Authors: Andrea Camilleri
—Si me permite, yo la ayudo —dijo Montalbano. La mujer se apartó, el comisario abrió el cajón y vio que estaba lleno de papeles, cuentas, recetas médicas y recibos.
—¿Dónde están los sobres de la paga?
Justo en aquel momento, entró Saro en el dormitorio. No lo habían oído llegar, pues la puerta del apartamento estaba abierta. Al ver a Montalbano rebuscando en el cajón pensó por un instante que el comisario estaba registrando la casa en busca del collar. Palideció intensamente, se puso a temblar y se apoyó en la jamba de la puerta.
—¿Qué desea? —preguntó con gran esfuerzo. Aterrorizada por el visible pánico de su marido, la mujer habló antes de que Montalbano tuviera tiempo de contestar.
—¡Es el contable Virduzzo! —dijo casi a gritos.
—¿Virduzzo? ¡Éste es el comisario Montalbano!
La mujer se tambaleó. Montalbano se apresuró a sujetarla y, temiendo que el pequeño acabara con su madre en el suelo, la ayudó a sentarse en la cama. A continuación, el comisario habló, y las palabras le salieron de la boca sin intervención del cerebro, un fenómeno que le había ocurrido otras veces y que, en cierta ocasión, un ingenioso periodista había llamado «el rayo de intuición que de vez en cuando fulmina a nuestro policía».
—¿Dónde tenéis guardado el collar?
Saro se movió con rigidez para contrarrestar el efecto de las piernas que se le habían quedado tan blandas como el requesón, y se acercó a su mesilla de noche; abrió el cajón, sacó un paquetito envuelto en papel de periódico y lo arrojó sobre la cama. Montalbano lo cogió, se fue a la cocina, se sentó y deshizo el paquete. Era una joya vulgar, pero al mismo tiempo muy fina: vulgar por el diseño y fina por la factura y la talla de los brillantes que llevaba engarzados. Entretanto, Saro lo había seguido hasta la cocina.
—¿Cuándo lo encontraste?
—El lunes a primera hora, en el aprisco.
—¿Se lo dijiste a alguien?
—No, sólo a mi mujer.
—¿Vino alguien a preguntarte si lo habías encontrado?
—Sí. Filippo di Cosmo, un hombre de Gegè Gullotta.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Que no.
—¿Te creyó?
—Sí, creo que sí. Y entonces él me dijo que, si por casualidad lo encontraba, que no se me ocurriera hacer el gilipollas y que se lo diera a él, porque el asunto era muy delicado.
—¿Te prometió algo?
—Sí. Molerme a palos en caso de que lo encontrara y me lo quedara, y cincuenta mil liras en caso de que lo encontrara y se lo diera.
—¿Qué pensabas hacer con el collar?
—Lo quería empeñar. Tana y yo lo habíamos decidido así.
—¿No queríais venderlo?
—No, no era nuestro, lo considerábamos un préstamo y no queríamos aprovecharnos.
—Nosotros... somos gente honrada —terció la mujer, que acababa de entrar, enjugándose las lágrimas de los ojos.
—¿Y qué queríais hacer con el dinero?
—Lo hubiéramos gastado en el tratamiento de nuestro hijo. Lo llevaríamos a Roma, a Milán o a cualquier sitio donde hubiera médicos que pudieran decirnos lo que tiene.
Los tres permanecieron un rato en silencio. Después, Montalbano le pidió a la mujer dos hojas de papel, y ésta las arrancó del cuaderno que utilizaba para anotar los gastos de la compra. El comisario alargó una de las dos hojas a Saro.
—Hazme un dibujo e indícame el punto exacto donde encontraste el collar. Eres arquitecto técnico, ¿no?
