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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (20 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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—Ese violín fue robado a su propietario y subastado ilegalmente. Tsaldharis se hizo con él después de una dura pugna.

—Los violines que hemos encontrado en la mansión son obras de arte de muchísimo valor. El precio del violín que dice, según usted admite, no es superior al de éstos.

—Le expliqué a su compañero que el valor que tiene ese violín, para el que ordenó robarlo, no es económico —repuso el rabino—. Pertenece a una colección singular. Los demás no le interesan.

—Mire, antes de que me explique cuál es el valor de esa colección, tengo un par de dudas. Primera: como le he dicho, he leído su declaración. Me ha llamado la atención que ésta se vea interrumpida de repente. ¿Hubo algún motivo?

El rabino se lo quedó mirando con una sonrisa que daba a su rostro una expresión de cordialidad que ayudaba a sentirse cómodo en su presencia. En ese momento guardaba silencio, como reflexionando sobre la idoneidad de responder a la pregunta de Herrero, que aguardaba tranquilamente.

—Verá, inspector —comenzó a decir, hablando despacio—. Según transcurría la entrevista fui dándome cuenta de que el inspector Estévez parecía incómodo, como si tuviese prisa y se lamentara de estar perdiendo el tiempo con un desequilibrado. Claro que esto era una apreciación mía, puede que estuviera equivocado. El caso es que no quise perder ni su tiempo ni el mío. Temo que no fui muy educado. Simplemente me levanté y me marché. Espero no haber ofendido a su compañero.

Herrero continuó mirando aquel rostro impasible mientras una sonrisa se iba dibujando en su rostro, que resultó ser contagiosa, pues pronto ambos hombres rieron abiertamente.

—No me gusta hablar mal de mis compañeros, pero he de admitir que el inspector Estévez es un inepto. Si se sintió molesto por su actitud, espero que pueda aceptar mis disculpas.

—Desde el momento en que usted ha tenido la amabilidad de acercarse a mi hostal, no necesito más disculpas, inspector.

—Estupendo —contestó Herrero golpeándose la rodilla con el sombrero—. Primera duda aclarada. Pasemos a la segunda: en su comparecencia usted se refirió a un ladrón en singular. Antes también se ha referido a un asaltante. ¿Por qué cree usted que fue sólo una persona?

—Como le he explicado, ese violín pertenece a una colección. No sé exactamente quién está detrás de todo esto, pero no es el primer instrumento que roba. He estado reuniendo datos a lo largo de muchos años. En los últimos tiempos se han producido varios robos y en todos, aunque en éste quizá no sea así, las pruebas apuntan al trabajo de un profesional. Estará de acuerdo conmigo en que los profesionales en este campo casi siempre trabajan solos.

Herrero lamentó no haber recibido el informe solicitado a la Interpol sobre la persona de Menasés Liebnitz. El aparentemente simple hombrecillo que tenía frente a sí escondía más de lo que mostraba.

—Bien. Dejémoslo así por el momento. Dígame, ¿qué hace a esa colección, como usted la denomina, tan importante como para que alguien mate y torture a un anciano indefenso?

El rabino volvió a guardar un pensativo silencio, calibrando a Herrero, que se mantenía expectante.

—Como se suele decir en estos casos, es una larga historia, inspector —dijo, una vez que se hubo decidido—. No sé si es buena idea contársela. Quizá piense que estoy loco, pero necesito ayuda.

El gesto del inspector manifestaba carecer de prisa e invitaba a comenzar el relato.

—A lo largo de su vida Antonius Stradivarius fabricó más de mil quinientos instrumentos, de los que aún quedan unos setecientos. De ésos, hay doce que son únicos. Esa docena de instrumentos guarda una clave secreta, que es lo que busca la persona que ha contratado a ese sicario que usted busca.

El rabino volvió a guardar silencio.

—¿Cuál es el resto de la historia? —preguntó Herrero cuando quedó claro que el hombrecillo no iba a continuar—. Creí haber entendido que iba a ser larga.

—Durante la segunda guerra mundial —siguió el rabino tras pensárselo un rato— los nazis crearon la Deutsches Ahnenerbe, un instituto para estudios de todo tipo, conocido como la Herencia de los Ancestros. En ese instituto se llevaron a cabo estudios de medicina, aeronáutica, criptología, física, matemáticas, historia, geografía, mitología, literatura y gramática, arte y un largo etcétera. Uno de los departamentos estaba dedicado al esoterismo y lo dirigía un tal Friedrich Hielscher.

»En ese departamento se llevaron a cabo los más extraños y absurdos proyectos. Uno de ellos tenía que ver con unos instrumentos de cuerda fabricados siglos atrás por el genial
luthier
cremonés. De alguna forma que ignoro, los nazis se enteraron de lo que escondían aquellos instrumentos y buscaron la clave para identificarlos y obtener su secreto. Cuando dieron con esa clave la guerra había entrado en su final y tuvieron que escapar, dejando atrás una pira de documentos ardiendo que no se terminaron de consumir. Parte de esa documentación fue recuperada por los aliados y examinada. Lo que no les servía fue entregado a los Archivos Yad Vashem de Israel. Tras los juicios se lo dieron todo.

