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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (49 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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—¿Por qué bajaron por las escaleras en vez de por el ascensor? —preguntó el inspector sin dejar de tomar notas.

—Me pareció muy extraño que los escoltas no se encontraran en el descansillo —repuso Martha con la voz rota y temblando todavía—, y pensé que igual les había pasado algo. La salida del ascensor en el garaje era un buen lugar para que nos prepararan una emboscada.

—Y no se equivocó, señorita Mazowiecki —dijo admirado el policía—. Veamos. Usted logró que su atacante errara el disparo, él la golpeó y entonces usted, doctor, arremetió contra su atacante arrojándolo contra la pared, ¿sí? En ese momento, usted, señorita, cogió el arma y le disparó. ¿Había disparado usted antes un arma?

—Hace años practicaba tiro olímpico —contestó Martha ante la sorpresa del policía y del propio Ludwig.

—Vaya. Debía ser usted muy buena. Los cinco disparos están muy agrupados. Además, el cuerpo presenta unas heridas en la parte posterior de la cabeza incompatibles con un solo golpe producto de la carga realizada por usted. ¿Cómo se explica eso?

—Dígamelo usted —contestó Ludwig, enfadado—. Un individuo trata de matarnos escondido en un hueco dejándonos sin defensa posible, logramos repeler el ataque y usted sugiere que nos hemos propasado. Quizá usted hubiese sido capaz de mantener la calma, haberle arrebatado el arma con una llave de judo de las que practican en la academia, leerle sus derechos y llevárselo esposado. Pero nosotros no somos policías, no sabemos judo ni tenemos esposas que ponerle, así que hicimos lo que pudimos para defendernos, yo lo golpeé y ella le disparó. No dude de que si volviera a pasar haríamos lo mismo. Aprecio demasiado mi vida y la de ella como para andar con tonterías.

—No se altere, doctor. Entiendo lo que dice, pero no sé si el juez va a ser tan comprensivo. Quizá encuentre una falta de proporción entre el peligro y el resultado. No, no, por favor. No continuemos la conversación. Dejen las explicaciones para el juez. Créanme, yo estoy de su parte.

La jueza les tuvo prestando declaración durante una hora a cada uno y por separado. Tenía las mismas dudas que el policía acerca de la racionalidad en la defensa empleada. Finalmente, y tras recibir algunas llamadas de personal de la embajada suiza y de personas influyentes, decidió dejarlos en libertad y mostrarse comprensiva ante la expeditiva manera de repeler el ataque de un desaprensivo asesino.

Ludwig y Martha abandonaron el juzgado, agarrados de la mano y sin que se pudiera disimular el alivio en sus rostros. No habían comido nada desde hacía muchas horas y, apurados como estaban, no se habían percatado del hambre que sentían. Ahora, terminado aquel desagradable trámite, sintieron el zarpazo en su estómago y decidieron regalarse una buena cena.

Montaron en el Audi A6 blindado proporcionado por la traumatizada empresa de seguridad, junto con los dos nuevos guardaespaldas, que, desde que llegaron al Palacio de Justicia, no se habían despegado ni un instante de ellos.

Martha dio instrucciones al conductor para llegar a un selecto restaurante. A pesar de no tener reserva hecha tuvieron suerte y pudieron ocupar una mesa en una esquina. Los escoltas tuvieron que conformarse con situarse en un apartado desde el que podían tener sus protegidos a la vista.

Tras la espectacular cena, regresaron en el vehículo blindado al apartamento de Martha, donde tras hacer el amor suavemente y sin prisas, los dos se durmieron, protegidos por los escoltas, que descansaban en la sala, atentos a cualquier ruido o movimiento sospechoso.

Arropado en su cama el viejo nazi trataba de conciliar el sueño sin éxito a pesar de que la enfermera le había administrado un sedante. Cada vez dormía peor y menos tiempo, pero hoy se encontraba especialmente alterado.

Su mente viajaba una y otra vez al laboratorio, donde pocas horas antes acababa de llegar el último de los instrumentos que completaban la serie. Los técnicos, ayudados por el silencioso Hermann, habían desmontado el cajón de madera donde venía guardado y lo habían sacado de su estuche con la misma delicadeza que hubiese empleado su propietario legal.

Las primeras pruebas estaban destinadas a constatar que, efectivamente, se trataba del Piatti original. Después lo introdujeron en una cámara especial para que el instrumento reposase y se fuera acomodando a las condiciones atmosféricas.

Aquella noche los técnicos del laboratorio no descansarían. El tiempo se acababa y quedaba mucho trabajo por hacer. Los demás instrumentos se encontraban listos para ser utilizados. A lo largo de las próximas horas, y como paso previo a las siguientes pruebas, le harían una tomografía axial computerizada, para recrear en el ordenador un mapa en tres dimensiones del mismo.

