lo mal que iban las cosas, se veía obligado a recortarle a doscientos dólares al mes los quinientos que le mandaba. Gracias al préstamo estudiantil que obtuvo, sus estudios quedaron asegurados. Pero, para hacer frente a sus frugales necesidades, en sus horas libres fue vendedora en un supermercado, mesera en una pizzería de Boston, repartidora de una farmacia, y —el trabajo máss fastidioso— dama de compañía y lectora de un parapléjico millonario de origen polaco, Mr. Melvin Makovsky, a quien, de cinco a ocho de la noche, en su casa victoriana de muros granates de la Massachussets Avenue, leía en voz alta voluminosas novelas decimonónicas (La guerra y la paz, Moby Dick, Bleak House, Pamela), y quien, inesperadamente, a los tres meses de ser su lectora le propuso matrimonio.
—¿Un parapléjico? —abre los ojazos Lucinda.
De setenta años —precisa Urania—. Riquísimo. Me propuso matrimonio, sí. Para que le hiciera compañía y le leyera, nada más.
—Qué bobería, prima —se escandaliza Lucindita—. Lo habrías heredado, serías millonaria.
—Tienes razón, hubiera sido un negocio redondo. —Pero, eras joven, idealista, y creías que una debe casarse por amor —le facilita las aclaraciones su prima—. Como si eso durara. Yo también desperdicié una oportunidad, con un médico forrado de cuartos. Se moría por mí. Pero era oscurito y decían que de madre haitiana. No eran prejuicios, pero ¿y si mi hijo daba un salto atrás y salía carbón?
Le gustaba tanto estudiar, se sintió tan contenta en Harvard, que pensó dedicarse a la enseñanza, hacer un doctorado. Pero no tenía medios para hacerlo. Su padre estaba en una situación cada vez más difícil, en el tercer año le suprimió la recortada mensualidad, de modo que le hacia falta recibirse y empezar a ganar dinero cuanto antes para pagar el préstamo universitario y costearse la vida. El prestigio de la Facultad de Derecho de Harvard era inmenso; cuando empezó a enviar solicitudes, la convocaron para muchas entrevistas. Se decidió por el Banco Mundial. La apenó la partida; en esos años de Cambridge contrajo el «hobby perverso»: leer y coleccionar libros sobre la Era de Trujillo.
En la desvencijada salita hay otra foto de su graduación —aquella mañana de sol resplandeciente que encendía el Yard, engalanado con los toldos, los vestidos elegantes, los birretes y las togas multicolores de los profesores y graduados— idéntica a la que el senador Cabral tiene en su dormitorio. ¿Cómo la conseguiría? No se la mandó ella, desde luego. Ah, sister Mary. Esta foto se la envió ella al Colegio Santo Domingo. Pues, hasta la muerte de la monjita, Urania siguió carteándose con sister Mary. Esa alma caritativa mantendría informado al senador Cabral de la vida de Urania. La recuerda apoyada en la baranda del edificio del colegio orientado al sureste, mirando al mar, en la planta alta, vedada a las alumnas, donde vivían las monjas; su reseca silueta se empequeñecía a lo lejos en ese patio donde los dos pastores alemanes —Badulaque y Brutus— correteaban entre las canchas de tenis, de voleibol y la piscina.
Hace calor y está transpirando. Nunca ha sentido un vaho semejante, esa respiración volcánica, en los calurosos veranos neoyorquinos, contrarrestados sin embargo por las atmósferas frías del aire acondicionado. Éste era un calor distinto: el calor de su infancia. Tampoco había sentido en sus oídos, jamás, esa extravagante sinfonía de bocinazos, voces, músicas, ladridos, frenazos, que entraba por las ventanas y las obligaba a ella y su prima a alzar mucho la voz.
—¿Es verdad que a papá lo metió preso Johnny Abbes cuando mataron a Trujillo?
—¿No te contó él? —se sorprende su prima.
—YO ya estaba en Michigan —le recuerda Urania. Lucinda asiente, con media sonrisa de disculpas.
—Claro que lo metió. Se volvieron locos, ésos, Ramfis, Radhamés, los trujillistas. Empezaron a matar y encarcelar a diestra y siniestra. En fin, no me acuerdo mucho. Era una niña, me importaba un pito la política. Como el tío Agustín había tenido un distanciamiento con Trujillo, pensarían que estaba en el complot. Lo tuvieron en esa cárcel terrible, La Cuarenta, esa que Balaguer derribó, donde ahora hay una iglesia. Mi mamá fue a hablar con Balaguer, a rogarle. Lo tuvieron varios días preso, mientras comprobaban que no estuvo en la conspiración. Después, el Presidente le dio un puestecito miserable, que parecía una broma: oficial del Estado Civil de la Tercera Circunscripción.
—¿Les contó cómo lo trataron en La Cuarenta?
Lucinda echa una bocanada de humo que, un momento, nubla su cara.
—Quizás a mis padres, pero no a Manolita ni a mí, éramos muy pequeñas. Al tío Agustín le dolió que pensaran que él hubiera podido traicionar a Trujillo. Durante años le oí clamar al cielo por la injusticia que se había cometido.
