Read La gente como nosotros no tiene miedo Online
Authors: Shani Boianjiu
â¿Me estás mintiendo porque soy una chica y estoy encima de ti?
âNo. El sentido común dice que ese chaval solo sirve para negociar, y en una negociación, cuanto más sano lo tengan, mejor. Nadie tortura si no tiene necesidad. Asà es el mundo real.
Ari apartó sus manos de las mÃas para agarrarme por los brazos y sostenerme en equilibrio. Era como jugar al balancÃn.
â¿Cuál fue el momento más feliz de tu vida? âme preguntó. Era una frase hecha. No me importó. Me incliné hasta besarle. Quise decir: «Ahora mismo», pero eso era fácil. Quise decir: «Ahora mismo», pero no era verdad.
Ari me llevó a dar un paseo desde el campo de tiro. Acabamos en aquel contenedor de almacenamiento de emergencia. El que tenÃa la palabra
VERDES
pintada con espray en la parte delantera. Era un barracón tan ancho como las aulas del colegio al que iba de pequeña, y tan alto como para que Ari no llegara al techo ni saltando todo lo que daban sus largas piernas. Dentro no habÃa balas verdes. HabÃa dos mesas, que reconocà del barracón donde daban clase los rastreadores reclutas. Delante de las mesas habÃa una radio vieja sobre unos bloques de hormigón. Un lugar donde vivir, casi, una sala de estar, aunque se tratara de un contenedor.
Nos sentamos en las mesas, delante de la radio.
â¿Cómo es que no hay balas aquà dentro?
âA los oficiales de suministros les da pereza. Siempre se olvidan de pedir nueva munición para las rondas de instrucción, y las verdes tardan meses en llegar, asà que simplemente vaciaron el suministro de emergencia.
â¿Y si hay una emergencia?
â¿Qué emergencia va a haber?
âNo sé, ¿una guerra?
âNo va a haber ninguna guerra âdijo. Y yo le creÃ.
Empezaba a oscurecer afuera, pero en el interior del contenedor de balas verdes Ari encendió cuatro bengalas del ejército, con filtros rojos. Estirada sobre las sábanas moradas que cubrÃan las mesas, le puse la mano bajo la nuca y noté que sus músculos se tensaban. Durante un rato nos amamos.
âSeguro que siempre traes chicas aquà âle dije después.
âNo te creas âme dijoâ. Tú eres la primera que me importaba âdijo. Y yo le creÃ. Aún sigo creyéndole. A veces creo cosas que sé que no son verdad.
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Esto es verdad, no hay vuelta de hoja: con lo de la guerra se equivocó, porque sà hubo una. Se puede comprobar. La Segunda Guerra del LÃbano. 12 de julio de 2006. Tan cierto como la historia; muchas cosas que podÃan no haber pasado, pero ocurrieron de verdad.
Dicen que en dos minutos los LLR que los soldados llevaron desde nuestra base a la frontera derribaron un edificio de once plantas durante aquella guerra. Funcionaron perfectamente, aunque no los limpiamos después de usarlos. Derribaron una escuela. Setenta y tres personas. Si buscas información, puede que incluso encuentres los nombres. También el nombre del soldado que apresaron antes de la guerra, en Gaza. El que iba a la escuela de Hagar.
Cuando por fin tuve tiempo para volver a mirarme en un espejo era sábado, dos semanas después de que empezara la guerra, y ya no era guapa. Era yo. Intenté recogerme el pelo, dejándolo tan tirante que me doliera, pero aquella chica ya no estaba. Le devolvà a Hagar el espejo que me habÃa prestado. HabÃamos dormido en los campos de tiro, una hora aquÃ, otra allá, sobre el asfalto, durante una semana, y nos estábamos duchando por primera vez en el barracón, el primer descanso que hacÃamos en la instrucción de los reservistas. La noche antes nos habÃamos quedado sin balas verdes.
HacÃa ya cinco dÃas que Ari habÃa muerto. A Gil y a él los reclutaron de la base para luchar en el LÃbano el dÃa en que estalló la guerra. Nuestro oficial nos informó de que Ari habÃa muerto siete horas después.
