La gente como nosotros no tiene miedo (17 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Hamody cierra el ojo izquierdo y apunta a la figura. Está a cuatrocientos metros de la zona minada; ahora a trescientos. Corre deprisa. Hamody suelta el seguro y respira hondo. Los dedos le tiemblan un poco por el café, pero sabe cómo calmar los nervios. No habrá sorpresas.

Y aun así, mientras contemplamos el pelo de Masha jadeando arriba y abajo en el viento, iluminándola desde arriba como una lámpara tenue, no podemos evitar decir:

Corre, chica, corre.

Más deprisa.

El revés de la memoria

 

Espero a que pase el autobús que tengo que coger.

Me quito la camisa del uniforme y me quedo en camiseta de tirantes. Me suelto el pelo, dejo caer en picado las horquillas sobre la arena, dejo caer los rizos sobre mis hombros; y luego me tapo los ojos con el pelo. Por el sol. Hace tanto calor que el cuello no me sostiene la cabeza erguida.

Espero en el arcén de la autovía. Siento el sol en la cabeza, pum, pum, pum. No hay banco, solo un poste con el símbolo del autobús y el asfalto. No pasa nadie en coche, no hay nadie más a la vista.

Me han dado permiso para salir de la base de instrucción durante el fin de semana porque dije que mi madre estaba muy enferma. Fue fácil conseguir que me dejaran salir. Dana, Amit, Neta y Hagar ya se habían licenciado, así que me daba un estatus especial ser la última instructora de armamento que había estado allí durante la guerra, que había estado allí cuando las cosas se desquiciaron de verdad y luego se quedó. A lo mejor tenían miedo de que me volviera loca si no me dejaban hacer lo que quería. Dije que tenía que dejar el arma antes de salir de la base, porque iba a dormir en el hospital.

La verdad es que tengo que coger el autobús para ir al centro comercial a celebrar el compromiso de Noam. Será la primera chica de la clase en casarse. Me llamó Avishag; acababa de estar en la cárcel, me suplicó que fuera. Dijo que hasta Emuna vendría, la había convencido, igual que a todas las demás, así que ¿quién soy yo para no ir también? Y sí, ¿quién soy? Cuando hablamos por teléfono el fin de semana pasado, como todas las semanas, le dije: «Emuna, quiero verte». «Yael, tú quieres muchas cosas», me contestó. Pero me dijo que vendría. Normalmente la veo cada mes durante mi permiso, y le dije que ya hacía un mes y casi una semana de la última vez.

 

Mentí con lo de que mi madre estaba enferma, y no tengo problema en estar aquí sin la camisa de mi uniforme, sobre todo porque no hay ni un alma. Meto a presión la camisa y la boina y el galón caqui de oficial dentro de la mochila JanSport sin doblar nada.

Me siento en la arena y agacho la cabeza; cierro los ojos y espero a que la espera termine. Noto que el sol y el pum, pum, pum del día me dan una tregua, como si un árbol invisible, o probablemente una nube, se detuviera sin prisas justo encima de mí.

Pero al levantar la cabeza veo que no se trata de una nube, sino que hay una persona ahí delante, un oficial de la policía militar. Lleva la boina azul de la policía militar y sostiene un cuaderno de bolsillo. No está descansando. Me mira sin pestañear para que me dé cuenta de que me he metido en un lío.

Dejo caer la cabeza, cierro los ojos y espero a que se acabe la espera.

Recuerdo momentos que son lo peor, pero también momentos que pasan a todas horas.

 

Cuando estaba en séptimo, mi madre nos llevó a mi hermana y a mí al colegio, y nuestro coche iba justo detrás del coche de Emuna. Detrás de nosotras iba el coche de la madre de Avishag. Al volverme vi a Dan sentado delante. Recuerdo despertarme aquella mañana pensando que el sueño me había dolido, pero aun así quería regresar a él y decir algo más. Tenía los ojos agotados y llenos de rabia. Me puse las Dr. Martens y los vaqueros de campana. Todas llevábamos Dr. Martens y campana aquel año. Mis botas eran azules. Las de Emuna también.

Delante veía el pelo rubio de la madre de Emuna recogido en un moño, y a Emuna mordiéndose la manga de su suéter rojo. Aún notaba el sabor del chocolate caliente que me había tomado minutos antes. Fuera caían gotas de lluvia en los campos de plátanos, y por la ventanilla medio bajada miraba los plátanos y el polvo. En la radio había interferencias; sonaba una canción antigua, una canción sobre una chica con un pelo como el oro negro.

—Está lloviendo —dijo mi madre—. Cierra la ventanilla.

Aunque nuestro pueblo esté en medio de la nada, a esa hora siempre había atascos en la carretera que llevaba a la escuela. Eso fue antes de que pusieran las furgonetas de pasajeros. A mí me gustaba más entonces. Me gustaba mirar los coches de delante, sobre todo si conocía a la gente que iba dentro, y pensar que yo era una parte de aquella cadena, una nota de aquel ritmo.

—Cierra la ventanilla —dijo mi madre. Se volvió y me miró a los ojos—. Está lloviendo.

