Read La fiesta del chivo Online
Authors: Mario Vargas Llosa
—Si usted lo ordena, lo haré —musitó—. Pero, permítame un ruego, Jefe. De su antiguo amigo. Del más fiel de sus servidores. Ya tengo ganada la ojeriza de doña María. No me convierta también en enemigo de su hijo mayor.
El malestar que sentía era tan visible que Trujillo le sonrió.
—Llámalo, no temas. No voy a morirme todavía. Voy a vivir diez años más, para completar mi obra. Es el tiempo que necesito. Y tú seguirás conmigo, hasta el último día— Porque, feo, borracho y sucio, eres uno de mis mejores colaboradores —hizo una pausa y, mirando a la Inmundicia Viviente con la ternura con que un mendigo mira a su perro sarnoso, añadió algo inusual en su boca—: Ojalá alguno de mis hermanos o hijos valiera lo que tú, Henry.
El senador, anonadado, no atinó a responder.
—Lo que ha dicho compensa todos mis desvelos —balbuceó, bajando la cabeza.
—Has tenido suerte de no casarte, de no tener familia —prosiguió Trujillo—. Muchas veces habrás creído que es una desgracia no dejar descendencia. ¡Pendejadas! El error de mi vida ha sido mi familia. Mis hermanos, mi propia mujer, mis hijos. ¿Has visto calamidades parecidas? Sin otro horizonte que el trago, los pesos y tirar. ¿Hay uno solo capaz de continuar mi obra? ¿No es una vergüenza que Ramfis Y Radhamés, en estos momentos, en vez de estar aquí, a mi lado, jueguen al polo en París?
Chirinos escuchaba con los ojos bajos, inmóvil, la cara grave, solidaria, sin decir palabra, temeroso sin duda de comprometer su futuro si deslizaba una opinión contra los hijos y hermanos del Jefe. Era raro que éste se abandonara a reflexiones tan amargas; nunca hablaba de su familia, ni siquiera a los íntimos, y menos en términos tan duros.
—La orden sigue en pie —dijo, cambiando de tono al mismo tiempo que de tema—. Nadie, y menos un Trujillo, saca dinero del país mientras haya sanciones.
—Entendido, Jefe. En verdad, aunque quisieran, no podrían. Salvo que se lleven sus dólares en maletines de mano, no hay transacciones con el extranjero. La actividad financiera está en punto muerto. El turismo ha desaparecido. Las reservas merman a diario. ¿Descarta usted, de plano, que el Estado tome algunas empresas? ¿Ni siquiera las que están peor?
—Ya veremos —cedió algo Trujillo—. Déjame tu propuesta, la estudiaré. ¿Qué más, que sea urgente?
El senador consultó su libretita, acercándola a los Ojos. Adoptó una expresión tragicómica.
—Hay una situación paradójica, allá en Estados Unidos. ¿Qué haremos con los supuestos amigos? Los congresistas, los políticos, los lobbystas que reciben estipendios para defender a nuestro país. Manuel Alfonso siguió dándoselos hasta que se enfermó. Desde entonces, se han interrumpido. Algunos han hecho discretas reclamaciones.
—¿Quién ha dicho que se suspendan?
—Nadie, jefe. Es una pregunta. Los fondos en divisas destinados a ese efecto, en New York, se van agotando también. No han podido ser repuestos, dadas las circunstancias. Son varios millones de pesos al mes. ¿Seguirá tan generoso con esos gringos incapaces de ayudarnos a levantar las sanciones?
—Unas sanguijuelas, siempre lo supe —el Generalísimo hizo un ademán de desprecio—. Pero, también, nuestra única esperanza. Si la situación política cambia en los Estados Unidos, ellos pueden hacer sentir su influencia, hacer que se levanten o suavicen las sanciones. Y, en lo inmediato, conseguir que Washington nos pague al menos el azúcar que ya recibió.
Chirinos no parecía esperanzado. Movía la cabeza, sombrío.
