La fiesta del chivo (21 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
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Eligió el pedazo de valla que arrancaba de la casa de Nene Trujillo. Con el pretexto de renovar parte de la alambrada de la planta de agregados Mezcla Lista, de la que era gerente (pertenecía a Paco Martínez, hermano de la Prestante Dama), compró unas decenas de varas de aquel alambre con las respectivas estacas de tubo que, cada quince metros, mantenían tensada la valla. Él mismo verificó que los tubos fueran huecos y que su interior pudiera taponearse con cartuchos de dinamita. Como Mezcla Lista poseía, en las afueras de Ciudad Trujillo, dos canteras de las que extraía materia prima, le resultó fácil, en sus periódicas visitas, ir sustrayendo cartuchos de dinamita, que escondió en su propia oficina, a la que llegaba siempre antes que nadie y de la que salía después del último empleado.

Cuando todo estuvo dispuesto, habló de su plan a Luis Gómez Pérez e Iván Tavárez Castellanos. Eran más jóvenes que él, estudiantes universitarios, de abogacía el primero e ingeniería el segundo. Integraban su misma célula en los grupos clandestinos antitrujillistas; después de observarlos muchas semanas, decidió que eran serios, contables, ansiosos por pasar a la acción. Ambos aceptaron con entusiasmo. Estuvieron de acuerdo en no decir palabra a los compañeros con los que, en lugares diferentes cada vez, se reunían en asambleas de ocho o diez personas, para discutir la mejor manera de movilizar al pueblo contra la tiranía.

Con Luis e Iván, que resultaron aún mejores de lo que esperaba, taponearon los tubos con cartuchos de dinamita y colocaron los fulminantes, después de probarlos con el mando a distancia. Para tener la certeza de que el horario se cumpliría, ensayaron en el descampado de la fábrica, luego de la salida de obreros y empleados, el tiempo que les tomaba derribar un pedazo de la valla existente y colocar la nueva, cambiando los tubos antiguos con los trufados de dinamita. Menos de cinco horas. Todo quedó armado el 12 de junio. Proyectaban actuar el 15, al regresar Trujillo de un recorrido por el Cibao. Disponían ya del volquete para derribar la alambrada al amanecer, a fin de tener el pretexto —embutidos en los overoles azules de los Servicios Municipales— de reemplazarlos con los minados. Marcaron los dos puntos, cada uno a menos de cincuenta pasos de la explosión, desde donde, Imbert a la derecha, Luis e Iván a la izquierda, accionarían los mandos, a breve intervalo uno de otro, el primero para matar a Trujillo en el instante que pasara frente a los tubos, y el segundo para rematarlo.

Y, entonces, la víspera del día indicado, el 14 de junio de 1959, ocurrió en las montañas de Constanza aquel sorprendente aterrizaje de un avión venido de Cuba, pintado con los colores e insignias de la Aviación Dominicana, con guerrilleros antitrujillistas, invasión a la que siguieron los desembarcos en las playas de Maimón y Estero Hondo una semana después. La llegada de aquel pequeño destacamento, en el que venía el barbudo comandante cubano Delio Gómez Ochoa, hizo correr un escalofrío por la espina dorsal del régimen. Tentativa descabellada, descoordinada. Los grupos clandestinos no tuvieron la menor informaci'ón sobre lo que se preparaba en Cuba. El apoyo de Fidel Castro a la revolución contra Trujillo era, desde la caída de Batista, seis meses atrás, tema obsesivo de las reuniones. Se contaba con esa ayuda en todos los planes que se tejían y destejían, para los que se coleccionaban escopetas de caza, revólveres, algún viejo fusil. Pero, nadie que Imbert conociera, estaba en contacto con Cuba ni tenía la menor idea de que el 14 de junio se produciría la llegada de esas decenas de revolucionarios, que, luego de poner fuera de combate a la mínima guardia del aeropuerto de Constanza, se desparramaron por las montañas del contorno, solo para ser cazados como conejos en los días siguientes, y matados a mansalva, o llevados a Ciudad Trujillo, donde, bajo las órdenes de Ramfis, fueron asesinados casi todos (pero no el cubano Gómez Ochoa y su hijo adoptivo, Pedrito Mirabal, a quienes el régimen, en otro desplante teatral, devolvió tiempo después a Fidel Castro).

