Authors: Andrea Camilleri
—Comprendo.
—¡La que no comprende soy yo!
—Tenían intención de que la pringaras tú.
—No conozco la palabra.
—Mira. Luparello muere en el aprisco mientras está en compañía de una mujer que lo ha convencido para ir allí, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—Pues quieren hacer creer que aquella mujer fuiste tú. El bolso es tuyo, el collar y los vestidos que hay en la casa de Luparello también, tú sabes bajar por el Canneto... Por lo tanto, yo debería llegar a una única conclusión: esa mujer se llama Ingrid Sjostrom.
—Ya entiendo —dijo Ingrid. Contempló en silencio el vaso que sostenía en la mano y, de pronto, experimentó una sacudida—. No es posible.
—¿Qué?
—Que Giacomo estuviera de acuerdo con la gente que quiere que la pringue yo, como tú dices.
—Puede que lo hayan obligado a estar de acuerdo. La situación económica de tu marido no es muy buena, ¿sabes?
—Él no me ha dicho nada, pero yo lo sabía. Sin embargo, estoy segura de que, si lo ha hecho, no ha sido por dinero.
—De eso yo también estoy seguro.
—Pues entonces, ¿por qué?
—La explicación podría ser otra, es decir, que tu marido se haya visto obligado a involucrarte para salvar a una persona a la que aprecia más que a ti. Espera.
Montalbano se dirigió a la otra estancia, donde había un pequeño escritorio atestado de papeles, y cogió el fax que le había enviado Nicolò Zito.
—Pero salvar a otra persona, ¿de qué? —le preguntó Ingrid en cuanto regresó—. Si Silvio murió mientras hacía el amor, nadie tiene la culpa. No lo mataron.
—Proteger a esta persona, pero no de la ley, Ingrid, sino de un escándalo.
La mujer leyó el fax, primero con asombro y cada vez con mayor regocijo: cuando llegó a la historia del Club de Polo, soltó una sincera carcajada. Después se entristeció, dejó caer el papel sobre la cama e inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Era él, tu suegro, el hombre al que llevabas al domicilio de soltero de Luparello?
Para contestar, Ingrid tuvo que hacer un notable esfuerzo.
—Sí. Y veo que en Montelusa hablan de ello a pesar de que yo he hecho todo lo posible por evitarlo. Es lo más desagradable que me ha sucedido en Sicilia en todo el tiempo que llevo aquí.
—No es necesario que me cuentes los detalles.
—Quiero que sepas que no fui yo la que empezó. Hace dos años, mi suegro tenía que asistir a un congreso en Roma. Nos invitó a mí y a Giacomo, pero en el último momento mi marido no pudo ir. El insistió en que fuera yo, pues no había estado nunca en Roma. Todo fue muy bien, hasta que la última noche mi suegro entró en mi habitación. Estaba como enloquecido. Me acosté con él para calmarlo. Gritaba, me amenazaba. Durante el viaje de vuelta en avión, estuvo casi a punto de echarse a llorar y dijo que jamás volvería a ocurrir. Ya sabes que vivimos en el mismo edificio, ¿verdad? Bueno, pues una tarde en que mi marido había salido y yo estaba en la cama, mi suegro se presentó en mi habitación como aquella noche, temblando de pies a cabeza. Tuve miedo como la otra vez. La criada estaba en la cocina... Al día siguiente le dije a Giacomo que quería cambiar de casa. Él se sorprendió, yo insistí, y discutimos. Volví a plantearle el tema varias veces, y cada vez me contestó que no. Desde su punto de vista, él tenía la razón. Entretanto, mi suegro insistía, me besaba, me tocaba siempre que podía, a riesgo de que lo viera su mujer o Giacomo. Por eso le pedí a Silvio que me prestara de vez en cuando su casa.
—¿Tu marido sospecha algo?
—No lo sé, no se me ha ocurrido pensarlo. Algunas veces me parece que sí y otras me convenzo de que no.
