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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (50 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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—Lo siento, señor —contestó la telefonista mientras por detrás se oían las comunicaciones de los vehículos en servicio—, no damos ese tipo de información.

—Soy el doctor Dreifuss —contestó Ludwig improvisando sobre la marcha—. Se trata de mi mujer. Es diabética y se le ha olvidado la insulina en casa, tengo que llevársela urgentemente.

—Aguarde un momento, señor, veré qué puedo hacer —dijo la chica.

Ludwig oyó unos cuchicheos, como si la telefonista estuviera tapando el micro con la mano y consultando con alguien. Al cabo de un rato la chica volvió a ponerse al aparato:

—Lo siento, señor. No nos consta haber hecho ningún servicio a esa hora cerca de la catedral.

—Gracias, señorita —dijo Ludwig antes de colgar.

Pasó al segundo número de la lista y marcó. En esta ocasión contó directamente la historia de la mujer diabética a la que le podía dar una acidosis cetónica si no recogía su insulina. Salvo una telefonista de mediana edad, que no hacía más que disculparse por no poder facilitarle la información requerida, ya que iba en contra de las normas, pero que finalmente cedió viendo que Ludwig insistía y que no habían realizado ellos el servicio, las demás operadoras se mostraron serviciales.

Con la sexta compañía de taxis hubo más suerte.

—En efecto, señor. Sobre esa hora hemos recogido a una mujer joven en esa zona.

—¿Podría decirme adónde la han llevado?

Más cuchicheos por el teléfono. El encargado de la centralita buscaba asesoramiento sobre la idoneidad o no de facilitar semejante información.

—Disculpe, señor —dijo el hombre al otro lado de la línea—. Es una información restringida. Quizá si usted se acercara a nuestras oficinas…

—Lo entiendo —contestó Ludwig tratando de parecer conciliador—. El caso es que estoy en casa con mis hijos pequeños y no tengo manera de que nadie se haga cargo de ellos.

Otra tanda de cuchicheos con la mano sobre el micrófono del teléfono.

—¿Cómo ha dicho que se llamaba, señor? —preguntó la voz.

—Soy el doctor Dreifuss, Ludwig Dreifuss. Soy ciudadano suizo. Apunte, por favor, mi número de pasaporte.

Con paciencia fue repitiendo los datos un par de veces, para que el telefonista, haciéndose el despistado, contrastara que los datos eran siempre iguales y que no se los inventaba sobre la marcha.

—Gracias, doctor Dreifuss —dijo al final el telefonista—. Nuestro taxi llevó a su mujer al aeropuerto internacional.

Ludwig agradeció la información y apagó el teléfono móvil, cada vez más confundido. El aeropuerto. ¿Para qué habría ido Martha al aeropuerto? Volvió a hacer un nuevo intento de llamarla con el mismo resultado: fuera de cobertura.

La cerveza seguía intacta. En la mesa contigua el gorila se zampaba unos huevos con beicon y unas tostadas, todo regado con cerveza sin alcohol. Su compañero, el que había informado a Ludwig de la ausencia de Martha, había terminado ya su bocadillo de salchicha y no dejaba de controlar discretamente el rostro de su protegido.

El escolta tocó el brazo de su colega, que seguía engullendo, sin dejar de observar el movimiento interior y exterior del establecimiento, a través de la ventana. Limpiándose de los labios una gota de huevo, miró inquisitivo a su colega. Éste le hizo un gesto inequívoco: se marchaban.

Dejando la servilleta sobre la mesa y tras apurar de un trago lo que quedaba de cerveza, el gorila se puso en pie y salió fuera del local, revisando con la mirada la calle arriba y abajo. Tras él salió el médico con el otro escolta y se dirigieron al subterráneo del edificio de Martha.

—Vamos al aeropuerto, por favor —dijo Ludwig.

El gorila, que iba al volante, arrancó el vehículo y salieron del garaje, donde sus compañeros habían hallado la muerte unas cuantas horas atrás. Sumándose al escaso tráfico que había, se encaminaron hacia la terminal.

En el aeropuerto los tres hombres se dirigieron a la zona de embarque. Ludwig no sabía qué hacer para encontrar el destino de Martha. Podía ir compañía por compañía contando la misma historia que había endosado a las empresas de taxis, para ver si le decían algo, pero una cosa era llevar insulina a alguien que había cogido un taxi y se la había olvidado en casa y otra un avión. Qué iba a decir, ¿que quería coger un vuelo para darle la insulina? ¿O para avisar a su mujer de que uno de los niños se había puesto de repente enfermo?

Mientras estaba cavilando miraba las pantallas donde se indicaban las llegadas y las partidas de los vuelos del día. Madrid, Lisboa, Nueva York, Barcelona, Brescia, Milán, Hamburgo… De pronto algo se activó en su cerebro. Uno de los vuelos que había salido a las siete y media tenía como destino Brescia. Si no se equivocaba, Brescia se encontraba no muy lejos de Cremona, la ciudad donde nació Antonius Stradivarius.

