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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (16 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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»El dueño del perro llamó a comisaría y desde allí desplazaron una patrulla y un camuflado. Los tiene allí. Los agentes comprobaron que el cuerpo estaba sin vida y, sin tocar nada, acordonaron la zona y dieron aviso.

—Entiendo que no quisieran tocar nada —repuso Herrero contemplando el estado lamentable en que se encontraba el cadáver.

El cuerpo, tendido de espaldas y ligeramente inclinado sobre un costado, tenía los párpados y los labios mordisqueados por las alimañas del parque. En el cuello, una repugnante herida llena de huevos y larvas de mosca le iba de oreja a oreja, manchando la camiseta blanca de sangre coagulada. Bajo ésta algún animal había estado alimentándose y algunos restos quedaban salpicados en la hierba.

—¿Quién ha identificado el cuerpo? —preguntó Herrero.

—Los agentes que se encargaron de acordonar la zona descubrieron un ciclomotor detrás de aquellos árboles. Estaba sin candar y sin bloqueo. Pensaron que se trataba de otro ciclomotor robado y comprobaron la matrícula. No figuraba como sustraído. Por si acaso cotejaron la placa con el número de bastidor y descubrieron que no coincidía. El ciclomotor era robado y le habían cambiado la matrícula. ¿Adivina a nombre de quién está la matrícula falsa?

—Imagino que de nuestro desaparecido técnico en alarmas, San Gil.

—Exacto —contestó Dos Anjos—. Así que los agentes han pedido que les trajeran la foto del carné de la empresa de alarmas y han comprobado que se trataba de él. Guando me he enterado, he pedido venir. Como puede imaginar, el compañero que debía venir ha quedado encantado con la idea.

—Me hago una idea. ¿Qué más me puede decir?

—Probablemente la causa de la muerte sea ese corte profundo en la garganta. No he querido hurgar, pero da la impresión de que la tráquea ha sido seccionada completamente y el objeto cortante ha llegado hasta la columna. No se aprecian síntomas de lucha. Sobre el tiempo transcurrido, a primera vista yo diría que unas setenta y dos horas, claro que es difícil de asegurar. Ahora le estamos tomando las huellas dactilares.

—Usted cree que lo han asesinado una vez muerto el armador griego —dijo Herrero.

—Bueno, es mucho aventurar. Pero si me deja divagar, yo diría que este tío había quedado con el asesino aquí, igual para cobrar su parte del trabajo, y cuando se descuidó, el asesino lo agarró por detrás, tapándole la boca con una mano, y con la otra le abrió la garganta, dejándolo donde está. No hay rastros de que el cadáver haya sido arrastrado y las livideces se corresponden con la postura del cuerpo. Está oculto a la vista. Naturalmente, era cuestión de tiempo que lo encontráramos pero el que lo mató se aseguraba así unas horas o días, como ha sido el caso, para desaparecer. ¿Qué opina?

—Que verdaderamente es mucho aventurar, pero creo que está usted en lo cierto —repuso Herrero metiéndose las manos en los bolsillos del abrigo y recorriendo los alrededores con la mirada—. Es una lástima —añadió con resignación—. Era nuestra mejor pista. ¿Qué me dice, Ponte?

El subinspector, que había acompañado a Cuéllar a interrogar a los primeros policías en llegar al lugar del crimen, y al dueño del perro que había descubierto el cadáver, se incorporó al grupo. Sus datos no aportaron nada nuevo.

—Lo siento, inspector jefe —dijo Dos Anjos cuando Ponte terminó de leer sus escasas notas—. Esperemos que la autopsia o la inspección ocular nos ofrezcan algo. Revisaremos palmo a palmo la zona para ver si encontramos huellas o cualquier otra cosa, no se preocupe.

Muy bien. Ahí tenemos al juez de instrucción, con la secretaria y el médico forense. Ramos, hágame el favor de acompañarlos hasta aquí.

El vuelo había resultado movido. En su asiento de primera clase, Ludwig trataba de concentrarse en la revista de medicina sin conseguirlo. Dos asientos más atrás, al otro lado del pasillo, una mujer de mediana edad y más que mediano peso chillaba como si la estuvieran torturando cada vez que el aparato descendía por una turbulencia. El pobre hombre que viajaba a su lado, probablemente su sufrido marido, le agarraba de la mano dándole con la otra unas palmaditas.

Los lamentos de la señora se mezclaban con los que provenían de la parte trasera, tras las cortinillas, mucho más concurrida. Las azafatas habían tenido que mostrarse muy activas para atender a aquellos que tenían el estómago demasiado delicado.

Cada vez que el aparato entraba en una zona especialmente turbulenta y comenzaba a agitarse como una lavadora, los viajeros menos avezados gemían al unísono, y cuando caía, los gritos acompasados parecían ensayados. Ludwig, visto que no había manera de concentrarse en la lectura, los esperaba con malicia.

