Authors: Andrea Camilleri
—Porque mi mujer me pone los cuernos.
Montalbano se lo esperaba todo menos aquella respuesta. El hombre pasaba con toda seguridad de los ochenta.
—¿Qué edad tiene su mujer?
—Pongamos que ochenta. Yo he cumplido ochenta y dos.
Un diálogo absurdo en una situación igualmente absurda. El comisario no tuvo ánimos para seguir.
Cogió al hombre del brazo y lo obligó a regresar al pueblo. Justo en aquel momento, como si la situación no fuera suficientemente delirante, el hombre se presentó.
—¿Permite? Soy Giosue Contino. He sido maestro de primaria. ¿Y usted quién es? Siempre y cuando me lo quiera decir, naturalmente.
—Me llamo Salvo Montalbano y soy el comisario de las fuerzas del orden de Vigàta.
—¿Ah, sí? Pues mire, me viene usted que ni pintado. Dígale a la muy puta de mi mujer que no me ponga los cuernos con Agatino De Francesco porque, de lo contrario, el día menos pensado yo hago un disparate.
—¿Y quién es ese tal De Francesco?
—Antes trabajaba de cartero. Es más joven que yo, tiene setenta y seis años, y su pensión es una vez y media más grande que la mía.
—¿Está usted seguro de que eso que dice no son simples sospechas?
—Son verdades como puños. Tan ciertas como el Evangelio. Todas las tardes, después de comer, tanto si llueve como si luce el sol, De Francesco va a tomarse un café al bar que se encuentra justo debajo de mi casa.
—¿Y qué?
—¿Usted cuánto tarda en tomarse un café?
Por un instante, Montalbano se dejó llevar por la sosegada locura del viejo maestro.
—Depende. Si estoy de pie...
—¿Cómo que de pie? ¡Sentado!
—Pues, depende de si me he citado con alguien y tengo que esperar, o de si simplemente quiero pasar el rato.
—No, queridísimo amigo, éste se sienta allí sólo para mirar a mi mujer, que también lo mira a él, y no pierden ocasión de hacerlo.
Entretanto, ya habían llegado al pueblo.
—¿Dónde vive, señor maestro?
—Al final del paseo, en la plaza Dante.
—Vamos por la calle de atrás, será mejor.
Montalbano no quería que el viejo empapado de agua y temblando de frío llamara la atención y suscitara preguntas entre los vigateses.
—¿Quiere usted subir? ¿No le apetece un café? —preguntó el maestro, sacando del bolsillo las llaves del portal.
—No, gracias. Cámbiese de ropa, señor maestro, y séquese bien.
Aquella misma tarde mandó llamar a De Francesco, el ex cartero, un viejecito antipático y menudo que reaccionó airadamente y con voz chillona a los consejos del comisario.
—¡Yo el café me lo tomo donde me sale de las narices! ¿Qué pasa? ¿Es que acaso está prohibido ir al bar que está debajo de la casa de este arteriosclerótico de Contino? Me sorprende que usted, que debería representar la ley, me venga con estas historias.
* * *
—Todo ha terminado —le dijo el guardia urbano que mantenía apartados a los mirones del portal de la plaza Dante. Delante de la puerta del apartamento, el sargento Fazio extendió los brazos. Las habitaciones estaban impecablemente ordenadas y limpias como los chorros del oro. El maestro Contino yacía sentado en un sillón, con una pequeña mancha de sangre a la altura del corazón. El revólver estaba en el suelo al lado del sillón, un antiquísimo Smith and Wesson de cinco disparos que debía de pertenecer por lo menos a la época de Buffalo Bill y que, por desgracia, seguía funcionando. La mujer, por su parte, estaba tendida en la cama, también con una pequeña mancha de sangre a la altura del corazón y un rosario en las manos. Parecía que había estado rezando antes de permitir que el marido la matara. Una vez más, Montalbano pensó en el jefe superior de policía, que esta vez tenía razón: allí la muerte había encontrado su dignidad.
Nervioso y huraño, dictó al sargento las disposiciones necesarias y lo dejó allí a la espera del juez. Además de una repentina tristeza, experimentaba un leve remordimiento: ¿y si hubiera actuado con más prudencia con el maestro, si hubiera avisado a su debido tiempo a los amigos de Contino, a su médico?
* * *
Dio un largo paseo por el puerto y por el muelle de levante, su preferido, y, ya más tranquilo, regresó al despacho. Encontró a Fazio fuera de sí.
—¿Qué hay, qué ha ocurrido? ¿No ha llegado todavía el juez?
—Sí, ha llegado y ya se han llevado los cadáveres.
—Pues entonces, ¿qué te pasa?
—Me pasa que, mientras medio pueblo contemplaba al maestro Contino pegando tiros, unos cabrones han aprovechado para limpiar dos apartamentos de arriba abajo. Ya he mandado a cuatro de los nuestros. Le estaba esperando para ir yo también.
—Anda, vete. Ya me quedo yo aquí.
Decidió que había llegado el momento de poner toda la carne en el asador; la trampa que le rondaba por la cabeza tenía que dar necesariamente resultado.