—Aun si Estados Unidos aceptara entregar lo que ha retenido, serviría de poco, jefe. ¿Qué son veintidós millones de dólares? Divisas para insumos básicos e importaciones de primera necesidad sólo por unas semanas. Pero, si usted lo ha decidido, indicaré a los cónsules Mercado y Morales que renueven las entregas a esos parásitos. A propósito, jefe. Los fondos de New York podrían ser congelados. Si prospera ese proyecto de tres miembros del Partido Demócrata para que se congelen las cuentas de dominicanos no residentes en Estados Unidos. Ya sé que figuran en el Chase Manhattan y en el Chemical como sociedades anónimas. Pero ¿y si esos bancos no respetan el secreto bancario? Me permito sugerirle transferirlas a un país más seguro. Canadá, por ejemplo, o Suiza.
El Generalísimo sintió un vacío en el estómago. No era la cólera lo que le producía acidez, sino la decepción. Nunca había perdido tiempo, en su larga vida, lamiéndose las heridas pero lo que ocurría con Estados Unidos, el país al que su régimen dio siempre el voto en la ONU para lo que fuera menester, lo sublevaba. ¿De qué sirvió recibir como príncipe y condecorar a cuanto yanqui pusiera los pies en esta isla?
—Es difícil entender a los gringos —murmuró—. No me cabe en la cabeza que se porten así conmigo.
—Siempre desconfié de esos patanes —hizo eco la Inmundicia Viviente—. Todos son iguales. Ni siquiera se Puede decir que este acoso se deba sólo a Eisenhower. Kennedy nos hostiga igual.
Trujillo se sobrepuso —«A trabajar, coño»— y una vez más cambió de tema.
—García tiene todo preparado para sacar al pendejo del obispo Reilly de su escondite entre las faldas de las monjas —dijo—. Tiene dos propuestas. Deportarlo o hacer que el pueblo lo linche, para escarmiento de curas conspiradores. ¿Cuál te gusta más?
—Ninguna, Jefe —el senador Chirinos recobró el aplomo—. Ya conoce usted mi opinión. Este conflicto hay que suavizarlo. A la Iglesia, con sus dos mil años a cuestas, nadie la ha derrotado todavía. Vea usted lo que le pasó a Perón, por enfrentársele.
—Así me lo dijo él mismo, sentado donde tú estás —reconoció Trujillo—. ¿Ése es tu consejo? ¿Que me baje los pantalones ante esos carajos?
—Que los corrompa con prebendas, Jefe —aclaró el Constitucionalista Beodo—. O, en el peor de los casos, los asuste, pero sin actos irreparables, dejando las puertas abiertas a la reconciliación. Lo de Johnny Abbes sería un suicidio, Kennedy nos mandaría los marínes en el acto. Ése es mi parecer. Usted tomará la decisión y será la buena. La defenderé con la pluma y la palabra. Como siempre.
Los desplantes poéticos a que la Inmundicia Viviente era propenso, divertían al Benefactor. Este último consiguió sacudirlo del desánimo que comenzaba a ganarlo.
—Ya lo sé —le sonrió—. Eres leal y por eso te aprecio. Dime, confidencialmente. ¿Cuánto tienes en el extranjero, por si debes escapar de aquí de la noche a la mañana?
El senador, por tercera vez volvió a rebotar, como Si su asiento se hubiera vuelto chúcaro.
—Muy poco, Jefe. Bueno, relativamente, quiero decir.
—¿Cuánto? —insistió Trujillo, afectuoso—. ¿Y en dónde?
—Unos cuatrocientos mil dólares —confesó, rápido, bajando la voz—. En dos cuentas separadas. En Panamá. Abiertas antes de las sanciones, por supuesto.
—Una basura —lo amonestó Trujillo—. Con los cargos que has tenido, hubieras podido ahorrar más.
—No soy ahorrativo, jefe. Además, usted lo sabe, nunca me interesó el dinero. Siempre he tenido lo necesario para vivir.
—Para beber, querrás decir.
—Para vestirme bien, comer bien, beber bien y comprarme los libros que me gustan —asintió el senador, mirando el artesonado y la lámpara de cristal del despacho—. A Dios gracias, a su lado siempre realicé trabajos interesantes. Ese dinero ¿debo repatriarlo? Lo haré hoy mismo, si me lo ordena.
