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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (22 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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El Piatti, Menasés tenía la convicción, era uno de los instrumentos que pertenecían a la colección de los doce stradivarius que buscaban sus enemigos. Como cada uno de ellos, era único e insustituible. No quedaba mucho tiempo y dudaba que la policía española hiciera algo para protegerlo o para recuperar el del griego asesinado.

Pero si él conseguía tener acceso a uno de aquellos instrumentos, podría frustrar los esfuerzos de sus adversarios. Con que uno de los doce fuera inutilizado todo el diabólico plan se vendría abajo. Nunca había tenido acceso a una de aquellas preciadas piezas, pero ante sus ojos se abría una oportunidad.

La noche siguiente el Piatti estaría en el Teatro Real y Menasés podría, con un poco de suerte, llegar hasta él.

A pesar de las repetidas indicaciones para que fueran desconectados todos los móviles, una interpretación discordante de las cuatro estaciones de Vivaldi rompió el respetuoso silencio, mientras el avergonzado propietario del artefacto trataba de sacarlo del bolsillo. Un par de chistidos recriminaron al maleducado.

Menasés no captó nada de esto, de la misma manera que era incapaz de apreciar los virtuosismos de los músicos que se esforzaban en dar lo máximo de sí. La atención del rabino se concentraba única y exclusivamente en el enorme instrumento que parecía cobrar vida en manos de su dueño. Su voz grave y poderosa, que a veces destacaba y otras se escondía para dar realce al resto de la orquesta, era disfrutada por todo el público menos por Menasés.

El rabino ocupaba una de las últimas filas del enorme anfiteatro. Aún con las lentes puestas le costaba hacerse una idea de los detalles del escenario. Sumido en un estado de catarsis era incapaz de retirar la mirada del borroso violonchelo mientras en su cabeza trataba de dar sentido al descabellado plan.

—Señoras y señores —dijo el maestro de ceremonias cuando se apagaron los aplausos—. Antes de comenzar la segunda parte del concierto, haremos un pequeño descanso de quince minutos. Les recordamos que no se puede fumar en la sala. Los que deseen hacerlo tienen un espacio habilitado en la cafetería. Asimismo, les agradecemos que mantengan apagados los teléfonos móviles.

Entre tanto, parte del público se había levantado de sus asientos buscando alivio en los baños, inhalar desesperadamente un poco de humo, estirar las piernas o atender el teléfono de las posibles llamadas que se hubiesen producido durante el primer acto.

Siguiendo a la manada, Menasés abandonó la sala sin tener demasiado claro qué iba a hacer. Quizá sería mejor esperar a que terminase el concierto, pero cabía la posibilidad de que en ese momento hubiera demasiada gente en torno al instrumento y su propietario. Por otra parte, podía suceder que a Menasés se le esfumase la determinación.

Deambulando por el pasillo, nadie se fijó en el pequeño anciano que traspasaba las puertas gemelas donde se indicaba que estaba prohibido el paso. Tras las puertas, otro pasillo desnudo llevaba hasta otra puerta doble, donde se indicaba la misma prohibición de acceder. Haciendo caso omiso de nuevo, el rabino penetró en otro pasillo.

Esta vez el pasillo estaba lleno de jóvenes orquestistas con sus instrumentos. Algunos estaban sentados en unas sillas de plástico forradas de tela ignífuga azul. Otros permanecían de pie, demasiado excitados para sentarse. Botellas de agua eran repartidas por sus profesores, que corregían los nimios errores cometidos por sus pupilos. Unos pocos sentados en el suelo repasaban las partituras, afinaban sus instrumentos o ensayaban de manera discreta.

Sin detenerse para evitar que alguien le preguntara qué estaba haciendo allí, el rabino paso entre los estudiantes y sus maestros, continuando a través del pasillo hacia lo que parecían las puertas de los camerinos. Un vigilante jurado aburrido tomaba un café de máquina a la vez que trataba de establecer contacto con dos jóvenes y muy arregladas azafatas.

Como si de un fantasma se tratara, el hombrecillo vestido de negro, con la pelada cabeza cubierta por un anticuado sombrero de ala blanda y una leve cojera, fue de puerta en puerta leyendo los letreros que identificaban a los ocupantes de los camerinos, sin que nadie se fijase en él.

Cuando al final dio con la puerta donde se podía leer Xavier Puig, Menasés golpeó suavemente con los nudillos como si temiera que le respondieran. ¿Qué le diría a su ocupante si éste abría la puerta? ¿Que debía destruir su amado violonchelo para que un loco no se hiciese con él? ¿Le explicaría lo que ese loco pretendía hacer con el valioso instrumento? ¿Cuánto tardaría el vigilante en sacarlo del auditorio y llamar a la policía?

