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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (42 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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Pasaba las hojas sin mucha atención. Lo poco que estaba escrito en castellano lo leyó por encima, pero no parecía contener nada interesante. Con las fotografías se demoraba más. Prácticamente todas eran muy antiguas, en blanco y negro. Algunas estaban tomadas con antiguos teleobjetivos y el grano era muy grueso, o se trataba de ampliaciones. En cualquier caso, las instantáneas eran de muy mala calidad. Las mejores correspondían a revistas y eran de los instrumentos que figuraban en la lista. Dos de ellas pertenecían al Piatti. En una estaba con su propietario, un hombre simpático y campechano, como había comprobado Herrero cuando habló con él a raíz del intento por parte del rabino de quemar el instrumento.

Al inspector aquel violonchelo le parecía de lo más normal. ¿Qué lo hacía tan especial, aparte del evidente valor económico que tenía, para que alguien no dudara en gastarse una fortuna y lo persiguiese por todo el mundo, matando si era necesario?

Ahí estaban las fotos del Mesías, el Alard, el Canto del cisne, el Boissier, el último en aumentar la colección de aquellos chiflados, y todos los demás, junto con otras de otros instrumentos posibles pero ya descartados.

Tras un largo rato examinando inútilmente aquellas fotos de instrumentos, las dejó de lado y se concentró en las que salían personas. Muchas iban vestidas con uniformes alemanes, algunas eran de los juicios de Nuremberg. Había fotos de Hitler, Himmler, Hess, Eichmann, al que el rabino había ayudado a atrapar. Fotografías de los campos de concentración cuando fueron liberados, con esqueletos andantes asomados tras las alambradas, montañas de cadáveres apilados como sacos.

Una de las fotos que más lo impactó fue la de dos desnutridos reclusos, con trajes de rayas, sosteniendo entre los dos unas enormes tenazas con las que hacían presa en la cabeza de un cadáver, puro hueso y pellejo, y lo arrastraban en dirección al crematorio.

Herrero no lograba quitar la vista de esa fotografía, donde se podían leer todos los horrores de aquella infamia. La mirada hacia la cámara de los dos presos que arrastraban, como una res al matadero, a uno de sus compañeros, sabiendo que, tarde o temprano, ellos mismos terminarían de la misma manera, estaba vacía. Sus rostros no reflejaban miedo, ni horror, ni piedad, ni vergüenza… nada. Eran rostros de personas a las que, hacía ya tiempo, habían robado el alma.

«¿Podía ser —se preguntó una vez más Herrero— que los mismos individuos que orquestaron y dirigieron aquello siguieran vivos y continuaran maquinando? ¿Aquellas bestias carentes de sentimientos eran las que perseguía él?». Para Herrero, lo mismo que para cualquier persona del siglo XXI, todo aquello se había acabado hacía años. Por mucho esfuerzo que hiciera, su mente se resistía a aceptar que aquellos monstruos respiraran aún el mismo aire que él.

Veinte millones de civiles asesinados, las cámaras de gas, el hambre, el frío, las marchas de la muerte, los experimentos médicos, familias diezmadas…

Si en aquella carpeta estaba la clave para acabar con aquellos salvajes, él, Pablo Herrero, hijo de un cabo del ejército de Franco, haría lo posible por encontrarla. Sentía que se lo debía a todas aquellas personas que habían desaparecido de este mundo antes de que llegara su hora. Se lo debía a sus tíos, que, traicionados por su propio hermano, el cabo Herrero, habían muerto como animales. Se lo debía a aquel hombre que, tumbado en la cama del hospital, había dado su vida para que las nuevas generaciones no tuvieran que pasar por una pesadilla parecida.

—Andrés, hazme un favor. Necesito intérpretes de hebreo, inglés, alemán, francés, italiano y, si no me equivoco, ruso.

—Pablo —repuso el subinspector Ponte tras una breve pausa—, te la estás jugando. Si se entera Martín, nos cuelga de las pelotas.

—No te preocupes, Andrés. Haz lo que te pido, por favor.

En la cama, con los pies en alto, apoyados en la pared, Etzel se cubría la cabeza con una camiseta. Se había tomado tres analgésicos y aún parecía que le fuese a explotar. Cualquier movimiento le causaba vértigo. Cualquier rayo de luz le taladraba el cerebro. Su oído se había afinado hasta lo indecible. Era capaz de oír una conversación en voz baja que dos mujeres de la limpieza mantenían en el pasillo del piso de abajo. También era capaz de oír el sonido que hacía el agua que pasaba por el desconectado aparato de aire acondicionado. Hasta el paso de su sangre por las venas le retumbaba en la cabeza.

¿Qué le estaba ocurriendo? Jamás había fallado de una manera tan estrepitosa. El médico estaba vivo. Debería haberse cerciorado de que el trabajo estaba terminado antes de irse. ¿Por qué no se había asegurado metiéndole una bala entre los ojos, una vez que se encontraba indefenso en el suelo?

