Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
Pronto las tres fueron la audiencia nocturna de mis fantasÃas. TenÃa amigas. Por fin. Se nos pasaban las horas y nunca me quedaba sin repertorio. Hagar siempre pedÃa más cosas sobre Ari. Más guarras, más pausadas, a todo color. Como las pelÃculas. Como América. No sabÃa de dónde era Ari, pero tenÃa ese acento que la gente denomina anglosajón.
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Las chicas juraron que no le habÃan pedido a Ari que me dijera que era guapa en el furgón. Asà que dije que entonces intentaba lamerme el culo para que al dÃa siguiente no me pasara con él y sus soldados beduinos en su semana de entrenamientos con M-16.
â¿Has pensado en la otra opción? âpreguntó Hagar, mientras me pasaba su espejo de manoâ. Estás que te sales âdijo.
En el furgón Hagar me habÃa hecho dos trenzas y me las habÃa enrollado en la cabeza, tensándome la piel del contorno de los ojos. Mi nariz se veÃa alargada pero noble, se me marcaban los pómulos, me brillaban los ojos. DebÃa de ser algo más que el peinado: habÃa perdido peso desde que estaba en la habitación 3, la habitación del sexo, porque las chicas se pasaban el dÃa fumando y tomando Coca-Cola light. El acné que me habÃa acompañado durante años habÃa desaparecido, pero hasta ese dÃa, en el espejo de Hagar, no me habÃa dado cuenta. Por las mañanas, a veces Hagar se aburrÃa y me despertaba depilándome las cejas, y solo entonces me fijé en cómo resaltaba mi mirada. Después de intentarlo durante años, ese dÃa me volvà guapa sin querer, y me sorprendió.
Creo que en ese momento quise a Hagar más que nunca, cuando después de verme en el espejo la miré y me di cuenta de que ella y el mundo debÃan de ver lo mismo: una chica guapa.
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âTenemos que enfriarnos âdijo Hagarâ. Vamos a meternos agua helada en las venas.
Meternos agua helada en las venas era nuestro pasatiempo favorito entonces, aquel mes, después de las armas. Era una de las ideas raras de Hagar. DecÃa que meternos agua helada en las venas quizá serÃa como sentir el invierno dentro del verano, y que debÃamos probarlo.
Conseguir las bolsas de suero intravenoso congelado era toda una pelÃcula. El sargento de cocina dejaba que nosotras cuatro usáramos el congelador industrial para guardar nuestras bolsas de suero intravenoso porque estaba enamorado de Neta. Uno de los médicos de la clÃnica nos daba bolsas nuevas de suero fisiológico porque creÃa que estaba enamorado de Neta, hasta que empezó a acostarse con Hagar y entonces creyó que estaba más enamorado de ella.
Ãramos invencibles.
Hagar me pellizcó con fuerza la vena por la cara interna del codo.
âAu âdije, pero sonriendo.
â¿Me dejas que sea yo quien te clave la aguja esta vez? âme preguntó Hagar.
âMe encanta lo que me has hecho con el pelo âle dijeâ. Puedes clavarme lo que quieras, bonita.
âEsa es mi nena âdijo Hagar.
Las cuatro salimos del barracón en bragas y sujetador, sin hacer caso de las miradas de las chicas que fumaban fuera.
Usando los dientes, Hagar me ató una goma verde por encima del codo, y empecé a abrir y cerrar el puño. Entonces me clavó la aguja, rápido. Se levantó y colgó la bolsa del suero fisiológico en una rama del cedro.
Cuando terminó con las venas de Neta y Amit, Hagar se clavó su aguja y se estiró en el suelo de cemento, sonriendo.
â¡Dios, refréscame! âgritó.