»Entre esa documentación había una carpeta chamuscada en la que parecían faltar muchos documentos y a la que los nazis habían otorgado un nivel de confidencialidad muy alto, señal de que para ellos tenía muchísima importancia. Esa carpeta llegó hasta mí y durante años estudié su contenido. Por lo que pude ver, habían logrado identificar parcialmente cuáles eran los instrumentos, pero se encontraron un inconveniente, posiblemente nada serio si no hubiesen perdido la guerra, pero sí para solventarlo desde el exilio.

»Verá. Stradivarius les puso a esos instrumentos los doce nombres en latín de los meses del año. Por algún motivo cambió estos nombres por los de los doce hijos de Jacob, las famosas doce tribus de Israel, de las que provenimos los judíos.

—Imagino que se referirá al Jacob que se hizo pasar por su hermano para que su padre lo bendijera.

—Exacto, inspector, el mismo que se quedó dormido sobre una piedra y soñó con una escalera que subía hasta el cielo, con ángeles subiendo y bajando, y Dios en lo más alto de la escalera. El caso es, inspector, que los nazis sabían los nombres que Stradivarius había puesto a sus instrumentos pero, y aquí está el problema, hoy esos instrumentos han perdido su nombre original. Debían averiguar qué nombres tenían en la actualidad y si habían sobrevivido al paso del tiempo.

—¿Y los encontraron?

—Los han ido encontrando, ahora uno, ahora otro. Pienso que recientemente, y me refiero a este último año, han logrado identificarlos todos y saber dónde se encuentran. Evidentemente han llegado a la conclusión de que la colección está entera, de otra forma no les hubiese servido de nada.

—¿Piensa que aquellos científicos están detrás de este robo? —preguntó Herrero sin mostrar su sorpresa por la rocambolesca historia que estaba escuchando.

—Estoy seguro —contestó sin alterarse el rabino—. Como le he dicho, cuando los alemanes admitieron haber sido derrotados, no perdieron el tiempo. Destruyeron toda la documentación que pudieron y corrieron a ponerse a salvo. Antes le he hablado de Friedrich Hielscher, responsable de la sección esotérica de ese instituto. Además de éste escaparon otros tres nazis que conocían el proyecto. —El anciano rebuscó dentro de su chaqueta hasta dar con un papel doblado varias veces que alisó—. Aquí tiene los nombres de estos tres científicos. Oswald Dönitz, matemático y musicólogo, Friedrich Schäuble, físico, y Martin Eichhorts, historiador especializado en historia de las religiones. De estos cuatro no se ha vuelto a saber. Todas las indagaciones que he llevado a cabo invitan a pensar que han muerto, pero al menos uno de ellos tiene que seguir vivo.

Herrero examinó el papel que tenía en la mano. En una de las caras, escritos con minuciosidad en letra pequeña y anticuada, y con tinta azul, aparecían los nombres de los cuatro mencionados y un pequeño texto a continuación de cada uno de ellos, en un idioma que Herrero fue incapaz de reconocer. La tinta se veía desvaída, por el tiempo transcurrido.

En el otro lado del papel venía un listado de muchos nombres, con unos años al lado. Bastantes de esos nombres habían sido tachados.

—¿Esta lista es de los instrumentos que usted dice?

—Así es, inspector. Como verá, he eliminado varios según he podido ir identificando los que componen la colección. Sólo quedan veinte. En el catálogo que había en la carpeta incautada a los nazis, venían solamente los nombres de éstos tal y como los había bautizado Stradivarius, es decir con los nombres de los doce meses en latín. Cada uno venía con un año concreto entre 1690 y 1737, lógicamente el año en que fue fabricado, lo que eliminaba muchos instrumentos. Ya he señalado que el hecho de que se continúe buscando los instrumentos quiere decir que todos ellos se mantienen íntegros, lo que ayuda a reducir el número de los posibles. Todos ellos deben ser perfectos, así que he descartado de la lista algunos trabajos considerados menores.

»De los veinte que quedan, los que tienen un asterisco, que como verá son nueve, pertenecen seguro a esa colección. De esos, ocho, los subrayados, ya están en poder de ese hombre. Entre los once restantes, todos ellos fabricados en los años 1690, 1713 y 1726, hay tres que completan la colección pero aún no sé cuáles son. No deben caer en manos de esos hombres. Tiene que protegerlos.

—Mi trabajo es detener al que mató al señor Tsaldharis.

—«Nos dirigimos a lo que parece urgente, pero nunca alcanzamos lo que es importante de verdad» —citó el rabino—. Usted quiere encontrar al asesino. Yo, sólo impedir que consiga llevar a cabo sus planes.

Herrero seguía mirando el papel que tenía en la mano. Le costaba volver a mirar aquellos ojos que lo escrutaban.