Nadie pudo sospechar, tampoco, la magnitud de la represión que desencadenó el gobierno, a raíz del desembarco. Las semanas y meses siguientes, en vez de amainar, se agravó. Los caliés echaban mano de cualquier sospechoso y lo llevaban al SIM, donde se le sometía a torturas —castrarlo, reventarle los oídos y los ojos, sentarlo en el Trono para que diera nombres. La Victoria, La Cuarenta y El Nueve estuvieron atiborrados de jóvenes de ambos sexos, estudiantes, profesionales y empleados, muchos de los cuales eran hijos o parientes de hombres del gobierno. Trujillo se llevaría la gran sorpresa: ¿era posible que complotaran contra él, los hijos, nietos y sobrinos de gentes que se habían beneficiado más que nadie con el régimen? No tuvieron consideración con ellos, pese a sus apellidos, caras blancas y atuendos de clase media.

Luis Gómez Pérez e Iván Tavárez Castellanos cayeron en manos de los caliés del SIM la mañana del día previsto para el atentado. Con su realismo habitual, Antonio Imbert comprendió que no tenía la menor posibilidad de asilarse: todas las embajadas estaban cercadas por barreras de policías en uniforme, soldados y caliés. Calculó que, en las torturas, Luis e Iván, o cualquiera de los grupos clandestinos, mencionaría su nombre y vendrían a buscarlo. Entonces, como esta noche, supo perfectamente qué hacer: recibir con plomo a los caliés. Procuraría llevarse a más de uno al otro mundo, antes de que lo acribillaran. Él no iba a dejar que le arrancaran las uñas con alicates, le cortaran la lengua o lo sentaran en la silla eléctrica. Matarlo, sí; vejarlo, jamás.

Con pretextos, despachó a Guarina, su mujer, y a su hija Leslie, que no estaban al tanto de nada, a la finca de unos parientes en La Romana, y, con un vaso de ron en la mano, se sentó a esperar. Tenía el revólver cargado y sin seguro en el bolsillo. Pero, ni ese día, ni el siguiente, ni el subsiguiente, aparecieron los caliés por su casa ni por su oficina de Mezcla Lista, donde siguió yendo puntualmente con toda la sangre fría de que era capaz. Luis e Iván no lo habían delatado, ni las personas que frecuentó en los grupos clandestinos. Milagrosamente, se libró de una represión que golpeaba a culpables e inocentes, iba repletando las cárceles y, por primera vez en los veintinueve años del régimen, aterrando a las familias de clase media, tradicionales pilares de Trujillo, de donde salió la mayor parte de prisioneros de lo que se. llamó, en razón de aquella invasión frustrada, el Movimiento 14 de Junio. Un primo de Tony, Ramón Imbert Rainieri —Moncho—, era uno de sus dirigentes.

¿Por qué se libró? Por el coraje de Luis e Iván, sin duda —dos años después, seguían en los calabozos de La Victoria— y, sin duda, de otras muchachas y muchachos del 14 de Junio que se olvidaron de nombrarlo. Tal vez lo consideraban un mero curioso, no un activista. Porque, con su timidez, Tony Imbert rara vez abría la boca en esas reuniones a las que lo llevó por primera vez Moncho; se limitaba a escuchar y opinar con monosílabos. Además, era improbable que estuviera fichado en el SIM, salvo como hermano del mayor Segundo Imbert. Su hoja de servicios estaba limpia. Se había pasado la vida trabajando para el régimen —como inspector general de Ferrocarriles, gobernador de Puerto Plata, supervisor general de la Lotería Nacional, director de la oficina que expedía la cédula personal de identidad— y ahora era gerente de Mezcla Lista, fábrica de un cuñado de Trujillo. ¿Por qué sospecharían de él?

Con prudencia, los días siguientes al 14 de junio, quedándose en las noches en la fábrica, desmontó los cartuchos y devolvió la dinamita a las canteras, a la vez que cavilaba sobre cómo y con quién llevaría a cabo el próximo plan para acabar con Trujillo. Le confesó todo lo que había ocurrido (y dejado de ocurrir) a su amigo del alma, el Turco Salvador Estrella Sadhalá.Éste lo riñó por no haberlo incorporado al complot de la Máximo Gómez. Salvador había llegado, por su cuenta, a la misma conclusión: nada cambiaría mientras Trujillo siguiera vivo. Comenzaron a barajar posibles atentados, pero sin abrir la boca frente a Amadito, el tercero del trío: parecía difícil que un ayudante militar quisiera matar al Benefactor.