—Con el servidor más leal del Generalísimo —se burla Urania—. Él, que por Trujillo era capaz de cometer monstruosidades, sospechoso de ser cómplice de sus asesinos. ¡Qué injusticia, verdad!
Se calla por la reprobación que ve en la cara redonda de su prima.
—Eso de monstruosidades no sé por qué lo dices —murmura, asombrada—. Tal vez mi tío se equivocó siendo trujillista. Ahora dicen que fue un dictador y eso. Tu papá lo sirvió de buena fe. A pesar de haber tenido cargos tan altos, no se aprovechó. ¿Acaso lo hizo? Pasa sus últimos años pobre como un perro; sin ti, estaría en un asilo de ancianos.
Lucinda trata de controlar el disgusto que se ha apoderado de ella. Da un último copazo a su cigarrillo y, como no tiene donde apagarlo —no hay ceniceros en la destartalada sala—, lo arroja por la ventana al marchito jardín.
—Sé muy bien que mi papá no sirvió a Trujillo por interés —Urania no puede evitar el tonito sarcástico—. No me parece un atenuante. Un agravante, más bien.
Su prima la mira, sin comprender.
—Que lo hiciera por admiración, por amor a él —explica Urania—. Claro que debió sentirse ofendido de que Ramfis, Abbes García y los otros desconfiaran de él. De él que, cuando Trujillo le dio la espalda, casi se volvió loco de desesperación.
—Bueno, tal vez se equivocó —repite su prima, pidiéndole con la mirada que cambie de tema—. Reconoce al menos que fue muy decente. Tampoco se acomodó, como tantos, que siguieron pasándose la gran vida con todos los gobiernos, sobre todo con los tres de Balaguer.
—Hubiera preferido que sirviera a Trujillo por interés, para robar o tener poder —dice Urania y ve otra vez desconcierto y desagrado en los ojos de Lucinda—. Todo, antes que verlo lloriqueando porque Trujillo no le concedía una audiencia, porque en El Foro Público aparecían cartas insultándolo.
Es un recuerdo persistente, que la atormentó en Adrian y en Cambridge, que, algo amainado, la acompañó todos sus años en el Banco Mundial, en Washington D.C., y que la asalta aún, en Manhattan: el desamparado senador Agustín Cabral dando vueltas frenéticas en esta misma sala, preguntándose qué intriga habían armado contra él el Constitucionalista Beodo, el untuoso Joaquín Balaguer, el cínico Virgilio Alvarez Pina, o Paíno Pichardo, para que el Generalísimo de la noche a la mañana lo borrara de la existencia. ¿Porque, qué existencia podía tener un senador y ex ministro al que el Benefactor no respondía las cartas ni permitía que asistiera al Congreso? ¿Se repetía, con él, la historia de Anselmo Paulino? ¿Vendrían a buscarlo cualquier madrugada los caliés para sepultarlo en una mazmorra? ¿Aparecerían La Nación y El Caribe llenos de informaciones asquerosas sobre sus robos, desfalcos, traiciones, crímenes?
—Caer en desgracia fue peor para él que si le hubieran matado al ser más querido.
Su prima la escucha, cada vez más incómoda.
—Fue por eso que te enojaste, Uranita? —dice, por fin—. ¿Por política? Pero, yo me acuerdo muy bien de ti, no te interesaba la política. Por ejemplo, cuando entraron a medio año esas dos muchachas que nadie conocía. Decían que eran callesas y nadie hablaba de otra cosa, pero a ti te aburrían esas habladurías políticas y nos callabas la boca.
—No me ha interesado nunca la política —afirma Urania—. Tienes razón, para qué hablar de cosas de hace treinta años.
La enfermera surge en la escalera. Viene secándose las manos con un trapo azul.
—Limpiecito y empolvado como un baby —les anuncia— Pueden subir cuando quieran. Le voy a preparar su almuerzo a don Agustín. ¿También para usted, señora?
—No, gracias —dice Urania—. Voy al hotel, así aprovecho para bañarme y cambiarme.
—Esta noche vienes a cenar a casa de todas maneras. A mi mamá le darás un alegrón. Llamaré también a Manolita, se pondrá feliz —Lucinda hace una mueca tristona—. Te quedarás asombrada, prima. ¿Te acuerdas qué grande y bonita era la casa? Queda sólo la mitad. Cuando murió papi, hubo que vender el jardín, con el garaje y los cuartos del servicio. En fin, basta de boberías. Al verte, me han vuelto a la memoria esos años de la infancia. ¿Éramos felices, no? No se nos pasaba por la cabeza que todo cambiaría, que vendrían las vacas flacas. Bueno, me voy, que mamá se queda sin almuerzo. ¿Vendrás a cenar, cierto? ¿No te desaparecerás otros treinta y cinco años? Ah, te acordarás de la casa, en la calle Santiago, a unas cinco cuadras de aquí.
