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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (38 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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—Un chaleco antibalas —repuso Herrero—. No se alarme, doctor, pero, después de lo sucedido, me sentiría más tranquilo si lo usara. Es discreto y no pesa demasiado, aunque, eso sí, da bastante calor. Pero estamos en invierno, ¿verdad? Tenemos otro para que se lo dé a su amiga. Estoy seguro de que no serán necesarios, aunque nunca se sabe. Me temo que son bastante caros, así que los tendrán que devolver cuando todo esto termine.

Ludwig, impresionado por todo lo que estaba ocurriendo, se dejó ayudar para colocarse la prenda. Realmente pesaba poco. El médico no podía entender cómo aquella cosa podía ser capaz de detener una bala y esperaba no tener que comprobarlo.

—¿Esas fotografías son del rabino Liebnitz? —dijo cuando se hubo sentado de nuevo.

—Sí. ¿Quiere echarles un vistazo? —contestó Herrero amontonándolas.

Ludwig tomó las instantáneas y las examinó con profesionalidad. Vio la sangre seca en los oídos y los orificios nasales de la destrozada cabeza, el charco de sangre y cerveza bajo el cuerpo, los fragmentos de cristal…

—¿Qué es esto, inspector? —preguntó alterado Ludwig.

Herrero tomó la foto que le era mostrada.

—Aquí, justo debajo de la mano. Esas manchas.

—Los de la ambulancia dijeron que estaban hechas, probablemente, por los espasmos del dedo medio seccionado que se ve aquí —contestó Ponte, que se había acercado a la mesa al detectar el nerviosismo en el tono del médico, que señalaba un punto de la foto—. Seguramente el rabino levantaría un brazo para defenderse de algún golpe y el cristal de una botella le cortaría el dedo.

—¿Sería posible ampliarlo? —preguntó Ludwig.

—Pablo, déjame la foto —dijo Ponte—. La voy a escanear.

Instantes después, con un programa avanzado de fotografía, el subinspector, bajo la atenta mirada de su superior y del médico, amplió en la pantalla del ordenador la zona de la mano mutilada.

Debajo del sangriento índice aparecía una pirámide de puntos hechos con la sangre del cercenado dedo: uno en el vértice, dos inmediatamente debajo, tres en la siguiente fila y cuatro en la base.

—Esta figura la he visto yo antes —dijo muy serio Ludwig—. Me la enseñó el rabino. Es una tetractys, el símbolo de los discípulos de Pitágoras. Los que creían en la música de las esferas, en la armonía universal.

Sentada en la cama, Martha veía pasar una y otra vez por delante de ella a Ludwig mientras éste le contaba las últimas noticias. Su rostro, normalmente impávido, se crispaba cada vez más, apretando con fuerza las mandíbulas y frunciendo el entrecejo.

Ludwig tampoco estaba muy contento. La decisión de Martha de coger una habitación en otro hotel diferente al suyo, alegando que así estarían más cómodos, lo había molestado profundamente. No habían ayudado las exclamaciones de desdén al mostrarle el chaleco a prueba de balas que Herrero le había entregado y que se encontraba tirado sobre la cama.

Tratando de apartar el malestar de su mente y obviando la irritación de la profesora, terminaba de explicarle cómo había dado con la clave de la tetractys con la que el rabino les decía que el atentado no había sido fruto de una casualidad por encontrarse en un mal lugar y momento, sino que estaba ligado a toda la historia de los violines.

—¿Qué opinas de todo esto? —preguntó Ludwig cuando hubo terminado.

—¿Qué crees tú? —repuso Martha tratando de contener su disgusto—. Al rabino lo han atacado unos salvajes, unos pandilleros criminales. No es la primera vez que sucede y por desgracia no será la última. No existe ninguna conspiración. Era un buen hombre y sé que le habías cogido aprecio. Los animales que le han hecho eso merecen pudrirse en la cárcel, pero eso no indica que haya una conjura para deshacerse de él.

—¿Y qué me dices de la tetractys que el rabino dibujó en el suelo con su propia sangre? —repuso alterado Ludwig.

—No creo que sea ninguna señal como tú piensas. Pudo ser perfectamente un movimiento convulsivo involuntario tras el ataque. Tú eres médico, sabes que eso sucede.

—Nadie puede formar un triángulo formado por diez puntos a causa de unos espasmos.

—Quizá el viejo, obsesionado como estaba, creyó que el ataque provenía de sus imaginarios enemigos —adujo Martha aún más enojada—. ¡Por favor! Ha vivido en los campos de concentración y después persiguiendo criminales de guerra. Era un anciano. ¿Cómo no ver la mano de sus adversarios en unos asesinos juveniles que lucen esvásticas y gritan contra los judíos?

Ludwig apreció el razonamiento de estas explicaciones, pero mantuvo un obstinado silencio. Sospechaba que Martha tendría probablemente razón. Por otra parte, Herrero estaba convencido de que el ataque no era obra de una banda de skins y que el que lo había llevado a cabo estaba solo y había tratado de confundir a la policía.

