La gente como nosotros no tiene miedo (13 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—¿Me estás mintiendo porque soy una chica y estoy encima de ti?

—No. El sentido común dice que ese chaval solo sirve para negociar, y en una negociación, cuanto más sano lo tengan, mejor. Nadie tortura si no tiene necesidad. Así es el mundo real.

Ari apartó sus manos de las mías para agarrarme por los brazos y sostenerme en equilibrio. Era como jugar al balancín.

—¿Cuál fue el momento más feliz de tu vida? —me preguntó. Era una frase hecha. No me importó. Me incliné hasta besarle. Quise decir: «Ahora mismo», pero eso era fácil. Quise decir: «Ahora mismo», pero no era verdad.

Ari me llevó a dar un paseo desde el campo de tiro. Acabamos en aquel contenedor de almacenamiento de emergencia. El que tenía la palabra
VERDES
pintada con espray en la parte delantera. Era un barracón tan ancho como las aulas del colegio al que iba de pequeña, y tan alto como para que Ari no llegara al techo ni saltando todo lo que daban sus largas piernas. Dentro no había balas verdes. Había dos mesas, que reconocí del barracón donde daban clase los rastreadores reclutas. Delante de las mesas había una radio vieja sobre unos bloques de hormigón. Un lugar donde vivir, casi, una sala de estar, aunque se tratara de un contenedor.

Nos sentamos en las mesas, delante de la radio.

—¿Cómo es que no hay balas aquí dentro?

—A los oficiales de suministros les da pereza. Siempre se olvidan de pedir nueva munición para las rondas de instrucción, y las verdes tardan meses en llegar, así que simplemente vaciaron el suministro de emergencia.

—¿Y si hay una emergencia?

—¿Qué emergencia va a haber?

—No sé, ¿una guerra?

—No va a haber ninguna guerra —dijo. Y yo le creí.

Empezaba a oscurecer afuera, pero en el interior del contenedor de balas verdes Ari encendió cuatro bengalas del ejército, con filtros rojos. Estirada sobre las sábanas moradas que cubrían las mesas, le puse la mano bajo la nuca y noté que sus músculos se tensaban. Durante un rato nos amamos.

—Seguro que siempre traes chicas aquí —le dije después.

—No te creas —me dijo—. Tú eres la primera que me importaba —dijo. Y yo le creí. Aún sigo creyéndole. A veces creo cosas que sé que no son verdad.

 

Esto es verdad, no hay vuelta de hoja: con lo de la guerra se equivocó, porque sí hubo una. Se puede comprobar. La Segunda Guerra del Líbano. 12 de julio de 2006. Tan cierto como la historia; muchas cosas que podían no haber pasado, pero ocurrieron de verdad.

Dicen que en dos minutos los LLR que los soldados llevaron desde nuestra base a la frontera derribaron un edificio de once plantas durante aquella guerra. Funcionaron perfectamente, aunque no los limpiamos después de usarlos. Derribaron una escuela. Setenta y tres personas. Si buscas información, puede que incluso encuentres los nombres. También el nombre del soldado que apresaron antes de la guerra, en Gaza. El que iba a la escuela de Hagar.

Cuando por fin tuve tiempo para volver a mirarme en un espejo era sábado, dos semanas después de que empezara la guerra, y ya no era guapa. Era yo. Intenté recogerme el pelo, dejándolo tan tirante que me doliera, pero aquella chica ya no estaba. Le devolví a Hagar el espejo que me había prestado. Habíamos dormido en los campos de tiro, una hora aquí, otra allá, sobre el asfalto, durante una semana, y nos estábamos duchando por primera vez en el barracón, el primer descanso que hacíamos en la instrucción de los reservistas. La noche antes nos habíamos quedado sin balas verdes.

Hacía ya cinco días que Ari había muerto. A Gil y a él los reclutaron de la base para luchar en el Líbano el día en que estalló la guerra. Nuestro oficial nos informó de que Ari había muerto siete horas después.