Pensando en alguna disculpa peregrina, Menasés volvió a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza. En el interior no se oía nada. Una tercera llamada aún más fuerte tuvo el mismo efecto. Sin pensarlo dos veces, el rabino giró el pomo de la puerta y con sigilo entró en el camerino. No era demasiado grande. Una pequeña cama para descansar, un baño con lo indispensable, una mesa con un gran espejo en la pared, otra más grande con unas sillas alrededor y un cómodo diván con una lámpara de pie al lado era cuanto contenía la estancia.

Sobre la cama había un enorme estuche de color negro con la misma forma que el instrumento que buscaba. Menasés luchó con los cierres hasta lograr abrir la funda. El corazón le empezó a latir más rápido. Allí estaba, en su lecho de terciopelo azul, el magnífico instrumento salido de las manos del gran
luthier
cremonense Antonius Stradivarius. Uno de los mejores violonchelos que se hubiesen fabricado jamás, de un precio incalculable y por el que sus enemigos no dudarían en matar con tal de hacerse con él.

Indefenso y silencioso, el codiciado violonchelo permanecía ajeno a las emociones que provocaba. Menasés, aún consciente de que el tiempo apremiaba y de que enseguida se abriría la puerta por donde entraría el alarmado concertista, era incapaz de apartar la mirada del interior del estuche. Finalmente y con un gran esfuerzo consiguió levantar la vista. Metió la mano en el bolsillo de su abrigo y extrajo una pequeña lata para rellenar mecheros que había comprado en un estanco. Con torpes manos trató de abrir el precinto de la lata pero sus dedos artríticos se mostraban incapaces.

Cada vez más nervioso, el rabino tiraba de la argolla de plástico. No podía ser. La increíble buena suerte de la que había disfrutado hasta ese momento, permitiéndole llegar hasta el Piatti, le daba la espalda justo en el momento clave. Fuera del camerino, se oían voces que se acercaban. Menasés buscó alrededor, tratando de encontrar alguna herramienta que lo ayudara a abrir la lata.

Sobre la mesa de maquillaje encontró unas tijeras de manicura. Cogiéndolas como si fuesen un puñal atacó el tapón de plástico. Un chorro de gasolina le salpicó las manos. Menasés dejó caer las tijeras y se encaminó hacia la cama, donde aguardaba indefensa su víctima.

En ese momento se abrió la puerta. El propietario del camerino regresaba para recoger el chelo y continuar el concierto. El fuerte olor a gasolina y la presencia de un desconocido que se encaminaba hacia su estuche lo dejaron momentáneamente paralizado.

—¿Qué hace usted? —gritó el concertista, reaccionando por fin, a la vez que se arrojaba encima del anciano y lo derribaba.

El vigilante, que había oído el grito, entró en el camerino e inmovilizó al rabino y le arrancó la lata de gasolina de las manos.

Humillado por el fracaso, Menasés no respondió. Levantado como si fuese un fardo, lo sentaron en una de las sillas, custodiado por el guarda, que, a la vez, informaba a sus compañeros de la situación. En menos de un minuto el rabino se vio rodeado por otros dos hombres y una mujer, todos vistiendo el mismo uniforme. El primer guarda jurado, como el concertista comprobaba el estado de su violonchelo, pintó una escena en la que él combatía heroicamente con un insignificante viejo de setenta y ocho años, mientras le retorcía el brazo a la espalda para dar mayor firmeza a sus palabras e impresionar a las dos azafatas con las que había estado distraído y que, al reclamo del alboroto, se habían acercado.

—Disculpen, señores —dijo irritado el concertista, que veía cómo su intimidad se veía violada por toda aquella gente—. ¿Les importaría abandonar mi camerino? Eso va por ustedes también —añadió, señalando a los vigilantes que se habían apostado en torno al hombrecillo, como si de un peligroso criminal se tratara.

Solamente la intervención del director del auditorio logró que, a regañadientes, los guardas jurados abandonaran su presa.

—¿Le importaría decirme quién es usted y qué trataba de hacer con mi violonchelo?

—Nadie importante —contestó el rabino—. Y mis intenciones ya las sabe. Intentaba destruirlo —añadió señalando el instrumento, que continuaba incólume en su estuche.

—Pero ¿por qué? —preguntó el director del auditorio, un pomposo individuo enfundado en un caro traje cortado a medida.

—Si se lo dijera no me creerían. Pensarían que estoy loco. Y tal vez tengan razón.

—Llamaré a la policía —dijo el director.

—Espere un momento, por favor —dijo el concertista, sin dejar de mirar al hombrecillo. A pesar de la situación, aquel anciano no le parecía un perturbado ni un delincuente. La paz y determinación que percibía en aquel hombrecillo no eran comunes.

—Déjeme marchar —dijo Menasés mirando directamente a los ojos al concertista.

—¡Ni hablar! —protestó el director alzando la voz—. Voy a presentar una denuncia contra usted. No se moverá hasta que venga la policía a llevárselo.

Ajenos a sus palabras, los otros dos hombres continuaron examinándose.

—No va a llamar a nadie —dijo finalmente el concertista—. No deseo presentar ninguna denuncia contra este hombre.

