La gente como nosotros no tiene miedo (10 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Persona B

 

Crecí oyendo historias de personas a las que los guías abandonaban o violaban y las dejaban morir a medio camino, pero en Egipto, a las veinte personas de mi grupo nos invitaron a quedarnos unos días con la mujer del beduino, la de verdad, en un viñedo. La mujer tenía muchas arrugas, pero sabía leer y leía su Corán cada noche. Yo no sabía leer y me asaltó la idea de que nunca aprendería, y pensé que, aunque aprendiera a leer, nunca lo haría bien, porque ya había desperdiciado dieciocho años, así que ¿para qué? Una vez más, oí los chasquidos de reproche que mi madre hacía con la lengua, los susurros de «mala, mala». Antes, nunca había pensado esas cosas; esos pensamientos estaban en mi cabeza, pero no eran míos. Me di cuenta de que eran fruto de la magia, y que la magia existe, y que es mala. La magia era cada vez más poderosa. El beduino y su mujer se portaron muy bien con nosotros, sobre todo conmigo; sonreían como niños por la mañana, y la mujer incluso me llevó a dar un paseo por el viñedo, y entonces me asaltó la idea de que yo nunca sería tan amable, ni con desconocidos ni con nadie, que mi corazón era negro como el carbón, como el de una bruja, y ¿no era una lástima que no hubiera nada en el mundo que pudiera remediarlo? Caminamos por el viñedo y, por un instante, por primera vez desde que había abandonado el campo de refugiados, todo era un poco bueno, todo era real y no había magia. Nunca antes había visto uvas. Me agaché entre las hojas verdes y miré fijamente una uva, una sola. Era perfectamente redonda, verde, y había en ella tanta paz que me sentí celosa. Tenía la piel suave y brillaba al sol, de modo que se veían las líneas que la recorrían por dentro, líneas de misterio y carne y dignidad. La rocé con los dedos. Y entonces oí otra vez los chasquidos, el susurro de «mala». Ahí supe que estaba perdida, cuando me asaltó ese pensamiento; que, pase lo que pase, que hiciese lo que hiciese, todo sería en vano: nunca, jamás, ni en un millón de años, podría convertirme en una uva.

 

 

Persona A

 

Empecé a jugar con la gente que no existe cuando tenía ocho años y tuve piojos; jugaba a que la gente eran los puntos sobre las baldosas del suelo del cuarto de baño. Ahora juego a que veo a la gente entre los píxeles del monitor durante toda la guardia. Ni me entero de que pasan doce horas. Cuando termina mi turno, incluso echo de menos a esa gente. El juego va así: hago ver que un grupo de píxeles del monitor es en realidad un grupo de gente. A veces están en un país. A veces están en el espacio. Otras veces simplemente están en una habitación gigantesca. Da igual. Entonces hago ver que soy su gobernante y anuncio algo extraordinario, anuncio que entre ellos hay alguien muy especial, la persona más especial de todas. A veces esa persona es muy buena cantando, otras es la más inteligente que ha nacido jamás y otras es la persona más buena del mundo. Pero esa persona, que siempre es una chica, no sabe que es tan especial. Cree que no es nadie. Normalmente es el píxel más diminuto, el que hay en el borde de la pantalla, y cuando le digo lo que es de verdad se emociona tanto que siente el sabor de su corazón en la boca, aunque parezca increíble. Nunca se lo hubiera imaginado. Entonces el juego vuelve a empezar con otro grupo de píxeles, que tal vez son los que hay debajo del sauce roto, o los de abajo del todo. Nunca me canso ni me aburro, porque creo que a estas alturas tengo la memoria tan hecha puré que en cuanto se acaba una ronda del juego, lo olvido todo sobre esa gente. También olvido las cosas reales, como todos los juegos que inventábamos en el colegio con Yael, o mis programas favoritos, o el sonido de la voz de Dan, o el cumpleaños de mi madre, o quién soy. Nadav dice que eso les pasa mucho a los soldados de vigilancia, que es por el tipo de trabajo. Nadav cree que me he vuelto loca, porque me ve demasiado tranquila, complaciente. Me preguntó qué pensaba de todos esos sudaneses que saltan la frontera egipcio-israelí, y le dije que solo me distraen de mis juegos con la gente inventada, porque si saltan por mi franja de la alambrada tengo que informar por radio, y cuando les disparan, aunque no se mueran, me distraigo mucho. Nadav se enfadó con esa respuesta, y pensé que quizá sonaba antisionista, así que añadí:

—Aunque claro, también pienso que los egipcios son unos animales.