Al cabo de dos semanas de guerra, a las siete de la mañana, la remesa de reservistas que llegaron ese fin de semana, más de un centenar, irrumpió en el barracón del oficial de las instructoras de armamento. Nos mantuvimos a su lado mientras intentaba echar a gritos a la muchedumbre. Los reservistas recibían tres días de instrucción en nuestros campos de tiro; había reservistas en todas las bases del país preparándose para ir al Líbano. Llevaban uniforme caqui y el fusil colgado a la espalda, pero no eran soldados. Tenían barba, pelo largo, trabajos en fábricas o a saber dónde, hipotecas, mujeres, hijos.

Los reservistas se iban rápido en esa guerra; no eran los que más, pero sí se iban rápido. Llegaban sin parar a nuestra base y enseguida se marchaban.

—Hemos practicado solo con balas normales, en todo este tiempo aquí —gritó uno de ellos—. Nos vamos al frente esta noche. Es de locos.

—Te garantizo que nadie va a mandaros al frente sin balas verdes —dijo nuestro oficial. Tenía miedo—. En este mismo momento hay gente trabajando para abrir nuestro contenedor de emergencia de balas verdes.

Salvo por una cosa. No había balas verdes en nuestra base. Solo un contenedor vacío donde Ari recibía a las chicas. Un lugar donde vivir, casi, una sala de estar, aunque se tratara de un contenedor.

Miré a los hombres. Todos esos hombres; yo sabía algo terrible que esos hombres desconocían. Algunos de esos hombres hoy están muertos, y ese día, antes de que murieran, yo sabía algo terrible que ellos desconocían.

Las balas verdes van más lejos y son más precisas porque pesan más, así que los espirales metálicos que hay dentro del cañón del M-4 están más comprimidos, para darles a las balas más efecto, más impulso. El M-4 es el fusil que realmente te puede ayudar si has de disparar a alguien y el impacto ha de ser rápido. Pero si no usaras una bala verde con un M-4, no iría más allá de setenta y cinco metros. Jamás daría en el blanco.

 

Al principio pensé que era la única que sabía que en el contenedor de emergencia no había balas verdes, pero entonces miré a mi derecha, a Hagar.

Aparté la mirada rápidamente y volví a mirarla. Tenía los ojos cerrados y la respiración agitada. No la había visto nunca asustada hasta ese momento. Quizá nunca antes había tenido miedo. Su cara parecía otra, era más hermosa, ida de este mundo.

Ella también lo sabía. Sabía lo que no había en aquel contenedor. Había estado allí. Había estado allí con él. Tal vez sobre las mismas sábanas moradas.

Sabía que los hombres tendrían que marcharse de todos modos, con los M-4 sin balas verdes. Esos reservistas, que podían haber sido nuestros maridos si hubiéramos nacido diez años antes y que quizá no habrían muerto si el color de sus balas hubiera sido distinto. Es un hecho histórico. El gobierno lo reconoció más tarde en el informe, el informe donde se decía que no estábamos preparados para esa guerra.

Al principio, durante un segundo, estuve a punto de gritarle a Hagar por mentirosa, por no decirme que había estado con Ari, porque era una locura que hubiera alentado mi atracción por él. Casi podía verlo; la mano de Hagar en su nuca, sus músculos al tensarse. Ari.

Pero entonces, durante un segundo pensé solo en Ari, en cuando salió de aquella zanja.

«Me has matado», bromeó. Creyó que era muy gracioso.

Y entonces volví a ver el miedo de Hagar, sus ojos cerrados. Vi a una chica que tenía miedo por primera vez en su vida, quizá solo un poco, y quizá por última vez.

