Authors: Andrea Camilleri
—Ten paciencia, te he dicho que vuelvo mañana. ¿Hay alguna novedad?
—Ayer detuvieron al alcalde y a tres concejales. Prevaricación y encubrimiento. Por las obras de ampliación del puerto.
—Finalmente han llegado a donde tenían que llegar.
—Sí,
dotto
, pero no se haga ilusiones. Aquí quieren copiar a los jueces de Milán, pero Milán queda muy lejos.
—¿Alguna otra cosa?
—Hemos encontrado a Gambardella, ¿lo recuerda? Al que pretendían matar mientras echaba gasolina en su coche. Pero no estaba tirado en el campo a la vista de todos, sino
incaprettato
, con las manos y los pies atados a la espalda en el portaequipaje de su automóvil, al que después prendieron fuego, quemándolo por completo.
—Y si lo quemaron por completo, ¿cómo habéis podido averiguar que Gambardella estaba
incaprettato
?
—Utilizaron un alambre,
dotto
.
—Nos vemos mañana, Fazio.
Y esta vez fueron no sólo el olor y el habla de su tierra los que lo atrajeron como un imán; también la estupidez, la crueldad y el horror.
* * *
Tras haber hecho el amor, Livia permaneció en silencio un buen rato y después le cogió la mano.
—¿Qué ocurre? ¿Qué te ha dicho tu sargento?
—Nada importante, no te preocupes.
—Pues entonces, ¿por qué te has puesto triste?
Montalbano se ratificó en su convicción: si había en el mundo una persona a la que él hubiera podido cantar una misa entera y solemne, aquella persona era Livia. Al jefe superior sólo le había cantado media misa y ni siquiera seguida. Se incorporó en la cama y modificó la posición de la almohada.
—Escúchame.
Le habló del aprisco, del ingeniero Silvio Luparello y del afecto que le profesaba su sobrino Giorgio; de cómo, en determinado momento, aquel afecto se había (¿trastornado?, ¿corrompido?) convertido en amor y pasión; de la última cita en el piso de soltero de Capo Massaria, de la muerte de Luparello, de Giorgio —enloquecido por el temor al escándalo, no por él sino por la imagen y la memoria de su tío—, y de cómo el joven lo vistió como pudo y lo llevó a rastras hasta el coche para sacarlo de allí y que lo encontraran en otro lugar. Le habló de la desesperación de Giorgio al darse cuenta de que la simulación no se sostendría en pie, de que todos se darían cuenta de que transportaba un muerto; de la idea de colocarle el collarín anatómico que hasta pocos días antes él se había visto obligado a llevar y que todavía estaba en el coche. De cómo había intentado ocultar el collarín con un trapo de color negro, de cómo, de repente, había temido caer víctima de la epilepsia que lo aquejaba, de cómo había llamado a Rizzo —le explicó a Livia quién era el abogado— y de cómo éste había comprendido que aquella muerte, debidamente arreglada, podía cambiar su suerte.
Le habló de Ingrid, de su marido, Giacomo, del doctor Cardamone, de la violencia —no encontraba otra palabra— que éste ejercía contra su nuera («qué cosa tan miserable», comentó Livia), de cómo Rizzo sospechaba aquella relación y había tratado de involucrar a Ingrid, consiguiendo su propósito con Cardamone, pero no con él; le habló de Marilyn y de su cómplice, del alucinante viaje en coche, de la horrenda pantomima en el interior del automóvil estacionado en el aprisco («perdóname un momento, tengo que tomar una bebida fuerte»). Cuando Livia regresó, le contó los sórdidos detalles del collar, el bolso y los vestidos, le habló de la desgarradora desesperación de Giorgio al ver las fotografías y comprender la doble traición de Rizzo hacia la memoria de Luparello y hacia él, que deseaba salvar a toda costa aquella memoria.
—Un momento —dijo Livia—, ¿es guapa esta Ingrid?
—Guapísima. Y, como sé muy bien lo que estás pensando, te diré más: he destruido todas las falsas pruebas que había en su contra.
—Eso no es propio de ti —dijo Livia, resentida.
—He hecho cosas aún peores, presta atención. Rizzo, que tiene en sus manos a Cardamone, consigue su objetivo político, pero comete un error: subestima la reacción de Giorgio, un joven de extraordinaria belleza.
