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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (46 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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Tratando de despejar la mente de confabulaciones, se enfrentó al tríptico.

Etzel abrió la cisterna del baño. Remangándose para no mojarse, sacó del fondo una bolsa de plástico grueso transparente. Con una afilada navaja rajó la bolsa, que se deformó al entrar el aire. Dentro, perfectamente a salvo del agua de la cisterna y de cualquier otra humedad gracias al vacío, había varios objetos que extrajo y se guardó.

Fuera, alguien trató de abrir el pequeño compartimiento del baño, moviendo varias veces la manilla de manera infructuosa. Etzel permaneció en silencio hasta que quienquiera que fuese se aburrió y se fue.

Terminó de guardarse todo y volvió a meter la bolsa de plástico dentro de la cisterna. Luego, con sumo cuidado para no hacer ruido, colocó de nuevo en su sitio la tapa cerámica y atornilló el embellecedor del pulsador de descarga.

Cuando todo estaba en su sitio se subió encima de la tapa del inodoro y poco a poco asomó la cabeza por encima de la puerta, para ver si dentro del baño había alguien más.

Vía libre. En silencio, Etzel abandonó el baño y se encaminó con naturalidad por la zona donde los espectadores tenían vedado el paso. No era la primera vez que se encontraba en aquel edificio, lo conocía bastante bien. Los trabajadores, tramoyistas y demás personal no prestaron atención a su presencia.

Llegó hasta una puerta cerrada con un candado. Cerca, un hombre trajeado daba instrucciones a otro vestido con ropa azul de trabajo y le señalaba la disposición de los focos, asintiendo el empleado de vez en cuando.

Tras asegurarse de que no miraban, Etzel abrió el candado con una llave y penetró dentro del cuarto. Era un taller de decorados: cartón, corcho, polietileno expandido, pintura, barnices, focos, escaleras, cuerdas… se apilaban en su interior.

Tratando de hacer el menor ruido posible, recolocó varios de los objetos y abrió unos botes de pintura. Después, puso bajo el montón de objetos que había reunido una pasta grisácea y un cilindro metálico que incrustó dentro. En otro punto repitió la operación y conectó cada cilindro metálico embutido en masilla a una cajita de plástico con un interruptor que, con una luz roja de aviso, activó.

Una vez encontró todo a su gusto, movió una pieza, liviana a pesar de su tamaño, que trataba de aparentar ser la fachada de una taberna, y la colocó delante del montón que había hecho, ocultándolo. Sobre un escritorio de metal situado a unos pasos del montón vio una caja de herramientas. La abrió e introdujo una cajita gris del tamaño de un paquete de cigarrillos, sin ningún indicio que revelara su utilidad, y volvió a cerrarla.

De la navaja que había utilizado antes para rajar la bolsa de plástico escondida en la cisterna del baño, abrió una de las hojas con forma de destornillador y manipuló la rueda de paso de la manguera contra incendios, inutilizándola. Hizo lo mismo con los manómetros de los extintores. Con una escalera de mano alcanzó el detector de humo, que como un extraño forúnculo asomaba del liso techo de escayola, abrió la tapa y cortó los cables.

Por último, sustituyó el candado que daba acceso al cuarto por uno similar. Fuera, había sonado el primer timbre que llamaba a los espectadores. Etzel cerró el candado y se alejó.

—Hola, guapo —dijo Martha entrando en el palco—. ¿Estás solo? ¿Puedo sentarme a tu lado?

Ludwig, para seguir la broma, fingió mirar por encima del hombro de ella.

—Bueno. He venido acompañado por una hermosa mujer, pero hace rato que se ha ido, así que no sé si volverá.

—¿Tanto rato te he dejado solo? —preguntó Martha tomando asiento en su butaca—. La verdad es que me he puesto a saludar y hablar y he perdido la noción del tiempo.

En ese momento sonó el tercer timbre y poco después otros tres seguidos. Con los músicos aún sin aparecer y los presentes hablando en susurros, una voz por megafonía explicaba dónde se encontraban las salidas de emergencia y las medidas de seguridad. La misma voz solicitaba a los asistentes que apagaran los móviles.

Martha y Ludwig se sumaron a los primeros aplausos al empezar a salir los músicos, de riguroso negro, que se dirigieron a sus respectivos lugares, donde comenzaron a calentar con sus instrumentos. Entre la algarabía, el respetuoso público guardaba silencio, escuchándose de vez en cuando algún murmullo de alguien incapaz de esperar para transmitir a su compañero de asiento algún comentario sagaz.

Ludwig se mantenía en silencio y miraba de reojo a su compañera, tratando de adivinar cuál de los músicos absortos en su trabajo era su posible competidor. Pero el rostro de ella resultaba hermético. Era difícil descubrir entre el centenar de éstos cuál podría ser, aunque algo menos de la mitad eran mujeres. Cualquiera de ellos podía ser el que buscaba.