Inspiré el olor de la pólvora que todos llevábamos en los dedos y flotaba en los cedros de la base. Y de pronto comprendí que hay quien vive para la lucha; para los momentos antes de perder o ganar. Gente para la que este mundo no basta; quieren que les corra agua helada por las venas, la belleza a toda costa, salir de las zanjas en medio de los disparos, hacer estallar collares de granadas. Gente fascinante para quien la tortura no se halla siquiera en el reino de la imaginación. Y miré a todos aquellos hombres sobre la arena. Tenían los hombros mucho más anchos que los míos que probablemente les servirían de poco para lo que se avecinaba. Y entonces supe que nunca sería una de aquellas personas fascinantes.

II
El incidente diplomático

 

Antes de nada hay que saber que, cuando ocurrió el incidente diplomático, Yael estaba destinada en una base de instrucción cerca de Hebrón. Lea estaba en la escuela de capacitación para oficiales. Ellas no tuvieron nada que ver. Avishag estaba en la frontera con Egipto cuando tuvo lugar el incidente, en las torres de vigilancia y los controles. Superó perfectamente los meses de guardias delante de un monitor. Cuando ocurrió, era soldado raso en la única unidad de infantería dominada por mujeres que había en el ejército, junto a la frontera, pero Avishag no tenía poder para escribir el guión de lo que pasó aquel día. Podríamos culpar a Avishag, o a Israel, o a Egipto, o incluso a Estados Unidos si quisiéramos, pero ¿de qué serviría?

En segundo lugar debe quedar claro que el oficial de infantería Nadav no tiene queja de nosotras. Ninguna. No señala a ninguno de sus amigos de la escuela, ni a su padre, ni al gobierno israelí, ni a ningún gobierno, la verdad, y no piensa culpar a «la guerra». Si Nadav tiene un problema con alguien, es con Dios. Ya con siete años, incluso con seis, a menudo dejaba de hacer los deberes o de ver las Tortugas Ninja, apoyaba su barbilla en miniatura en sus manos rollizas y decía: «Si tengo un problema con alguien, es con Dios».

Era lo que decía. ¡Con seis años! Era muy maduro para su edad, nuestro Nadav, y adorable a más no poder, incluso antes de que su madre muriera en el atentado suicida del autobús de la línea cinco (el de 1991, junto a la estación central de Afula; no el primero, sino el que hubo en primavera). Y era por las cosas pequeñas por las que Nadav habría querido quejarse. Como cuando celebras tu cumpleaños en el jardín de infancia y te hacen llevar a tus padres y el pastel a la escuela. Nadav solo tenía a su padre, y el pastel era de supermercado. Le hicieron sentarse en una silla rodeado de globos delante de toda la clase y mirar el pastel sobre la mesa en miniatura. Cuando sopló las velas, el olor a fuego extinguido se mezcló con el de la goma de los globos y del baño de chocolate barato del pastel. A su derecha, su padre intentaba encogerse para caber en la silla de madera hecha a la medida de los niños. A su izquierda no se sentó nadie.

Lo único que dice Nadav es que si diseñas un plan para que un niño tenga padre y madre, y luego haces un mundo en el que allá donde vayas un chaval tiene un lado derecho y un lado izquierdo, un lado malo y uno bueno, uno blanco y uno negro, una silla y otra silla, un padre y una madre, ¿eh?, una madre, entonces no es justo que de repente le digas a una persona concreta: «Lo siento, pero no encajas en el plan». Nadav solo dice que si eres un Dios no deberías ir por ahí haciendo putadas de esas. Es una mierda, eso es lo que es.

Eso es todo lo que el oficial Nadav tiene que decir. No le apetece seguir hablando.