Entonces Nadav me dijo que era una ingenua. Dijo que no podemos disparar a los sudaneses porque quedaríamos mal, pero tampoco los queremos aquí, porque entonces tendríamos que darles trabajo, y traerían enfermedades, y bajarían el porcentaje de judíos. Así que dejamos que sean los egipcios los que disparan, porque a ellos no les importa quedar mal, porque el mundo ya piensa que son malos, pero los perdona porque son árabes. No acababa de seguir su explicación, así que miré fijamente el blanco de sus ojos e imaginé una habitación llena de gente inventada. Entonces fue cuando me dijo que solo pensaba en mí misma. Ya no tenía remedio, pero entonces no me importó gran cosa. Ahora me arrepiento. La barriga se me acalambra como si quisiera expulsar el estómago entre mis piernas, y los ojos me tiemblan tanto que toda la gente inventada ha desaparecido, y lo único que puedo ver es una alambrada a través del monitor verde y ese árbol roto, y aún me quedan ocho horas de guardia. El cadáver del hombre sudanés sigue ahí atravesado, justo en el borde, difuso en los ángulos del monitor.

 

 

Persona B

 

Caminamos hacia la alambrada de la frontera entre Israel y Egipto en fila india y en completa oscuridad, con la mano en el hombro del de delante. El guía nos había dejado una hora antes y nos dijo que siguiéramos caminando en línea recta y rezáramos a Dios. Yo no sabía por qué caminaba, pero tampoco sabía qué hacer si no lo hacía, así que seguí adelante. Frente a nosotros había un sauce; estaba roto, pero las ramas, esparcidas por el suelo, todavía conservaban hojas verdes. Los pensamientos mágicos, los susurros empeoraban a cada paso, «mala». Me esforcé para convencer a mis piernas de que llegaran al árbol, y que allí ya veríamos. Nunca podría volar como un pájaro, así que ¿para qué? Un paso. Chasquidos de reproche. «Mala.» Nunca podría ser un hombre, así que ¿para qué? Un paso. Chasquidos de reproche. «Mala, mala.» Nunca volvería a ser una niña, así que ¿para qué? Un paso. Chasquidos de reproche. «Mala, qué mala.» Al llegar al árbol roto, les dije a mis piernas que ya solo tenían que trepar la alambrada que había delante, dar solo unos pasos más. Pero era demasiado tarde. Los susurros me recorrieron el cuerpo hasta las sandalias, que se quedaron clavadas en la arena. Me detuve. La mujer de atrás y el hombre de delante se volvieron a mirarme, pero lo único que pudieron ver fueron mis ojos, y como nos habían dicho que no hiciéramos ruido porque había torres de vigilancia, se alejaron de mí rápidamente. Nunca podría detener la magia, los pensamientos, así que «para qué», pensé, y fue entonces cuando se encendieron las luces de las atalayas egipcias, unas torres que no habíamos visto pero que estaban tan cerca que alcancé a distinguir la pintura desconchada a través de los haces de los focos, la pintura desconchada y los disparos y los gritos y la alambrada más allá; estábamos muy cerca y todos corrían, pero yo me quedé inmóvil hasta que algo me empujó desde atrás, un disparo, y mi cabeza cayó y quedó enterrada en las ramas del árbol roto, y entonces los pensamientos y el mundo se sumieron en el silencio y el frío, aunque solo por un momento.

 

 

Persona A

 

Cada seis horas nos dan un descanso de diez minutos para ir al baño, y eso está bien porque tengo que cambiarme la compresa, y además porque justo entonces, en ese mismo momento, decido que voy a cambiar mi manera de ser. Y no es por lo que dice Nadav. No me importa lo que diga Nadav, nunca me ha importado, porque diga lo que diga sigue pidiéndome que vaya cada noche a su tienda. Es porque ahora que el dolor ha hecho desaparecer del monitor a la gente que no existe, me doy cuenta de que no puedo seguir contando con ellos para siempre. De que ha llegado el momento de empezar a preocuparme por alguien que no sea yo. Me quedan apenas unos minutos de descanso para empezar a hacerlo, así que me concentro con todas mis fuerzas. Cierro los ojos y empiezo con el bebé. En ningún momento me planteé tenerlo, y la doctora ni siquiera me lo preguntó. Lo dio por supuesto. Siempre dan todo por supuesto con los soldados. Intento imaginar que hacemos las cosas que hacía de pequeña, pero después de cinco meses de guardias delante del monitor verde tengo la memoria tan hecha puré que no consigo recordar muy bien lo que era ser niña, no tan bien como para recrearlo, no tan bien como para recordar el olor. Ahora solo huelo a sangre y sudor. Nada más me acuerdo de los piojos. Así que intento imaginarme peinando a mi niña con la lendrera, pero no funciona, porque cuando se da la vuelta no tiene cara, no hay más que un círculo en blanco del color de la piel. Y pienso que eso es lo contrario de pensar en alguien, darle a mi hija una cabeza sin cara, así que dejo de imaginarme cómo sería y empiezo a imaginar cómo es de verdad, y lo intento con todas mis ganas para sentirme mal. Incluso me froto los ojos y trato de llorar. Imagino al bebé igual que esos embriones que se ven en los folletos del aborto, tan pequeños como una uña y bonitos como un alienígena enroscado; lo imagino nadando tan contento dentro de la sangre y el tejido, hasta que de pronto lo empujan hacia una luz inmensa, escalofriante, y sabe que va a morir. Pero eso es más bien un experimento mental interesante que tristeza, porque sé que en realidad el bebé no sabe que va a morir. Entonces me pongo a pensar en todos esos sudaneses que caen a tiros cada noche junto a la alambrada, pienso que salen del infierno y caminan y caminan con llagas en los pies solo para morir aquí, pero ya solo me quedan dos minutos de descanso y además, hay que entenderlo, es difícil sentirse mal por ellos, porque la pura verdad es que parecen africanos y son distintos de cualquier persona con la que he hablado en mi vida y son muchos, muchísimos, y siempre mueren, y además empiezo a sentirme un poco mejor de la barriga, y decido que quizá cambiar mi manera de ser va a ser muy duro.