—¿Jacomuzzi?
—¡Pero bueno! ¿A qué vienen tantas prisas! Aún no me han dicho nada de tu collar. Es muy pronto todavía.
—Sé muy bien que aún no puedes estar en condiciones de decirme nada, me doy perfecta cuenta.
—Pues entonces, ¿qué quieres?
—Pedirte la máxima discreción. La historia del collar no es tan sencilla como parece y puede conducir a desenlaces imprevisibles.
—¡Me ofendes! ¡Si tú me dices que no hable de una cosa, yo no se lo digo ni a Dios!
* * *
—¿Ingeniero Luparello? Siento muchísimo no haber podido ir hoy a su casa. Créame que me ha sido del todo imposible. Le ruego que presente mis disculpas a su madre.
—Espere un momento, comisario. Montalbano esperó pacientemente.
—¿Comisario? Mamá dice que, si le va bien, mañana a la misma hora.
Le iba bien, y lo confirmó.
Regresó a casa muy cansado y con intención de acostarse enseguida, pero casi mecánicamente, pues era una especie de tic, encendió el televisor. El presentador de Televigata, tras haber comentado el acontecimiento del día —un tiroteo entre mafiosos de poca monta en las afueras de Milán—, anunció que en Montelusa se había reunido la secretaría provincial del partido al que pertenecía (o, mejor dicho, había pertenecido) el ingeniero Luparello. Una reunión extraordinaria que en tiempos menos revueltos que los presentes, y por obligado respeto al difunto, se hubiera celebrado por lo menos pasados treinta días de la desaparición. Pero, tal como estaban las cosas, las turbulencias de la situación política exigían decisiones rápidas y brillantes. Así pues, habían elegido por unanimidad como secretario provincial al doctor Angelo Cardamone, jefe del servicio de traumatología del hospital de Montelusa, un hombre que a menudo había chocado con Luparello en el seno del partido, pero siempre con valentía y lealtad, a cara descubierta. Este contraste de pareceres, añadía el presentador, se podía resumir en los siguientes términos: mientras que el ingeniero era partidario del mantenimiento del cuatripartito, pero con la entrada de fuerzas vírgenes no desgastadas por la política (léase: todavía no alcanzadas por escándalos de corrupción), el traumatólogo se mostraba partidario de un diálogo con la izquierda, cauto y prudente, por supuesto. El cargo electo había recibido telegramas y llamadas de felicitación, incluso desde la oposición. En la entrevista que le habían hecho, Cardamone se había mostrado emocionado, pero decidido; había declarado que se esforzaría al máximo para no desmerecer la confianza que habían depositado en él ni la sagrada memoria de su predecesor, y había terminado diciendo que entregaría al renovado partido «su diligente trabajo y su ciencia».
—Menos mal que la entregará al partido —no pudo por menos que comentar Montalbano, siendo así que la ciencia de Cardamone, quirúrgicamente hablando, había producido en la provincia un número de lisiados muy superior al que generalmente deja tras de sí un violento terremoto.
Las palabras que inmediatamente después añadió el presentador hicieron levantar las orejas al comisario. Para que el doctor Cardamone pudiera seguir en línea recta su camino, sin renegar de los principios y de los hombres que representaban lo mejor de la actividad política del difunto ingeniero, los miembros de la secretaría habían rogado al abogado Pietro Rizzo, heredero espiritual de Luparello, que prestara todo su apoyo al nuevo secretario. Tras unas comprensibles reticencias suscitadas por los onerosos deberes que el inesperado cargo entrañaría, Rizzo se había dejado convencer y había aceptado. En la entrevista que Televigata le dedicaba, el abogado declaraba, también muy emocionado, que había tenido que echarse sobre los hombros aquella pesada carga por fidelidad a la memoria de su maestro y amigo, cuyo santo y seña siempre había sido el mismo: servir. Montalbano se quedó atónito: pero ¿cómo? ¿El nuevo secretario tragaba con la presencia oficial del que había sido el más fiel colaborador de su principal adversario? Sin embargo, la sorpresa duró muy poco, pues el comisario, tras una breve reflexión, comprendió que su sorpresa era un tanto ingenua: aquel partido se había distinguido siempre por su innata vocación al compromiso y a las soluciones intermedias. Cabía la posibilidad de que Cardamone no tuviera todavía los hombros lo bastante anchos para actuar en solitario y necesitara de un puntal.
Cambió de canal. En Retelibera, la voz de la oposición de la izquierda, estaba Nicolò Zito, el comentarista más escuchado, que explicaba de qué manera —
zara zabara
, tal como se decía en dialecto, o
mutatis mutandis
, como se decía en latín— las cosas de la isla, y en particular de la provincia de Montelusa, jamás cambiaban, ni siquiera cuando el barómetro indicaba temporal. Citó, y le vino como anillo al dedo, la frase del Príncipe de Salinas, «cambiado todo para no cambiar nada», y llegó a la conclusión de que tanto Luparello como Cardamone eran las dos caras de la misma moneda, y que la aleación de aquella moneda no era otra que el abogado Rizzo.