Los aplausos arreciaron al salir el concertino, el primer violín, un hombre de unos cincuenta y muchos años. Por el rabillo del ojo vio cómo Martha esbozaba una pequeña sonrisa al reconocer al concertino y aplaudía con fuerza.

«Demasiado mayor —se dijo Ludwig— para ser su amante». La actitud de su acompañante más parecía tratarse de un reconocimiento profesional ante un gran virtuoso.

Los músicos, a instancias del concertino, se pusieron en pie y saludaron a los espectadores, entregados en cuerpo y alma. Las luces comenzaron a apagarse en la sala. En un costado aparecieron dos personas. Una de ellas sostenía entre sus brazos un violonchelo. A Ludwig se le aceleró el corazón. Aquél era el dichoso Piatti, el último instrumento de la colección por la que unos locos eran capaces de matar a desvalidos ancianos.

A Ludwig aquel violonchelo le pareció idéntico al resto de los otros doce que se encontraban a la derecha del escenario.

Los recién llegados fueron recibidos con un estruendoso aplauso por parte de los asistentes, puestos en pie, al igual que los componentes de la orquesta.

Tras depositar el valioso instrumento en el suelo, apoyado contra la silla que le correspondía, el músico saludó al público junto al director de la orquesta, que lo acompañaba y, después de varias reverencias, se dio la vuelta para hacer partícipe del aplauso al resto de los músicos.

El concertino, violín en mano, que parecía una miniatura del que estaba apoyado en la silla, y minúsculo comparado con los ocho contrabajos situados en la última fila de la izquierda, se acercó para saludar al solista y se dieron calurosamente la mano. El violonchelista también saludó personalmente a otros componentes de la orquesta y por fin todos se sentaron, apagándose el resto de las luces que aún quedaban, salvo las del escenario y las de emergencia. El silencio ocupó la sala y a instancias del director el concierto comenzó.

Las primeras piezas resultaron bastante aburridas para Ludwig. Conservaba en la mano el programa, pero sin luz resultaba imposible descifrar el nombre de la pieza o su compositor. A su lado, Martha parecía transfigurada, tal y como la recordara el médico el día en que la había conocido, gravitando en su particular universo musical. Ludwig pensó que si se levantara de pronto y abandonara la sala, ella ni se daría cuenta hasta que terminara el concierto.

No sabiendo qué hacer, ocupó su atención en el solista. Totalmente entregado, se agitaba violentamente con los ojos cerrados, concentrado para sacar de su instrumento toda la música que éste tenía encerrada en su interior.

¿Qué podía tener de especial aquel violonchelo? ¿Qué lo hacía único? Aquel instrumento, además de su evidente hechizo musical, ¿era capaz, tal y como aseguraba el malogrado rabino que sus asesinos creían, de poner en contacto al hombre con Dios?

El incrédulo agnóstico que vivía dentro del cuerpo de Ludwig se sacudió con furia. ¿Cómo un pedazo de madera, por muy elaborado que fuese, podía alterar el curso del Universo?

Absorto en estos pensamientos, la primera parte del concierto llegó a su fin ante el asombro de Ludwig, que no se había enterado de nada.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Martha, que se había sumado entusiasmada a los aplausos del público—. ¿Te ha gustado?

A punto estaba Ludwig de contestar con la verdad, cuando al ver el rostro iluminado de su amada, prefirió una mentira piadosa.

—No ha estado mal. Al principio me ha costado un poco.

—Creo que ha sido magnífico —dijo Martha sin prestar atención—. ¿Te has fijado cómo sonaba el Piatti? Ésa es la única magia que tiene. El arte de Antonius Stradivarius. Nada de esas monsergas de las que hablaba el rabino. Me ha gustado también mucho el concertino. Hace años que lo conozco. Es un primera figura.

Aferrada a su brazo y hablando sin parar, algo realmente extraño en ella, salieron al vestíbulo, donde se arremolinaban los espectadores, intercambiando opiniones entre sí. Ludwig, algo molesto por el tono indiferente, casi despectivo con el que Martha se había referido al moribundo rabino, se mantuvo callado, dejando que se explayara.

Diez minutos más tarde, y aún con colas en el baño, se volvieron a oír los timbrazos de aviso. Los espectadores fueron ocupando sus asientos y se repitió el ritual del comienzo. Aún quedaba la mitad del concierto y, con Martha ausente en su mundo, Ludwig se sentía incómodo. Para su disgusto, la segunda parte prometía ser tan aburrida como la primera.

«Ojalá pase rápido —pensó para sus adentros, recostándose con disimulo en la butaca— o, por lo menos, se anime un poco la cosa».

Ludwig no tuvo en cuenta en ese momento el proverbio que dice: Cuidado con lo que deseas, no vaya a ser que se te conceda.