 

 

Persona B

 

Chasquido de reproche, susurro «mala, mala», y qué sentido tiene nada si nunca voy a... si nunca voy a ser todos esos millones de cosas. La magia había vencido. Los pensamientos lo eran todo; pronto yo habría desaparecido. Sentí el hombro tibio y húmedo por el disparo, cada vez se oían menos gritos de los demás, y veía la alambrada. Tenía arena en la boca y esperaba a que todo terminara. No estaba triste; sentía alivio, me sentía salvada. Me di la vuelta sobre el costado no porque quisiera respirar, sino porque mi cuerpo me obligó a hacerlo. Encogí las piernas y abracé las ramas rotas del árbol con los brazos. Metí la barbilla entre las manos. Una criatura encogida. Sentí el hombro más caliente. Entonces noté una tibieza en el otro hombro, pero era un calor distinto, un roce. La tibieza del perdón, la tibieza de una madre.

 

 

Persona A

 

La gente que no existe, sigo sin encontrarla en el monitor verde cuando vuelvo del cuarto de baño. Las otras chicas de la guardia están exaltadas. Gali, que estuvo conmigo en el campamento de reclutas, me dice que están así porque otra vez varios sudaneses han intentado saltar la alambrada, pero que los egipcios les han disparado a casi todos antes de que los sudaneses se hubieran dado cuenta de lo cerca que estaban. Cuántas cosas pueden pasar en diez minutos. Parpadeo para ahuyentar las lágrimas antes de que caigan. Lloro solo porque en este preciso momento un pinchazo me atraviesa el estómago, un dolor distinto del de antes, un dolor como ningún otro, y pienso que ahora seguro que el bebé se ha ido. Cierro los ojos apenas un segundo, y al abrirlos sigo sin ver a la gente que no existe en la pantalla, solo está ese árbol roto, pero también, a su lado, una persona en el suelo. La persona es mucho más grande de lo que la gente inventada suele aparecer en la pantalla; es tan grande como los sudaneses que a veces se ven. Es del tamaño de una uña y preciosa, encogida como un alienígena. Veo que respira en el lecho de arena. Nos metemos en un lío si tocamos la pantalla, porque se raya, pero no me importa. Estoy pensando en alguien que no soy yo. Toco el monitor verde con la mano: es frío, y lejano, y real. Hago ver que toco a la niña que nunca conoceré. Hago ver que no existo. En ese momento nada más solo es ella.

 

 

Persona B

 

Estirada en la arena junto al árbol caído, veía la alambrada y sentía que alguien me tocaba. Sentí la mano de alguien sobre mi hombro, mucho rato. No era una rama rota. Era un roce. Un roce vidrioso, eterno. «Mamá», pensé. Un millón de veces y otras tantas y más. «Mamá, mamá, mamá.» Una vez, después de que mi padre se marchara, ella me enseñó a preparar el arroz. Me sujetó la mano; removimos juntas. Fue hace mucho. Me sujetó la mano, pero yo era pequeña, y el arroz quedó duro. Ella dijo que era por culpa del agua. Dijo que el agua era mala. Mala, mala. Pero esa noche dejó de trenzarme el pelo. No lo trenzó aquella noche, ni la siguiente, o quizá esa fue la noche en que dejé de pedírselo. Nos comimos el arroz de todos modos, y nos fuimos a dormir, y al día siguiente nos levantamos. La noche que mi madre me sujetó la mano y removimos juntas podría haber durado para siempre, pero no fue así. Aquella otra noche, junto a la alambrada, junto al árbol caído, tampoco duró para siempre. Mientras yacía en la arena, puedo jurar que alguien me tocó. Sin embargo, por más que me esforzaba en oírla, la voz de mi madre se apagaba. El susurro fue desvaneciéndose hasta extinguirse. La magia negra había desaparecido. Y aun así. La mano de alguien, no podía verla, pero la seguía sintiendo sobre mi hombro. Quien me tocó no era mi madre. En la cama del hospital del país pequeño supe, supe de verdad que no podía ser ella quien me tocó al lado de aquella alambrada. Que me tocaran así, a esa distancia, era como ser la uva que jamás podría ser: yo la veía, pero ella no podía verme a mí. Cuando toqué la uva, mi dedo dio unos leves golpecitos en la superficie verde y la sentí fría, y lejana, y real. Así que sé que allí había alguien pero luego ya no estaba, y entonces me levanté y corrí hasta la alambrada hecha de pequeños cuchillos y la salté. Solo yo.

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