No mucho después ocurrió aquel traumático episodio en la carrera de Amadito, cuando, para lograr su ascenso, tuvo que matar a un prisionero (el hermano de su ex novia, creía), lo que lo volvió de la partida. Pronto se cumplirían dos años de aquel desembarco en Constanza, Maimón y Estero Hondo. Un año, once meses y catorce días, para ser exactos. Antonio Imbert miró su reloj. Ya no vendría.

Cuántas cosas habían pasado en la República Dominicana, en el mundo y en su vida personal. Muchas. Las redadas masivas de enero de 1960, en que cayeron tantos muchachos y muchachas del Movimiento 14 de Junio, entre ellas las hermanas Mirabal y sus esposos. La ruptura de Trujillo con su antigua cómplice, la Iglesia católica, a partir de la Carta Pastoral de los obispos denunciando a la dictadura, de enero de 1960. El atentado contra el Presidente Betancourt de Venezuela, en junio de 1960, que movilizó contra Trujillo a tantos países, incluido su gran aliado de siempre, los Estados Unidos, que, el 6 de agosto de 1960, en la Conferencia de Costa Rica, votaron a favor de las sanciones. Y, el 25 de noviembre de 1960 —Imbert sintió aquel aguijón en el pecho, inevitable cada vez que recordaba el lúgubre día—, el asesinato de las tres hermanas, Minerva, Patria y María Teresa Mirabal, y del chofer que las conducía, en La Cumbre, en lo alto de la cordillera septentrional, cuando regresaban de visitar a los maridos de Minerva y María Teresa, encarcelados en la Fortaleza de Puerto Plata.

Toda la República Dominicana se enteró de aquella matanza de la manera veloz y misteriosa en que las noticias circulaban de boca en boca y de casa en casa y en pocas horas llegaban a las extremidades más remotas, aunque no apareciera una línea en la prensa y muchas veces aquellas noticias transmitidas por el tam tam humano se colorearan, enanizaran o agigantaran en el recorrido hasta volverse mitos, leyendas, ficciones, casi sin relación con lo acaecido'. Recordaba aquella noche, en el Malecón, no muy lejos de donde ahora, seis meses más tarde, esperaba al Chivo —para vengarlas a ellas también—. Estaban sentados en la baranda de piedra, como lo hacían cada noche —él, Salvador y Amadito, y, aquella vez, también Antonio de la Maza— para tomar el fresco y conversar a salvo de oídos indiscretos. A los cuatro, lo ocurrido a las Mirabal les hacía chirriar los dientes y les daba arcadas, mientras comentaban la muerte, allá en las alturas de la cordillera, en un supuesto accidente automovilístico, de esas tres increíbles hermanas.

—Nos matan a nuestros padres, a nuestros hermanos, a nuestros amigos. Ahora también a nuestras mujeres. Y, nosOtros, resignados, esperando nuestro turno —se oyó decir.

—Nada de resignados, Tony —respingó Antonio de la Maza. Había llegado de Restauración; él les trajo la noticia de la muerte de las Mirabal, recogida en el camino, Trujillo las va a pagar. Todo está en marcha. Pero, hay que hacerlo bien.

En esa época, el atentado se preparaba en Moca, durante una visita de Trujillo a la tierra de los De la Maza en el curso de los recorridos que, desde la condena de la OEA y las sanciones económicas, venía haciendo por el país. Una bomba estallaría en la principal iglesia, consagrada al Sagrado Corazón de jesús, y una lluvia de fusilería caeria desde los balcones, terrazas y la torre del reloj sobre Trujillo, mientras hablaba en la tribuna levantada en el atrio, ante la gente aglomerada alrededor de la estatua de San Juan Bosco medio cubierta por las trinitarias. El propio Imbert inspeccionó la iglesia y se ofreció a emboscarse en la torre del reloj, el lugar más arriesgado.

—Tony conocía a las Mirabal —explicó el Turco a Antonio—. Por eso se ha puesto así.