Los otros destinos no le decían nada. Cremona. Era demasiada casualidad. Con la corazonada de haber acertado, se acercó a la ventanilla de la compañía.

—Buenos días. Mi mujer, Martha Mazowiecki, debía coger el vuelo de las siete y media de la mañana para Brescia. ¿Podría confirmármelo, por favor? Llegaba un poco apurada de tiempo y no hay manera de contactar con ella.

La azafata no sospechó nada de aquel apuesto hombre que le dedicaba una cautivadora sonrisa y miró la pantalla de su ordenador. Enseguida apareció la información requerida. Efectivamente, la señora Mazowiecki había viajado en ese vuelo, llegando a su destino con puntualidad y sin contratiempos.

Por el momento no podía hacer nada más. Se alejó de la ventanilla y estudió los vuelos que debían salir. El que tenía su destino más próximo a Cremona era un vuelo a Milán que despegaba a la una de la madrugada. Ludwig miró su reloj. Eran las siete de la tarde. En coche tardaría más de siete horas. No adelantaba nada. Debía esperar el vuelo de medianoche.

Furioso, frustrado, y a la vez temeroso, regresó al apartamento con sus escoltas. Hasta la hora de volver al aeropuerto no hizo otra cosa que cambiar espasmódicamente de canal en de televisión, mirar la hora y el móvil. Probó suerte cuatro o cinco veces más, pero siempre salía la misma voz informándolo de que el número estaba fuera de servicio.

Dos horas antes de que el avión despegara ya se encontraba en la sala de espera. Sus escoltas esperaban pacientemente. Ya le habían comunicado que no podían salir del país armados y que deberían cumplimentar los requisitos necesarios para obtener los permisos correspondientes. Pero Ludwig no tenía la menor intención de aguardar ningún tipo de trámite. En el estado de nervios en el que se encontraba era capaz de enfrentarse a cualquiera que se pusiera por delante, así que ¿para qué llevar escolta?

Cuando llamaron para embarcar Ludwig pasó el primero, como si de esa forma el avión pudiera despegar antes. En su asiento, con el cinturón abrochado, cerró los ojos y trató de imaginar, una vez más, cuáles eran las intenciones de ella. ¿Para qué querría ir a Cremona? Eso si su corazonada era cierta y realmente se había dirigido a la ciudad lombarda, cosa que no dudaba. No se le ocurría ningún motivo para semejante destino por más que le daba vueltas en su cabeza.

Las puertas del avión se habían cerrado, los motores habían cobrado potencia, empezando a rodar el enorme aparato, y las azafatas recorrían el pasillo, bajando las tapas de los portaequipajes situados sobre las cabezas de los pasajeros, cuando sonó el móvil de Ludwig, al que se le había olvidado apagarlo. Pensando que pudiera tratarse de Martha, se apresuró a cogerlo. No era ella, sino el inspector Herrero.

—Hola, inspector —dijo Ludwig tratando de no elevar demasiado la voz y de contener la impaciencia—. ¿Cómo se encuentra? Disculpe pero no lo oigo bien. No, no me encuentro en España. Ahora mismo estoy en un avión en el aeropuerto de Viena dirección a Milán. ¿Cómo? No lo oigo, inspector, hay mucho ruido. Martha ha desaparecido y creo que va a Cremona, por eso he cogido el vuelo a Milán. ¿Qué dice? —preguntó agachando la cabeza y tapándose el otro oído, sin resultado.

—Señor, vamos a despegar —dijo una azafata tocándole en el brazo—. Tiene que desconectar el teléfono.

—Sí, de acuerdo —contestó Ludwig y, quitando la mano del micrófono, se despidió del policía—. Tengo que apagar el teléfono inspector. No sé si puede oírme, yo a usted no. Cuando llegue a Milán lo llamo.

DOMINGO 21 DE DICIEMBRE. MEDIANOCHE. MADRID.

DOMICILIO DEL INSPECTOR JEFE PABLO HERRERO.

El policía, sentado en el sillón, ni se percataba de lo que echaban en la televisión. Su mujer, en el sofá, se divertía con un programa en el que unos descerebrados aceptaban ser encarcelados en una casa comunal donde no podían hacer otra cosa que insultarse los unos a los otros, establecer pactos que pronto rompían y ataques salvajes en una degradación progresiva de su condición humana, mientras eran grabados por diferentes cámaras en lo que la presentadora llamaba un «experimento sociológico».

De vez en cuando la buena mujer hacía un comentario sin aguardar respuesta. Muchos años de convivencia tendían a hacer rutina, algo que al matrimonio le gustaba. Para ellos significaba una vida apacible y tranquila, sin sacudidas, en amistosa compañía.

Habían pasado la mañana dando un paseo por el parque del Retiro, tras asistir a misa de diez. Después habían comido en casa el arroz a la cubana con filete de ternera y yogurt natural de postre de todos los domingos, y Herrero se había acostado para echar la siesta mientras su mujer llamaba a su hermana. El resto de la tarde había estado consagrada a los espacios televisivos, con preferencia a aquellos que
informaban
sobre la salud y las andanzas de la gente famosa.