Al cabo de dos semanas de guerra, a las siete de la mañana, la remesa de reservistas que llegaron ese fin de semana, más de un centenar, irrumpió en el barracón del oficial de las instructoras de armamento. Nos mantuvimos a su lado mientras intentaba echar a gritos a la muchedumbre. Los reservistas recibÃan tres dÃas de instrucción en nuestros campos de tiro; habÃa reservistas en todas las bases del paÃs preparándose para ir al LÃbano. Llevaban uniforme caqui y el fusil colgado a la espalda, pero no eran soldados. TenÃan barba, pelo largo, trabajos en fábricas o a saber dónde, hipotecas, mujeres, hijos.
Los reservistas se iban rápido en esa guerra; no eran los que más, pero sà se iban rápido. Llegaban sin parar a nuestra base y enseguida se marchaban.
âHemos practicado solo con balas normales, en todo este tiempo aquà âgritó uno de ellosâ. Nos vamos al frente esta noche. Es de locos.
âTe garantizo que nadie va a mandaros al frente sin balas verdes âdijo nuestro oficial. TenÃa miedoâ. En este mismo momento hay gente trabajando para abrir nuestro contenedor de emergencia de balas verdes.
Salvo por una cosa. No habÃa balas verdes en nuestra base. Solo un contenedor vacÃo donde Ari recibÃa a las chicas. Un lugar donde vivir, casi, una sala de estar, aunque se tratara de un contenedor.
Miré a los hombres. Todos esos hombres; yo sabÃa algo terrible que esos hombres desconocÃan. Algunos de esos hombres hoy están muertos, y ese dÃa, antes de que murieran, yo sabÃa algo terrible que ellos desconocÃan.
Las balas verdes van más lejos y son más precisas porque pesan más, asà que los espirales metálicos que hay dentro del cañón del M-4 están más comprimidos, para darles a las balas más efecto, más impulso. El M-4 es el fusil que realmente te puede ayudar si has de disparar a alguien y el impacto ha de ser rápido. Pero si no usaras una bala verde con un M-4, no irÃa más allá de setenta y cinco metros. Jamás darÃa en el blanco.
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Al principio pensé que era la única que sabÃa que en el contenedor de emergencia no habÃa balas verdes, pero entonces miré a mi derecha, a Hagar.
Aparté la mirada rápidamente y volvà a mirarla. TenÃa los ojos cerrados y la respiración agitada. No la habÃa visto nunca asustada hasta ese momento. Quizá nunca antes habÃa tenido miedo. Su cara parecÃa otra, era más hermosa, ida de este mundo.
Ella también lo sabÃa. SabÃa lo que no habÃa en aquel contenedor. HabÃa estado allÃ. HabÃa estado allà con él. Tal vez sobre las mismas sábanas moradas.
SabÃa que los hombres tendrÃan que marcharse de todos modos, con los M-4 sin balas verdes. Esos reservistas, que podÃan haber sido nuestros maridos si hubiéramos nacido diez años antes y que quizá no habrÃan muerto si el color de sus balas hubiera sido distinto. Es un hecho histórico. El gobierno lo reconoció más tarde en el informe, el informe donde se decÃa que no estábamos preparados para esa guerra.
Al principio, durante un segundo, estuve a punto de gritarle a Hagar por mentirosa, por no decirme que habÃa estado con Ari, porque era una locura que hubiera alentado mi atracción por él. Casi podÃa verlo; la mano de Hagar en su nuca, sus músculos al tensarse. Ari.
Pero entonces, durante un segundo pensé solo en Ari, en cuando salió de aquella zanja.
«Me has matado», bromeó. Creyó que era muy gracioso.
Y entonces volvà a ver el miedo de Hagar, sus ojos cerrados. Vi a una chica que tenÃa miedo por primera vez en su vida, quizá solo un poco, y quizá por última vez.
