Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
Por todos esos atributos, el perpetuo parlamentario Henry Chirinos fue todo lo que se podía ser en los treinta años de la Era: diputado, senador, ministro de justicia, miembro del Tribunal Constitucional, embajador plenipotenciario y encargado de negocios, gobernador del Banco Central, presidente del Instituto Trujilloniano, miembro de la junta Central del Partido Dominicano, y, desde hacía un par de años, el cargo de mayor confianza, veedor de la marcha de las empresas del Benefactor. Como tal, estaban subordinados a él Agricultura, Comercio y Finanzas. ¿Por qué encargar tamaña responsabilidad a un alcohólico consuetudinario? Porque, además de leguleyo, sabía de economía. Lo hizo bien al frente del Banco Central, y en Finanzas, por unos meses. Y porque, en estos últimos años, debido a las múltiples acechanzas, necesitaba en ese puesto a alguien de absoluta confianza, al que pudiera enterar de los enredos y querellas familiares. En eso, esta bola de grasa y alcohol era insustituible.
¿Cómo, bebedor incontinente, no había perdido la habilidad para la intriga jurídica, ni la capacidad de trabajo, la única, quizá, con la del caído en desgracia Anselmo Paulino, que el Benefactor podía equiparar a la suya? La Inmundicia Viviente podía trabajar diez o doce horas sin parar, emborracharse como un odre y, al día siguiente, estar en su despacho del Congreso, en el Ministerio o en el Palacio Nacional, fresco y lúcido, dictando a los taquígrafos sus informes jurídicos, o exponiendo con florida elocuencia sobre temas políticos, legales, económicos y constitucionales. Además, escribía poemas, acrósticos y festivos, artículos y libros históricos, y era una de las más afiladas plumas que Trujillo usaba para destilar el veneno de El Foro Público, en El Caribe.
—Cómo van los asuntos.
—Muy mal, jefe —el senador Chirinos tomó aire—: a este paso, pronto entrarán en estado agónico. Siento decírselo, pero usted no me paga para que lo engañe. Si no se levantan pronto las sanciones, se viene una catástrofe.
Procedió, abriendo su abultada cartera y sacando rollos de papeles y libretas, a hacer un análisis de las principales empresas, empezando por las haciendas de la Corporación Azucarera Dominicana, y siguiendo con Dominicana de Aviación, la cementera, las compañías madereras y los aserraderos, las oficinas de importación y exportación y los establecimientos comerciales. La música de nombres y cifras arrulló al Generalísimo, que apenas escuchaba: Atlas Comercial, Caribbean Motors, Compañía Anónima Tabacalera, Consorcio Algodonero Dominicano, Chocolatera Industrial, Dominicana Industrial del Calzado, Distribuidores de Sal en Grano, Fábrica de Aceites Vegetales, Fábrica Dominicana del Cemento, Fábrica Dominicana de Discos, Fábrica de Baterías Dominicanas, Fábrica de Sacos y Cordelería, Ferretería Read, Ferretería El Marino, Industrial Dominico Suiza, Industrial Lechera, Industria Licorera Altagracia, Industria Nacional de Vidrio, Industria Nacional del Papel, Molinos Dominicanos, Pinturas Dominicanas, Planta de Reencauchado, Quisqueya Motors, Refinería de Sal, Sacos y Tejidos Dominicanos, Seguros San Rafael, Sociedad Inmobiliaria, diario El Caríbe. La Inmundicia Viviente dejó para el final, mencionando apenas que tampoco allí había movimiento positivo», los negocios donde la familia Trujillo tenía participación minoritaria. No dijo nada que el Benefactor no supiera: lo que no estaba paralizado por falta de insumos y repuestos, trabajaba a un tercio y hasta un décimo de su capacidad. La catástrofe se había venido ya, y de qué manera. Pero, al menos —el Benefactor suspiró—, a los gringos no les había resultado lo que creyeron sería el puntillazo: cortarle el suministro de petróleo, así como los repuestos para autos y aviones. Johnny Abbes García se las arregló para que los combustibles llegaran por Haití, cruzando de contrabando la frontera. El sobreprecio era alto, pero el consumidor no lo pagaba, el régimen absorbía ese subsidio. El Estado no podría soportar mucho tiempo esa hemorragia. La vida económica, por la restricción de divisas y la parálisis de exportaciones e importaciones, se había estancado.