Por fortuna el Piatti no necesitaría demasiados ajustes. Los técnicos estaban convencidos de que el humo y el exceso de temperatura no habían dañado el violonchelo, y las modificaciones sufridas a través de los años serían rápidamente corregidas para recuperar su sonido original. Primero debería pasar una batería de pruebas y grabaciones antes de ser introducido en la cámara anecoica, donde, finalmente, sería calibrado y afinado con exactitud.

El hecho de que el instrumento hubiese sido utilizado con regularidad por manos expertas aseguraba una pronta y mejor recuperación. Otros, sin embargo, aislados en vitrinas durante toda su vida, habían llegado sordos al laboratorio, necesitando meses de convalecencia. Con éstos los técnicos utilizaron técnicas de rehabilitación como si de un enfermo se tratara. Cada día eran tocados, al principio por un brazo mecánico conectado a un ordenador, durante unos minutos, aumentando el tiempo un poco cada vez. Después, bajo la vigilancia aprensiva e impaciente de Pawlak, los técnicos habían ejecutado acordes con ellos, enseñando de nuevo al instrumento a dar sus primeros pasos.

El Piatti no necesitaría pasar por este aprendizaje y, Pawlak estaba seguro, se encontraría en perfectas condiciones cuando llegara el gran momento.

Aun así, no lograba calmarse y disfrutar del tan necesario descanso. Seguía lamentando el imperdonable error sufrido cuando lo habían dejado escapar durante la guerra. Claro que entonces estaban lejos de conocer la extraordinaria importancia que el violonchelo tenía para sus planes.

El violonchelo había sido propiedad de una familia judía en la Alemania anterior a Hitler. Cuando éste llegó al poder, la familia Mendelsshon, muy poderosa, fue declarada «aria honoraria». Pero no se fiaban de los nazis y sacaron del país todas las obras de arte que pudieron. Francesco Mendelsshon, en cuyas manos estaba el violonchelo, se fue a vivir cerca de la frontera con Suiza.

Por aquel entonces los nazis estaban requisando todas las obras de arte que estuvieran en manos judías y un stradivarius sería una pieza cotizada, así que Francesco compró un decrépito violonchelo con una funda parecida y, montado en su bicicleta, pasaba a menudo la aduana declarando que iba a tocar a casa de unos amigos. Los aduaneros se cansaron de examinar la estropeada funda hasta que se confiaron y dejaron de registrarlo. Francesco aprovechó la oportunidad y sacó el Piatti del país dentro de la funda a bordo de su bicicleta.

No fue la única aventura que pasó el Piatti en manos de Francesco. Años después Francesco abandonó Europa y emigró a Estados Unidos, donde, desesperado, se entregó a una vida de mujeres y alcohol. Una de las noches que llegó a casa borracho, se olvidó en la entrada el instrumento y a la mañana siguiente, cuando el camión de la basura se lo llevaba, fue salvado
in extremis
por su criada, que lo reconoció.

El nazi estaba convencido de que la salvación del instrumento no había sido casual, sino que obedecía a los designios de un ente superior que ahora lo ponía en sus manos.

Todo estaba preparado. Los alumnos escogidos interpretarían, sólo para él, el mayor y más breve de los conciertos que hubiese conocido el mundo en toda su historia.

A pesar de la alegría ante la inminente culminación de su plan, no podía evitar pensar en la pérdida de su sicario. No le importaba especialmente, pero lamentaba que no hubiese llevado a cabo el trabajo. El médico suizo seguía vivo y podía suponer un peligro.

«Nada de eso tiene ya importancia», se repitió una vez más. Quedaban solamente treinta y tres horas para que se produjera el solsticio de invierno. En ese momento el sol parecería detenerse en el cielo. A partir de entonces el astro rey volvería a calentar la zona norte del planeta, la única que tenía importancia para los nazis, el momento en que la luz ganaría la batalla a la oscuridad, el campo se deshelaría y renacería la vida en todo su colorido, un año más.

Pero esta vez sería diferente. Friedrich Schäuble, alias Alexander Pawlak, iba a cambiar para siempre el orden del Universo.

BENJAMÍN (
HIJO DE LA DIESTRA
)

Ajaron ajaron javiv
.

(El último de todos es el más querido).

Refrán hebreo

DOMINGO 21 DE DICIEMBRE. 08:15 HORAS.

VIENA, APARTAMENTO DE MARTHA MAZOWIECKI.

C
on un sobresalto, Ludwig se despertó. La habitación se hallaba a oscuras, el sol aún no había salido. Acababa de tener un mal sueño, del que no recordaba nada, y se sentía un tanto confuso. «Estoy en el apartamento de Martha —se dijo—, han intentado matarnos pero estamos bien».

Satisfecho y contento por tener al lado a la mujer que había comenzado a amar, alargó la mano por debajo del edredón. El lugar donde debería estar Martha se encontraba vacío. Ludwig se giró y examinó la habitación: nadie. ¿Estaría Martha en el baño o en la cocina? Podía ser, pero su lado de la cama estaba frío.

Se levantó y, poniéndose encima un albornoz, abrió la puerta y se acercó al escolta que estaba de guardia mientras su compañero dormía, vestido y tapado con una manta, en el sofá.