Inspiré el olor de la pólvora que todos llevábamos en los dedos y flotaba en los cedros de la base. Y de pronto comprendà que hay quien vive para la lucha; para los momentos antes de perder o ganar. Gente para la que este mundo no basta; quieren que les corra agua helada por las venas, la belleza a toda costa, salir de las zanjas en medio de los disparos, hacer estallar collares de granadas. Gente fascinante para quien la tortura no se halla siquiera en el reino de la imaginación. Y miré a todos aquellos hombres sobre la arena. TenÃan los hombros mucho más anchos que los mÃos que probablemente les servirÃan de poco para lo que se avecinaba. Y entonces supe que nunca serÃa una de aquellas personas fascinantes.
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Antes de nada hay que saber que, cuando ocurrió el incidente diplomático, Yael estaba destinada en una base de instrucción cerca de Hebrón. Lea estaba en la escuela de capacitación para oficiales. Ellas no tuvieron nada que ver. Avishag estaba en la frontera con Egipto cuando tuvo lugar el incidente, en las torres de vigilancia y los controles. Superó perfectamente los meses de guardias delante de un monitor. Cuando ocurrió, era soldado raso en la única unidad de infanterÃa dominada por mujeres que habÃa en el ejército, junto a la frontera, pero Avishag no tenÃa poder para escribir el guión de lo que pasó aquel dÃa. PodrÃamos culpar a Avishag, o a Israel, o a Egipto, o incluso a Estados Unidos si quisiéramos, pero ¿de qué servirÃa?
En segundo lugar debe quedar claro que el oficial de infanterÃa Nadav no tiene queja de nosotras. Ninguna. No señala a ninguno de sus amigos de la escuela, ni a su padre, ni al gobierno israelÃ, ni a ningún gobierno, la verdad, y no piensa culpar a «la guerra». Si Nadav tiene un problema con alguien, es con Dios. Ya con siete años, incluso con seis, a menudo dejaba de hacer los deberes o de ver las Tortugas Ninja, apoyaba su barbilla en miniatura en sus manos rollizas y decÃa: «Si tengo un problema con alguien, es con Dios».
Era lo que decÃa. ¡Con seis años! Era muy maduro para su edad, nuestro Nadav, y adorable a más no poder, incluso antes de que su madre muriera en el atentado suicida del autobús de la lÃnea cinco (el de 1991, junto a la estación central de Afula; no el primero, sino el que hubo en primavera). Y era por las cosas pequeñas por las que Nadav habrÃa querido quejarse. Como cuando celebras tu cumpleaños en el jardÃn de infancia y te hacen llevar a tus padres y el pastel a la escuela. Nadav solo tenÃa a su padre, y el pastel era de supermercado. Le hicieron sentarse en una silla rodeado de globos delante de toda la clase y mirar el pastel sobre la mesa en miniatura. Cuando sopló las velas, el olor a fuego extinguido se mezcló con el de la goma de los globos y del baño de chocolate barato del pastel. A su derecha, su padre intentaba encogerse para caber en la silla de madera hecha a la medida de los niños. A su izquierda no se sentó nadie.
Lo único que dice Nadav es que si diseñas un plan para que un niño tenga padre y madre, y luego haces un mundo en el que allá donde vayas un chaval tiene un lado derecho y un lado izquierdo, un lado malo y uno bueno, uno blanco y uno negro, una silla y otra silla, un padre y una madre, ¿eh?, una madre, entonces no es justo que de repente le digas a una persona concreta: «Lo siento, pero no encajas en el plan». Nadav solo dice que si eres un Dios no deberÃas ir por ahà haciendo putadas de esas. Es una mierda, eso es lo que es.
Eso es todo lo que el oficial Nadav tiene que decir. No le apetece seguir hablando.