 

Podría pensarse que Tom tenía el trabajo más fácil de las Fuerzas de Defensa de Israel, pero él sabía que en realidad tenía el trabajo más duro del mundo entero. Sí, se pasó todo el servicio militar en Tel Aviv, apenas a cinco minutos andando del Azrieli, el centro comercial más grande y resplandeciente del país: a fin de cuentas, ahí es donde se ubica el cuartel general del ejército, y el despacho del jefe del estado mayor; y hasta podía irse cada noche a las ocho y dormir en casa de sus padres; y lo único que tenía que hacer durante las once horas que estaba de servicio era sentarse detrás de un escritorio de madera y mirar un teléfono rojo. Pero un momento: ¿de verdad sabemos lo difícil que es mirar fijamente un teléfono rojo que nunca suena? ¿Cada día, de ocho a ocho, con solo dos pausas de treinta minutos para comer y mear? ¿Durante tres años? Prueba a no tener nada más que un teléfono en tu escritorio y mirarlo fijamente. No durarás más de quince minutos.

Hay treinta y cuatro cubículos en la oficina de Tom, y tiene la suerte de estar ubicado de tal manera que si estira el cuello puede ver las dos hojas de un ficus y el reloj de la pared. Ha hecho un pacto consigo mismo de no empezar a pensar en Gali hasta que solo le queden quince minutos. Antes hace todo lo demás. Se arranca pelos de las cejas con los dedos. Se cuenta los dientes con el piercing lila de la lengua. Piensa en Katie Holmes, en Shakira, pero Tom no fantasea con Gali hasta que solo faltan quince minutos para acabar su turno. No puede; de lo contrario, es demasiado doloroso.

Va a ver a Gali esta noche por primera vez en dos meses, así que eso podría explicar que se le ponga dura en cuanto permite que el olor al champú de granada de Herbal Essences aflore en su mente, pero sabemos que en realidad le pasa cada vez que se permite pensar en ella. Lo peor es cuando se le pone dura en mitad de un turno. Puede ser simplemente porque haya una partícula de polvo en el aire estancado de la oficina, y al estornudar recuerde el estornudo de Gali la última vez que la vio, su pelo cobrizo recogido en una cola de caballo tirante balanceándose con el impulso, y no hace falta más: está condenado para el resto del turno, y eso duele.

 

* * *

 

¿Alguien sabe cómo se dice «No lo hagas» en ucraniano? Deberíamos haber aprendido ucraniano. No todo el idioma, habría bastado con saber decir «No lo hagas». Cualquier cosa podría haber detenido a Masha aquel día. En realidad no era una chica tan mala.

Aunque Berezhany, Ucrania, es una localidad pequeña, Masha pasaba todo el tiempo sola, por su trabajo. Era responsable de numerar y clasificar los pedidos de zapatos que se hacían en la fábrica en un día cualquiera, así que en realidad solo tenía que trabajar después de que otra gente ya hubiera trabajado varias horas haciendo los zapatos. No tenía que estar en el despacho hasta mediodía, e incluso si a veces llegaba a la una Julian no le ponía reparos. Solía almorzar con su madre, una mujer ya mayor que la besaba en la frente en el umbral de la puerta antes de irse. Cuando atravesaba el mercado, camino del trabajo, se paraba en el puesto de los tomates y observaba al tendero recolocándolos uno por uno en un triángulo perfecto, antes de suspirar y empezar de nuevo. Todos los niños estaban en la escuela, sus padres estaban todos trabajando, y los únicos que andaban por allí eran los viejos y los parados, que deambulaban por las calles con andar paciente, delicado. Todo era corriente, pero más ligero: como ver una grabación en vídeo de tu habitación cuando no estás.

Al principio le gustaba estar en la oficina y anotar los pedidos cuando todo el mundo ya se había ido a casa a cenar en familia. Todos los cubículos de alrededor estaban a oscuras, y Masha cerraba los ojos e imaginaba que si alguien mirara la oficina desde el cielo, solo vería dos puntos de luz brillando en la oscuridad: la de su cubículo y la del despacho de Julian, el jefe.