—Disculpe —dijo Ludwig—, ¿ha visto a la señorita Mazowiecki?

—Sí, señor —contestó el guardaespaldas dejando sobre la mesa la revista que estaba leyendo. Se trataba de un individuo no muy alto, atlético, de tez pálida, con el poco pelo que le quedaba muy corto y unas gafas graduadas sin montura, que, a pesar de su aspecto poco peligroso, era el jefe de su compañero, un gorila de metro noventa, moreno, con perilla, de más de un centenar de kilos y unos brazos como las piernas de Ludwig—. Salió hace poco más de dos horas. Me dijo que no quería despertarlo, que debía hacer una gestión y que no la esperase antes de mediodía. Insistió en que no necesitaba que la acompañáramos y que nos quedáramos con usted.

—¿Dijo adónde iba? —preguntó el médico, alarmado. ¿Una gestión a las seis de la mañana de un domingo? ¿Y por qué no le había dicho nada?

—No, señor, no dijo nada más —contestó el escolta, comenzando a inquietarse—. Nos aseguró que se encontraría segura y que ya lo había hablado con usted. ¿Hay algún problema?

—No. Imagino que no. No se preocupe, gracias —contestó Ludwig y se volvió a meter en la habitación.

¿Dónde podía ir a esas horas? Otra vez los celos comenzaron a corroerlo. ¿Habría ido a visitar a su antiguo amante? La comprensión de la que antes hacía gala, teniendo como una virtud su no injerencia en la vida privada de sus acompañantes, se estaba descomponiendo. Ahora no quería ni pensar en Martha rodeada por los brazos de otro hombre.

Tenía que ser eso. ¿Adónde, si no, iba a ir? Debía encontrarse sin duda con la misma persona con la que había estado en sus ausencias anteriores, incluso momentos antes de empezar el concierto, dos días atrás.

Además, ¿donde había estado la noche del incendio, cuando se perdió entre el gentío que huía? Ella aseguraba que la habían trasladado sin sentido a un hospital, donde había quedado ingresada toda la noche, pero ¿era cierto? A la mañana siguiente Ludwig recordaba haberse despertado destrozado y con dolor de cabeza producto de la intoxicación por humo y el estrés pasado, mientras que Martha, cuando apareció, llegó fresca como una rosa.

Los celos lo atormentaban como nunca antes lo habían hecho. Al igual que el incendio del palacio de la música había comenzado con un pequeño foco de luego, extendiéndose rápidamente hasta devorarlo todo, los celos empezaron a consumirlo. Ya ponía en duda cualquier cosa que su amante le había contado y, atormentándose, cada vez se exaltaba más.

Marcó el número del móvil de Martha. Una voz grabada le informaba de que el teléfono marcado estaba fuera de cobertura. Enfadado, aguardó su llegada hasta media tarde, como un león enjaulado, sin que ésta hiciese acto de presencia.

Decidió que no podía quedarse allí encerrado esperando a ver qué sucedía. Se vistió y, seguido por los alarmados escoltas, que lo vieron salir del apartamento hecho una furia, tomó el ascensor y bajó a la planta baja, donde el portero limpiaba los cristales del portal a pesar de ser domingo.

—Buenas tardes —saludó Ludwig—. ¿No habrá visto hoy por casualidad a la señorita Mazowiecki?

—No señor, no la he visto —contestó el hombrecillo, un viejito que había pasado ya la edad de jubilación pero que se aburría en casa y continuaba con su labor para sentirse útil, algo que los vecinos toleraban de buena gana—. Pero mi mujer, que sufre insomnio la pobre, me ha comentado, cuando me he levantado, que la ha visto desde la ventana salir muy pronto. Sobre las seis más o menos. Parecía ir con prisa, eso es lo que me ha dicho.

—No le habrá dicho hacia dónde se dirigía, ¿verdad? —preguntó sin mucha fe, Ludwig. ¿Qué más daba que hubiese ido para la derecha que para la izquierda?

—Me ha comentado mi señora —contestó el anciano, deseoso de colaborar con aquel caballero tan importante que necesitaba escolta—, que ha cruzado la calle y llamado a un taxi.

—¿Un taxi, eh?

—Eso me ha dicho.

Ludwig dio las gracias al portero y salió pensativo a la calle, ajeno a las maniobras profesionales de sus guardaespaldas, que peinaban con la mirada la calle para detectar cualquier peligro. Sumido en negros presagios, entró en la cafetería de enfrente y pidió una cerveza y el listín telefónico.

Sentado a una mesa, en un rincón, examinó la guía de teléfonos. Había varias compañías de taxis. Probó a marcar el primer número.

—Central de taxis Hermanos Schuschnigg —contestó una voz femenina—. Buenas tardes, ¿en qué puedo ayudarlo?

—Buenas tardes —contestó Ludwig—. ¿Me podría decir por favor si esta mañana han recogido a una mujer cerca de la catedral de San Esteban, sobre las seis de la mañana?

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