Authors: Andrea Camilleri
—Que estaba desnudo cuando lo sorprendieron y que lo obligaron a vestirse a toda prisa. Y sólo podía estar desnudo en la casita de Capo Massaria. Por eso le he entregado las llaves. Se lo repito: ha sido un acto criminal contra la imagen de mi marido, pero logrado sólo a medias. Querían convertirlo en un cerdo para ofrecérselo como alimento a los cerdos. Hubiera sido mejor que no muriera, pues, manteniendo los hechos en secreto, habrían podido hacer con él lo que quisieran. Pero el plan ha sido en parte un éxito: todos los hombres de mi marido han sido excluidos del nuevo directorio. Sólo «Rizzo» se ha salvado; es más, ha salido ganando.
—¿Y eso cómo es posible?
—A usted le corresponde averiguarlo, si le apetece. O bien puede dar por buena la forma que le han dado al agua.
—No entiendo, perdone.
—Yo no soy siciliana, nací en Grosseto y me trasladé a vivir a Montelusa cuando nombraron gobernador a mi padre. Poseíamos un trozo de tierra y una casa en la ladera del Amiata, y allí pasábamos las vacaciones. Tenía un amigo más pequeño que yo, hijo de campesinos. Yo debía de tener unos diez años. Un día vi que mi amigo había colocado en el borde del pozo un cuenco, una taza, una tetera y una caja cuadrada de hojalata, todos llenos de agua, y los estaba observando atentamente.
«—¿Qué haces? —le pregunté.
»—¿Qué forma tiene el agua?
»—¡El agua no tiene ninguna forma! —le contesté entre risas—. Toma la forma que le dan.»
En aquel momento, se abrió la puerta del estudio y apareció un «ángel».
El ángel —en aquel momento Montalbano no supo definirlo de otra manera— era un joven de unos veinte años, alto, rubio, muy moreno de piel, de cuerpo perfecto y aire efébico. Un oportuno rayo de sol se había apresurado a inundarlo de luz en el umbral para acentuar los apolíneos rasgos de su rostro.
—Tía, ¿puedo pasar?
—Pasa, Giorgio, pasa.
Mientras el joven se acercaba al sofá ingrávidamente, como si sus pies no rozaran el suelo, siguiendo un tortuoso camino casi en espiral y rozando los objetos que tenía al alcance de la mano, mejor dicho, acariciándolos con dulzura, Montalbano captó la mirada de la señora, instándolo a guardar en el bolsillo la fotografía que sostenía en la mano. Obedeció, al tiempo que la viuda guardaba rápidamente las fotografías restantes en el sobre amarillo y lo dejaba a su lado en el sofá. Cuando el joven estuvo más cerca, el comisario observó que sus ojos azules estaban enrojecidos por el llanto y marcados por las ojeras.
—¿Cómo te encuentras, tía? —preguntó el joven con voz casi cantarina, arrodillándose con elegancia junto a la mujer para apoyar la cabeza en su regazo.
En la memoria de Montalbano apareció de repente, como iluminado por un potente reflector, un cuadro que había visto una vez no recordaba dónde: el retrato de una dama inglesa con un lebrel en la misma posición que acababa de adoptar el joven.
—Éste es Giorgio —dijo la señora—. Giorgio Zicari, hijo de mi hermana Elisa, casada con el penalista Ernesto Zicari. Puede que usted lo conozca.
Mientras hablaba, la señora acariciaba el cabello del muchacho. Giorgio no dio señales de haber comprendido las palabras, visiblemente absorto en su devastador sufrimiento; ni siquiera se volvió a mirar al comisario. Por otra parte, la señora se había guardado mucho de decirle al sobrino quién era Montalbano y qué hacía en aquella casa.
—¿Has conseguido dormir esta noche?
Por toda respuesta, Giorgio sacudió la cabeza.
—Pues entonces, haz una cosa. ¿Has visto que el doctor Capuano anda por la casa? Búscalo, pídele que te recete un buen somnífero y acuéstate.
Sin abrir la boca, Giorgio se levantó, levitó sobre el suelo con su singular movimiento en espiral y desapareció al otro lado de la puerta.
—Tiene que perdonarlo —dijo la señora—. Giorgio es sin la menor duda la persona que más ha sufrido y sufre la desaparición de mi marido. Verá, yo quise que mi hijo estudiara y se labrara una posición independiente de su padre, fuera de Sicilia. Y puede que usted adivine los motivos. Como consecuencia de ello, en lugar de a Stefano, mi marido entregó todo su afecto al sobrino, y éste le correspondió hasta la idolatría, pues se vino incluso a vivir con nosotros, con gran disgusto de mi hermana y de su marido, que se sintieron abandonados.
La señora se levantó y Montalbano siguió su ejemplo.
—Le he dicho, señor comisario, todo lo que consideraba conveniente decirle. Sé que estoy en manos honradas. Si lo cree oportuno, téngame informada a cualquier hora del día o de la noche. No se tome la molestia de ahorrarme detalles. Soy lo que se dice una mujer fuerte. En cualquier caso, obre según su conciencia.