Al tomar tierra en el aeropuerto de Barajas, los viajeros suspiraron aliviados y comenzaron a aplaudir como si hubiesen sobrevivido a un naufragio. Ludwig no perdió el tiempo y se desentendió de los comentarios de la histérica mujer. Con paso ágil se encaminó a la salida y abandonó el avión sin contestar a las palabras de la bonita azafata que le agradecía haber volado con su compañía.

Tras los trámites burocráticos en la aduana, Ludwig buscó un taxi. Desechó los dos primeros pues, a su particular juicio, eran vehículos muy viejos y presentaban unas lamentables medidas de higiene. Al taxista elegido le presentó un papel en el que se leía una dirección. El taxi arrancó y se adentró en la jungla de tráfico.

—Deberíamos ir por la M-30, pero he oído por la radio que un camión ha arrollado una furgoneta y está todo atascado. Parece que están desviando la circulación…

El conductor trató un par de veces más de entablar conversación, primero en español y después en un pésimo inglés. Al ver que el pasajero no respondía puso la radio.

Ludwig había entendido lo que se le decía. Hablaba castellano como para mantener una conversación sin problemas, ya que durante un año había vivido en Barcelona, colaborando con un prestigioso especialista en su campo. Pero no tenía ninguna intención de conversar con el desconocido conductor de un taxi.

Las vistas eran espantosas, como suele suceder en los suburbios de las grandes capitales. Enjambres de polígonos industriales y alguna deslucida urbanización, todo rodeado por carreteras con más o menos carriles. Solares en los que crecían salvajemente arbustos y hierbas de color grisáceo por el polvo que les llegaba de la carretera, lucían unos carteles en los que con dificultad se podía leer el número de teléfono de su afortunado propietario.

El paisaje cambió al entrar en el paseo de la Castellana. Ludwig se alarmó por la forma en que el taxista cambiaba de carril continuamente buscando adelantamientos imposibles. Pronto descubrió que era la manera en que conducían todos. El paseo estaba saturado de vehículos cuyos tubos de escape volvían el aire irrespirable. Los cláxones se mezclaban con sirenas de ambulancias, que, a duras penas, lograban abrirse paso en aquella marea.

—¿Queda mucho para llegar? —preguntó Ludwig, que ya se estaba irritando, haciendo uso de su castellano con fuerte acento.

—Cinco minutos —contestó el taxista—. Enseguida llegamos al Prado. Aquello que ve al final es la plaza Cibeles, la madre de los dioses del Olimpo, ¿conoce su historia? A los turistas les suele gustar —continuó el conductor, que parecía encantado de poder mostrar sus conocimientos en el campo de la mitología clásica—. Era una diosa romana. Estaba casada con su hermano, Crono, y entre los dos gobernaban el mundo. Crono fue advertido de que uno de sus hijos le quitaría el trono así que en cuanto nacían se los comía. Hasta que nació Zeus y…

—Disculpe —cortó Ludwig—. ¿Le importaría subir un poco el volumen de la radio?

El conductor, resentido, se calló y pulsó la tecla correspondiente, sumiéndose en un taciturno silencio. Al poco pasaron por delante de la fuente donde se alzaba la diosa. Ludwig observó pasar el edificio de Correos, el Museo Naval y el de Thyssen-Bornemisza.

El taxi se detuvo en la plaza Cánovas del Castillo. El conductor se limitó a anunciar el importe de la carrera y rechazó, con un gesto de altanería, la propina que le era ofrecida tras sacar las maletas de la parte trasera de su vehículo. Sin dar tiempo a Ludwig de recoger sus bultos, el taxi arrancó.

—Buenas tardes —lo saludó con educación el recepcionista del Gran Hotel Canarias.

—Tengo reservada una habitación a nombre de Dreifuss.

—Desde luego, señor. Un segundo, por favor —contestó el recepcionista moviendo el ratón del ordenador—. Aquí está. Doctor Dreifuss, habitación 602.

Con un gesto llamó a un botones, que aguardaba expectante.

—¿Desea alguna cosa más? —preguntó solícito el recepcionista.

—¿Le importaría conseguirme un plano de la ciudad? A ser posible en inglés.

—Descuide, señor. Se lo subiremos a su habitación.

—No. Déjelo aquí. Querría descansar sin ser molestado. Al bajar ya lo recogeré.

Cuando el botones cerró la puerta, con la propina discretamente oculta en el bolsillo, Ludwig se tiró cuan largo era en la enorme cama. Alargando la mano cogió el mando a distancia de la pantalla plana Sony situada enfrente y fue cambiando de cadena sin hacer demasiado caso.

Al cabo de un rato, aburrido con la programación, apagó el televisor y se asomó al ventanal. En la calle, la fuente de Neptuno sobre un carro entre los chorros de agua lucía espléndida con la iluminación artificial, a pesar de no haber oscurecido del todo aún.

Ludwig abrió el minibar y comprobó el contenido. Al final se decantó por una Heineken suficientemente fría. Con la botella en una mano entró en el cuarto de baño revestido de mármol, puso el tapón a la bañera y abrió el grifo del agua caliente, dejando que se llenara. Mientras aguardaba, colocó sobre una de las mesillas unos altavoces alimentados con pilas a los que conectó el ipod que solía llevar. Encendió el aparato y reguló el sonido.