—¡Y dale! ¡Él también! —dijo Livia, tratando de bromear.
—Pero de temperamento muy frágil —añadió el comisario—. Dejándose arrastrar por la emoción, corre trastornado a la casa de Capo Massaria, toma la pistola de Luparello, se encuentra con Rizzo, descarga su rabia pateándole y después le dispara un tiro en la nuca.
—¿Lo has detenido?
—No, ya te he dicho que he hecho cosas peores que eliminar las pruebas. Mira, mis compañeros de Montelusa creen, y la hipótesis no es del todo descabellada, que a Rizzo lo ha matado la mafia. Y yo no les he revelado la que, a mi juicio, es la verdad.
—Pero ¿por qué?
Montalbano extendió los brazos sin contestar. Livia se fue al cuarto de baño, y el comisario oyó el rumor del agua en la bañera. Cuando más tarde le pidió permiso para entrar, la encontró todavía en la bañera llena de agua, con el mentón apoyado en las rodillas dobladas.
—¿Tú sabías que en aquella casa había una pistola?
—Sí.
—¿Y la dejaste allí?
—Sí.
—Te has ascendido tú solo, ¿verdad? —preguntó Livia tras permanecer un buen rato en silencio—. De comisario a dios, un dios de tercera categoría, pero dios de todos modos.
Nada más bajar del avión, corrió al bar del aeropuerto. Necesitaba tomarse un café auténtico, después de la innoble agua sucia que le habían servido a bordo. Oyó que lo llamaban, era Stefano Luparello.
—¿Qué hace, ingeniero, regresa a Milán?
—Sí, vuelvo a mi trabajo, he estado demasiado tiempo ausente. Y me buscaré una casa más grande. En cuanto la encuentre, mi madre se reunirá conmigo. No quiero dejarla sola.
—Hace muy bien, a pesar de que en Montelusa ella tiene a su hermana, al sobrino...
El ingeniero se tensó.
—Entonces, ¿no lo sabe?
—¿Qué?
—Giorgio ha muerto.
Montalbano dejó la taza; la sacudida le había hecho derramar el café.
—¿Cómo ha sido?
—¿Recuerda que el día en que usted se iba lo llamé para saber si Giorgio había ido a verle?
—Lo recuerdo muy bien.
—A la mañana siguiente, aún no había regresado a casa. Entonces me sentí obligado a avisar a la policía y a los carabineros. Realizaron una búsqueda absolutamente superficial, perdone que se lo diga; a lo mejor, estaban demasiado ocupados investigando el asesinato del abogado Rizzo. El domingo por la tarde, un pescador vio desde su barca un coche que había caído sobre la escollera, justo bajo la curva Sanfilippo. ¿Conoce la zona? Está poco antes de llegar a Capo Massaria.
—Sí, la conozco.
—El pescador se acercó al coche remando. Vio que en el asiento del conductor había un cuerpo y corrió a avisar a las autoridades.
—¿Consiguieron establecer la causa de la muerte?
—Sí. Como usted sabe, desde la muerte de papá mi primo vivía en un estado prácticamente de confusión mental, demasiados tranquilizantes, demasiados sedantes. Cuando llegó a esa curva, en lugar de rodearla, siguió en línea recta y, como circulaba a gran velocidad, reventó el pretil. No se había recuperado, sentía una auténtica pasión por mi padre, lo amaba profundamente.
Pronunció las palabras «pasión» y «amaba» en tono firme y preciso, como si, remarcando los límites, quisiera eliminar cualquier posible difuminación del significado. Por el altavoz llamaron a los pasajeros del vuelo de Milán.
En cuanto salió del aparcamiento del aeropuerto donde había dejado su coche, Montalbano pisó a fondo el acelerador. No quería pensar en nada, sólo concentrarse en la conducción. Unos cien metros más allá, se detuvo al borde de un pequeño lago artificial. Bajó y abrió el maletero, cogió el collarín anatómico, lo arrojó al agua y esperó a que se hundiera. Sólo entonces sonrió. Había querido actuar como un dios, Livia tenía razón, pero aquel dios de tercera categoría, en su primera, y esperaba que fuera la última, experiencia, había dado plenamente en el clavo.