En el colegio, Emuna y yo cruzamos juntas la verja rota y nos metimos de lleno en la fluorescencia y la cháchara y los suelos de linóleo. Cuando me senté, todas las chicas se abalanzaron hacia mi silla, así que saqué los deberes sobre la Biblia de la mochila JanSport. Ese año todas teníamos mochilas JanSport. La mía era negra; la de Emuna de cuadros lilas y amarillos. Fue la única chica que accedió a sentarse a mi lado ese año, cuando Avishag y yo dejamos de hablarnos después de pelearnos porque me gustaba su hermano Dan.

Era el segundo año que estudiábamos a Jonás. Vino una profesora nueva que no sabía que ya habíamos dado Jonás el año anterior.

Los deberes eran más insultantes aún cuando los hacías por segunda vez. Aquella noche tuve un sueño en que Jonás me decía: «¿Pensabas que ibas a algún sitio? Qué estúpida». Me lo decía atrapado en el interior de una ballena, tratando de escapar de Dios, como si el muy tarado no supiera las leyes de la Biblia y cómo acaban todas las historias.

Teníamos que completar frases, trazando líneas de una columna de preguntas
(Jonás fue a la ciudad de...
Dios le dijo a la ballena que se comiera a Jonás para... Dios mató el árbol de Jonás porque...)
a una columna de respuestas.

—Os va a dejar copiar a todas, pero primero voy yo, así que no empujéis —les dijo Emuna a las chicas.

—He pensado en ti todo el fin de semana —le dije luego—. No he parado de pensar en ti. Te echaba de menos.

Ese mismo día, mientras nos comíamos el sándwich (mostaza-tomate-mayonesa para mí, mantequilla y pepino para Emuna), la profesora nueva que nos enseñaba la Biblia no habló de Jonás, sino que dijo que ese fin de semana su novio la había llevado a la azotea del centro comercial Azrieli de Tel Aviv y le había pedido que se casaran. Abajo los coches zumbaban y se perseguían unos a otros, y el mundo entero seguía su curso machaconamente. Menos para nuestra profesora, que dijo que en ese momento el mundo se detuvo.

Entonces Noam dijo que cuando fuera mayor le pedirían matrimonio en la azotea del centro comercial Azrieli, y a todas nos pareció buena idea, excepto a Lea, que puso cara de asco. Lea siempre ponía cara de asco.

El problema es que no pensamos que no seríamos nosotras las que elegiríamos dónde nos pedirían matrimonio, ni siquiera si alguien lo haría. El novio de Noam se lo pidió en el autobús. Acababa de llamarlos el agente de la inmobiliaria, y entonces el novio le preguntó si quería casarse con él.

De todos modos ella quiso que quedáramos en Azrieli para celebrarlo. En honor a un tiempo en que fuimos niñas.

 

Cuando alzo el cuello y veo al agente de la policía militar, no puedo contener la risa. A veces te tienes que reír. Aquí, sentada en la arena, me tengo que reír. He pasado dos años en el ejército, entrando y saliendo de las tiendas abarrotadas del centro Azrieli con el pelo suelto durante los permisos, montándome en trenes con sombra de ojos azul. Una vez incluso me puse el piercing de la nariz que me hice porque Hagar me convenció, mientras iba de uniforme a coger un autobús en la estación central de Tel Aviv, que siempre está abarrotada de boinas azules ansiosos por denunciarte.

Y aquí, en medio de la nada, dos semanas antes de licenciarme, es donde me van a endosar la denuncia. Precisamente ahora.

—Tu número de identificación, soldado —dice el agente sin mirarme. Está concentrado en las líneas de su cuaderno, agarrando con fuerza el bolígrafo. ¿De dónde demonios ha salido?

Bajo la cabeza de nuevo. Cierro los ojos.

—Tu número de identificación, soldado —dice el agente.

No contesto. Levanto la cabeza y lo miro, tranquila. Se mueve un poco, de modo que el sol vuelve a explotarme encima. Entorno los ojos, sin dejar de mirar. No me puede hacer hablar. No puede accionar mi boca con sus manos, ni hacer que el aire y el sonido salgan de mi garganta. No hay fuerza en este mundo capaz de eso.

—Tu número de identificación, soldado —dice el agente—. Voy a preguntar una vez más, y después vas a tener problemas.

Sé que no va a ser para tanto. Pasarán unos cuantos días hasta que la denuncia haga el recorrido desde la policía militar hasta mi base. Para entonces me quedarán solo unos días de servicio. Como mucho me pondrían a limpiar letrinas, pero ni siquiera llegarían a eso. Mis comandantes me adoran. Soy la instructora más antigua de la base. Hagar y las otras dos ya están recorriendo Europa. La base está tranquila desde la guerra, hace un año. Nadie va a ir a por mí ahora. Incluso creo que mi nuevo oficial, Shai, está enamorado de mí. Después de todo, he sido una buena soldado. He enseñado a un montón de chicos a disparar.

—No soy soldado —digo.

—Llevas pantalones de uniforme y botas militares. Eres soldado, y ¿tienes la cara dura de pasearte por ahí con medio uniforme puesto? —dice el agente.

