La fiesta del chivo (38 page)

Read La fiesta del chivo Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: La fiesta del chivo
2.99Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Soy el doctor José Joaquín Puello. ¿Cómo se siente?

—Bien, bien —murmuró, feliz de que le saliera la voz—. ¿Es grave?

—Voy a darle algo para el dolor —dijo el doctor Puello—. Mientras lo preparamos. Hay que sacar esa bala de ahí adentro.

Por sobre el hombro del médico apareció una cara conocida, de frente despejada y grandes ojos penetrantes: el doctor Arturo Damirón Ricart, dueño y jefe de cirujanos de la Clínica Internacional. Pero, en vez de risueño y bonachón como solía estar, lo notó descompuesto. ¿Le habían contado todo Bienvenido y Linito?

—Esta inyección es para prepararte, Pedro Livio —lo previno—. No temas, quedarás bien. ¿Quieres llamar a tu casa?

—A Olga no, está encinta, no quiero asustarla. A mi cuñada Mary, más bien.

Le salía más firme la voz. Les dio el teléfono de Mary Despradel. Las pastillas que le acababan de hacer tragar, la inyección y las botellas de desinfectante que las enfermeras le vaciaron encima del brazo y el estómago, le hacían bien. Ya no sentía que se desmayaba. El doctor Damirón Ricart le puso el auricular en la mano. «¿Sí, sí?»

—Soy Pedro Livio, Mary. Estoy en la Clínica Internacional. Un accidente. No le digas nada a Olga, no la asustes. Me van a operar.

—¡Dios santo, Dios santo! Voy para allá, Pedro Livio.

Los médicos lo examinaban, lo movían, y él no sentía sus manos. Lo invadió una gran serenidad. Con toda lucidez se dijo que, por amigo que fuera, Damirón Ricart no podía dejar de informar al SIM de la llegada a emergencias de un hombre con heridas de bala, como tenían obligación todas las clínicas y hospitales, so pena de que médicos y enfermeras fueran a la cárcel. De modo que, pronto, caerían por aquí los del SIM, a hacer averiguaciones. Pero, no. Juan Tomás, Antonio, Salvador, ya le habrían mostrado a Pupo el cadáver, Román habría levantado los cuarteles y anunciado la junta cívic-ilitar. Acaso en estos momentos los militares leales a Pupo arrestaban o liquidaban a Abbes García y su banda de asesinos, metían en los calabozos a los hermanos y allegados de Trujillo y el pueblo estaría lanzándose a la calle, convocado por las radios que anunciaban la muerte del tirano. La ciudad colonial, el parque Independencia, El Conde, los contornos del Palacio Nacional, vivirían un verdadero carnaval, celebrando la libertad. «Qué pena estar en una mesa de operaciones, en vez de bailando, Pedro Livio.» Y, entonces, vio la cara llorosa y espantada de su mujer: «Qué es esto, mi amor, qué te ha pasado, qué te hicieron». Mientras la abrazaba y besaba, tratando de calmarla («Un accidente, amor, no te asustes, me van a operar»), reconoció a sus cuñados, Mary y Luis Despradel Brache. Éste era médico, y hacía preguntas al doctor Damirón Ricart sobre la operación. «¿Por qué has hecho esto, Pedro Livio?» «Para que nuestros hijos vivan libres, amor.» Ella se lo comía a preguntas, sin cesar de llorar. «Dios mío, tienes sangre por todas partes.», Dando salida a un torrente de emociones contenidas, tomó a su mujer de los brazos y, mirándola a los ojos, exclamó:

—¡Está muerto, Olga! ¡Muerto! ¡Muerto!

Fue como en las películas, cuando la imagen se congela y sale del tiempo. Le vinieron ganas de reir viendo la incredulidad con que Olga, sus cuñados, enfermeras y doctores lo miraban.

—Cállate, Pedro Livio —murmuró el doctor Damirón Ricart.

Todos se viraron hacia la puerta, porque en el pasillo había un tropel de pasos, gentes taconeando, sin importarles los avisos de «Silencio» que colgaban en las paredes. La puerta se abrió. Pedro Livio reconoció al instante, entre las siluetas militares, la cara fláccida, la doble papada, el mentón cortado y los ojos circundados por lóbulos protuberantes del coronel Johnny Abbes García.