—Señora, una pregunta que me preocupa desde hace algún tiempo. ¿Por qué no se tomó la molestia de denunciar la desaparición de su marido...? Me explico mejor: ¿no le extrañó que su marido no regresara a casa aquella noche? ¿Había ocurrido otras veces?
—Sí, había ocurrido. Pero la verdad es que el domingo por la noche me había llamado para advertírmelo.
—¿Desde dónde?
—No lo sé. Me dijo que regresaría muy tarde. Tenía una reunión importante. Cabía incluso la posibilidad de que se viera obligado a pasar la noche fuera.
Le tendió la mano a Montalbano y, sin saber por qué, el comisario la estrechó entre las suyas y la besó.
* * *
En cuanto salió, utilizando como al entrar la puerta trasera de la casa, vio a Giorgio sentado en un cercano banco de piedra, doblado por la mitad y sacudido por unos temblores convulsivos. Preocupado, Montalbano se le acercó y vio que las manos del joven se abrían dejando caer el sobre amarillo y las fotografías, que se diseminaron por el suelo. Movido sin duda por una curiosidad gatuna, el muchacho se había apoderado de ellas mientras estaba acurrucado junto a su tía.
—¿Se encuentra mal?
—¡Así no, Dios mío, así no!
Giorgio hablaba con voz pastosa, tenía los ojos empañados y ni siquiera se había percatado de la presencia del comisario. Fue un momento, e inmediatamente se tensó, cayendo hacia atrás desde el banco sin respaldo. Montalbano se arrodilló a su lado tratando de inmovilizar aquel cuerpo estremecido por los espasmos, mientras una espesa saliva blanca asomaba por las comisuras de su boca.
Stefano Luparello apareció en la puerta de la casa, y, al mirar a su alrededor, descubrió la escena y se acercó corriendo.
—Salía para despedirme. ¿Qué ocurre?
—Un ataque epiléptico, creo.
Ambos intentaron que, en el paroxismo de la crisis, Giorgio no se cortara la lengua con los dientes ni se golpeara violentamente la cabeza. Después, el joven se calmó y se estremeció suavemente.
—Ayúdeme a trasladado dentro —dijo el ingeniero.
La criada, la misma que había abierto la puerta al comisario, se presentó en cuanto el ingeniero la llamó.
—No quisiera que mamá lo viera en este estado.
—Vengan conmigo —dijo la muchacha.
Avanzaron con dificultad por un pasillo distinto al que había recorrido el comisario a su llegada. Montalbano sujetaba a Giorgio por las axilas y Stefano por los pies. Al llegar al ala del edificio reservada a la servidumbre, la muchacha abrió una puerta. Depositaron al joven en la cama, respirando afanosamente a causa del esfuerzo. Giorgio parecía haberse sumido en un profundísimo sueño.
—Ayúdenme a desnudarlo —dijo Stefano. Sólo cuando el joven se quedó en calzoncillos y camiseta, Montalbano observó que, desde la base del cuello hasta la parte inferior de la barbilla, la piel era blanca y diáfana y contrastaba fuertemente con el rostro y el pecho tostados por el sol.
—¿Sabe por qué no está moreno en esta zona? —le preguntó al ingeniero.
—No lo sé —contestó Stefano—, regresé a Montelusa justo el lunes por la tarde, después de varios meses de ausencia.
—Yo sí —terció la doncella—. El señorito se hizo daño, sufrió un accidente de automóvil. No hace ni una semana que se quitó el collarín.
—Cuando se recupere y esté en condiciones de comprender —le dijo Montalbano a Stefano—, dígale que, mañana por la mañana, a las diez, se acerque un momento a mi despacho de Vigàta.
Después regresó al banco de piedra, recogió del suelo el sobre y las fotografías en las que Stefano no había reparado y se lo guardó todo en el bolsillo.
Desde la curva Sanfilippo había unos cien metros hasta Capo Massaria, pero el comisario no veía la casita que, según las indicaciones que le había dado la señora Luparello, tendría que estar justo en el extremo del cabo. Volvió a ponerse en marcha, circulando muy despacio. Cuando llegó a la altura del cabo, descubrió entre los achaparrados y frondosos árboles un sendero que se apartaba de la carretera provincial. Lo enfiló, y poco después vio que quedaba cortado por una verja, la única entrada que había en el largo muro construido sin argamasa que aislaba por completo la parte del cabo que se precipitaba sobre el mar. La llave entraba en la cerradura. Montalbano dejó el coche al lado de la verja y se adentró por un estrecho sendero de jardín, hecho con bloques de toba hundidos en la tierra. Al llegar al final del camino, bajó por unos peldaños, también de toba, que terminaban en una especie de rellano en el que se veía la puerta de la casa. La casita apenas era visible desde tierra por estar construida como un nido de águila o como algunos refugios de montaña, en el mismo borde de la roca.