Luego empezó a aburrirse. Llevaba dos años saliendo con Phillip y, cuando miraba el cubículo de su derecha, veía la fotografía enmarcada de la familia de un desconocido junto a un árbol de Navidad, se imaginaba en el lugar de la mujer con el niño pequeño en brazos señalando la estrella de Belén. Y cuando miraba el cubículo de su izquierda veía otra fotografía enmarcada, y ella también sería la esposa, un poco más gorda y pelirroja esta vez, rodeada de cuatro niños con demasiadas pecas.

La primera cosa que cogió del escritorio de uno de los cubículos fue un bolígrafo. Era rojo, estaba mordisqueado, y lo dejó dos cubículos más allá de donde lo había encontrado. De ese otro cubículo cogió una grapadora y la dejó cuatro cubículos a la izquierda. Pero nadie se dio cuenta, aunque esperó toda una semana, y luego dos días más. En el fondo sabía que tarde o temprano iba a llegar a las fotografías. Le encantaba imaginar cómo sería levantar un día la vista en tu cubículo y ver que tu mujer no era tu mujer, que tus hijos no eran tus hijos. O mejor aún, cómo sería tener la fotografía de otra familia en tu escritorio y no darte cuenta nunca.

Y nadie se dio cuenta. Y pasó una semana, y dos días más, y luego un mes. Pronto ninguna de las fotografías enmarcadas de los escritorios pertenecía a su legítimo dueño. Había empezado a rotarlas, a pasarse la noche entera ordenando a las esposas en una serie de rubia, morena, rubia, cuando...

—Así que eres una chica mala, ¿eh? —oyó que Julian susurraba a sus espaldas. La fotografía de su mujer era la única que Masha no podía tocar, porque el jefe se pasaba las noches encerrado en el despacho. Y además algo le decía que no debía hacerlo. Ese algo le decía que de entrada no debía haber empezado a trabajar allí, que nada bueno saldría de un trabajo que te exige quedarte en la oficina hasta medianoche con tu jefe casado. Masha siempre había sido una chica lista, observadora.

No lo hagas, Masha.

Julian la agarró con suavidad de la muñeca huesuda, pero ella agarró con fuerza el marco de la foto que tenía en la mano y lo miró a los ojos. Respiró una vez. Respiró una segunda vez. Respiraba.

Y eso fue todo.

 

Cuando Tom y Gali se besaron por primera vez en el instituto, él juró que nunca dejaría escapar a una chica como ella. Y nunca la dejó escapar, hasta que llegó el servicio militar. Entonces Gali y Tom quisieron cosas distintas; entonces ellos fueron cosas distintas; entonces pareció que estuvieran en lugares distintos a todas horas. Tom tenía claro desde los diez años que nunca entraría en combate. El informe del médico oficial que lo libró de ir al frente citaba migrañas crónicas, y la verdad era que el problema tenía algo que ver con su cabeza: pagaba ciento veinte siclos al mes para hacerse reflejos caoba en el pelo, y preferiría morir antes de someterse a llevar casco. Sus ojos eran de ese tono de verde que se realza con un toquecito de perfilador cada mañana. Sabía que si combatía a terroristas eso se acabaría.

Pero Gali también tenía claro desde los diez años que quería disparar armas de fuego, provocar explosiones y perseguir terroristas suicidas por las montañas. Gali sabía que sus padres habían creado sus brazos y sus piernas de la nada, y siempre había tenido la esperanza de que esos brazos y piernas cumplieran un propósito. Por suerte para ella, cuando tuvo la edad reglamentaria para alistarse en el ejército ya existía la primera unidad de infantería en la que predominaban las mujeres, y era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. A pesar de la opinión que se pueda tener de ella, lo cierto es que Gali disfrutaba de la compañía de las demás chicas y siempre gozó de popularidad en la escuela a pesar de su aspecto. Pero cómo iba a saber que pondrían esa unidad piloto de mujeres en la frontera con Egipto, una frontera que llevaba treinta años en paz. Ahora se pasaba el día encerrada en torres de vigilancia donde nunca pasaba nada y al frente de controles de carreteras donde como máximo pillaban a alguien que hacía contrabando de DVD o personas o alimentos o droga. Casi siempre estaba atada de manos; un superior tenía que dar la orden para que cualquiera de esas cosas entrara en Israel. Solo volvía a casa a ver a su novio una vez cada dos meses.