—Prácticamente, no hay ingresos en una sola empresa, Jefe. Sólo egresos. Como estaban en estado floreciente, sobreviven. Pero no de manera indefinida.
Suspiró con histrionismo, como cuando pronunciaba sus elegías funerarias, otra de sus grandes especialidades.
—Le recuerdo que no se ha despedido a un solo obrero, campesino o empleado, pese a que la guerra económica dura más de un año. Estas empresas suministran el sesenta Por ciento de los puestos de trabajo en el país. Dese cuenta de la gravedad. Trujillo no puede seguir manteniendo a dos tercios de las familias dominicanas, cuando, por las sanciones, todos los negocios están medio paralizados. De modo que… —De modo que… O me da usted autorización para reducir personal, a fin de cortar gastos, en espera de tiempos mejores…
—¿Quieres una explosión de miles de desocupados? —lo interrumpió Trujillo, tajante—. ¿Añadir un problema social a los que tengo?
—Hay una alternativa, a la que se ha acudido en circunstancias excepcionales —replicó el senador Chirinos, con una sonrisita mefistofélica—. ¿No es ésta una de ellas? Pues, bien. Que el Estado, a fin de garantizar el empleo y la actividad económica, asuma la conducción de las empresas estratégicas. El Estado nacionaliza, digamos, un tercio de las empresas industriales y la mitad de las agrícolas y ganaderas. Todavía hay fondos para ello, en el Banco Central.
Qué coño gano con eso —lo interrumpió Trujillo, irritado—. Qué gano con que los dólares pasen del Banco Central a una cuenta a mi nombre.
—Que, a partir de ahora, el quebranto que significa trescientas empresas trabajando a pérdida, no la sufra su bolsillo, Jefe. Le repito, si esto sigue así, todas caerán en bancarrota. Mi consejo es técnico. La única manera de evitar que su patrimonio se evapore por culpa del cerco económico es transferir las pérdidas al Estado. A nadie le conviene que usted se arruine, jefe.
Trujillo tuvo una sensación de fatiga. El sol calentaba cada vez más, y, como todos los visitantes de su despacho, el senador Chirinos ya sudaba. De rato en rato se secaba la cara con un pañuelo azulino. También él hubiera querido que el Generalísimo tuviera aire acondicionado. Pero Trujillo detestaba ese aire postizo que resfriaba, esa atmósfera mentirosa. Sólo toleraba el ventilador, en días extremadamente calurosos. Además, estaba orgulloso de ser e-ombr-u-unc-uda.
Estuvo un momento callado, meditando, y la cara se le avinagró.
—Tú también piensas, en el fondo de tu puerco cerebro, que acaparo fincas y negocios por espíritu de lucro —monologó, en tono cansado—. No me interrumpas. Si tú, tantos años a mi lado, no has llegado a conocerme, qué puedo esperar del resto. Que crean que el poder me interesa para enriquecerme.
—Sé muy bien que no es así, jefe.
—¿Necesitas que te lo explique, por centésima vez? Si esas empresas no fueran de la familia Trujillo, esos puestos de trabajo no existirían. Y la República Dominicana sería el paisito africano que era cuando me lo eché al hombro. No te diste cuenta todavía.
—Me he dado cuenta, perfectamente, jefe.
—¿Tú me robas a mí?
Chirinos dio otro bote en el asiento y el color ceniza de su cara se ennegreció. Pestañeaba, azorado.