Al entrar en la casa, se encontró en un espacioso salón que daba al mar, mejor dicho, suspendido sobre el mar: un ventanal de pared a pared hacía que uno tuviera la sensación de estar en el puente de un barco. Todo estaba en perfecto orden. En un rincón, había una mesa de comedor y cuatro sillas; de cara al ventanal, un sofá y dos sillones, y adosado a la pared, un aparador ochocentista lleno de vasos, platos, botellas de vino y licor, y un televisor con vídeo. Sobre una mesa baja de centro, estaban alineadas varias cintas de películas porno y de otro tipo. En el salón se abrían tres puertas; la primera correspondía a una cocina pequeña e impecablemente limpia, con los estantes llenos de alimentos y un frigorífico medio vacío, exceptuando algunas botellas de champán y de vodka. El cuarto de baño, bastante espacioso, olía a formol. En la repisa de debajo del espejo había una maquinilla eléctrica de afeitar, desodorantes y un frasco de agua de colonia. En el dormitorio, cuyo ventanal daba también al mar, una cama de matrimonio con las sábanas limpias, dos mesillas de noche, en una de las cuales descansaba el teléfono, y un armario de tres puertas. En la pared, sobre la cabecera de la cama, un dibujo de Emilio Greco: un desnudo muy sensual. Montalbano abrió el cajón de la mesilla de noche donde estaba el teléfono, a cuyo lado dormiría seguramente el ingeniero. Tres preservativos, un bolígrafo, un cuaderno de apuntes con las hojas en blanco... Experimentó un sobresalto al ver la pistola —una siete sesenta y cinco cargada—, justo en el fondo del cajón. El de la otra mesilla estaba vacío. Abrió la puerta de la izquierda del armario y vio dos trajes de hombre. En el primer cajón, una camisa, tres calzoncillos, pañuelos y una camiseta. Examinó los calzoncillos: la señora tenía razón, la marca estaba en el interior de la parte de atrás. En el segundo cajón, un par de mocasines y unas zapatillas. En el espejo que cubría la puerta central del armario se reflejaba la cama. Aquella sección del armario estaba dividida en tres repisas; la de arriba y la del centro contenían, sin orden ni concierto, sombreros, revistas italianas y extranjeras unidas por el denominador común de la pornografía, un vibrador y unas sábanas y unas fundas de almohada de repuesto. En la parte inferior, había tres pelucas femeninas, colocadas en sus correspondientes soportes: una rubia, una morena y otra pelirroja. Puede que formaran parte de los juegos eróticos del ingeniero. La mayor sorpresa se la llevó al abrir la puerta de la derecha: dos elegantes vestidos de mujer colgaban de sendas perchas. Había también dos pantalones vaqueros y unas cuantas blusas. En un cajón, unas bragas tipo biquini y ningún sujetador. El otro cajón estaba vacío. Mientras se inclinaba para examinarlo mejor, Montalbano comprendió qué era lo que tanto le había llamado la atención. No se trataba de la existencia de vestidos de mujer sino del perfume que de ellos emanaba, el mismo que había percibido, sólo que más vagamente, en la vieja fábrica al abrir el bolso que encontró.
No había nada más que ver; sólo por si acaso, se agachó para mirar debajo de los muebles. Una corbata se había enrollado alrededor de una de las patas posteriores de la cama. La cogió, recordando que el ingeniero tenía el cuello de la camisa desabrochado cuando lo encontraron. Sacó las fotografías del bolsillo, y comprendió que, por su color, la corbata hubiera combinado muy bien con el traje que el ingeniero llevaba en el momento de su muerte.
En la comisaría encontró a Germanà y Galluzzo muy alterados.
—¿Y el sargento?
—Fazio se ha ido con los demás a la gasolinera, la que hay en el camino de Marinella. Ha habido un tiroteo.
—Voy para allá ahora mismo. ¿Ha llegado algo para mí?
—Sí, un paquete de parte del
dottor
Jacomuzzi.
Lo abrió, era la joya. Volvió a cerrar el paquete.
—Germanà, tú ven conmigo, vamos a la gasolinera. Me dejas allí y te vas con mi coche a Montelusa. Por el camino te diré lo que tienes que hacer.
Entró en su despacho y llamó al abogado Rizzo. Le comunicó que el collar ya estaba en camino y le dijo que le entregara al mismo agente el cheque de los diez millones de liras.
Mientras se dirigían al lugar del tiroteo, el comisario le dijo a Germanà que no le diera el paquete a Rizzo hasta que tuviera el cheque en el bolsillo, y que el cheque se lo debía llevar, y le dio la dirección, a Saro Montaperto, encareciéndole que fuera a cobrarlo en cuanto abrieran el banco, a las ocho de la mañana del día siguiente. No sabía explicarse por qué razón —y tal circunstancia lo molestaba enormemente—, pero intuía que el asunto Luparello estaba a punto de tocar a su fin.
—¿Después vuelvo a recogerlo a la gasolinera?
—No, vete a la comisaría. Yo utilizaré el vehículo de servicio.
El coche de la policía y un automóvil particular bloqueaban los accesos a la gasolinera. En cuanto descendió de su coche, y mientras Germanà tomaba el camino de Montelusa, el comisario aspiró un fuerte olor a gasolina.
—¡Vigile dónde pone los pies! —le gritó Fazio.