Montalbano corrió al teléfono, marcó el número de Retelibera y preguntó por Zito. Entre él y el periodista había cierta simpatía, casi amistad.
—¿Qué quieres, comisario?
—Verte.
—Querido amigo, mañana me voy a Palermo y estaré ausente por lo menos una semana. ¿Te parece que vaya a verte dentro de media hora? Prepárame algo de comer, me muero de hambre.
Un plato de pasta con ajo y aceite se podía improvisar sin ningún problema. Abrió el frigorífico, y vio que Adelina le había preparado un generoso plato de gambas hervidas, suficiente para cuatro personas. Adelina era la madre de dos presos, el menor de los cuales había sido detenido por el propio Montalbano tres años atrás y aún estaba en la cárcel.
El pasado mes de julio, Livia, que había viajado a Vigàta para pasar dos semanas con él, se había asustado al oír aquel relato.
—Pero ¿estás loco? ¡Ésta, el día menos pensado, se venga y te envenena la sopa!
—¿De qué quieres que se vengue?
—¡Detuviste a su hijo!
—¿Acaso tengo yo la culpa? Adelina sabe muy bien que la culpa no es mía sino de su hijo, que fue tonto y se dejó atrapar. Yo actué con lealtad al detenerlo, no recurrí ni a trampas ni a subterfugios. Fue todo legal.
—A mí me importa un bledo vuestra rebuscada manera de pensar. A ésta la tienes que echar.
—Si la echo, ¿quién me arregla la casa, me lava, me plancha y me prepara la comida?
—¡Ya encontrarás otra!
—En eso te equivocas: tan buena como Adelina no hay ninguna.
Estaba a punto de poner el agua a calentar, cuando sonó el teléfono.
—Quisiera que me tragara la tierra por haberme visto obligado a despertarlo a estas horas, comisario —fue la frase inicial.
—No dormía. ¿Con quién hablo?
—Soy Pietro Rizzo, el abogado.
—Ah, abogado. Mi enhorabuena.
—¿Por qué? Si es por el honor que mi partido me acaba de hacer, más bien me tendría que dar el pésame. Créame que he aceptado sólo por la fidelidad que siempre me unirá a los ideales del pobre ingeniero. Pero volviendo al motivo de mi llamada: tengo que hablar con usted, señor comisario.
—¿Ahora?
—Ahora no, claro, pero piense en la impostergabilidad del asunto.
—Mañana, tal vez, pero se celebran los funerales, ¿no es así? Y supongo que usted estará muy ocupado.
—¡Ya se puede imaginar! Incluso por la tarde. Seguramente algunos de los asistentes importantes se quedarán.
—¿Cuándo entonces?
—Mire, pensándolo mejor, podríamos vernos mañana por la mañana, pero muy pronto. ¿Usted a qué hora suele acudir a su despacho?
—Sobre las ocho.
—A las ocho me iría muy bien. De todos modos, será cuestión de unos minutos.
—Oiga, señor abogado, ya que usted mañana no dispondrá de mucho tiempo, ¿me puede adelantar de qué se trata?
—¿Por teléfono?
—Un pequeño resumen.
—Bien. Ha llegado a mi conocimiento, aunque no sé hasta qué punto es cierto, que alguien le ha entregado a usted un objeto que se encontró de manera casual en el suelo. Y yo he recibido el encargo de recuperarlo.
Montalbano tapó el teléfono con una mano y soltó un auténtico relincho de caballo, una sonora carcajada. Había colocado el cebo del collar en el anzuelo de Jacomuzzi, y la trampa había funcionado a la perfección, permitiéndole atrapar al pez más gordo que jamás hubiera podido soñar. ¿Cómo se las arreglaba Jacomuzzi para que todos se enteraran de aquello de lo que no todos se tenían que enterar? ¿Echaba mano del rayo láser, de la telepatía, de las prácticas mágicas del chamanismo? Oyó los gritos del abogado.
—¿Oiga? ¿Oiga? ¡No se oye nada! ¿Se ha cortado la comunicación?
—No, perdone, se me había caído el lápiz al suelo y lo estaba recogiendo. Hasta mañana a las ocho.
En cuanto oyó el timbre de la puerta, echó la pasta en el agua hirviendo, y fue a abrir.
—¿Qué me has preparado? —preguntó Zito nada más entrar.
—Pasta rehogada con aceite y ajo, y gambas con ajo y limón.
—Estupendo.
—Ven a la cocina y échame una mano. Y mientras, te hago la primera pregunta: ¿sabes decir «impostergabilidad»?
—Pero ¿es que te has vuelto loco? ¿Me haces venir desde Montelusa a Vigàta para preguntarme si sé decir una palabreja? En cualquier caso, no hay problema. Es facilísimo.
Lo intentó tres o cuatro veces, cada vez con más tesón, pero no lo consiguió. Cada vez se trabucaba más.
—Hay que ser hábil, muy hábil —dijo el comisario, pensando en Rizzo, y no se refería exclusivamente a la habilidad del abogado para pronunciar complicados trabalenguas.