No podía justificarse por las prisas. Había tenido tiempo de sobra. El tipo no sospechaba nada y tenía el coche alquilado a más de cincuenta metros del ascensor. Cincuenta metros sin más lugares para esconderse que algunas estrechas columnas y unos escasos vehículos. Tampoco había clientes del hotel, ni personal de seguridad. Las condiciones eran las idóneas. Incluso cuando se había mostrado, su víctima, que, por su envergadura, podía haber dado algún tipo de problema, se había quedado bloqueado, como les ocurre a los conejos cuando se les deslumbra de noche con una luz.

Etzel había apuntado al pecho y disparado dos tiros silenciados por el grueso tubo que remataba el cañón del arma. ¡Puf! ¡Puf! dos agujeros separados por menos de medio centímetro. Dos tiros perfectos y letales. El médico había saltado por los aires, catapultado por el impacto de los proyectiles de aleación, en teoría con el corazón destrozado.

Una vez en el suelo. Etzel había pasado por encima, echando un simple vistazo al rostro del médico. ¿Por qué diablos no lo había rematado?

¿Qué haría ahora aquel entrometido? ¿Se asustaría, cogería su inmensa herencia y saldría volando hacia su preciosa casa en Ginebra, o seguiría jugando a los detectives?

Lo más probable, teniendo en cuenta lo cerca que había visto la muerte, era que hiciese las maletas y se marchara a disfrutar de aquella fortuna caída del cielo. ¿Qué sentido tenía heredar semejante riqueza si luego no la disfrutabas? En cualquier caso, el trabajo había sido un desastre y el cliente no se mostraría muy contento cuando se enterara.

Le había escrito un mensaje encriptado dentro de una página web relacionada con la reforestación de la selva amazónica, informándolo de manera precisa sobre el resultado del atentado. Para calmar un poco su más que previsible ataque de furia, le había dejado entrever sus planes sobre cómo tenía previsto llevar a cabo el robo del Piatti. No acostumbraba a adelantar sus intenciones pero, después del fallo, el viejo merecía un poco de atención extra. Además, el nazi se encontraba muy nervioso y, dada la cercanía del solsticio, era capaz de cometer alguna tontería que trastocara sus planes.

Etzel sabía que el violonchelo estaba bajo vigilancia y que su propietario se hallaba sobre aviso. No convenía tentar a la suerte con una operación arriesgada. Había que aguardar el momento oportuno y Etzel sabía cuál era. Ahora sólo cabía esperar que el viejo no se precipitara y optara por hacerlo a su manera. Etzel había fallado en su último encargo, pero era algo que no alteraba para nada su tarea. Lo importante era el instrumento y hasta el momento todo había ido como tenía planeado.

No, el viejo esperaría como hasta ahora había hecho. Despotricaría y amenazaría, pero confiaría en Etzel. Sabía lo cerca que estaba de su objetivo.

—Señor, el ataque contra el doctor Dreifuss ha fallado.

El viejo Pawlak se encontraba dando de comer a sus peces de colores. Le gustaba ver cómo se peleaban por la comida, que les era racionada para fomentar la lucha por la supervivencia. En unas peceras adyacentes, algo más pequeñas, criaba, por separado, ejemplares de
Betta splendens
, el pez luchador tailandés.

Por puro entretenimiento, a veces atrapaba con un pequeño salabardo uno de los vistosos y coloridos peces tropicales y lo arrojaba dentro de una pecera ocupada por un aguerrido luchador tailandés. La pelea siempre se saldaba con la muerte del pacífico y aterrorizado pez tropical, que no tenía ninguna posibilidad ante el despiadado asesino.

En otras ocasiones, los enfrentaba uno contra otro. Entonces parecía que el agua hervía. Los dos combatientes se enzarzaban en una lucha a muerte, sin cuartel. Con sus pequeños dientes destrozaban las aletas de su contrincante. Según el ánimo que tuviera Pawlak en ese momento, el combate podía terminar con la muerte inclemente del vencido. En otros casos los separaba antes, aprovechando una peculiar característica de la especie tailandesa.

Estos peces, incapaces de obtener del agua todo el oxígeno que precisan, deben salir de vez en cuando a la superficie para tomar aire con unos pequeños órganos situados debajo de las branquias. Pawlak aprovechaba esta necesidad y, con la redecilla, devolvía al combatiente a su pecera. Los desastres derivados del salvaje combate, si no eran mortales, se regeneraban en cuestión de pocas semanas.

A veces Pawlak introducía en la misma pecera tres ejemplares. Le gustaba estudiar cómo dos de ellos aunaban sus esfuerzos para acabar con el tercero, más débil, antes de enfrentarse en la batalla decisiva.

Antes de oír las palabras de su guardaespaldas, el humor de Pawlak era plácido, mientras repartía camarones entre los hambrientos animales. Después de recibir la negativa noticia, su carácter se agrió. Sin darse la vuelta para mirar al impertérrito Hermann, el nazi sacó de la pecera grande un ejemplar precioso y ya crecido de pez ángel y lo introdujo en la del más pequeño de sus peces luchadores.

A pesar de doblar en tamaño a su asesino y de sus frenéticos esfuerzos por escapar, el combate fue desigual y breve.