—¡Pero yo, como director del auditorio, sí! —repuso escandalizado el otro.

—¡No hará nada! Su sistema de seguridad es un desastre. Este hombre ha entrado aquí como Pedro por su casa. Si no quiere que denuncie al auditorio por flagrante desidia, va a permitirle marchar ahora mismo. Me hubiese gustado saber por qué quería usted destruir mi violonchelo —dijo el concertista una vez en la salida, mientras el director, rojo como la grana, sujetaba la puerta.

—No merece la pena, señor Puig —contestó Menasés mirándolo de nuevo a los ojos—. Le agradezco lo que ha hecho. Hágame un favor. Vigile como nunca ese instrumento. Alguien tratará de arrebatárselo y no dudará en matar a quien trate de impedírselo. No puedo decirle más. Se lo he comunicado a la policía, pero me temo que no me han hecho demasiado caso.

Alexander Pawlak cerró la puerta de su despacho y se sentó en el confortable sillón situado en medio de la estancia, tras la despejada mesa. Los dos muebles, junto a unos pocos cuadros, eran los únicos objetos que ocupaban ese despacho, pocas veces utilizado por el anciano.

Sobre la mesa, una pantalla plana de ordenador de veintiún pulgadas estaba inerte. Pawlak accionó los pulsadores correspondientes para que tanto la pantalla como la CPU se iniciaran. Al momento, el suave zumbido de los ventiladores destinados a refrigerar las tripas del ordenador se extendió por la sala.

Mientras esperaba a que el sistema estuviera operativo, Pawlak miró el cuadro que colgaba de la pared de enfrente, una representación de Parsifal, pintada por Franz Stassen. En ella, el héroe, símbolo de la pureza y de los ideales nazis, montaba un caballo, con la cabeza gacha y la lanza apuntando al suelo, extenuado en su inútil lucha por encontrar el esquivo Grial.

Pawlak entendía la fatiga del caballero. Él también llevaba demasiado tiempo detrás del Grial pero, a diferencia del héroe, Pawlak estaba a punto de encontrarlo.

Con un acorde, el ordenador anunció su disposición para ponerse a trabajar. El anciano sacó de un cajón de la mesa un teclado inalámbrico y un ratón láser. Introdujo su clave personal y aguardó mientras la máquina la certificaba. Después tecleó en la barra superior: «www.es.groups.yahoo.com». Al momento, la página solicitada apareció en la pantalla.

Consultando un mensaje en el móvil de prepago que le habían mandado, introdujo dentro del grupo
fotos-familia
el
password
solicitado, una clave alfanumérica, y esperó mientras en la pantalla aparecía un catálogo de una veintena de fotografías. En todas ellas aparecía un joven matrimonio con su preciosa hija de cinco años. En unas el trío se encontraba jugando en la playa, otras mostraban a la familia subiendo un monte con gran ánimo. En las últimas se veía a los tres pertrechados con guantes, gorros, gafas de sol, bastones y esquíes, en lo alto de unas cumbres nevadas.

Pawlak volvió a consultar el móvil y eligió una de las fotos en la que se veía a la pequeña con cara de susto, iniciando el descenso a bordo de sus pequeñas tablas por una suave ladera nevada. Manejando el ratón, guardó la instantánea digitalizada en el escritorio del ordenador. Acto seguido eligió el grupo
fotos-naturaleza
y volvió a meter la clave. En el álbum abierto había una quincena de fotos hechas con mucho entusiasmo y poca idea, como las que sacaría un turista en lugares pintorescos. En casi todas aparecían puestas de sol. En unas ocasiones el exceso de luz quemaba la fotografía, en otras no había prácticamente luz y no se apreciaba más que un poco la rojiza línea del horizonte. Algunas estaban sacadas con flash, lo que ayudaba a arruinar, aún más, la fotografía.

Según el móvil, la foto que debía escoger correspondía a un paisaje donde el mar chocaba contra una escarpada costa en la que crecían algunos pinos, mientras el sol se escondía bajo las aguas. El postrero brillo del astro sobre la superficie contrastaba con la negrura del acantilado.

Una vez guardadas las dos fotos en el escritorio, Pawlak abandonó internet. Pulsando doblemente uno de los iconos, inició
Camuflage
, un programa de esteganografía y, con el ratón, abrió desde el programa la fotografía de la niña. En vez de la foto, apareció en la pantalla un galimatías incomprensible de números y letras que componían el código digital de la fotografía. El anciano no se molestó en mirar la ventana abierta, limitándose a guardar su contenido en una carpeta. Otro tanto hizo con la foto de la puesta del sol.

Cerró el programa
Camuflage
e inició otro de criptografía, desde el que recuperó las carpetas con los galimatías. El programa sólo tardó un par de segundos en verter el resultado. Al verlo, Pawlak, que se había ido incorporando sin darse cuenta, se recostó con un suspiro de alivio y satisfacción en el sillón.

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