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PodrÃa pensarse que Tom tenÃa el trabajo más fácil de las Fuerzas de Defensa de Israel, pero él sabÃa que en realidad tenÃa el trabajo más duro del mundo entero. SÃ, se pasó todo el servicio militar en Tel Aviv, apenas a cinco minutos andando del Azrieli, el centro comercial más grande y resplandeciente del paÃs: a fin de cuentas, ahà es donde se ubica el cuartel general del ejército, y el despacho del jefe del estado mayor; y hasta podÃa irse cada noche a las ocho y dormir en casa de sus padres; y lo único que tenÃa que hacer durante las once horas que estaba de servicio era sentarse detrás de un escritorio de madera y mirar un teléfono rojo. Pero un momento: ¿de verdad sabemos lo difÃcil que es mirar fijamente un teléfono rojo que nunca suena? ¿Cada dÃa, de ocho a ocho, con solo dos pausas de treinta minutos para comer y mear? ¿Durante tres años? Prueba a no tener nada más que un teléfono en tu escritorio y mirarlo fijamente. No durarás más de quince minutos.
Hay treinta y cuatro cubÃculos en la oficina de Tom, y tiene la suerte de estar ubicado de tal manera que si estira el cuello puede ver las dos hojas de un ficus y el reloj de la pared. Ha hecho un pacto consigo mismo de no empezar a pensar en Gali hasta que solo le queden quince minutos. Antes hace todo lo demás. Se arranca pelos de las cejas con los dedos. Se cuenta los dientes con el piercing lila de la lengua. Piensa en Katie Holmes, en Shakira, pero Tom no fantasea con Gali hasta que solo faltan quince minutos para acabar su turno. No puede; de lo contrario, es demasiado doloroso.
Va a ver a Gali esta noche por primera vez en dos meses, asà que eso podrÃa explicar que se le ponga dura en cuanto permite que el olor al champú de granada de Herbal Essences aflore en su mente, pero sabemos que en realidad le pasa cada vez que se permite pensar en ella. Lo peor es cuando se le pone dura en mitad de un turno. Puede ser simplemente porque haya una partÃcula de polvo en el aire estancado de la oficina, y al estornudar recuerde el estornudo de Gali la última vez que la vio, su pelo cobrizo recogido en una cola de caballo tirante balanceándose con el impulso, y no hace falta más: está condenado para el resto del turno, y eso duele.
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¿Alguien sabe cómo se dice «No lo hagas» en ucraniano? DeberÃamos haber aprendido ucraniano. No todo el idioma, habrÃa bastado con saber decir «No lo hagas». Cualquier cosa podrÃa haber detenido a Masha aquel dÃa. En realidad no era una chica tan mala.
Aunque Berezhany, Ucrania, es una localidad pequeña, Masha pasaba todo el tiempo sola, por su trabajo. Era responsable de numerar y clasificar los pedidos de zapatos que se hacÃan en la fábrica en un dÃa cualquiera, asà que en realidad solo tenÃa que trabajar después de que otra gente ya hubiera trabajado varias horas haciendo los zapatos. No tenÃa que estar en el despacho hasta mediodÃa, e incluso si a veces llegaba a la una Julian no le ponÃa reparos. SolÃa almorzar con su madre, una mujer ya mayor que la besaba en la frente en el umbral de la puerta antes de irse. Cuando atravesaba el mercado, camino del trabajo, se paraba en el puesto de los tomates y observaba al tendero recolocándolos uno por uno en un triángulo perfecto, antes de suspirar y empezar de nuevo. Todos los niños estaban en la escuela, sus padres estaban todos trabajando, y los únicos que andaban por allà eran los viejos y los parados, que deambulaban por las calles con andar paciente, delicado. Todo era corriente, pero más ligero: como ver una grabación en vÃdeo de tu habitación cuando no estás.
Al principio le gustaba estar en la oficina y anotar los pedidos cuando todo el mundo ya se habÃa ido a casa a cenar en familia. Todos los cubÃculos de alrededor estaban a oscuras, y Masha cerraba los ojos e imaginaba que si alguien mirara la oficina desde el cielo, solo verÃa dos puntos de luz brillando en la oscuridad: la de su cubÃculo y la del despacho de Julian, el jefe.
Luego empezó a aburrirse. Llevaba dos años saliendo con Phillip y, cuando miraba el cubÃculo de su derecha, veÃa la fotografÃa enmarcada de la familia de un desconocido junto a un árbol de Navidad, se imaginaba en el lugar de la mujer con el niño pequeño en brazos señalando la estrella de Belén. Y cuando miraba el cubÃculo de su izquierda veÃa otra fotografÃa enmarcada, y ella también serÃa la esposa, un poco más gorda y pelirroja esta vez, rodeada de cuatro niños con demasiadas pecas.