Mientras Saro hacía el dibujo, Montalbano escribió en la otra hoja:
«El que suscribe, Salvo Montalbano, comisario de la Comisaría de las Fuerzas de Seguridad de Vigàta (provincia de Montelusa), declaro haber recibido en el día de hoy de manos del señor Baldassare Montaperto, llamado Saro, un collar de oro macizo con un colgante en forma de corazón, también de oro macizo y con incrustaciones de brillantes, encontrado por él en las inmediaciones del barrio llamado «el aprisco», en el transcurso de su actividad como agente ecológico. Doy fe.»
Firmó, pero lo pensó un poco antes de poner la fecha a pie de página. Después tomó una decisión y escribió: «Vigàta, 9 de septiembre de 1993». Entretanto, Saro también había terminado. Ambos se intercambiaron las hojas.
—Perfecto —dijo el comisario, estudiando el detallado dibujo.
—Aquí, en cambio, la fecha está equivocada —observó Saro—. El nueve era el lunes pasado. Hoy estamos a once.
—No hay nada equivocado. Tú me llevaste el collar a la comisaría el mismo día que lo encontraste. Lo guardabas en el bolsillo cuando te presentaste en la comisaría para comunicarme el descubrimiento del cuerpo de Luparello, pero me lo diste después porque no querías que te viera tu compañero de trabajo. ¿Está claro?
—Si usía lo dice...
—Guarda con mucho cuidado este recibo.
—¿Y ahora qué va a hacer, me lo detiene? —preguntó la mujer.
—¿Por qué, ha hecho algo malo? —contestó Montalbano, levantándose.
En la hostería San Calogero lo respetaban no tanto porque fuera el comisario como porque era un buen cliente, de los que saben apreciar las cosas. Le sirvieron salmonetes de roca fresquísimos, fritos hasta quedar crujientes y dejados un rato sobre papel de estraza para que soltaran el exceso de aceite. Después del café y de un largo paseo por el muelle de levante, regresó a su despacho y, en cuanto lo vio, Fazio se levantó de su escritorio.
—
Dottore
, hay alguien que le espera.
—¿Quién es?
—Pino Catalana, ¿lo recuerda? Uno de los dos basureros que encontraron el cuerpo de Luparello.
—Hazlo pasar enseguida a mi despacho. —Comprendió de inmediato que el muchacho estaba nervioso y en tensión.
—Siéntate.
Pino apoyó el trasero justo en el borde de la silla.
—¿Puedo saber por qué ha ido usted a mi casa y ha montado ese numerito? No tengo nada que esconder.
—Lo he hecho simplemente para no asustar a tu madre. Si le hubiera dicho que era comisario, igual le daba un ataque.
—En tal caso, se lo agradezco.
—¿Cómo has sabido que era yo quien te buscaba?
—He llamado a mi madre para preguntarle cómo estaba, pues cuando he salido de casa le dolía la cabeza, y me ha dicho que se había presentado en casa un hombre que venía a entregarme un sobre, pero que se lo había olvidado y se había ido de nuevo a buscarlo, y que ya no le había vuelto a ver el pelo. He sentido curiosidad, y le he pedido a mi madre que me describiera al hombre. Le aconsejo que, cuando quiera hacerse pasar por otro, se borre el lunar que tiene bajo el ojo izquierdo. ¿Qué quiere de mí?
—Hacerte una pregunta. ¿Vino alguien al aprisco para saber si por casualidad habías encontrado un collar?
—Sí, uno que usted conoce, Filippo di Cosmo.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Le dije la verdad, que no.
—¿Y él?
—Él me dijo que, si lo encontraba, me daría cincuenta mil liras; pero que, si lo encontraba y no se lo hacía saber, sería mucho peor para mí. Lo mismo que le dijo a Saro. Pero Saro tampoco lo había encontrado.
—¿Has pasado por tu casa antes de venir aquí?
—No, señor, he venido directamente.
—¿Tú escribes cosas de teatro?
—No, señor, pero me gusta actuar de vez en cuando.
—Pues entonces ¿esto qué es?