—Buenas noches —dijo éste, mirando a Pedro Livio, pero dirigiéndose a los demás—. Salgan, hagan el favor. ¿El doctor Damirón Ricart? Usted quédese, doctor.

—Es mi marido —lloriqueó Olga, abrasándose a Pedro Livio—. Quiero estar con él.

—Sáquenla —ordenó Abbes García, sin mirarla.

Habían entrado más hombres al cuarto, caliés con revólveres en la cintura y militares con metralletas San Cristóbal al hombro. Entrecerrando los ojos, vio que se llevaban a Olga, sollozando («No le hagan nada, está encinta»), a Mary, y que su cuñado las seguía sin necesidad de empujones. LO miraban con curiosidad y un poco de asco. Reconoció al general Félix Hermida y al coronel Figueroa Carrión, a quien había conocido en el Ejército. Era el brazo derecho de Abbes García en el SIM, decían.

—¿Cómo está? —preguntó Abbes al médico, con voz timbrada y lenta.

—Grave,coronel —repuso el doctor Damirón Ricart—. El proyectil debe estar cerca del corazón, por el epigastrio. Le dimos medicamentos para contener la hemorragia y poder operarlo.

Muchos tenían cigarrillos y la habitación se llenó de humo. Qué ganas de fumar, de aspirar uno de esos mentolados Salem, de aroma refrescante, que fumaba Huáscar Tejeda y que ofrecía siempre en su casa Chana Díaz.

Tenía encima, rozándolo, la cara abotargada, los ojos de Párpados caídos, de tortuga, de Abbes García.

—¿Qué le pasa a usted? —lo OYÓ decir, suavemente.

—No sé —se arrepintió, su respuesta no podía ser más estúpida. Pero no se le ocurría nada.

—¿Quién le pegó esos balazos? —insistió Abbes García, sin alterarse.

Pedro Livio Cedeño quedó callado. Increíble que jamás hubieran pensado, en todos estos meses, mientras preparaban la ejecución de Trujillo, en una situación como la que vivía. En alguna coartada, en una evasiva para sortear un interrogatorio. «¡Qué pendejos!».

—Un accidente —volvió a arrepentirse de inventar algo tan tonto.

Abbes García no se impacientaba. Había un silencio erizado. Pedro Livio sentía, pesadas, hostiles, las miradas de los hombres que lo rodeaban. Los cabos de los cigarrillos se enrojecían cuando se los llevaban a la boca.

—Cuénteme ese accidente —dijo el jefe del SIM, en el mismo tono.

—Me dispararon al salir de un bar, desde un carro. No sé quién.

—¿De qué bar?

—El Rubio, en la calle Palo Hincado, por el parque Independencia.

En pocos minutos los caliés comprobarían que había mentido. ¿Y si sus amigos, incumpliendo el acuerdo de dar un tiro de gracia a quien quedara herido, le habían hecho un pésimo favor?

—¿Dónde está el jefe? —preguntó Johnny Abbes. Cierta emoción se había infiltrado en su interrogador.

—No sé —la garganta se le comenzaba a cerrar; otra vez perdía fuerzas.

—¿Está vivo? —preguntó el jefe del SIM. Y repitió—: ¿Dónde está?

Aunque sentía de nuevo mareo y el anuncio de un desmayo, Pedro Livio advirtió que, bajo su apariencia serena, el jefe del SIM hervía de inquietud. La mano con que se llevaba a la boca el cigarrillo se movía con torpeza, buscando los labios.

—Espero que en el infierno, si hay infierno —se oyó decir—. Ahí lo mandamos.

La cara de Abbes García, algo velada por el humo, tampoco se alteró esta vez; pero abrió la boca, como si le faltara aire. El silencio se había adensado. Perder las fuerzas, desmayarse de una vez.

—¿Quiénes? —Preguntó, muy suave—. ¿Quiénes lo mandaron al infierno?

Pedro Livio no respondió. Lo miraba a los ojos y él le sostenía la mirada, recordando su infancia, en Higuey, cuando en la escuela jugaban a quién pestañeaba primero. La mano del coronel se elevó, cogió el cigarrillo encendido de su boca, y, sin cambiar de expresión, lo aplastó contra su cara, cerca de su ojo izquierdo. Pedro Livio no gritó, no gimió. Cerró los párpados. El ardor era vivo; olía a carne chamuscada. Cuando los abrió, ahí seguía Abbes García. Aquello había comenzado.