—Hermann, mira a ver si hay algún mensaje —dijo con voz contenida el anciano, sacando con el salabardo el cadáver mutilado del pez ángel.

—Enseguida, señor —contestó el rubio escolta, que se encaminó al despacho del nazi, donde inició el proceso para acceder a la página en la que Etzel había ocultado su mensaje. Hermann utilizó con precisión los dos programas necesarios para abrir la fotografía de una espumosa cascada de agua en el centro de una densa vegetación.

Minutos después, Pawlak, sentado frente al monitor, leía el mensaje ya descifrado, en el que se le comunicaba el fracaso en el intento de eliminación de los adversarios.

Por supuesto, el nazi tenía sus propias fuentes de información, que le daban las noticias prácticamente al instante. Por eso Hermann había podido enterarse del fracaso antes de que leyeran el mensaje oculto en la página sobre la reforestación del Amazonas.

El rostro del anciano se había ido amoratando de la furia, una de sus manos se agitaba espasmódicamente y apenas lograba mantener el labio inferior quieto.

Hermann no tardó en percatarse de lo que estaba ocurriendo y por su radioemisor impartió las órdenes oportunas. Antes de que el anciano se desplomara sobre el teclado, Hermann ya lo tenía sujeto y lo tumbaba en el suelo, donde la enfermera, que llegó corriendo, aflojó la rígida corbata del nazi, abrió el almidonado cuello de la camisa y, con ayuda del guardaespaldas, lo sentó en una silla de ruedas para llevarlo a su habitación. En el lecho, la enfermera le colocó una mascarilla de oxígeno y le tomó las constantes vitales. Minutos después, el color, que había desaparecido del rostro del anciano al recibir el síncope y perder el conocimiento, regresaba a su rostro.

—No debería levantarse durante el resto del día, ni recibir visitas, ni ningún tipo de sobresaltos —dijo la enfermera como si hablara para sí. Sabía que el viejo haría lo que le viniera en gana, pero cumplía con su obligación de advertirlo.

La enfermera corrió los cortinones para dejar la habitación en penumbra y, tras comprobar de nuevo la mezcla de oxígeno y el nivel de la botella, abandonó la estancia. Nada más podía hacer por su paciente. Su organismo estaba tallando y el día menos esperado, más pronto que tarde, se detendría para siempre. Entre tanto llegaba ese momento, su función en aquella casa se limitaba a prolongar en lo posible aquella vida, una tarea difícil, pues sus instrucciones eran sistemáticamente ignoradas por el díscolo enfermo.

—Hermann —dijo a través de la mascarilla el anciano con voz muy débil—. Acércate más. Dile a Hans que salga.

El rubio guardaespaldas lanzó una mirada gélida al mayordomo, que se resistía a abandonar la estancia de su señor. No hizo falta más para que Hans se diese por enterado.

—Quiero que llames a Otto. Dile que quiero hablar con él ahora mismo. Me da igual dónde esté.

—La enfermera ha dicho que necesita descanso —dijo con voz átona el guardaespaldas.

—En cuanto esté preparada la comunicación, despiértame —dijo el nazi tras aspirar con ansia el oxígeno, sin aparentar haber oído las palabras de su ayudante.

Envuelto en la enorme toalla del hotel, Ludwig se miraba en el espejo. No se reconocía. El espejo no le reflejaba la imagen serena, arrogante y cautivadora a la que estaba acostumbrado. El perfil de un hombre hecho a sí mismo con gran esfuerzo. El de quien ha tenido que luchar solo toda su vida y por fin ha tocado el cielo.

En vez de eso, el espejo le devolvía la imagen de un hombre dubitativo influenciado por las mareas. Un hombre dependiente de una mujer, al que las cosas le suceden sin que él en ningún momento sea capaz de anticiparse, ni mucho menos controlarlas.

¿En qué momento el reputado doctor Ludwig Dreifuss, uno de los mejores especialistas en otorrinolaringología de toda Europa, se había convertido en un hombre corriente y hasta vulgar?

Sosteniéndose la mirada no dejaba de sorprenderse. Acababa de ducharse tras haber hecho el amor con una bellísima mujer, que, lejos del ardor acostumbrado, había mantenido una actitud estática, como si aquello no fuera con ella. El Ludwig de otros tiempos, ante ese panorama, hubiese gozado de aquel cuerpazo que se le ofrecía hasta aburrirse y después se hubiese levantado, duchado y abandonado la habitación, posiblemente sin una palabra de adiós.

Sin embargo, el nuevo Ludwig había tratado de todas las maneras posibles de seducir, hacer gozar e implicar a la mujer a costa de su propio disfrute. Y al final se había sentido mal por no lograr sacarla de su ensimismamiento.

¿Era eso el amor? ¿No implicaba, por lo menos al principio, una entrega total? ¿Un anteponer el placer y las necesidades del otro a las de uno mismo? ¿Estaba siendo él el desconsiderado al haber querido hacer el amor a pesar de que ella no se mostraba participativa? ¿O era que Martha no sentía lo mismo por él?

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