Instantes después el cantante de Manowar interpretaba
Courage
. Desde la cama, donde se había vuelto a tumbar para hacer tiempo, Ludwig seguía el ritmo de la balada, moviendo un pie. Quienes llegaban a conocer sus peculiares gustos musicales nunca dejaban de extrañarse.

Entre los sones de los coros, Ludwig se quedó dormido. En el ipod, las voces masculinas se esforzaban en un himno guerrero propio de las películas de Conan el Bárbaro. La música introdujo en sus sueños a un enorme jinete de largos y enredados cabellos, poblada barba, pecho descubierto lleno de cicatrices, vestido tan sólo con un pantalón ajustado de piel y unas calzas atadas con cintas de cuero, que, espada en mano, avanzaba al frente de una nube de polvo, causada por el ejército de bárbaros que lo seguía.

En el sueño parecían avanzar a cámara lenta. El caballo, negro como la noche, movía la cabeza a ambos lados enseñando los dientes. El jinete saltaba arriba y abajo, siguiendo el movimiento del galope, blandiendo la enorme espada de doble filo sobre su cabeza…

Ludwig se despertó repentinamente. Al abrir los ojos no supo dónde se encontraba. Tenía la boca seca y el cuerpo sudado. Sentía la cabeza como embotada. Poco a poco fue siendo consciente: se encontraba en una habitación de hotel en Madrid. El ipod continuaba con otro estilo de música y posiblemente el cambio lo había despertado. Estaba tumbado en la cama esperando que la bañera se llenara… ¡La bañera!

Levantándose de un salto entró en el baño. El agua ya había sobrepasado el aliviadero y caía mansamente por un costado de la bañera, encauzándose hasta un desagüe de seguridad del suelo. Ludwig cerró el grifo y quitó el tapón para que el agua no siguiera desbordando. Cuando calculó que ya era suficiente colocó de nuevo el tapón, se desnudo y se sumergió. El agua estaba muy caliente. Ludwig cerró los ojos asomando tan sólo la nariz y trató de no pensar en nada.

Sin embargo una y otra vez le venía a la mente la cuestión que no lo había abandonado desde el día en que su piso y después su consulta fueron allanados. ¿Quiénes habían entrado en su casa y qué buscaban? Y por si fuese poco misterio, ¿quién era ese tío, hermano de su madre, del que nunca había oído hablar? El policía suizo pensaba que ambos enigmas tenían una conexión. Ludwig opinaba lo mismo, pero ¿cuál podía ser? La única conclusión era que los asaltantes buscaban algo en casa de su desconocido pariente, algo que no habían encontrado y que creían poder encontrar en su propia casa o en su consulta.

Por mucho que tratara de pensar, Ludwig estaba convencido de que, fuese lo que fuese lo que buscaban los asaltantes, él no lo poseía. Había llegado a analizar todos los objetos, cuadros y documentos heredados de su madre, por si alguno de ellos tuviera algún valor que lo hiciese interesante. Sin ningún resultado. Tenía que ser algo que su tío tenía o había tenido en algún momento y que, al no dar con ello, los asaltantes daban por hecho que obraba en su poder.

El agua se había quedado tibia y su piel arrugada como una pasa. Se puso de pie y quitó el tapón mientras se aclaraba con agua. Una vez libre del jabón se vistió y cogió el teléfono. De la cartera sacó un número que marcó.

—Brigada de homicidios —dijo una voz de hombre con fuerte acento local que dificultó a Ludwig la comprensión.

—Desearía hablar con el inspector Herrero —contestó Ludwig de forma pausada.

—En estos momentos no se encuentra aquí —repuso la voz—. ¿Con quién hablo?

—Soy Ludwig Dreifuss. Acabo de llegar a Madrid. Había quedado en reunirme con el inspector.

—Desde luego, señor Dreifuss. El inspector se ha marchado a casa y hoy no volverá. ¿Le parece que le concierte una cita para mañana?

Una hora más tarde, tras recoger el plano de la ciudad en recepción y seguir el consejo del recepcionista, Ludwig se encontraba sentado en un moderno restaurante de diseño, cerca de la céntrica plaza del Carmen. Una ensalada demasiado aliñada para su gusto, y un carpaccio de salmón regados con una botella de Bordón, dieron paso a un sorbete de cava, previo al café.

Justo antes de tomar el postre, en una mesa cercana se habían sentado dos chicas y un chico. Ludwig no tuvo problemas para darse cuenta de que dos de ellos formaban pareja y que la chica que quedaba, una pelirroja de piel pálida, cara alargada, ojos azules y figura estilizada, lo miraba a él de manera discreta. El instinto depredador de Ludwig se despertó y la siguiente vez que la muchacha miró, Ludwig le mantuvo la mirada. La chica, después de esbozar una sonrisa, desvió la mirada y pareció concentrarse en lo que se hablaba en su mesa.

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