Para ir a Vigàta, tenía que pasar a la fuerza por delante de la Jefatura Superior de Montelusa. Fue allí precisamente donde su automóvil decidió pararse. Montalbano intentó repetidamente ponerlo en marcha, pero fue inútil. Bajó, y estaba a punto de entrar en la Jefatura para pedir ayuda, cuando se le acercó un agente que lo conocía y había observado sus infructuosas maniobras. El agente levantó el capó, tocó algunas cosas y lo volvió a cerrar.
—Todo en orden. Pero mande que le echen un vistazo.
Montalbano volvió a subir al automóvil, lo puso en marcha y se inclinó para recoger unos periódicos que se habían caído. Cuando se incorporó, vio a Anna apoyada en la ventanilla abierta.
—¿Cómo estás, Anna? —La muchacha se limitó a mirarlo sin contestar—. ¿Y bien?
—¿Y tú eres un hombre honrado? —le preguntó Anna con voz silbante.
Montalbano comprendió que se refería a la noche en que había visto a Ingrid semidesnuda en su cama.
—No, no lo soy —contestó—. Pero no por lo que tú te piensas.
Considero indispensable afirmar que este relato no nace de las crónicas de sucesos y que no guarda ningún parecido con hechos reales: todo se debe enteramente a mi fantasía. Sin embargo, como en los últimos tiempos la realidad parece superar a la fantasía, incluso abolida, puede haberse producido alguna desgraciada coincidencia en el terreno de los nombres o las situaciones. Pero de los juegos del azar, ya se sabe, nadie es responsable.
Andrea Camilleri (Porto Empedocle, Sicilia, 6 de septiembre de 1925), es un guionista, director teatral y televisivo y novelista italiano.
Entre 1939 y 1943 estudia en el bachiller clásico Empedocle di Agrigento donde obtiene, en la segunda mitad de 1943, el diploma. En 1944 se inscribe en la facultad de Letras, no continúa los estudios, sino que comienza a publicar cuentos y poesías. Se inscribe también en el Partido Comunista Italiano.
Entre 1948 y 1950 estudia Dirección en la Academia de Arte Dramático Silvio d'Amico y comienza a trabajar como director y libretista. En estos años, y hasta 1945, publica cuentos y poesías, ganando el «Premio St. Vincent». En 1954 participa con éxito en un concurso para ser funcionario en la RAI, pero no fue empleado por su condición de comunista. Sin embargo, entrará a la RAI algunos años más tarde.
En 1957 se casa con Rosetta Dello Siesto, con quien tendrá 3 hijas. En 1958 empieza a enseñar en el Centro Experimental de Cinematografía de Roma. Durante cuarenta años fue guionista y director de teatro y televisión. Camilleri se inició con una serie de montajes de obras de Luigi Pirandello, Eugène Ionesco, T. S. Eliot y Samuel Beckett para el teatro y como productor y coguionista de la serie del inspector Maigret de Simenon para la televisión italiana o las aventuras del teniente Sheridan, que se hicieron muy populares en Italia.
En 1978, debuta en la narrativa con El curso de las cosas («Il corso delle cose»), escrito 10 años antes y publicado por un editor pagado: el libro fue un fracaso. En 1980 publica en Garzanti «Un hilo de humo» («Un filo di fumo»), primer libro de una serie de novelas ambientadas en la ciudad imaginaria siciliana de Vigàta, entre fines del siglo XIX e inicios del siglo XX.
En 1992 retoma la escritura luego de 12 años de pausa y publica «La temporada de caza» («La stagione della caccia») en Sellerio Editore: Camilleri se transforma en un autor de gran éxito y sus libros, con sucesivas reediciones, venden un promedio de 60.000 mil copias cada uno.
En 1994 se publica «La forma del agua» («La forma dell'acqua»), primera novela de la serie protagonizada por el Comisario Montalbano (nombre elegido como homenaje al escritor español Manuel Vázquez Montalbán). Gracias a esta serie de novelas policiacas, el autor se convierte en uno de los escritores de más éxito de su país. El personaje pasa a ser un héroe nacional en Italia y ha protagonizado una serie de televisión supervisada por su creador.
Bibliografía: