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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (39 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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Ludwig se acercó dubitativo hacia la puerta de la habitación. Aún le quedaban un par de metros, cuando le pareció oír el sonido de un violín. Se aproximó más y entreabrió la puerta. Ahora podía escuchar la melodía. Provenía de la sala situada a la izquierda del dormitorio.

Tratando de no hacer ningún ruido, Ludwig se pegó a la pared para pasar desapercibido y se acercó cuanto pudo sin descubrirse. Poco a poco asomó la cabeza. Martha se hallaba de espaldas a él, frente al ventanal, y en sus manos tenía su violín, que llevaba a todas partes, y lo acariciaba con el arco.

La melodía era melancólica. Hasta ese momento Ludwig no había caído en la cuenta de la subida de pulsaciones que sufría. Absorto por la imagen no conseguía moverse. Martha, como si del flautista de Hamelín se tratara, lo tenía embrujado, mientras ella, ignorante de la seducción que ejercía, continuaba desgranando las notas.

Ludwig conocía la canción pero no lograba situarla. Era tierna, lenta y a la vez rápida. A pesar de su melancolía hablaba de algo alegre, de esperanza y sueños. Una melodía para calmar la sed, y la inquietud; para despertar el júbilo y la ilusión. Una primavera disfrazada de otoño. El corazón de acero y plástico que Ludwig estaba convencido que tenía en su interior se estaba derritiendo en una sensación que jamás había experimentado.

Sin quitar los ojos de Martha, se dio cuenta de que la estaba viendo desenfocada a causa de las lágrimas. Ella, como una diosa, resplandecía en un efecto causado por la luz que entraba por la ventana. ¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Qué era aquella desazón?

No precisaba ser médico para darse cuenta de que todas sus murallas interiores estaban cayendo una a una, como si el terreno sobre el que estaban asentadas no fuera más que arena mojada. El sonido del violín las estaba demoliendo con más eficacia que el mayor de los arietes. Se dio cuenta de que, en la fortaleza de su indiferencia, estaba entrando un enemigo nuevo y que era demasiado tarde para enfrentarse a él. Por primera vez en su vida ese enemigo lograba tomar la plaza y, para su sorpresa, experimentó una inmensa alegría.

Alborozado como un chiquillo que se enamora por primera vez, notó que el rubor recorría sus mejillas. Tenía ganas de acercarse y abrazarla pero algo lo detenía. Ella podía molestarse por la profanación de su intimidad.

La melodía subió una octava. Ludwig sabía lo suficiente de música como para intuir que la cautivadora pieza estaba a punto de concluir y que Martha podía descubrirlo. De puntillas, alcanzó la puerta sin comprender cómo no percibía ella su presencia. Sin duda los mazazos de su corazón tenían que oírse a kilómetros de distancia.

En las últimas notas y con la puerta ya cerrándose a sus espaldas, logró recordar cuál era la canción que Martha estaba interpretando:
Over the Rainbow
, de la película
El Mago de Oz
.

Cinco minutos antes de que la alarma de su reloj, depositado sobre la mesilla de noche, sonara, Ludwig abrió los ojos. No había pasado muy buena noche. La discusión con Martha y, posteriormente, el vergonzante episodio de voyeurismo le habían estado rondando por la mente desde que se acostara, más allá de la medianoche. Cansado de revolverse en la cama, tratando de llamar al sueño, se había levantado y encendido la televisión, cambiando los canales rítmicamente, sin percatarse de qué emitían en cada cadena.

Una película en blanco y negro sobre algún episodio indeterminado de las Sagradas Escrituras fue el somnífero elegido por Ludwig, algo que en otras ocasiones hubiese tenido un efecto fulminante y garantizado. Sin embargo, aquella noche, Morfeo debía de estar de juerga con sus amigos.

Había abierto la nevera y bebido casi todos los botellines que contenían un mejunje cuya base fuese alcohol. Con un estado etílico interesante, había tratado de concentrarse en la película, pero era incapaz de quedarse con los numerosos personajes de rostros dramáticos y llorosos que aparecían y desaparecían de la pantalla.

Un grito, cuando ya asomaba el sol por el horizonte, lo había despertado. Provenía de la televisión, donde unas amas de casa no daban crédito a las virtudes de un prodigioso detergente capaz de exterminar cualquier rastro de suciedad de las camisas de sus desconsiderados cónyuges.

Con dificultad, Ludwig se levantó del sofá y a la vez que cerraba con fuerza los párpados, se llevó una mano a la cabeza, que parecía querer abrirse como un melón maduro para dejar espacio al comprimido cerebro. El explosivo cóctel, bien ligado en su maltratado estómago, amenazaba con cobrarse bajas.

Sin estirarse del todo ni abrir los ojos, había ido deslizándose hasta el cuarto de baño, donde, con una mano, se había encargado de cubrir las contingencias de una más que posible pérdida de equilibrio, mientras que la otra llevaba a cabo las diversas etapas de la evacuación líquida auxiliada, mal que bien, por el oído, que le facilitó la afinación de la puntería.

Con el mismo cuidado, Ludwig salió del cuarto de baño y, a tientas, llegó a la desecha cama, donde horas antes había entablado la feroz lucha con las mantas, culpables de su incomodidad y falta de sueño. Lentamente se sentó y se inclinó hasta reposar la caja de percusión que tenía sobre los hombros en la almohada.

Ahora se encontraba algo mejor, lo cual no quería decir bien. Receloso por si su cerebro trataba de comenzar otra cabalgadura, se fue incorporando sobre la cama hasta quedar bien sentado. Bien, parecía que el cerebro se había cansado de correr y ahora se limitaba a un vago y soportable trote.

Sin embargo, el dolor de cabeza que tenía podía salirse, tranquilamente, de la escala Richter. Tras evacuar de nuevo, se miró al espejo. Se mintió a conciencia al decirse a sí mismo que no estaba tan mal después de la nochecita. Hurgó en su neceser y sacó su botiquín de viaje. Un vaso de agua ayudó a que un par de ibuprofenos bajaran por la garganta.

—Buenos días —dijo en voz baja por el auricular—, ¿serían tan amables de traerme el desayuno, por favor? Lo mismo que ayer. Muy bien, gracias.

El cuarto de hora a remojo, con un agua en la que se podrían escaldar huevos, le puso la piel roja. El último chorro frío le subió las pulsaciones al doble de lo normal. Más aliviado, se frotó con la toalla y procedió a afeitarse, tras lo cual se volvió a examinar en el gran espejo del baño. Ahora no hacía falta mentir para opinar que no se encontraba tan mal.

Unos golpecitos discretos en la puerta anunciaron la llegada del esperado desayuno, que Ludwig se apresuró a tomar.

Tras el zumo de naranja natural, dos tostadas con mermelada de arándanos y otras dos tazas de café solo, se encontraba casi en buenas condiciones físicas. Limpiándose con la servilleta los labios levantó la vista de la bandeja que el camarero había depositado sobre la mesa que estaba frente a la ventana, y miró a través de ésta, permitiendo que sus ojos desenfocaran libremente.

Hasta ese momento entre el despertar, el dolor de cabeza, la ducha y el desayuno había logrado mantener en la sala de espera a su voz interior, pero ya no le quedaban más excusas para no recibirla.

Como si de un huracán se tratase, penetró en su mente todo a la vez: ¿qué había pasado la tarde anterior con Martha? La conversación que habían mantenido rápidamente degeneró, como sucedía cada vez que se trataba la teoría del rabino, en amarga discusión. Recordó la furiosa galerna desencadenada por Martha, galerna que nada bueno presagiaba pero que había tenido un alcance devastador.

Frente a la ventana por la que vagaba la mirada perdida de Ludwig, el tráfico se había detenido. Un policía municipal trataba de hacerse entender por un conductor para señalarle la ruta alternativa que tenía que tomar aquel día, dado que la calle estaba cortada por un tráiler que descargaba una excavadora. Entre los bocinazos del resto de los conductores y los aspavientos del policía, el vehículo no se movía, aparentemente esperando a que el agente, por arte de magia, fuera capaz de hacer que se esfumaran tráiler y excavadora para que pasara él.

Ajeno a este jaleo, Ludwig se frotaba la nuca: ¿por qué se había enfadado tanto Martha con él? No tenía sentido. Quedaba claro que ella no daba ninguna clase de crédito a la historia del viejo rabino, pero ¿por qué le molestaba tanto que él no estuviese tan seguro? Ludwig era un hombre de ciencia poco dado a las especulaciones esotéricas, pero tenía que reconocer que la personalidad del judío lo había cautivado, justo lo contrario que a Martha, a la que la simple mención del anciano le hacía endurecer el rostro.

Sin sacar en claro qué le producía a Martha tanta repulsión hacia el viejo rabino, otro sentimiento, esta vez de vergüenza, se abrió paso. ¿Cómo había sido capaz de espiarla? Había invadido su espacio íntimo, quedándose agazapado mientras ella tocaba su violín. Él no hubiese perdonado jamás que alguien hubiera entrado a hurtadillas en su despacho y se hubiese quedado para verlo trabajar. No importaban las razones que pudiera esgrimir esa persona.

Semejante invasión de la intimidad no tenía excusas. Al menos, se dijo Ludwig, ella no se había dado cuenta.

El recuerdo de este hecho lo llevo a otro que le alteró las pulsaciones del corazón. ¿Se había imaginado aquello o había ocurrido? ¿Podía ser que, como sucediera con Orfeo y su lira, la música del violín de Martha lo hubiera hechizado? Trató de estudiar con objetividad la situación, como si fuera un examen clínico de un conducto auditivo, pero fue incapaz.

Respiración agitada, arritmia, concentración de sangre en las mejillas y abotargamiento en la mente. Si aquello había sido un hechizo, aún perduraba.

Muy sorprendido, Ludwig tuvo que reconocer que no era ningún sortilegio. Mal que le pesara, se había enamorado perdidamente de aquella adusta, fría, distante, aunque en ocasiones apasionada, calculadora, lógica y desconcertante mujer.