—Una pregunta más, Ingrid. Al llegar a Capo Massaria, mientras abrías la puerta, me dijiste que, de todos modos, dentro no encontraría nada. Y, cuando viste que dentro todo estaba como siempre, te llevaste una sorpresa. ¿Alguien te había asegurado que habían sacado todo lo que había en la casa de Luparello?
—Sí, me lo había dicho Giacomo.
—Entonces, ¿tu marido lo sabía?
—Espera, no me líes. Cuando Giacomo me dijo lo que tendría que decir en caso de que me preguntaran los del seguro, o sea, que había estado con él en el aprisco, a mí me preocupaba otra cosa: el hecho de que, una vez muerto Silvio, más tarde o más temprano alguien descubriría la casita, donde estaban mis vestidos, mi bolso y otras cosas mías.
—¿Quién crees que hubiera podido encontrarlos?
—Pues no sé, la policía, su familia... Entonces, se lo conté todo a Giacomo, pero le mentí. No le dije nada de su padre, le di a entender que allí me reunía con Silvio. Por la noche, me explicó que estaba todo arreglado, que un amigo se encargaría de todo y que, si alguien descubría la casita, sólo encontraría las paredes encaladas. Y yo le creí. ¿Qué te ocurre?
—¿Cómo que qué me ocurre?
—Te tocas constantemente la nuca.
—Ah, sí. Me duele. Debe de ser de la bajada por el Canneto. ¿Qué tal va el tobillo?
—Mejor, gracias.
Ingrid se echó a reír. Pasaba de un estado de ánimo a otro con la misma facilidad que los niños.
—¿De qué te ríes?
—Tu nuca, mi tobillo... Parecemos dos pacientes hospitalizados.
—¿Te sientes con ánimos para levantarte?
—Si por mí fuera, me quedaría aquí hasta mañana por la mañana.
—Tenemos otras cosas que hacer. Vístete. ¿Puedes conducir?
El lenguado rojo de Ingrid aún estaba en el aparcamiento del bar Marinella. Por lo visto, debía parecer demasiado comprometedor robarlo, ya que no había muchos en Montelusa y provincia.
—Coge tu coche y sígueme —dijo Montalbano—. Volvemos a Capo Massaria.
—¡Dios mío! ¿Para qué?
Ingrid se enfadó, pues no le apetecía regresar allí, y el comisario lo comprendía muy bien.
—En tu propio interés.
A la luz de los faros, que inmediatamente apagó, el comisario observó que la verja de la casa estaba abierta. Bajó y se acercó al automóvil de Ingrid.
—Espérame aquí. Apaga las luces. ¿Recuerdas si al salir, cerramos la verja?
—No lo recuerdo muy bien, pero creo que sí.
—Da la vuelta al coche, pero procura hacer el menor ruido posible.
La mujer realizó la maniobra. Ahora, el morro del automóvil apuntaba hacia la carretera provincial.
—Escúchame bien. Voy a bajar. Tú quédate aquí y aguza el oído. Si me oyes gritar o ves algo raro, no pierdas el tiempo pensando, ponte en marcha y vuelve a casa.
—¿Crees que hay alguien dentro?
—No lo sé. Tú haz lo que te digo.
Montalbano sacó de su coche el bolso bandolera y la pistola. Se alejó, procurando pisar con cuidado, y bajó por los peldaños. Esta vez la puerta de la casa se abrió sin ofrecer resistencia y sin ruido. Cruzó el umbral, empuñando la pistola. El salón estaba débilmente iluminado por el reflejo del mar. Abrió de una patada la puerta del cuarto de baño e hizo lo mismo con las demás, sintiéndose, en clave cómica, un héroe de ciertas películas americanas. En la casa no había nadie, y tampoco se veía la menor señal de que alguien hubiera estado. No tardó mucho en convencerse de que él mismo había olvidado cerrar la verja. Abrió el ventanal del salón y miró hacia abajo. En aquel lugar, Capo Massaria se proyectaba hacia el mar como la proa de un barco, y el agua debía de ser muy profunda. Metió en el bolso unos cuantos cubiertos de plata y un pesado cenicero de cristal, le dio vueltas por encima de su cabeza y lo arrojó lejos. No sería fácil que lo encontraran. Después sacó del armario del dormitorio todas las pertenencias de Ingrid. Salió y comprobó que la puerta de la casa estuviera bien cerrada. En cuanto apareció en lo alto de los peldaños, fue alcanzado por la luz de los faros del automóvil de Ingrid.