—Estas cosas, si no se hacen bien, mejor no hacerlas —le oyó afirmar—. ¿Sabes quién es Zacarías de la Cruz? El chofer del Jefe. Vengo de hablar con él, en el Hospital Marión. Está peor que tú, cosido de balas de la cabeza a los pies. Pero, vivo. Ya ves, no les salió. Estás jodido. Tampoco vas a morir. Vas a vivir. Y contarme todo lo que pasó. ¿Quiénes estaban contigo, en la carretera?

Pedro Livio se hundía, flotaba, en cualquier momento comenzaría a vomitar. ¿No habían dicho Tony Imbert y Antonio que Zacarías de la Cruz estaba también requetemuerto? ¿Le mentía Abbes García para sonsacarle nombres? Qué estúpidos. Debieron asegurarse que el chofer del Chivo también estaba muerto.

—Imbert dijo que Zacarías estaba requetemuerto —Protestó. Curioso ser uno mismo y otro, a la vez

La cara del jefe del SIM se inclinó. Podía sentir su aliento, cargado de tabaco. Sus ojitos eran oscuros, con ribetes amarillos. Hubiera querido tener fuerzas para morder esos cachetes fláccidos. Al menos, para escupirlos.

—Se equivocó, sólo está herido —dijo Abbes García—. ¿Qué Imbert?

—Antonio Imbert —explicó él, devorado por la ansiedad—. ¿Entonces, me engañó? Coño, coño.

Detectó pasos, movimiento de cuerpos, los presentes se apretujaban alrededor de su cama. El humo disolvía las caras. Sentía asfixia, como si lo pisotearan en el pecho.

—Antonio Imbert y quién más —le decía, al oído, el coronel Abbes García. Se le escarapela la piel pensando que, esta vez, le aplastaría el cigarrillo en el ojo y lo dejaría tuerto—. ¿Imbert manda? ¿Él organizó esto?

—No, no hay jefes —balbuceó, temeroso de que las fuerzas no le permitieran acabar la frase—. Si hubiera, sería Antonio.

—¿Antonio qué?

—Antonio de la Maza —explicó—. Si hubiera, sería él, por supuesto. Pero, no hay jefes.

Hubo otro largo silencio. ¿Le habían dado pentotal sódico, por eso hablaba con tanta locuacidad? Pero, con pentotal uno quedaba dormido y él estaba despierto, sobreexcitado, con ganas de contar, de sacarse de adentro esos secretos que le mordían las entrañas. Seguiría contestando lo que le preguntaran, coño. Había murmullos, pisadas resbalaban sobre las baldosas. ¿Se iban? Una puerta abriéndose, cerrándose.

—¿Dónde están Imbert y Antonio de la Maza? —el jefe del SIM expulsó una bocanada de humo y a Pedro Livio le pareció que le entraba por la garganta y la nariz y le bajaba hasta las tripas.

—Buscando a Pupo, dónde mierda van a estar —¿tendría energías para terminar la frase? El maravillamiento de Abbes García, el general Félix Hermida y el coronel Figueroa Carrión era tan grande, que hizo un esfuerzo sobrehumano para explicarles lo que no entendían—: Si no ve el cadáver del Chivo, no moverá un dedo.

Habían abierto mucho los ojos y lo escudriñaban con desconfianza y pavor.

—¿Pupo Román? —ahora sí, Abbes García habla perdido la seguridad.

—¿El general Román Fernández? —repitió Figueroa Carrión.

—¿El jefe de las Fuerzas Armadas? —chilló el general Félix Hermida, demudado.

Pedro Livio no se extrañó de que aquella mano cayera de nuevo y le aplastara el cigarrillo encendido en la boca. Un gusto acre, a tabaco y ceniza en la lengua. No tuvo fuerzas para escupir ese desecho hediondo y quemante que le arañaba las encías y el paladar.

—Se ha desmayado, coronel —oyó murmurar al doctor Damirón Ricart—. Si no lo operamos, morirá.