Estábamos tumbadas en el suelo en ropa interior. El frÃo nadaba cerca de mi cabeza. El agua helada era un fantasma que me corrÃa por las venas, lamiéndome por dentro. Aceleré el gota a gota y noté un temblor en los ojos. Era una de las ideas raras de Hagar, pero no la más rara. TenÃa tantas. Preguntó qué pasarÃa si ponÃamos Coca-Cola light en las bolsas de suero, y tuve que decirle que eso serÃa meter oxÃgeno en nuestro sistema circulatorio. Que nos matarÃa. No sé por qué lo sabÃa. Neta y Amit dijeron que no se les habÃa ocurrido. Hagar dijo que a ella tampoco. Y entonces dijo:
âPero pensadlo, ¡vaya manera de largarse!
Estirada en el cemento, Hagar dijo:
âAsà que. Tú. Ari. Instrucción básica a los beduinos. Emocionante. Emocionante.
No dije nada. Dejé que esperaran.
âHe oÃdo un rumor interesante âdijo Amitâ. He oÃdo que ahora igual empiezan dándoles a los beduinos los M-4, en lugar de los M-16 âsupe que intentaba sacar a Ari de la conversación, porque a todas les gustaba fingir que no les interesaban las fantasÃas que les contaba, sobre todo en los momentos en que más ganas tenÃan.
âComo si fueran a malgastar balas verdes con esos retrasados âdijo Hagar, despacio.
Un M-16 tiene un alcance de cien metros y lleva balas normales. Un M-4 tiene una precisión diez veces superior, un alcance de doscientos cincuenta metros y lleva balas verdes. Las balas verdes contienen una masa en su interior que pesa 0,008 kilos. Van más lejos y son más precisas porque pesan más, asà que los espirales metálicos que hay dentro del cañón del M-4 están más comprimidos, para darles a las balas más efecto, más impulso. El M-4 es el fusil que realmente te puede ayudar si has de disparar a alguien y el impacto ha de ser rápido. Pero si usaras una bala normal con un M-4, no irÃa más allá de setenta y cinco metros. Jamás darÃa en el blanco.
Estuvimos un rato en silencio, pero al final no pude contenerme y tampoco podÃa tenerlas más tiempo esperando a que hablara, a que contara las historias que me parecÃan guarras.
âHagar âdijeâ. Voy a ir a por Ari.
âHace meses que lo dices âdijo Amit. TenÃa la cabeza apoyada en el estómago de Neta. Neta y Amit eran superamigas antes de entrar en el ejército, y tuvieron la suerte de que las destinaran juntas. Y si antes eran superamigas, ahora eran hermana, madre, padre la una para la otra, todo. Cuando fumamos con narguile y jugamos a verdad, acción o beso con Ari y Gil, no se quejaron cuando les tocó besarse. «Es como si me besara a mà misma âdijo Amitâ. ¡Es un subidón!».
âEspera y verás. Esta vez va en serio âles dije. Abrà la boca para notar el sabor del sol. Estaba congelada por dentro; era guapa; el sol no me asustabaâ. Va a hacérmelo en los campos de tiro. En la clÃnica. Encima de una mesa de café.
â¿Una mesa de café? âpreguntó Neta.
âEs eso que tienen en Estados Unidos âdijeâ. Dejaos llevar, va.
âPero yo habÃa oÃdo que Ari era canadiense âdijo Neta.
âEs australiano âdijo Amit. Fue una de las únicas cosas en que las oà discrepar.
âSÃ, de Nueva Zelanda, de Australia âconfirmó Hagar.
âSea lo que sea, es mÃo âdije.
HabÃamos mantenido esa misma conversación un montón de veces.
âEscuchad, chicas âdijo Hagarâ. Yael âme llamó Hagar. Me llamó igual que yo llamaba a Avishag una de esas raras veces en que la necesitaba más que ella a mÃ, apenas un segundoâ. ¿Creéis que lo están torturando?
Hagar llevaba cinco dÃas haciéndonos hablar del soldado apresado en Gaza. Hagar vivÃa en el mismo distrito escolar que él y sabÃamos que lo conocÃa, aunque dijera que no, que solo estaba interesada en el tema de la tortura.