—¿Y qué se supone que pueden hacer estos instrumentos? —preguntó Herrero, tras un largo y embarazoso silencio.

—Abrir la escalera de Jacob. Son las llaves del Cielo.

Armado con un plano de Madrid, Ludwig conducía el Mercedes alquilado, tratando de situarse. No quería reconocer que se había perdido. La casa del armador griego se encontraba fuera del plano y hacía tiempo que su ruta también se hallaba fuera de los límites del mapa.

Según sus cálculos, un par de kilómetros atrás debía haberse abierto un camino a su derecha, lo suficientemente ancho como para aparecer en un mapa. En un mapa más grande y detallado que el que le habían facilitado en el hotel.

Dándose por vencido, maniobró el Mercedes para entrar en una gasolinera, donde un empleado de raza gitana, con larga cabellera ondulada, negra como el carbón, y unas frondosas patillas llenaba el depósito del ciclomotor de una chica que se reía con sus ocurrencias.

—¿Qué va a ser? —preguntó el gitano sin dejar de servir—. ¿Llenamos?

—No —contestó Ludwig sin bajarse del coche—. Sólo quería saber por dónde se puede llegar a la mansión Hybris.

—¿La casa donde se cargaron al griego? —dijo el gitano—. Se ha pasado el cruce. Tiene que volver por donde ha venido. A kilómetro y medio verá un camino al otro lado. Viniendo de aquí se ve fácil, pero cuando se viene de allí para aquí la entrada queda tapada por los árboles.

—Gracias. ¿No tendrá un mapa mejor que éste?

—Claro, no faltaba más. Tiene unos cuantos. Ahí, al lado de las revistas.

Ludwig bajó del Mercedes, entró en la cafetería de la gasolinera y miró el surtido de mapas, optando por uno de uso complicado pero muy amplio. Esperó a que la chica abonara el importe del combustible entre las descaradas insinuaciones del encargado y después pagó el mapa. Como experto en estas cuestiones, estaba convencido de que la chica no tardaría en regresar por aquella gasolinera.

Conduciendo despacio para no volver a pasarse el cruce encontró, tal como le había dicho el gitano, la entrada al camino. Ahora veía claro por qué se la había pasado. La entrada estaba situada de forma oblicua a la carretera nada más pasar una tupida maraña de árboles muy altos, sin ninguna señalización.

Ludwig se apartó al estrecho arcén, a la espera de hacer la irregular maniobra de pasar por encima de la raya continua. Tenía su riesgo, ya que no podía ver los coches que venían de frente a causa de una cerrada curva. Aun así, cuando lo dejaron de adelantar y no vio venir vehículos, aceleró el Mercedes y cruzó la carretera hasta entrar en el camino.

Trescientos metros después, llegó hasta las cerradas verjas de la mansión. Detuvo el coche y se bajó. Las verjas de hierro, con unas anticuadas filigranas, permitían ver un sinuoso camino también asfaltado, flanqueado por árboles. Los altos muros donde pivotaban las verjas tenían en su parte más alta una alambrada de espino.

A la derecha de las verjas había un interfono dotado de cámara con un único pulsador. Sobre el muro, otra cámara enfocaba la entrada. En una pequeña y sencilla placa de bronce al lado del interfono, venía escrito el nombre de la mansión: Hybris.

Viendo aquellas espartanas instalaciones se preguntó el porqué del nombre. En la entrevista con la policía, el inspector le había explicado que el nombre se lo había puesto su tío y que en griego quería decir «soberbia».

¿Qué persona podría elegir «Soberbia» como nombre para su hogar?

Ludwig pulsó el timbre y aguardó. Al momento se encendió una luz sobre la cámara del interfono y una modulada voz con fuerte acento británico preguntó:

—¿Qué desea?

—Soy Ludwig Dreifuss. ¿Es usted míster Aldrich?

—Sí, señor. Bienvenido. Ahora mismo le abro. Siga, por favor, el camino hasta la casa, al final.

Ludwig condujo el Mercedes entre los árboles, hasta que de pronto éstos dejaron paso a un enorme y cuidado jardín de hierba en medio del cual se alzaba, impresionante, la mansión, de un blanco inmaculado. En la puerta, sobre la escalinata de mármol, severamente vestido, aguardaba un hombre mayor.

—Encantado de conocerlo, míster Dreifuss —dijo en español el pasante del asesinado griego—. Soy Robert Aldrich, ayudante de su difunto tío, míster Tsaldharis. ¿Le ha costado mucho encontrar la casa?

—Un poco, sí —contestó también en español Dreifuss—. Me he pasado el cruce y he tenido que preguntar en la gasolinera.

—¿Mario le ha explicado cómo llegar hasta aquí? —preguntó con una sonrisa el pasante—. En ese caso, para estas horas todo el pueblo sabrá que usted ha venido. Es un buen chico, pero un poco curioso.

—¿Le parece que hablemos en inglés? —preguntó Ludwig y, cambiando de idioma, añadió—: Creo que nos resultará más cómodo a ambos.

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