—Déjalo ahí. Si, en mi exilio, necesito ayuda, me echarás una mano.
Se rió, de buen humor. Pero, mientras se reía, de súbito volvió el recuerdo de la muchachita asustadiza de la Casa de Caoba, testigo incómodo, acusador, que le estropeó el ánimo. Hubiera sido mejor pegarle un tiro, regalarla a los guardias, que se la rifaran o compartieran. El recuerdo de aquella carita estúpida contemplándolo sufrir, le llegaba al alma.
—¿Cuál ha sido el más precavido? —dijo, disimulando su turbación—. ¿Quién sacó más dinero al extranjero? ¿Paíno Pichardo? ¿Alvarez Pina? ¿Cerebrito Cabral? ¿Modesto Díaz? ¿Balaguer? ¿Quién amasó más? Porque, ninguno de ustedes me ha creído que de aquí yo saldré sólo al cementerio.
—No lo sé, Jefe. Pero, si me permite, dudo que al~ guno de ellos tenga mucho dinero afuera. Por una razón muy simple. Nadie pensó jamás que el régimen pudiera acabar y que podríamos vernos en el trance de partir. ¿Quién iba a pensar que un día la tierra podría dejar de girar alrededor del sol?
—Tú —repuso Trujillo, con sorna—. Por eso sacaste tus pesitos a Panamá, calculando que yo no sería eterno, que alguna conspiración podía triunfar. Te has delatado, pendejo.
—Repatriaré esta misma tarde mis ahorros —protestó Chirinos, gesticulando—. Le mostraré los formularios del Banco Central por el ingreso de divisas. Esos ahorros están en Panamá hace tiempo. Las misiones diplomáticas me permitían algunos ahorros. Para disponer de divisas en los viajes que hago a su servicio, jefe. jamás me he excedido en los gastos de representación.
—Te has asustado, piensas que te podría pasar lo que a Cerebrito —siguió sonriendo Trujillo—. Es una broma. Ya me olvidé del secreto que me confiaste. Anda, ven para acá, cuéntame algunos chismes, antes de irte. De alcoba, no políticos.
La Inmundicia Viviente sonrió, aliviado. Pero, apenas comenzó a contar que la comidilla de Ciudad Trujillo, en este momento, era la paliza que había dado el cónsul alemán a su mujer, creyendo que lo engañaba, el Benefactor se distrajo. ¿Cuánto dinero habrían sacado del país sus más cercanos colaboradores? Si lo había hecho el Constitucionalista Beodo, lo habían hecho todos. ¿Serían sólo cuatrocientos mil los dólares que tenía a buen recaudo? Seguramente más. Todos, en el rincón más roñoso de su alma, habían vivido temiendo que el régimen se derrumbara. Bah, basuras. La lealtad no era una virtud dominicana. Él lo sabía. Durante treinta años lo habían adulado, aplaudido, endiosado, pero, al primer cambio de viento, sacarían los puñales.
—¿Quién inventó el eslogan del Partido Dominicano utilizando las iniciales de mi nombre? —preguntó, de sopetón—. Rectitud, Libertad, Trabajo y Moralidad. ¿Tú o Cerebrito?
—Un servidor, jefe —exclamó el senador Chirinos, orgulloso— En el décimo aniversario. Prendió, veinte años después está en todas las calles y plazas del país. Y en la inmensa mayoría de los hogares.
—Tendría que estar en las conciencias y en la memoria de los dominicanos —dijo Trujillo—. Esas cuatro palabras resumen todo lo que les he dado.
Y, en ese momento, como un garrotazo en la cabeza, lo sobrecogió la duda. La certeza. Había ocurrido. Disimulando, sin entender las protestas de elogio a la Era en que se embarcaba Chirinos, bajó la cabeza, como para concentrarse en una idea, y, aguzando la vista, ansiosamente espió. Se le aflojaron los huesos. Ahí estaba: la mancha oscura se extendía por la bragueta y cubría un pedazo de la pierna derecha. Debía de ser reciente, estaba aún mojadito, en este mismo instante la insensible vejiga seguía licuando. No lo sintió, no lo estaba sintiendo. Lo sacudió un ramalazo de rabia. Podía dominar a los hombres, poner a tres millones de dominicanos de rodillas, pero no controlar su esfínter.