Montalbano le mostró la hoja que había cogido de la mesita. Sin inmutarse, Pino la contempló sonriendo.
—No, eso no es una escena de teatro, eso es...
Enmudeció, turbado. Acababa de darse cuenta de que, si aquello no era el diálogo de una comedia, tendría que decir lo que era en realidad, y la cosa no resultaba nada fácil.
—Te voy a echar una mano —dijo el comisario—. Ésta es la transcripción de una llamada telefónica que uno de vosotros le hizo al abogado Rizzo inmediatamente después de haber descubierto el cadáver de Luparello y antes de presentaros en la comisaría para comunicar el hallazgo. ¿Es así?
—Sí, señor.
—¿Quién llamó?
—Yo. Pero Saro estaba a mi lado y me oía.
—¿Por qué lo hicisteis?
—Porque el ingeniero era una persona importante, una autoridad. Y decidimos avisar al abogado. Mejor dicho, antes queríamos llamar al honorable Cusumano.
—¿Por qué no lo hicisteis?
—Porque Cusumano, una vez muerto Luparello, es como aquel que, en un terremoto, pierde no sólo la casa sino también el dinero que guardaba bajo una baldosa.
—Explícame mejor por qué avisasteis a Rizzo.
—Porque quizá todavía se podía hacer algo.
—¿Qué?
Pino no contestó. Sudaba y se humedecía los labios con la lengua.
—Voy a echarte otra mano. Has dicho que porque quizá todavía se podía hacer algo. ¿Algo como apartar el coche del aprisco y hacer que el muerto apareciera en otro lugar? ¿Eso es lo que vosotros pensabais que Rizzo os pediría que hicierais?
—Sí, señor.
—¿Y habríais estado dispuestos a hacerlo?
—¡Claro! ¡Le llamamos precisamente por eso!
—¿Qué esperabais a cambio?
—Que nos ofreciera otro trabajo. Que nos hiciera ganar un concurso de arquitectos técnicos, nos buscara un empleo mejor y nos apartara de este oficio de basureros pestilentes. Señor comisario, usted lo sabe mejor que yo, cuando uno no tiene el viento a favor, no navega.
—Explícame lo más importante: ¿por qué has transcrito aquel diálogo? ¿Acaso lo querías utilizar para chantajearlo?
—¿Cómo? ¿Con las palabras? Las palabras se las lleva el viento.
—Entonces, ¿por qué?
—Si quiere creerme, créame; si no, paciencia. Transcribí la conversación porque la quería estudiar; como hombre de teatro, había algo que no pegaba.
—No te entiendo.
—Supongamos que esto que hay aquí escrito se tuviera que representar, ¿de acuerdo? Entonces yo, el personaje Pino, llamo a primera hora de la mañana al personaje Rizzo para decirle que he encontrado muerta a una persona, de quien él es secretario, fiel amigo y compañero político. Más que un hermano. Y el personaje Rizzo se queda tan fresco como una lechuga; no se altera, no pregunta dónde lo hemos encontrado ni cómo ha muerto, si le han pegado un tiro o si ha sido un accidente de tráfico. Nada de nada, tan sólo pregunta por qué le contamos los hechos precisamente a él. ¿Le parece normal?
—No. Sigue.
—Quiero decir que no se sorprende. Es más, trata de establecer distancias entre el muerto y él, como si entre ellos sólo hubiera habido una relación de pasada. E inmediatamente nos dice que vayamos a cumplir con nuestro deber, o sea, a avisar a la policía, y cuelga. No, señor comisario, desde un punto de vista teatral es absurdo, el público se echaría a reír, no funciona.
Montalbano despidió a Pino y se quedó con la hoja de papel. Cuando el basurero se hubo retirado, volvió a leerla.