—Ludwig —dijo Martha en un tono más suave—, eres doctor en medicina. Un hombre de ciencia, instruido. No puedes dar crédito a esas descabelladas historias y tú lo sabes.

—Mi tío murió de una manera horrible y ahora el rabino. Otros más también han muerto por la misma razón. Tiene que haber algo.

—¿El qué? —insistió Martha—. ¿Otro loco que mata creyendo esas mismas estupideces? ¿Un perturbado que quiere alcanzar la inmortalidad con unos instrumentos fabricados hace cientos de años?

»Los humanos somos el eslabón más alto de la evolución pero, como el resto de los animales, nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Y ya está. Lo único que nos diferencia de ellos es que nosotros somos conscientes de nuestra propia muerte y ellos no. Después de la muerte no hay nada más. La creencia en una vida más allá de ésta es un placebo, similar a los que utilizáis en los hospitales, para tranquilizar a los pusilánimes y tenerlos dominados con la promesa de un paraíso que no existe. No resucitamos. Tampoco nos reencarnamos, ni alcanzamos un estado más elevado. Nos pudrimos y el mundo continúa. No hay cielo ni infierno. No existe premio por ser buenos, ni castigo por ser malos.

Ludwig guardaba silencio, sorprendido por la violencia de las palabras de Martha, que continuaba sentada, tensa, sobre la colcha.

—Ludwig, no existen los dioses guerreros que esperan a que alguien reúna doce instrumentos para poder llegar hasta ellos. «La religión es el opio del pueblo». ¿Recuerdas quién dijo eso? Junto a los mitos, la religión ha supuesto la herramienta principal para el mantenimiento de las castas. Los fuertes han dominado siempre a los débiles mediante la violencia y una vez en el poder se han perpetuado mediante el miedo que sus sacerdotes han impuesto. Hasta hace bien poco los reyes eran considerados divinidades. El emperador de Japón sólo renunció a ésta para conservar su vida tras perder la guerra contra los americanos.

»Los terribles castigos del Más Allá y los premios por ser buenos, trabajadores y obedientes en este mundo han sido la droga administrada por todas las religiones para mantener el poder y el orden, para explotar a los más crédulos sin que éstos se atrevan a protestar ni a ambicionar más que las migajas que les dejan. «Si eres bueno y trabajador, el premio será la vida eterna. Si ambicionas lo que yo tengo y no te contentas con tu suerte, irás al infierno». ¿Y ellos cómo lo saben? ¿Porque Dios les ha hablado? También a mí me ha hablado y me ha dicho que no haga caso de esos charlatanes. Ésas son las leyes que se han inventado los más listos para dominar a los más débiles y vivir como reyes. Y tú lo sabes.

—Estoy de acuerdo en casi todo contigo —repuso Ludwig tratando de mostrarse conciliador—. Pero no puedo dejar de pensar en el rabino. Alguien comparte sus mismas ideas y ha tratado de matarlo para quitárselo de encima.

—El rabino era una buena persona, sí, pero ¿qué hizo? Ayudó a perpetuar el estado de castas. Cuando su pueblo fue aniquilado, ¿qué hicieron los judíos? Se dejaron masacrar esperando que
su
dios, el dios protector del pueblo elegido, los salvara. ¿Dónde estaba ese dios cuando mataron a seis millones de sus amados hijos? Los designios del Señor son inescrutables, dijeron. ¡Qué fácil! ¿No será que no intervino sencillamente porque no existe? Un dios que todo lo sabe y todo lo ve, ¿no supo del padecimiento de su pueblo? Quizá era un castigo por haberle dado la espalda y venerado al becerro de oro, pero ¿qué culpa tuvieron los miles de niños masacrados, apartados de sus familias, sometidos a la esclavitud, a los experimentos más sádicos? ¿Era ésa la voluntad de su amado dios? Los poderes cabalísticos de los judíos, capaces de cambiar el sino de una batalla según aseguran, ¿dónde estaban? ¿Aguardando una mejor ocasión? ¿Cuál mejor que la de detener aquel genocidio? ¿Qué hicieron los cabalistas y los rabinos cuando sus seguidores caían a miles?

»Nunca, en ninguna batalla, por mucho que digan lo contrario la Biblia y los libros de Historia, el débil ha derrotado al fuerte. Todos los ejércitos se encomiendan a su dios. En ocasiones el dios es el mismo para los dos bandos. Cuando uno de ellos gana es «gracias a Dios». ¿Cuándo pierde es por culpa de ese dios? No. Es por Su voluntad de castigarles por sus pecados. Los fuertes siempre han ocupado el poder civil y los listos el religioso. «Todo aquel que hace creer a los demás que conoce el futuro, es capaz de dominarlos». No te dejes engañar tú también Ludwig. Te considero demasiado inteligente para caer en esas argucias.

Tras la perorata, Martha guardó silencio esperando la reacción de su compañero. Ludwig miraba por la ventana, reflexionando sobre sus palabras. En otros tiempos hubiese alabado la claridad de ideas de ella. Ludwig siempre había despreciado las religiones establecidas y, aunque se consideraba agnóstico, estaba de acuerdo con la apreciación de que las religiones sólo servían para controlar a los crédulos. Pero aquel rabino tenía algo que nunca había apreciado en nadie. Era como si resplandeciera. Ludwig podía creer lo que ese hombrecillo dijera. ¿Tendría razón Martha y se había dejado seducir por el anciano?