Las conocía, aunque no pudiera decir que fueran sus amigas. A las tres, y a los maridos de Minerva y Patria, Manolo Tavares Justo y Leandro Guzmán, los había encontrado ocasionalmente, en las reuniones de esos grupos en que, tomando como modelo la histórica Trinitaria de Duarte, se organizó el Movimiento 14 de Junio. Las tres eran dirigentes de esa organización rala y entusiasta, pero desordenada e ineficaz, a la que la represión iba deshaciendo. Las hermanas lo habían impresionado por su convicción y el arrojo con que se entregaban a esa lucha tan desigual e incierta; sobre todo, Minerva Mirabal. Les ocurría a todos los que coincidían con ella y la escuchaban opinar, discutir, hacer propuestas o tomar decisiones. Aunque no había pensado en ello, Tony Imbert se dijo después del asesinato, que, hasta conocer a Minerva Mirabal, nunca le pasó por la cabeza que una mujer pudiera entregarse a cosas tan viriles como preparar una revolución, conseguir y ocultar armas, dinamita, cocteles molotov, cuchillos, bayonetas, hablar de atentados, estrategia y táctica, y discutir con frialdad si, en caso de caer en manos del SIM, los militantes debían tragarse un veneno para no correr el riesgo de delatar a los compañeros bajo la tortura.

Minerva hablaba de esas cosas y de la mejor manera de hacer propaganda clandestina, o de reclutar estudiantes en la universidad, y todos la escuchaban. Por lo inteligente que era y la claridad con que exponía. Sus convicciones, tan firmes, y su elocuencia daban a sus palabras una fuerza contagiosa. Era, además, bellísima, con esos cabellos y ojos tan negros, esas facciones finas, esa nariz y boca tan bien delineadas y la blanquísima dentadura que contrastaba con lo azulado de su tez. Bellísima, SI Había en ella algo poderosamente femenino, una delicadeza, una coquetería natural en los movimientos de su cuerpo y en sus sonrisas, pese a la sobriedad con que aparecía vestida en aquellas reuniones. Tony no recordaba haberla visto pintada ni maquillada. Sí, bellísima, pero jamás —pensó— alguno de los asistentes se hubiera atrevido a decirle uno de esos piropos, a hacerle una de las gracias o juegos que eran normales, naturales —obligatorios— entre dominicanos, más todavía si eran jóvenes y unidos por la intensa fraternidad que daban los ideales, las ilusiones y los riesgos compartidos. Algo, en la figura gallarda de Minerva Mirabal impedía que los hombres se tomaran con ella las confianzas y libertades que se permitían con las demás mujeres.

Para entonces, era ya una leyenda en el pequeño mundo de la lucha clandestina contra Trujillo. ¿Cuáles de las cosas que se decían eran ciertas, cuáles exageradas, cuáles inventadas? Nadie se hubiera atrevido a preguntárselo, para no recibir esa mirada profunda, despectiva, y una de esas réplicas cortantes con que, a veces, enmudecía a un oponente. Se decía que de adolescente se atrevió a desairar a Trujillo en persona, negándose a bailar con él, y que, por eso, su padre fue despojado de la alcaldía de Ojo de Agua y enviado a la cárcel. Otros insinuaban que no sólo fue un desaire, que lo abofeteó porque bailando con ella la manoseó o le dijo algo grosero, una posibilidad que muchos descartaban («No estaría viva, la hubiera matado o hecho matar ahí mismo»), pero no Antonio Imbert. Desde la primera vez que la vio y escuchó, no dudó un segundo en creer que, si aquella bofetada no fue cierta, pudo serlo. Bastaba ver y oír unos minutos a Minerva Mirabal (por ejemplo, hablando con una naturalidad glacial sobre la necesidad de preparar psicológicamente a los militantes a resistir la tortura) para saber que era capaz de abofetear al mismísimo Trujillo si le faltaba el respeto. Había estado presa un par de veces y se contaban anécdotas de su temeridad en La Cuarenta, primero, y, luego, en La Victoria, donde hizo huelga de hambre, resistió el confinamiento a pan y agua agusanado, y donde, se decía, la maltrataron bárbaramente. Ella jamás hablaba de su paso por la cárcel, ni de las torturas, ni del calvario en que, desde que se supo que era antitrujillista, había vivido su familia, acosada, expropiada de sus escasos bienes y con orden de arraigo en su propia casa. La dictadura permitió a Minerva estudiar abogacía, solo para, al terminar la carrera —venganza bien planeada—, negarle la licencia profesional, es decir, condenarla a no trabajar, a no ganarse la vida, a sentirse frustrada en plena juventud, con cinco años de estudios desperdiciados. Pero nada de eso la amargó; allí seguía, incansable, dando ánimos a todo el mundo, un motor en marcha, preludio —se dijo muchas veces Imbert— de ese país joven, bello, entusiasta, idealista, que sería algún día la República Dominicana.

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