—El que va a morir, si no lo reanima, es usted —repuso Abbes García, con sorda cólera—. Hágale una transfusión, lo que sea, pero que despierte. Este sujeto debe hablar. Reanímelo o le meto en el cuerpo todo el plomo de este revólver.

Puesto que hablaban así, no estaba muerto. ¿Habrían encontrado a Pupo Román? ¿Le mostrarían el cadáver? Si hubiera comenzado la revolución ni Abbes García, ni Félix Hermida, ni Figueroa Carrión rodearían su cama. Estarían presos o muertos, como los hermanos y sobrinos de Trujillo. Intentó en vano pedirles que le explicaran por qué no estaban presos o muertos. No le dolía el estómago; le ardían los párpados y la boca, por las quemaduras. Le ponían una inyección, le hacían aspirar un algodón que olía a mentol, como los Salem. Descubrió una botella con suero junto a su cama. Los oía y ellos creían que no.

—¿Será cierto? —Figueroa Carrión parecía más atemorizado que sorprendido—. ¿El ministro de las Fuerzas Armadas metido en esto? Imposible, Johnny.

—Sorprendente, absurdo, inexplicable —lo rectificó Abbes García—. Imposible, no.

—Por qué, para qué —subía el tono el general Félix ermida—. Qué puede ganar. Le debe al jefe todo lo que es, todo lo que tiene. Este pendejo suelta nombres para confundirnos.

Pedro Livio se retorció, tratando de incorporarse, para que supieran que no estaba grogui, ni muerto, y que había dicho la verdad.

—Ya no creerás que esto es una comedia del jefe para averiguar quiénes son leales y quiénes desleales, Félix —dijo Figueroa Carrión.

—Ya no —reconoció, apesadumbrado, el general Hermida—. Si estos hijos de puta lo han matado, qué coño va a pasar aquí.

El coronel Abbes García se tocó la frente:

—Ahora entiendo para qué me citó Román en el Cuartel General del Ejército. ¡Claro que está metido en esto! Quiere tener a mano a las personas de confianza del jefe para encerrarlas antes de dar el golpe. Si hubiera ido, ya estaría muerto.

—No me lo creo, coño —repetía el general Félix Hermida.

—Manda patrullas del SIM a cerrar el Puente Radhamés —ordenó Abbes García—. Que nadie del gobierno, y, sobre todo, los parientes de Trujillo, crucen el Ozama ni se acerquen a la Fortaleza 18 de Diciembre.

—El secretario de las Fuerzas Armadas, el general José René Román, el marido de Mireya Trujillo —monologaba, idiotizado, el general Félix Hermida—. Ya no entiendo nada de nada, carajo.

—Créelo, mientras no se demuestre que es inocente —dijo Abbes García—. Corre a prevenir a los hermanos del Jefe. Que se reúnan en el Palacio Nacional. No menciones a Pupo todavía. Diles que hay rumores de atentados. ¡Vuela! ¿Cómo está el sujeto? ¿Puedo interrogarlo?

—Se está muriendo, coronel —afirmó el doctor Damirón Ricart—. Como médico, mi deber…

—Su deber es callarse, si no quiere ser tratado como cómplice —Pedro Livio vio, otra vez, muy cerca, la cara del jefe del SIM. «No me estoy muriendo», pensó. «El doctor le mintió para que no me siga apagando colillas en la cara.»

—¿El general Román mandó matar al jefe? —otra vez, en la nariz y en la boca, el aliento picante del coronel—. ¿Es cierto eso?

—Lo están buscando para mostrarle el cadáver —se oyó gritar—. Así es él: ver para creer. Y, también, el maletín.

El esfuerzo lo dejó extenuado. Temió que los caliés estuvieran apagando en este mismo momento cigarrillos en la cara de Olga. Pobre, qué pena. Perdería el bebe, maldeciría haberse casado con el ex capitán Pedro Livio Cedeño.

Other books

Songs of the Earth by Elspeth,Cooper
Pride After Her Fall by Lucy Ellis
Dear Scarlett by Hitchcock, Fleur; Coleman, Sarah J;
Tarnished Image by Alton L. Gansky
Más allá y otros cuentos by Horacio Quiroga
Black Heart by Evernight Publishing
Stroke of Midnight by Sherrilyn Kenyon, Amanda Ashley, L. A. Banks, Lori Handeland
Desert Queen by Janet Wallach