—¿Qué dice usted, jefe? Dios es testigo…
—Ya sé que no —lo tranquilizó Trujillo—. ¿Y por qué no robas, pese a tus poderes para hacer y deshacer? ¿Por lealtad? Tal vez. Pero, ante todo, por miedo. Sabes que, si me robas y lo descubro, te pondría en manos de Johnny Abbes, que te llevaría a La Cuarenta, te sentaría en el Trono y te carbonizaría, antes de echarte a los tiburones. Esas cosas que le gustan a la imaginación calenturienta del jefe del SIM y al equipito que ha formado. Por eso no me robas. Por eso no me roban, tampoco, los gerentes, administradores, contadores, ingenieros, veterinarios, capataces, etcétera, etcétera, de las compañías que vigilas. Por eso, trabajan con puntualidad y eficacia, y por eso las empresas han prosperado y se han multiplicado, convirtiendo a la República Dominicana en un país moderno y próspero. ¿Lo as comprendido?
—Por supuesto, jefe —respingó una vez más el Constitucionalista Beodo—. Tiene usted toda la razón.
—En cambio —prosiguió Trujillo, como si no lo oyera—, robarias cuanto pudieras si el trabajo que haces para la familia Trujillo, lo hicieras para los Vicini, los Valdez o los Armenteros. Y todavía mucho más si las empresas fueran del Estado. Allí sí que te llenarías los bolsillos. ¿Entiende, ahora, tu cerebro por qué todos esos negocios, tierras y ganados?
—Para servir al país, lo sé de sobra, Excelencia —juró el senador Chirinos. Estaba alarmado y Trujillo podía advertirlo en la fuerza con que aferraba contra su vientre el maletín con documentos, y la manera cada vez más untuosa con que le hablaba—. No quise sugerir nada en contrario, Jefe. ¡Dios me libre!
—Pero, es verdad, no todos los Trujillo son como Yo —suavizó la tensión el Benefactor, con una mueca decepcionada—. Ni mis hermanos, ni mi mujer, ni mis hijos tienen la misma pasión que yo por este país. Son unos codiciosos. Lo peor es que en estos momentos me hagan perder tiempo, cuidando de que no burlen mis órdenes.
Adoptó la mirada beligerante y directa con que intimidaba a la gente. La Inmundicia Viviente se encogía en su asiento.
—Ah, ya veo, alguno ha desobedecido —murmuró.
El senador Henry Chirinos asintió, sin atreverse a hablar.
—¿Trataron de sacar divisas, de nuevo? —preguntó, enfriando la voz—. ¿Quién? ¿La vieja?
La fofa cara llena de gotas de sudor volvió a asentir, como a su pesar.
—Me llamó aparte, anoche, durante la velada poética —vaciló y adelgazó la voz hasta casi extinguirla—. Dijo que era pensando en usted, no en ella ni en sus hijos. Para asegurarle una vejez tranquila, si ocurre algo. Estoy seguro que es verdad, jefe. Ella lo adora.
—Qué quería.
—Otra transferencia a Suiza —el senador se atoraba—. Sólo un millón, esta vez.
—Espero por tu bien que no le dieras gusto —dijo Trujillo, con sequedad.
—No lo he hecho —balbuceó Chirinos, siempre con el desasosiego que deformaba sus palabras, el cuerpo presa de un ligero temblor—. Donde manda capitán no manda soldado. Y porque, con todo el respeto y la devoción que me merece doña María, mi primera lealtad es con usted. Esta situación es muy delicada para mí, jefe. Por estas negativas, voy perdiendo la amistad de doña María. Por segunda vez en una semana le he negado lo que me pide.