La primera cosa que cogió del escritorio de uno de los cubÃculos fue un bolÃgrafo. Era rojo, estaba mordisqueado, y lo dejó dos cubÃculos más allá de donde lo habÃa encontrado. De ese otro cubÃculo cogió una grapadora y la dejó cuatro cubÃculos a la izquierda. Pero nadie se dio cuenta, aunque esperó toda una semana, y luego dos dÃas más. En el fondo sabÃa que tarde o temprano iba a llegar a las fotografÃas. Le encantaba imaginar cómo serÃa levantar un dÃa la vista en tu cubÃculo y ver que tu mujer no era tu mujer, que tus hijos no eran tus hijos. O mejor aún, cómo serÃa tener la fotografÃa de otra familia en tu escritorio y no darte cuenta nunca.
Y nadie se dio cuenta. Y pasó una semana, y dos dÃas más, y luego un mes. Pronto ninguna de las fotografÃas enmarcadas de los escritorios pertenecÃa a su legÃtimo dueño. HabÃa empezado a rotarlas, a pasarse la noche entera ordenando a las esposas en una serie de rubia, morena, rubia, cuando...
âAsà que eres una chica mala, ¿eh? âoyó que Julian susurraba a sus espaldas. La fotografÃa de su mujer era la única que Masha no podÃa tocar, porque el jefe se pasaba las noches encerrado en el despacho. Y además algo le decÃa que no debÃa hacerlo. Ese algo le decÃa que de entrada no debÃa haber empezado a trabajar allÃ, que nada bueno saldrÃa de un trabajo que te exige quedarte en la oficina hasta medianoche con tu jefe casado. Masha siempre habÃa sido una chica lista, observadora.
No lo hagas, Masha.
Julian la agarró con suavidad de la muñeca huesuda, pero ella agarró con fuerza el marco de la foto que tenÃa en la mano y lo miró a los ojos. Respiró una vez. Respiró una segunda vez. Respiraba.
Y eso fue todo.
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Cuando Tom y Gali se besaron por primera vez en el instituto, él juró que nunca dejarÃa escapar a una chica como ella. Y nunca la dejó escapar, hasta que llegó el servicio militar. Entonces Gali y Tom quisieron cosas distintas; entonces ellos fueron cosas distintas; entonces pareció que estuvieran en lugares distintos a todas horas. Tom tenÃa claro desde los diez años que nunca entrarÃa en combate. El informe del médico oficial que lo libró de ir al frente citaba migrañas crónicas, y la verdad era que el problema tenÃa algo que ver con su cabeza: pagaba ciento veinte siclos al mes para hacerse reflejos caoba en el pelo, y preferirÃa morir antes de someterse a llevar casco. Sus ojos eran de ese tono de verde que se realza con un toquecito de perfilador cada mañana. SabÃa que si combatÃa a terroristas eso se acabarÃa.
Pero Gali también tenÃa claro desde los diez años que querÃa disparar armas de fuego, provocar explosiones y perseguir terroristas suicidas por las montañas. Gali sabÃa que sus padres habÃan creado sus brazos y sus piernas de la nada, y siempre habÃa tenido la esperanza de que esos brazos y piernas cumplieran un propósito. Por suerte para ella, cuando tuvo la edad reglamentaria para alistarse en el ejército ya existÃa la primera unidad de infanterÃa en la que predominaban las mujeres, y era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. A pesar de la opinión que se pueda tener de ella, lo cierto es que Gali disfrutaba de la compañÃa de las demás chicas y siempre gozó de popularidad en la escuela a pesar de su aspecto. Pero cómo iba a saber que pondrÃan esa unidad piloto de mujeres en la frontera con Egipto, una frontera que llevaba treinta años en paz. Ahora se pasaba el dÃa encerrada en torres de vigilancia donde nunca pasaba nada y al frente de controles de carreteras donde como máximo pillaban a alguien que hacÃa contrabando de DVD o personas o alimentos o droga. Casi siempre estaba atada de manos; un superior tenÃa que dar la orden para que cualquiera de esas cosas entrara en Israel. Solo volvÃa a casa a ver a su novio una vez cada dos meses.