—Te había dicho que mantuvieras los faros apagados. ¿Y por qué le has dado nuevamente la vuelta al coche?
—Si hubiera habido problemas, no quería dejarte solo.
—Aquí tienes tus vestidos.
Ella los cogió y los colocó en el asiento del copiloto.
—¿Y el bolso?
—Lo he arrojado al mar. Ahora, vuelve a casa. Ya no tienen nada con que involucrarte.
Ingrid bajó del coche, se acercó a Montalbano y le dio un abrazo. Permaneció un rato con la cabeza apoyada contra su pecho. Después, sin mirarlo, volvió a subir a su vehículo, lo puso en marcha y se fue.
La entrada del puente del Canneto estaba casi bloqueada por un automóvil estacionado y un hombre que, con los codos apoyados en la capota, se cubría el rostro con las manos y se balanceaba levemente.
—Pero ¿qué es eso? —preguntó Montalbano, frenando.
El hombre se volvió. Tenía la cara cubierta por la sangre que le manaba de una enorme herida justo en el centro de la frente.
—Un cabrón —contestó el hombre.
—No entiendo, explíquese mejor.
Montalbano bajó del automóvil y se acercó a él.
—Yo circulaba tranquilamente, cuando un hijo de puta, al adelantarme, por poco me echa de la carretera. Entonces, indignado, lo he perseguido tocando el claxon y con las luces largas. De repente, el tío ha frenado y se ha quedado atravesado en la carretera. Luego, ha bajado del coche con algo en la mano. Yo estaba acojonado, pensaba que era un arma. El tío se ha acercado a mi coche —yo llevaba la ventanilla abierta— y, sin decir palabra, me ha atizado fuertemente con el objeto, que entonces he visto que era una llave inglesa.
—¿Necesita ayuda?
—No, ya ha dejado de salir sangre.
—¿Quiere poner una denuncia?
—No me haga reír. Me duele la cabeza.
—¿Quiere que lo acompañe al hospital?
—¿Quiere hacer el favor de ocuparse de sus asuntos?
¿Cuánto tiempo hacía que no dormía por la noche como Dios manda? Ahora, experimentaba en la parte posterior del coco un dolor que no le daba tregua. No sentía alivio ni tendido boca arriba, ni boca abajo. Daba igual, el dolor lo seguía acosando, sordo, molesto, sin punzadas agudas, lo cual puede que fuera peor. Encendió la luz. Eran las cuatro. En la mesilla de noche estaban todavía el tubo de pomada y el rollo de gasa que había utilizado con Ingrid. Los cogió y, delante del espejo del cuarto de baño, se aplicó un poco de pomada, pensando que quizá lo aliviaría; después se vendó el cuello con la gasa y la fijó con un trozo de esparadrapo. Le pareció que el vendaje estaba demasiado apretado, pues le costaba mover la cabeza. Fue entonces cuando un cegador flash le estalló en el cerebro, oscureciendo incluso la luz del cuarto de baño. De pronto, se vio convertido en un personaje de cómic que tenía ojos de rayos X, con los que podía ver incluso el interior de las cosas.
En el instituto había un viejo cura que les daba clase de religión. «La verdad es luz», les dijo un día el cura.
Montalbano era un alumno muy bromista que estudiaba poco y siempre se sentaba en el último banco.