âNo lo sé, Hagar âle dije. Era la verdad.
âNo, no lo están torturando; le dan chocolatinas y lo llevan al parque âdijo Dana. Olà la vainilla y el sudor sobre su piel. Era ella la que me habÃa hecho cambiarme de habitación, pero ahora estaba celosa de que las chicas del nuevo barracón me hubieran aceptado. La vimos aparecer imponente desde el suelo de cementoâ. Vosotras qué âdijoâ. Nada de cerebro, nada de preocupaciones, ¿eh? Probablemente lo estén moliendo a palos ahora mismo.
Guardamos silencio un momento. Entonces, con cuidado de que no se le moviera la aguja de la vena, Amit se quitó el sujetador. Neta hizo lo mismo. Era lo que hacÃan para ahuyentar a Dana. La desnudez la incomodaba. Hagar siguió sin moverse.
âAsà que primero Ari me pondrá a cuatro patas âproseguà mi relato, ignorando a Dana. Al cabo de un momento se fue corriendo, gritando que éramos asquerosas. En algún punto en medio de mi fantasÃa, las cuatro nos quedamos dormidas, con las bolsas de suero intravenoso vacÃas. En mis sueños atormentados por el sol, helada por dentro, visité Las Vegas, luego Bel Air, luego el puente por el que conducÃan las chicas de
Padres forzosos
. Al abrir los ojos era la única que seguÃa tendida en el cemento, y Ari estaba junto a la puerta de la residencia de mujeres.
Estaba allÃ. ¡Lo juro!
âNecesito ayuda âdijo.
Ari tenÃa un temor. Le daba miedo hacer la serie de blancos móviles con sus soldados.
A mÃ, como instructora de armamento, naturalmente me encantaba el ejercicio con blancos móviles. Sonaba peor de lo que era. Los soldados del otro lado de la lÃnea de tiro caminaban en cÃrculos dentro de una zanja aguantando la diana, que iba sujeta a dos palos, con lo que alcanzaba la altura suficiente para que no dejaran los brazos expuestos. LlevarÃan gafas protectoras, cascos y chalecos antibalas. Ari y yo hablarÃamos por radio y acordarÃamos una palabra en clave para que él y sus soldados en la zanja salieran y cambiaran posiciones con los tiradores sin que hubiera peligro. HabÃan hecho la zanja el año anterior, asà que Ari nunca la habÃa probado, pero yo estaba segura de que lo harÃa bien. Como instructora de armamento creÃa en ese ejercicio, porque si vas a disparar a alguien, lo más probable es que se esté moviendo; era importante practicar. Pero a Ari no le faltaba razón. Era un poco descabellado, o por lo menos a mà me habrÃa parecido una locura si no hubiera hecho el entrenamiento básico como instructora de armamento y no me hubieran dicho que a mÃ, como instructora, me tenÃa que encantar.
âQué, ¿va en serio? Con todo el dinero que el ejército se gasta en refrescos y piruletas, ¿de verdad se supone que voy a entrenar a mis soldados con blancos móviles dándoles a la mitad un palo con una diana de cartón atada y mandándolos detrás de la lÃnea de fuego? âdijo Ari.
Asà que le propuse que practicáramos primero los dos solos.
Pensé que practicar los dos solos era una buena idea. La mayorÃa de los rastreadores beduinos hablaban poco hebreo y solÃan meterse en peleas en las que intentaban arrancarse los tobillos a mordiscos, asà que siempre era bueno practicar por ellos.
Ari y yo fuimos por el camino de grava que llevaba al campo de tiro donde estaba la zanja. Mientras caminábamos me contó que lo habÃan sacado de su unidad profesional para que convirtiera en soldados a los rastreadores beduinos, y que le parecÃa una buena razón para emigrar a Israel. Dijo que los rastreadores van a la vanguardia del ejército, en busca de huellas, y que en situaciones de guerra son rápidos, los más rápidos. Dijo que aquellos tipos tenÃan que aprender a luchar y si no lo conseguÃan serÃa culpa suya.