Vaya si funcionaba. Funcionaría de maravilla en caso de que, en la hipotética representación teatral —que, en realidad, de hipotética tenía muy poco—, Rizzo, antes de recibir la llamada, ya supiera dónde y cómo había muerto Luparello y le urgiera que el cadáver fuera descubierto cuanto antes.
* * *
Jacomuzzi miró atónito a Montalbano. Iba vestido de punta en blanco, con un traje azul oscuro, camisa blanca, corbata color burdeos y relucientes zapatos negros.
—¡Jesús! ¿Es que te vas a casar?
—¿Habéis terminado ya con el coche de Luparello? ¿Qué habéis encontrado?
—Dentro nada importante. Pero...
—... tenía la suspensión estropeada.
—¿Cómo lo sabes?
—Bueno, me lo ha dicho un pajarito. Mira, Jacomuzzi.
Sacó el collar de su bolso de mano y lo arrojó sobre la mesa. Jacomuzzi lo cogió, lo examinó cuidadosamente e hizo un gesto de asombro.
—¡Pero esto es auténtico! ¡Vale decenas y decenas de millones de liras! ¿Lo habían robado?
—No, alguien lo encontró en el suelo, en el aprisco, y me lo entregó.
—¿En el aprisco? ¿Y quién es la puta que se puede permitir el lujo de tener una joya como ésta? ¿Bromeas acaso?
—Tendrías que examinarlo, fotografiarlo, hacerle, en suma, los trabajitos que sueles hacer. Entrégame los resultados cuanto antes.
Sonó el teléfono. Jacomuzzi contestó y le pasó el aparato a su colega.
—¿Sí?
—Soy Fazio,
dottore
, vuelva enseguida al pueblo. Se ha armado un jaleo que no vea.
—Dime qué ocurre.
—El maestro Contino se ha puesto a disparar contra la gente.
—¿Cómo que a disparar?
—A disparar, tal como suena. Ha hecho un par de disparos desde la terraza de su casa contra los que estaban sentados en el bar de abajo, y vociferaba algo que nadie ha entendido. A mí me ha disparado también cuando entraba en el portal de su casa para ver qué ocurría.
—¿Ha matado a alguien?
—No. Sólo ha rozado el brazo de un tal De Francesco.
—Muy bien, voy enseguida.
Mientras recorría a mil por hora los diez kilómetros que lo separaban de Vigàta, Montalbano pensó en el maestro Contino, a quien conocía muy bien y con quien compartía un secreto. Dos o tres veces por semana, el comisario se permitía el lujo de dar un largo paseo por el muelle de levante hasta el faro. Pero, antes, solía pasarse por la tienda de Anselmo Greco, un cuchitril que desentonaba en aquella calle llena de tiendas de ropa y bares de relucientes espejos. Greco, aparte de insólitos objetos —como figuras de terracota y oxidadas pesas de balanzas ochocentistas—, vendía garbanzos, frutos secos tostados y pepitas de calabaza saladas. Montalbano le pedía un cucurucho y se iba. Seis meses atrás, durante uno de estos paseos, llegó hasta la punta, justo a los pies del faro. Cuando ya se disponía a dar media vuelta para regresar, vio abajo, sentado en un bloque de cemento del rompeolas, a un hombre de cierta edad que permanecía inmóvil, con la cabeza gacha, sin preocuparse por las salpicaduras del embravecido mar que lo estaban dejando empapado. Miró mejor para comprobar que el hombre sostenía un sedal entre sus manos, pero no, no estaba pescando, no hacía nada. De pronto, el hombre se levantó, se santiguó rápidamente y se balanceó sobre las puntas de los pies.
—¡Quieto! —gritó Montalbano.
El hombre experimentó un sobresalto, pues creía que estaba solo. Montalbano pegó dos brincos y lo alcanzó; lo agarró por las solapas de la chaqueta, lo levantó en vilo y lo empujó a lugar seguro.
—Pero ¿qué iba a hacer? ¿Matarse?
—Sí.
—¿Y eso por qué?