«Eso quiere decir que, si en una familia, todos dicen la verdad, ahorran en el recibo de la luz.»
Aquel comentario en voz alta le había valido la expulsión de clase.
Ahora, treinta y tantos años después, le pidió mentalmente perdón al viejo cura.
—¡Qué mala cara tiene! —exclamó Fazio en cuanto lo vio entrar en la comisaría—. ¿No se encuentra bien?
—Déjame en paz —fue la respuesta de Montalbano—. ¿Hay noticias de Gambardella? ¿Lo habéis encontrado?
—Nada. Ha desaparecido. Yo ya me he hecho a la idea de que lo vamos a encontrar en el campo, devorado por los perros.
Algo en la voz del sargento intranquilizó a Montalbano, que lo conocía desde hacía muchos años.
—¿Qué ocurre?
—Pues que Gallo se ha tenido que ir a urgencias. Se ha hecho daño en el brazo, nada serio.
—¿Cómo ha sido?
—Con el vehículo de servicio.
—¿Corría más de la cuenta? ¿Se ha pegado un trompazo?
—Sí.
—¿Qué pasa? ¿Hace falta una comadrona para sacarte las palabras de la boca?
—Bueno, lo envié al mercado del pueblo porque se había producido una reyerta. Salió pitando, ya sabe usted cómo es, ha derrapado y se la ha pegado contra un poste. El coche lo han remolcado a nuestro parque móvil de Montelusa y nos han dado otro.
—Dime la verdad, Fazio: ¿nos habían rajado los neumáticos?
—Sí.
—¿Y no los ha mirado primero, como le he aconsejado mil veces que hiciera? ¿No queréis comprender que rajarnos los neumáticos es el deporte nacional de esta mierda de país? Dile que hoy no se presente en el despacho, porque, si lo veo, le parto el culo.
Entró en su despacho y cerró de un portazo. Estaba furioso de verdad. Rebuscó en una caja de hojalata en la que guardaba toda clase de cosas, desde sellos hasta botones, y encontró la llave de la vieja fábrica. Se fue sin despedirse.
Sentado en la viga podrida junto a la que había encontrado el bolso de Ingrid, contemplaba algo que la otra vez le había parecido un objeto indefinible, una especie de empalme para tubos, y que ahora podía identificar con toda claridad: un collarín anatómico, aparentemente nuevo, a pesar de que se veía que alguien lo había utilizado. Por una especie de sugestión, le volvió a doler la nuca. Se levantó, cogió el collarín, abandonó la vieja fábrica y regresó a la comisaría.
—¿Comisario? Soy Stefano Luparello.
—Dígame, ingeniero.
—El otro día le dije a mi primo Giorgio que usted quería verlo esta mañana a las diez. Pero justo hace cinco minutos que me ha llamado mi tía, su madre. No creo que Giorgio pueda venir, tal como era su intención.
—¿Qué ha ocurrido?
—No lo sé muy bien, pero por lo visto se ha pasado toda la noche fuera de casa, eso ha dicho mi tía. Ha regresado hace poco, sobre las nueve, y su estado es lamentable.
—Perdone, ingeniero, pero me parece que su madre me dijo que el chico vivía con ustedes.
—Sí, pero sólo hasta la muerte de mi padre. Después se fue a su casa. En la nuestra, sin papá, se sentía incómodo. En cualquier caso, mi tía ha llamado al médico, y éste le ha inyectado un sedante. Ahora duerme como un tronco. A mí me da pena, ¿sabe? Puede que estuviera demasiado apegado a papá.
—Comprendo. Si ve a su primo, dígale que necesito hablar con él. Pero sin prisas, no es nada importante, cuando pueda.
—Lo haré sin falta. Ah, mamá, que está a mi lado, me dice que lo salude de su parte.
—Salúdela de la mía. Dígale que yo... Su madre es una mujer extraordinaria, ingeniero. Dígale que siento un profundo respeto por ella.