 

Y hoy es viernes. Tom tiene el fin de semana libre, Gali también tiene el fin de semana libre: es su fin de semana juntos. Ella debe de estar llegando a la estación central de autobuses de Tel Aviv en este momento, o quizá ya esté en un taxi compartido camino a casa de Tom. Tom tiene libres todos los fines de semana pero, que quede claro, eso no significa que su trabajo sea fácil. Mirar fijamente un teléfono que sabe que no va a sonar no es fácil. Cuando se enteró de que lo destinaban a esas oficinas, a solo veinte minutos de su casa, le dio las gracias efusivamente a su madre por tirar de todos los contactos que mantenía con la mujer del asistente personal del jefe del estado mayor. Lo trataban como a un rey, en cierto sentido, y su superior directo incluso dijo que podía escoger junto a qué teléfono quería sentarse. Cada teléfono debía ser un canal de comunicación disponible a todas horas entre el ejército de Israel y los ejércitos de otros países, y a Tom se le ofreció incluso la posibilidad de escoger el teléfono destinado al ejército libanés, que había sonado muchas veces durante aquella desagradable guerra reciente.

Sabía que el teléfono conectado al ejército egipcio probablemente nunca sonaría. Y sabía que, aunque sonara, la llamada no tendría nada que ver con Gali. Y sabía que incluso si la llamada tenía algo que ver con Gali, la posibilidad de que ella estuviera al otro lado de la línea era de una entre un millón. Y aun así eligió Egipto, porque si tenía que pasarse tres años esperando a que sonara un teléfono, quería mantener viva la posibilidad de que tal vez, de algún modo, por rocambolesco e increíble que fuera, esa llamada fuera la de ella.

 

—Un día cebolla; al otro miel —musitó el tío de Hamody, levantando y dándole la vuelta a la taza blanca de porcelana para indicarle a su mujer que le sirviera más café.

—Pero, tío... —dijo Hamody. Quiso decir: «Pero, tío, la amo», aunque no lo hizo, porque no quería que sonara a cliché.

—Ya se te pasará —continuó su tío—. Los moa'alems no se casan con cristianas.

Por lo general Hamody estaba encantado con que su tío fuera el imán en jefe de toda la región occidental de Egipto. Por lo general quería a su tío más que a nada en este mundo.

—Y ella tampoco se casaría contigo —dijo su tío. A Hamody se le metió en los ojos el humo que flotaba en la habitación: no estaba llorando—. Más vale pájaro en mano que dos pájaros en el árbol —dijo su tío, y se echó a reír.

Sin embargo, Hamody quería a la chica precisamente por eso. No porque fuera cristiana, porque en realidad no lo era, al menos a ojos de Hamody. Tampoco es que creyera que era musulmana, sencillamente no la veía como una chica. Era un pájaro que esperaba en un árbol a que Hamody trepara a buscarla, pues era demasiado testaruda para usar las alas y volar hasta él. Durante el tercer año del instituto, los viernes la veía siempre caminando hacia la verdulería, con su hermano bebé bajo un brazo oscuro y el coro de los otros hermanos pequeños zumbando a su alrededor. Llevaba en equilibrio el carro de la compra con el otro brazo oscuro. Cuando los jóvenes se ofrecían a ayudarla con las compras, como a menudo hacían, ella les ponía el bebé en los brazos y seguía tirando del carro de la compra. «Vaya, pues gracias por ayudarme», oyó Hamody que una vez le dijo a uno de los muchos pretendientes desprevenidos que de pronto se veían acunando a un bebé revoltoso, sin dejar de correr tras la chica morena, mudos de incredulidad. Y Hamody se echó a reír, y el chico también.

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