Acababan de apagar las luces y el director daba paso a los primeros compases. Entre el público, Etzel sacó una cajita negra de plástico con un pequeño interruptor, un pulsador y una lucecita, que se encendió en cuanto cambió el interruptor de posición. La luz roja dio paso al verde al presionar el pulsador, tras lo cual escondió la cajita entre el almohadillado de la butaca.

Ya estaba todo en marcha y se dispuso a esperar tranquilamente. Mientras escuchaba la interpretación de la orquesta, se mantuvo alerta, aguardando a que el zumbador que sostenía se activara.

El zumbador estaba preparado para encenderse cuando recibiera una señal de baja frecuencia emitida por la cajita gris que Etzel había camuflado en la caja de herramientas del taller de decorados. Esa cajita contenía en su interior un detector de calor que saltaba y emitía la señal de radio al detectar una temperatura por encima de los mil doscientos grados centígrados, más que suficiente para que el hierro se convierta en chicle.

Ocho minutos más tarde, en medio de un pasaje particularmente vigoroso de la interpretación, el zumbador comenzó a agitarse. Dio cuatro sacudidas y se detuvo. Etzel, sin inmutarse, siguió disfrutando de lo que quedara de concierto antes de que saltasen las alarmas y comenzara la confusión.

Los primeros síntomas se dieron a la izquierda del escenario, donde los espectadores dotados de mejor vista, o menos abstraídos por la música, empezaron a ver unos pequeños hilos de humo, que pronto se convirtieron en columnas.

Antes de que sonara la primera alarma, varios de los presentes ya se encontraban de pie y trataban de pasar por delante de sus vecinos de fila para alcanzar la salida. Con las alarmas llegó la voz tranquila de una mujer avisando de que, por favor, los presentes se dispusieran a desalojar con calma el edificio. Que no tenían nada que temer, que todo se hallaba bajo control. La misma voz volvió a recordar dónde se encontraban las salidas de emergencia. Aviso que, como al inicio del concierto, pero esta vez por motivos distintos, fue igualmente ignorado. El pánico ya dominaba al rebaño.

En cuestión de minutos el respetuoso y educado público se convirtió en una muchedumbre enloquecida tratando de huir de las llamas que hacían por fin acto de presencia. No se quedaban atrás los músicos, sumándose al desorden, sin olvidarse de recoger sus preciados instrumentos, menos algún intérprete de contrabajo, que, viendo las llamas peligrosamente cerca y teniendo en cuenta el tamaño de su instrumento, optaba por abandonarlo a su suerte y correr hacia la salida, haciendo oídos sordos al director de la orquesta, que mantenía como pocos la calma y trataba de hacerse oír pidiendo tranquilidad y orden.

Etzel, aprovechando el tumulto, se acercó hasta el escenario, donde varios músicos trataban de salir por el costado derecho, amontonados entre la enorme humareda que dificultaba la respiración y la visibilidad. Hizo uso de varios objetos que guardaba: unas gafas parecidas a las utilizadas por los buceadores pero más pequeñas, con la pantalla opaca de color dorado, y una botella metálica adosada a una mascarilla que se ajustó sobre la cara pasando una goma por la cabeza. Las gafas, diseñadas especialmente para aumentar la visibilidad entre el humo, eran iguales a las usadas por los bomberos.

Respirando el oxígeno de la botella, se fue abriendo paso a codazos hasta llegar al lado del violonchelista, que, al igual que el resto de sus compañeros, tosía violentamente, con los ojos llenos de lágrimas por el escozor del humo, y luchaba por mantenerse en pie.

La densa humareda impedía ver por dónde se caminaba y algunos músicos se cayeron del escenario. Otros, ahogados también por el humo, habían perdido el sentido y eran pisoteados por sus propios compañeros, incapaces de evitarlos.

Etzel apartaba sin contemplaciones a aquellos que se acercaban demasiado al preciado instrumento, aún en manos de su propietario. Prefería evitar una lucha por la posesión del violonchelo, sobre todo teniendo en cuenta que a su intérprete no podía quedarle suficiente oxígeno como para mantenerse mucho más tiempo en pie. Era preferible esperar un poco sin perder de vista el avance del fuego.

Por fin, el músico, doblado sobre sí mismo, y con las manos sujetándose la garganta como si tratara de soltarse de una presa que lo estuviera estrangulando, dejó el instrumento contra la pared.

Sin perder ni un solo instante, ya que la temperatura se elevaba peligrosamente y su reserva de aire duraría menos de veinte minutos, Etzel se hizo con el instrumento y se separó de la marabunta en dirección al humo, hasta llegar a una puerta cerrada con el candado que, previsoramente, había colocado justo antes de que comenzara el concierto. Tenía la llave colgando de una cinta para no perderla y con ella abrió las puertas dobles y salió a la calle.

La entrada repentina de aire tuvo dos consecuencias: por un lado avivó el fuego, pero por otro permitió que se disipase un poco la humareda y los atrapados en mejor estado alcanzaran la calle.

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