â¿Crees que de verdad pueden saber lo que ha pasado en una duna de arena con solo mirarla? âle pregunté.
Esa parte no era responsabilidad suya, dijo. Contó que los beduinos saben encontrar huellas desde que nacen. Los ancianos hacen de instructores profesionales para perfeccionar esa técnica.
âPero sà creo que son buenos âdijoâ. Dicen que si mañana subieras a una montaña, dentro de dos años un buen rastreador sabrÃa que has estado allÃ, y cuándo.
Al llegar al campo, antes de que Ari traspasara la lÃnea de fuego, me puso una mano en el hombro. Luego se metió en la zanja con casco, gafas de protección, radio y todo lo demás. Llevaba una diana sujeta a un palo largo, y la diana era lo único visible para mÃ. Observé bien hasta asegurarme de que no asomaba de la zanja ninguna parte de su cuerpo. Me coloqué tras la lÃnea de fuego.
Disparé al blanco. Y otra vez.
Pero Ari caminaba demasiado lento. Aunque abandoné la posición varias veces para gritarle por radio, «Rápido, mucho más rápido», no sirvió de mucho. Las primeras ocho balas dibujaron medio corazón en el lugar donde habrÃa estado el corazón de la silueta del soldado en la diana. Entonces lo pensé mejor. Me pregunté por qué todas las dianas que usábamos tenÃan el dibujo de un soldado con uniforme caqui, por qué siempre nos disparábamos a nosotros mismos. La próxima bala fue a la cabeza. La nariz. Luego una al ojo derecho. Después de cada bala, cerraba los ojos, vaciaba los pulmones, apuntaba de nuevo. Cuando abrà el ojo derecho, la diana habÃa desaparecido. Ari habÃa salido de la zanja. Lo vi más allá tumbado en el suelo, inmóvil.
Me acerqué hasta él caminando con dificultad y sintiendo que el miedo me atenazaba el corazón.
Ari todavÃa llevaba las gafas de seguridad y el casco. Cuando mi sombra se proyectó sobre su cabeza, abrió los ojos.
âMe has matado âdijo.
âNo te he matado âle contestéâ, pero podrÃa haberlo hecho. ¿Por qué no me has avisado antes de salir? âel corazón gritaba dentro de mÃ.
âMe has matado. Era tan joven. DeberÃa haber follado más. DeberÃa haberme pedido aquella segunda hamburguesa âdijo.
Intenté seguir furiosa con él, pero no pude.
âTe he matado.
âVen aquà âdijo. Levantó las manos, manteniendo la espalda rÃgida.
Me senté encima de él, con una pierna a cada lado de su estómago. Me agarró las manos. Dejé mi pelo caer sobre su cuello.
Hagar habrÃa manejado la situación de otra manera; pero yo habÃa sido una chica que no llegaba a ser guapa durante diecinueve años y medio antes de ese dÃa, y llevaba tres meses pensando en Ari, y de alguna manera sabÃa que cuando los sueños se hacen realidad hay que guiarlos. Curioso, pero me entraron unas ganas locas de hablar con él y ver qué pasaba por su cerebro. Me parecÃa que sabÃa tanto... QuerÃa hablar de las cosas que decÃa Hagar. Hacerle preguntas. Saber, todo, allà mismo.
â¿Crees que los que inventaron los LLR eran un puñado de tÃos?
âCreo que fueron los americanos los que inventaron los LLR.
â¿Eres americano?
âSoy de Nueva Zelanda, pero digo que soy australiano.
â¿Crees que lo torturan? ¿Al soldado que apresaron en Gaza?
âNo.
â¿Me estás mintiendo porque soy una chica?
âNo. No era más que un chico que iba en un tanque. Saben que no tiene información confidencial.