Realmente la historia no se tenía en pie. Dios había dado la clave a Jacob para que el hombre pudiera acceder a Él y siglos después un artesano había introducido de alguna forma esa clave en unos instrumentos. Ahora, un antiguo nazi los buscaba para instaurar un nuevo Reich. Sonaba ridículo.

Cuando el rabino le había contado la historia de Jacob, su huida y el sueño en el que se le había aparecido Dios en lo alto de una escalera celestial, lo primero que había cruzado la mente del médico era la posibilidad de que el tal Jacob hubiese sufrido una neurosis traumática. Todo concordaba. Eran los síntomas tras un impacto emocional muy fuerte. Una ansiedad derivada de saber que su propio hermano, al que había robado la bendición paterna, lo buscaba para matarlo, le había provocado una excitación tan intensa que su psique no había podido hacerse cargo. Este trauma, manifestado habitualmente en los sueños, venía reflejado por la figura, un padre-dios inalcanzable. No se lo había dicho al rabino, pero esa explicación era infinitamente más plausible que la dada por la Biblia.

—¿Por qué los querrían robar? —preguntó Ludwig a sabiendas de que la pregunta la irritaría.

—¿Te parece poca razón el inmenso valor que tienen? —repuso Martha.

—Pero ¿por qué ésos en concreto, los mismos que había dicho el rabino?

—Será otro loco —dijo sardónica Martha—. Los hay por todos lados.

—¿Qué querrán hacer con ellos? —preguntó Ludwig ajeno al comentario despectivo.

—¡Nada! No pueden hacer nada. Solamente son instrumentos de música —contestó Martha levantando de nuevo la voz.

—Tú misma dijiste que los stradivarius eran mágicos.

—Era una forma de hablar —repuso exasperada Martha—. Quería decir que su sonido es inigualable.

—¿Por qué?

—¿Por qué? ¡Yo qué sé! —exclamó Martha, levantándose y recorriendo la habitación a grandes pasos mientras hablaba—. Ya te dije que cada uno tiene una teoría. Las hay de todos los colores. Un tratamiento de la madera con un hongo. El empleo de madera proveniente de naves de guerra hundidas. Una sustancia contra las termitas empleada por el laudero para proteger los instrumentos contra esta plaga.
La sangre de dragón
. ¿Quieres conocer la última teoría de unos científicos norteamericanos? Aseguran que el secreto está en el sol. Según ellos, en aquellos años el sol tuvo poca actividad, lo que provocó que en Europa hiciese mucho frío y poca luz. Así, los árboles crecieron más despacio pero su madera fue más densa, lo que les confirió unas características acústicas muy superiores a las normales. ¿Cuál prefieres?

Ludwig, sabiendo que Martha se estaba riendo de él, prefirió no contestar.

—Aun en el caso de que toda esta locura fuera verdad y esos instrumentos tuvieran poderes mágicos, ¿qué cambia? —dijo Martha acercándose a Ludwig, que seguía mirando por la ventana—. Un violín es extremadamente delicado. Cualquier alteración, por mínima que sea, cambia sus características únicas. Todos esos instrumentos han sufrido restauraciones y han sido en muchos casos barnizados de nuevo. Su sonido no es el original. No te obsesiones, por favor. Sabes que tengo razón. Todo eso no tiene ningún sentido.

Martha cogió del codo a su compañero que, testarudo, fingía prestar atención a algo que sucedía en la calle.

—Tú viniste a buscarme a mí —dijo indignada la profesora ante el silencio—, porque era una especialista, ¿recuerdas? Y ahora dudas de mi palabra. Prefieres creer a un viejo loco y ponernos en peligro. Si alguien está detrás de esos instrumentos por la razón que sea y se entera de que tratas de descubrirlo, ¿qué crees que hará?

Ludwig continuó en silencio. Su rostro permanecía pétreo. Cruzado de brazos, parecía no sentir el contacto de Martha.

—Quiero que te marches —dijo por fin Martha con voz gélida—. No puedo estar con alguien que pone en duda mi palabra. Vete.

Sin mirarla, Ludwig recogió la chaqueta, se la puso y abandonó la habitación sin abrir la boca. En el descansillo pulsó el botón del ascensor y mientras esperaba a que éste llegara reflexionó sobre lo ocurrido. ¿Por qué había reaccionado así? Sabía que Martha tenía razón. Él ni siquiera terminaba de creer la historia del rabino. ¿Qué lo había inducido a enfadar a su amante? ¿Se trataba de un orgullo herido por el tono recriminatorio de ella? ¿Podía ser esa actitud tan infantil el motivo de su comportamiento?

Las puertas se abrieron, pero Ludwig no se decidió a entrar. Giró la cabeza y miró la puerta de la habitación. Observó que se había cerrado mal y se veía una ranura de luz por el marco. Las puertas del ascensor volvieron a cerrarse.

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