Sonriendo como un bobalicón, Ludwig siguió mirando por la ventana a la calle, donde el policía hacía un alarde de paciencia ante los obtusos conductores, que, al igual que les ocurre a ciertos insectos, se quedaban totalmente desamparados cuando tenían que cambiar la rutina y buscar una vía diferente.

Sólo el sonido de su móvil, danzando frenéticamente sobre la mesa, próximo a despeñarse por el borde, fue capaz de hacerle recobrar la razón. Alcanzó el aparato cuando ya parecía inevitable que se consumara la tragedia.

—¿Sí?

—Hola Ludwig, soy Martha. —A lo que siguió un silencio.

—Hola Martha. Ahora mismo estaba pensando en ti… ¿te ocurre algo?

—No. —Otro silencio—. En realidad sí. —Silencio—. Verás, me cuesta mucho esto. Creo que ayer me pasé un poco de la raya y ya sabes cómo me cuesta reconocer las cosas y además estoy un poco avergonzada por mi comportamiento, ya sabes…

A Ludwig aquello le sonó a música celestial. A punto estuvo de hacerse el indignado para que el orgullo de la profesora sufriera un poco más, pero algo le decía que Martha estaba al límite de sus posibilidades y que estirar demasiado la cuerda no sería muy inteligente.

—No te preocupes. Yo tampoco tuve mucha paciencia. —«Mentiroso», se dijo. Sabía que se había mostrado paciente más allá de toda lógica, pero ahora se trataba de tender puentes, ¿no?—. ¿Qué estás haciendo? —preguntó Ludwig para cambiar de tema.

—Nada en especial —repuso algo más tranquila Martha—. Estaba tomando unas notas en mi habitación. Ahora me iba a duchar y eso…

—¿Te gustaría que almorzásemos juntos? —preguntó Ludwig—. Si quieres te paso a buscar…

—Vale —contestó Martha, dejándole con la palabra en la boca—. Estaré preparada. Hasta luego.

Ludwig colgó sin salir de su asombro. Lo había llamado arrepentida, él había sido lo suficientemente cortés como para restar importancia a lo ocurrido, aceptar culpas que no eran suyas, e incluso la había invitado a almorzar, y, encima, ella le había cortado la frase, limitándose a darle instrucciones antes de despedirse.

Con un gesto de cabeza trató de cerrar las puertas interiores a la Indignación y al Orgullo, que ya llamaban al estado de sitio y a la guerra santa contra el enemigo.

Conectó el ipod, seleccionó los temas y al momento una música clásica, suave, fresca y alegre, interpretada con maestría por los violinistas Oistrakh, inundó la habitación, siendo un formidable refuerzo en la lucha contra el Orgullo y la Indignación.

—Hola, ¿qué tal? —preguntó Ludwig tras un ramo de flores cuando Martha abrió la puerta de su habitación.

—¡Oh! ¿Son para mí? Muchas gracias.

La profesora se apartó de la puerta para dejarle pasar mientras aspiraba el aroma de las flores. A Ludwig le pareció que con ese gesto trataba de interponer el ramo entre sus rostros, pero apartó el pensamiento.

—Estoy en un momento, siéntate si quieres —dijo Martha mientras pasaba a su lado, camino del baño. Justo antes de entrar, como si hasta ese momento no se hubiese dado cuenta, envió por el aire un beso a Ludwig, que se sentó en un costado del sofá de la salita, tratando de que no se descubriera su perturbación. Las cosas no iban como había pensado.

—Ya estoy preparada, ¿nos vamos? —preguntó Martha al cabo de cinco minutos.

—Estás muy guapa. No te había visto con falda larga. Me gusta, y más lo que se esconde debajo.

Ludwig aprovechó que ella pasaba por delante de él para cogerla por la cintura y tratar de sentarla encima de sus rodillas. Martha soltó una pequeña carcajada pero, como un gato, se revolvió y no tardó en soltarse, ante la sorpresa de Ludwig.

—Veo que te has puesto el chaleco que te dio tu amigo.

—Sí, pero tú no.

—Queda mal con esta ropa —contestó con despreocupación Martha.

—¿Te pasa algo? —preguntó Ludwig, extrañado por el comportamiento distante de la profesora.

—No. No es nada. Venga, vámonos. Tengo que pasar un momento por recepción a preguntar si ha llegado una carta que estoy esperando.

Dolido, Ludwig salió de la habitación seguido por Martha, que aún cogió una pequeña mochila de lona y un libro fotocopiado y anillado, y se encaminaron al fondo del pasillo para llamar al ascensor. Ludwig evitaba mirarla y guardaba un hosco silencio.

—No te lo tomes a mal —dijo Martha sin mirarlo—. Es mi forma de ser, estoy avergonzada y me resulta difícil tratarte como si no hubiese ocurrido nada. Ya se me pasará.

—¿Te sientes avergonzada y la única forma que tienes de pedir disculpas es tratarme así? —preguntó con acidez Ludwig mientras pulsaba el botón correspondiente al garaje.

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