—No puedo seguir oyendo chismes, me falta el tiempo —lamentó, sin levantar la vista—. Anda y arregla lo del Lloyd's, no vayan a girarle ese dinero a Ramfis. Mañana, a la misma hora. Adiós.
—Adiós, Jefe. Si usted permite, lo veré esta tarde, en la Avenida.
Apenas sintió que el Constitucionalista Beodo cerraba la puerta, llamó a Sinforoso. Le ordenó un traje nuevo, también gris, y una muda de ropa interior. Se puso de pie y, rápidamente, tropezando con un sofá, fue a encerrarse en el baño. Sentía mareos de asco. Se quitó el pantalón, el calzoncillo y la camiseta mancillados por la involuntaria micción. La camisa no estaba manchada, pero se la quitó también y fue a sentarse en el bidé. Se jabonó con cuidado. Mientras se secaba, maldijo una vez más las malas jugadas de su cuerpo. Estaba librando una batalla contra enemigos múltiples, no Podía distraerse a cada rato por esta mierda de esfínter. Se echó talco en las partes pudendas y la entrepierna, y, sentado en el excusado, esperó a Sinforoso.
Despachar con la Inmundicia Viviente le dejaba cierta desazón. Era verdad lo que le había dicho: a diferencia de los granujillas de sus hermanos, de la Prestante Dama, vampiro insaciable, y de sus hijos, parásitos succionadores, a él nunca le importó mucho el dinero. Lo utilizaba al servicio del poder. Sin dinero no hubiera podido abrirse camino en los comienzos, porque había nacido en una familia modestísima de San Cristóbal, y por ello, de muchacho, tuvo que procurarse de cualquier modo lo indispensable para vestirse con decencia. Luego, el dinero le sirvió para ser más eficaz, disipar obstáculos, comprar, halagar o sobornar a la gente necesaria y para castigar a los que obstruían su trabajo. A diferencia de María, que, desde que ideó el negocio de lavandería para la guardia constabularia cuando todavía eran amantes, solo soñaba en atesorar, a él el dinero le gustaba para repartirlo.
Si no hubiera sido así ¿habría hecho esos regalos al pueblo, esas dádivas multitudinarias cada 24 de octubre, a fin de que los dominicanos celebraran el cumpleaños del Jefe? ¿Cuántos millones de pesos había gastado todos esos años en fundas de caramelos, chocolates, juguetes, frutas, vestidos, pantalones, zapatos, pulseras, collares, refrescos, blusas, discos, guayaberas, prendedores, revistas, a las interminables procesiones que se acercaban al Palacio el día del Jefe? ¿Y cuántos muchísimos más en regalos a sus compadres y ahijados, en esos bautizos colectivos, en la capilla de Palacio, en que, desde hacia tres décadas, una y hasta dos veces por semana, se convertía en padrino de lo menos un centenar de recién nacidos? Millones de millones de pesos. Era la suya
Una inversión productiva, por supuesto. Ocurrencia en su primer año de gobierno, gracias a su conocimiento profundo de la psicología dominicana. Trabar una relación de compadrazgo con un campesino, con un obrero, con un artesano, con un comerciante, era asegurarse la lealtad de ese pobre hombre, de esa pobre mujer, a los que, luego del bautizo, abrazaba y regalaba dos mil pesos. Dos mil en las épocas de la bonanza. A medida que la lista de ahijados aumentaba a veinte, cincuenta, cien, doscientos por semana, los regalos —debido en parte a los alaridos de protesta de doña María y, también, a la declinación de la economía dominicana a partir de la Feria de la Paz y la Confraternidad del Mundo Libre del año 1955— habían ido reduciéndose, a mil quinientos, a mil, a quinientos, a doscientos, a cien pesos por ahijado. Ahora, la Inmundicia Viviente insistía en que los bautizos colectivos se suspendieran o el regalo fuera simbólico, una telera o diez pesos por ahijado, hasta que terminaran las sanciones. ¡Malditos yanquis!