—No soy soldado —digo—. En serio.

Imagínate que sabes que alguien es algo, estás seguro, pero esa persona no deja de decir que no es lo que tú sabes que es, lo niega rotundamente. ¿Puedes hacer algo? No, no puedes hacer nada. Si soy civil, no tiene autoridad sobre mí. Ni siquiera hay una ley que diga que los civiles deben llevar encima un documento de identidad.

El oficial se cruza de brazos, y sonrío. No me hace falta decir nada más, pero hablo.

—Son los pantalones de mi hermana —le digo—. Soy estudiante de grado medio. Y tú eres un hombretón armado que me está hostigando. De hecho debería ponerme a gritar.

—¿Tu hermana es soldado? ¿Cómo se llama? Se puede meter en un buen lío por dejarte el uniforme.

—Tiene diez años —le digo—. Es una niña de diez años muy alta. No sé de dónde sacó estos pantalones.

—¿Y las botas?

—Las compré en Zara.

—No fastidies.

—En el Zara de Londres, lo juro. Soy una estudiante de grado medio muy viajada.

—Venga ya —dice el agente de la policía militar. Patea el suelo con las botas, casi como haría una mujer, aunque es un hombre de pelo en pecho. Parece a punto de darle un berrinche.

—No soy soldado —le digo—. No soy soldado.

Sigo negándolo hasta que, pasados unos minutos, llega el autobús.

A veces se me ocurren cosas y me pregunto por qué no se me habían ocurrido nunca antes. A veces recuerdo cosas y pido compasión.

 

Subo al autobús y hago ver que busco dinero en el monedero. Solo cuando la puerta se cierra, saco la camisa del uniforme y me la pongo sin abrochar, y le enseño al conductor mi carné militar, con el que puedo circular en transporte público gratis cuando voy de uniforme.

Al conductor no le importan la camisa, ni los botones, ni siquiera la carretera. Habla por el móvil y con un gesto me indica que pase. Mientras nos alejamos intento saludar al oficial, pero ha desaparecido de mi vista.

Me siento al lado de la ventana, dos asientos por detrás del conductor. Asoma la espuma por las junturas del linóleo rojo, y la ventanilla está cubierta de polvo. Bajo la cabeza y cierro los ojos y espero a que el autobús llegue a Azrieli. Espero a que se acabe la espera.

Lucho siempre, a todas horas. ¿Por qué? Me hubiera dado igual que me llegara un parte por indumentaria inadecuada en público, o como se llame. No cambiaría nada. Todo —Emuna, yo misma, el autobús, Jonás— habría seguido su curso, machaconamente.

En la siguiente parada sube un terrorista suicida y se sienta justo a mi lado. No tengo pruebas de que lo sea, pero me he convencido de que lo es, así que trato de asegurarme. Lo último que quiero es crear un elefante a base de miedo. Diría que ronda los cincuenta años y, por su andar, se ve que está cansado de la mundanalidad del autobús y de esta tierra nueva.

Al sentarse empieza a mecerse mecánicamente, con la cadencia de quien ha renunciado a este mundo y aun así, por alguna razón, sigue nervioso. Está tan cargado que hasta en su hastío encuentra un motivo de preocupación. Espera a que pase algo grande, algo que lo cambie todo para siempre.

Pone dos grandes bolsas negras de plástico debajo de su asiento. Veo que sobresale un envase de plástico con galletas integrales de la bolsa que tengo más cerca, pero podría ser para despistar. ¿Un hombre así con galletas caseras?

Si no sospechara que es un terrorista suicida, creería que es ruso. Por lo juntos que tiene los ojos, y por ese extraño gorro gris, un gorro que no es de por aquí. Pero estoy casi segura de que es árabe: el acento del gruñido que ha hecho al sentarse, el modo en que se le hunden los ojos en las cuencas, su piel cetrina. Y parece un terrorista suicida.

Aunque es verano, lleva una chaqueta bonita y pantalón de sport, con un abultado suéter debajo. Seguro que en otro tiempo era ropa buena, pero ahora está muy vieja.

Me levanto de golpe. Miro alrededor, pero no quedan asientos libres en el autobús y ninguno de los otros pasajeros parece alarmado. Recuestan la cabeza en las ventanillas polvorientas, mandan mensajes por el móvil o miran hacia delante al unísono.

Cuando el bus entra en un túnel, el hombre empieza a entonar salmodias. Ya sé lo que pasará. He oído las historias en las noticias muchas veces. La mujer que lo sabía pero no dijo nada y perdió una oreja. El chico que mandó un mensaje a su madre diciéndole que tenía miedo y acabó muerto. El conductor de autobús que lo supo desde el principio pero pensó que podría parar y llamar a la policía antes de que pasara nada; el conductor de autobús que temía que si hacía algo solo empeoraría las cosas.

El hombre sigue entonando salmodias. Al principio lo único que oigo es «la, la, la», hasta que me doy cuenta de que debe de ser la llamada a la oración, la que entraba por la ventana de mi habitación a las cinco de la madrugada, todas las mañanas, cuando era niña. La llamada, aunque cansada de su viaje desde la frontera libanesa, entraba con fuerza.

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