—Me acuerdo muy bien —Urania se pone de pie y abraza a su prima—. Este barrio no ha cambiado nada.
Acompaña a Lucinda hasta la puerta de calle y la despide con otro abrazo y un beso en las mejillas. Cuando la ve irse alejando con su vestido floreado por una calle hirviendo de sol en la que a unos ladridos desaforados responde un cacareo de gallinas, la domina la angustia. ¿Qué haces aquí? ¿Qué has venido a buscar en Santo Domingo, en esta casa? ¿Irás a cenar con Lucinda, Manolita y la tia Adelina? La pobre será un fósil, igual que tu padre.
Sube las escaleras, despacio, demorando el reencuentro. La alivia encontrarlo dormido. Acurrucado en su sillón, tiene los ojos fruncidos y la boca abierta; su raquítico pecho sube y baja de manera acompasada. «Un pedacito de hombre.» Se sienta en la cama y lo contempla. Lo estudia, lo adivina. Lo metieron preso a él también, a la muerte de Trujillo. Creyendo que era uno de los trujillistas que conspiró con Antonio de la Maza, el general Juan Tomás Díaz y su hermano Modesto, Antonio Imbert y compañía. Qué susto y qué disgusto, papá. Ella se enteró de que su padre también cayó en aquella redada muchos años después, por una mención al paso, en un artículo dedicado a los sucesos dominicanos de 1961. Pero, nunca conoció los detalles. Hasta donde podía recordar, en esas cartas que no respondía, el senador Cabral jamás aludió a esa experiencia. «Que, por un segundo, alguien imaginara que pensaste en asesinar a Trujillo, debió dolerte tanto como caer en desgracia sin saber por qué.» ¿Lo interrogaría Johnny Abbes en persona? ¿Ramfis? ¿Pechito León Estévez? ¿Lo sentarían en el Trono? ¿Estuvo su padre vinculado de algún modo a los conspiradores? Es verdad, había hecho esfuerzos sobrehumanos para recobrar el favor de Trujillo, pero ¿qué probaba eso? Muchos conspiradores lamieron a Trujillo hasta instantes antes de matarlo. Bien podía ser que Agustín Cabral, buen amigo de Modesto Díaz, hubiera sido informado sobre lo que se tramaba. ¿No lo fue hasta Balaguer, según algunos? Si el Presidente de la República y el ministro de las Fuerzas Armadas estaban al tanto, ¿por qué no su padre? Los conspiradores sabían que el jefe había ordenado la desgracia del senador Cabral desde hacía semanas; nada raro que hubieran pensado en él como posible aliado.
Su padre emite de cuando en cuando un suave ronquido. Cuando alguna mosca se le posa en la cara, la espanta, sin despertarse, con un movimiento de cabeza. ¿Cómo te enteraste de que lo habían matado? El 30 de mayo de 1961 estaba ya en Adrian. Comenzaba a sacudirse la modorra, el cansancio que la tenía desasida del mundo y de sí misma, en estado sonambúlico, cuando la sister encargada del dormitorio entró a la habitación que Urania compartía con cuatro compañeras y le mostró el titular del periódico que llevaba en la mano: «Trujillo killed». «Te lo presto», dijo. ¿Qué sentiste? Juraría que nada, que la noticia resbaló sobre ella sin herir su conciencia, como todo lo que oía y veía a su alrededor. Es posible que ni leyeras la información, que te quedaras con el titular. Recuerda, en cambio, que días o semanas después, en una carta de sister Mary venían detalles sobre aquel crimen, sobre la irrupción de los caliés en el colegio para llevarse al obispo Reilly, y sobre el desorden y la incertidumbre en que se vivía. Pero, ni siquiera aquella carta de sister Mary la sacó de la indiferencia profunda sobre lo dominicano y los dominicanos en la que había caído y de la que sólo años después, aquel curso de historia antillana de Harvard la libró. La súbita decisión de venir a Santo Domingo, de visitar a tu padre ¿significa que estás curada? No. Habrías sentido alegría, emoción, al reencontrar a Lucinda, tan pegada a ti, compañera de las tandas vermouth y de las matinés de los cines Olimpia y Elite, en las playas o en el Country Club, y te hubieras apiadado de lo mediocre que parece su vida y las nulas esperanzas que tiene de que mejore. No te alegró, emocionó ni apenó. Te aburrió, por ese sentimentalismo y esa autocompasión que tanta repugnancia te producen.
«Eres un témpano de hielo. Tú sí que no pareces dominicana. Yo lo parezco más que tú.» Vaya, mira que acordarse de Steve Duncan, su compañero en el Banco Mundial. ¿ 1985 o 1986? Por allí. Había sido aquella noche en Taipei, cenando juntos, en ese Gran Hotel en forma de pagoda hollywoodense en que estaban alojados, desde cuyas ventanas la ciudad era un manto de luciérnagas. Por tercera, cuarta o décima vez, Steve le propuso matrimonio y Urania, de manera más cortante que otras, le dijo: «No». Entonces, sorprendida, vio que la cara rubicunda de Steve se desencajaba. No pudo contener la risa.