¿También la Prestante Dama temía que el régimen se desmoronara? Hacía cuatro meses exigió a Chirinos una transferencia de cinco millones de dólares a Suiza; ahora, de uno. Pensaba que en cualquier momento tendrían que salir huyendo, que había que tener bien forradas las cuentas en el extranjero, para gozar de un exilio dorado. Como Pérez Jiménez, Batista, Rojas Pinilla o Perón, esas basuras. Vieja avarienta. Como si no tuviera más que aseguradas las espaldas. Para ella, nada era suficiente. Había sido avara desde joven, y, con los años, más y más. ¿Se iba a llevar al otro mundo esas cuentas? Era en lo único que siempre se atrevió a desafiar la autoridad de su marido. Dos veces, esta semana. Complotaba a sus espaldas, ni más ni menos. Así compró, sin que Trujillo se enterara, esa casa en España, luego de la visita oficial que hicieron a Franco en 1954. Así había ido abriendo y cerrando cuentas cifradas en Suiza y en New York, de las que él terminaba enterándose, a veces casualmente. Antes, no había hecho demasiado caso, limitándose a echarle un par de carajos, para, luego, encogerse de hombros ante el capricho de la vieja menopáusica, a la que por ser su esposa legítima debía consideración. Ahora era distinto. Él había dado órdenes terminantes de que ningún dominicano, incluida la familia Trujillo, sacara un solo peso del país mientras duraran las sanciones. No iba a permitir esa carrera de ratas, tratando de escapar de un barco que, en efecto, terminaría por hundirse si toda la tripulación, empezando por los oficiales y el capitán, huían. Coño, no. Aquí se quedaban parientes, amigos y enemigos, con todo lo que tenían, a dar la batalla o dejar los huesos en el campo del honor. Como los marines, coño. ¡Vieja pendeja y ruin! Cuánto mejor habría sido repudiarla y casarse con alguna de las magníficas mujeres que habían pasado por sus brazos; la hermosa, la dócil Lina Lovatón, por ejemplo, a la que sacrificó también por este país malagradecido. A la Prestante Dama tendría que reñirla esta tarde y recordarle que Rafael Leonidas Trujillo Molina no era Batista, ni el cerdo de Pérez Jiménez, ni el cucufato de Rojas Pinilla, ni siquiera el engominado general Perón. Él no iba a pasar sus últimos años como estadista jubilado en el extranjero. Viviría hasta el último minuto en este país que gracias a él dejó de ser una tribu, una horda, una caricatura, y se convirtió en República.
Advirtió que el Constitucionalista Beodo seguía temblando. Se le habían formado unos espumarajos en la boca. Sus ojillos, detrás de las dos bolas de grasa de sus párpados, se abrían y cerraban, frenéticos.
—Hay algo más, entonces. ¿Qué?
—La semana pasada, le informé que habíamos conseguido evitar que bloquearan el pago del Lloyd’s de Londres por el lote de azúcar vendido en Gran Bretaña y los Países Bajos. Poca cosa. Unos siete millones de dólares, de los cuales cuatro corresponden a sus empresas, y lo restante a los ingenios de los Vicini y al Central Romano. Según sus instrucciones, pedí al Lloyd's que transfiera esas divisas al Banco Central. Esta mañana me indicaron que habían recibido contraorden.
—¿De quién?
—Del general Ramfis, Jefe. Telegrafió que se enviase el total del adeudo a París.
—¿Y el Lloyd's de Londres está lleno de comemierdas que obedecen las contraórdenes de Ramfis?
El Generalísimo hablaba despacio, haciendo esfuerzos por no estallar. Esta estúpida bobería le quitaba demasiado tiempo. Además, le dolía que, delante de extraños, por más que fueran de confianza, quedaran al desnudo las lacras de su familia.
—No han servido aún el pedido del general Ramfis, Jefe. Están desconcertados, por eso me llamaron. Les reiteré que el dinero debe ser enviado al Banco Central. Pero, como el general Ramfis tiene poderes de usted, y en otras e siones ha retirado fondos, sería conveniente hacer saber al Lloyd's que hubo un malentendido. Una cuestión de imagen, jefe.
—Llámalo y dile que se disculpe con el Lloyd's. Hoy mismo.
Chirinos se movió en el asiento, incómodo.