El inspector, entre tanto, revisaba nuevamente el dossier del rabino Liebnitz. Con la carpeta abierta sobre su regazo, examinaba una y otra vez la documentación archivada y sus traducciones, así como las pésimas fotografías.

En algún sitio tenía que haber algo. ¿Por qué, si no, se habían tomado la molestia de atentar contra un pobre viejo y disfrazar el asesinato como si fuese una salvajada de unos jóvenes neonazis?

¿Y por qué habían tratado de matar al médico y su compañera si éstos no sabían nada? ¿Tan cerca se encontraban de dar con algo? Pero ¿qué era ese algo?

Herrero estaba al corriente del último atentado en el garaje de la casa de Martha en el que habían muerto los escoltas y el asesino. También conocía el robo, el día anterior al atentado frustrado, del último de los instrumentos de la lista, pese a que la policía austriaca, a la que había llamado y donde tenía un antiguo colega al que había conocido en un cursillo sobre medicina forense, había prometido someter el instrumento a una vigilancia discreta mientras se hallara en aquel país.

Seguía pasando una a una las hojas sin prestarles demasiada atención. Se sabía de memoria el contenido. Una vez recibidas las traducciones las había estudiado a conciencia. ¿Qué era aquello que se encontraba delante de sus narices y que podía poner en peligro a los asesinos?

—Pablo, ¿te apetece un vaso de leche con unas galletas? —le preguntó su mujer en uno de los intermedios, levantándose para ir a la cocina—. Yo me voy a hacer una infusión.

—Muy bien, cariño —contestó distraído Herrero, y continuó con la revisión del material reunido por el anciano judío. Un listado, una carta, una foto, un dossier, una entrevista, otra foto, otra lista con numerosos nombres tachados y alguno subrayado, otra foto…

De pronto se incorporó en su sillón, cubierto con unas tapas de ganchillo, provocando un susto de muerte a su mujer, que en esos momentos entraba cargada con una bandeja. El vaso de leche a punto estuvo de caer al suelo.

—Pablo, ¿estás bien? —preguntó la mujer, alarmada.

El inspector sujetaba una fotografía de tan mala calidad como las restantes. En ella aparecían varias personas, casi todas luciendo uniformes nazis. Una de ellas, la figura principal, era un hombrecillo de gafas redondas al que Herrero reconoció como el jefe de las SS y de la Gestapo, uno de los más importantes ayudantes de Hitler y cerebro del genocidio, Heinrich Himmler. El genocida estaba dando la mano a un sonriente soldado lleno de condecoraciones situado en una fila de unas ocho personas.

Herrero había visto esta foto varias veces sin advertir nada extraño. Sin embargo en esta ocasión se fijó en algo de lo que no se había percatado antes. Con el cuerpo medio tapado por el deforme jefe de las SS, esperando su turno en la fila, había un hombre alto y delgado, vestido de civil. También sonreía y, a pesar de que se hallaba desenfocado, Herrero pudo reconocer, sin asomo de duda, un rostro que ya había visto antes.

Sin aguardar un instante, y haciendo oído sordos a los requerimientos de su mujer, que ya se hallaba a su lado, temiendo que le hubiese ocurrido algo, sacó su anticuada libreta de teléfonos y buscó el número que necesitaba. Tras unos cuantos timbrazos, una voz con mucho ruido de fondo, que hacía imposible la comunicación, contestó.

—Doctor Dreifuss —dijo levantando la voz—. Soy el inspector Herrero. Yo tampoco lo oigo bien. ¿Dónde se encuentra? ¿Está en España? Le pregunto si está en España. ¿A Milán? ¿Que la señorita Mazowiecki ha desaparecido? ¿Dónde? Escuche, tengo que hablar con usted. No, no me cuelgue es importante que hable con usted. Mierda.

Herrero colgó el teléfono con fuerza y se puso en pie. Su mujer ya había intuido que se trataba de trabajo y que su marido estaba perfectamente, y se había vuelto a centrar en el programa, que continuaba después del descanso.

El inspector, libreta en mano, marcó otro número.

—Comisario Martín, soy Herrero —dijo cuando se estableció la comunicación—. Disculpe que le moleste a estas horas. Tengo que verlo ahora mismo, es importante.

MADRUGADA DEL LUNES 22 DICIEMBRE.

AEROPUERTO DE MILÁN.

Esta vez Ludwig, sin equipaje, fue el primero en abandonar el aparato y pasar por el control de la policía. Con paso rápido, se dirigió a la salida del aeropuerto e hizo un gesto a un taxista.

—¿Adónde vamos? —preguntó el chófer en italiano.

—¿Habla usted inglés? —inquirió el médico y, ante la respuesta afirmativa, continuó en este idioma—: Bien. A Cremona, lléveme lo más rápido que pueda, por favor.

—Muy bien, señor —contestó el taxista, contrariado. Llevaba toda la tarde del domingo de servicio y quería irse para casa ya. Por suerte, con la carrera, más la propina que esperaba sacar, podría permitirse coger fiesta al día siguiente.

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