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Y hoy es viernes. Tom tiene el fin de semana libre, Gali también tiene el fin de semana libre: es su fin de semana juntos. Ella debe de estar llegando a la estación central de autobuses de Tel Aviv en este momento, o quizá ya esté en un taxi compartido camino a casa de Tom. Tom tiene libres todos los fines de semana pero, que quede claro, eso no significa que su trabajo sea fácil. Mirar fijamente un teléfono que sabe que no va a sonar no es fácil. Cuando se enteró de que lo destinaban a esas oficinas, a solo veinte minutos de su casa, le dio las gracias efusivamente a su madre por tirar de todos los contactos que mantenÃa con la mujer del asistente personal del jefe del estado mayor. Lo trataban como a un rey, en cierto sentido, y su superior directo incluso dijo que podÃa escoger junto a qué teléfono querÃa sentarse. Cada teléfono debÃa ser un canal de comunicación disponible a todas horas entre el ejército de Israel y los ejércitos de otros paÃses, y a Tom se le ofreció incluso la posibilidad de escoger el teléfono destinado al ejército libanés, que habÃa sonado muchas veces durante aquella desagradable guerra reciente.
SabÃa que el teléfono conectado al ejército egipcio probablemente nunca sonarÃa. Y sabÃa que, aunque sonara, la llamada no tendrÃa nada que ver con Gali. Y sabÃa que incluso si la llamada tenÃa algo que ver con Gali, la posibilidad de que ella estuviera al otro lado de la lÃnea era de una entre un millón. Y aun asà eligió Egipto, porque si tenÃa que pasarse tres años esperando a que sonara un teléfono, querÃa mantener viva la posibilidad de que tal vez, de algún modo, por rocambolesco e increÃble que fuera, esa llamada fuera la de ella.
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âUn dÃa cebolla; al otro miel âmusitó el tÃo de Hamody, levantando y dándole la vuelta a la taza blanca de porcelana para indicarle a su mujer que le sirviera más café.
âPero, tÃo... âdijo Hamody. Quiso decir: «Pero, tÃo, la amo», aunque no lo hizo, porque no querÃa que sonara a cliché.
âYa se te pasará âcontinuó su tÃoâ. Los moa'alems no se casan con cristianas.
Por lo general Hamody estaba encantado con que su tÃo fuera el imán en jefe de toda la región occidental de Egipto. Por lo general querÃa a su tÃo más que a nada en este mundo.
âY ella tampoco se casarÃa contigo âdijo su tÃo. A Hamody se le metió en los ojos el humo que flotaba en la habitación: no estaba llorandoâ. Más vale pájaro en mano que dos pájaros en el árbol âdijo su tÃo, y se echó a reÃr.
Sin embargo, Hamody querÃa a la chica precisamente por eso. No porque fuera cristiana, porque en realidad no lo era, al menos a ojos de Hamody. Tampoco es que creyera que era musulmana, sencillamente no la veÃa como una chica. Era un pájaro que esperaba en un árbol a que Hamody trepara a buscarla, pues era demasiado testaruda para usar las alas y volar hasta él. Durante el tercer año del instituto, los viernes la veÃa siempre caminando hacia la verdulerÃa, con su hermano bebé bajo un brazo oscuro y el coro de los otros hermanos pequeños zumbando a su alrededor. Llevaba en equilibrio el carro de la compra con el otro brazo oscuro. Cuando los jóvenes se ofrecÃan a ayudarla con las compras, como a menudo hacÃan, ella les ponÃa el bebé en los brazos y seguÃa tirando del carro de la compra. «Vaya, pues gracias por ayudarme», oyó Hamody que una vez le dijo a uno de los muchos pretendientes desprevenidos que de pronto se veÃan acunando a un bebé revoltoso, sin dejar de correr tras la chica morena, mudos de incredulidad. Y Hamody se echó a reÃr, y el chico también.