La gente como nosotros no tiene miedo (24 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—Ah, entiendo —dijo la alemana. Debió de pensar que se refería a que no leía hebreo, pero la verdad es que apenas sabía leer nada. Con diez años había huido con su familia de Trípoli a los campos de refugiados, y luego olvidó lo poco que había aprendido. Vivió allí, en las tiendas de campaña que más tarde se convirtieron en un pueblo de caravanas al lado del mar, hasta que tuvo edad para alistarse en el ejército. Siempre había ido a la zaga de los otros niños. Las palabras no se le daban muy bien.

Ah, pero hacer hijos sí se le daba bien, aquella era su hija, y aquella hija ya sabía lo que significaba ser una mujer. Apenas tenía ocho años, era más morena de lo que él había sido nunca, y le cogió la cara entre las palmas de sus manitas como una señorita, como una madre, y le dijo:

—Padre, no quiero las historias de los libros. Quiero las tuyas. Cuéntame tus historias.

Avi nunca había contado una historia. La alemana sonrió con disimulo.

Avi sentó a la niña en sus rodillas.

—Tiene que quedarse en su silla —dijo la alemana.

—Ah, bueno —dijo él.

Avishag volvió a su silla. Le dio la mano.

—Había una vez, en este país, una mamá y un papá —empezó.

—Me parece que su mujer agradecería que no entrara usted en cuestiones personales con la criatura —dijo la alemana.

¡Cuestiones personales! «La criatura» era suya, ¿qué podía contarle que no fuera personal?
Estos europeos
—pensó Avi—.
Toda esta formalidad rencorosa. No tienen corazón. Hitler les quemó el corazón.

—Una vez, en este país —volvió a empezar Avi. Guardó silencio, antes de continuar. Y así empezó el único cuento que contó en su vida.

 

—Haz algo, lo que sea —dijo Avi cuando llegaron al aparcamiento. Avishag y él estaban apoyados en el morro del coche. Había tardado cinco minutos en convencerla de que saliera del vehículo y del asiento del copiloto, pero ya era más que las otras veces. Era algo, por lo menos. Aún no perdía la esperanza.

Le ofreció uno de sus cigarrillos Time y se quedaron fumando de pie. En el aparcamiento abandonado no había nada más que asfalto, hierbas secas y el remolque de un camión, sin ruedas.

—Ponte al volante un minuto —dijo Avi—. Hazlo por mí —juntó las manos, e incluso dudó si ponerse de rodillas.

—Hace demasiado calor —dijo Avishag—. Vuelvo adentro —quería sentir el aire acondicionado; era un deseo pequeño, pero por lo menos era algo.

Avi pensó en darse por vencido.

Entonces pensó en la pegatina que había en la parte trasera de la camioneta. Aquella pegatina barata, rosa, idiota, real. «El pueblo de la Eternidad no tiene miedo.»

Avi aprendió a leer por su hija. Al principio tardaba horas en descifrar un artículo de la sección de deportes del periódico. Hasta que años después, un día de pronto se dio cuenta de que leía toda la sección de un tirón, con soltura, durante una visita al cuarto de baño.

Desde entonces pensaba en su hija mediana siempre que la vida era, por un momento, tan sencilla como estar vivo. Cuando jugaba al fútbol con sus hijos pequeños, cuando le compraba a su nueva mujer un buen corte de cordero, cuando regateaba el precio de un coche de segunda mano.

Su hija abrió la puerta del copiloto despacio, con cuidado de no golpear el bordillo. La puerta chirrió.

—Lo siento —dijo. Así que abrió la puerta más rápido y acabó rayándola con el bordillo—. Lo siento mucho —dijo.

Cuando por fin se metió en el coche, cerró la puerta con cuidado, con tanto cuidado que no llegó a cerrarse. Así que al final tuvo que cerrarla de un portazo. Pum.

—Lo siento —dijo. Demasiado fuerte, la cerró demasiado fuerte—. Lo siento, lo siento —dijo.

Dentro del coche, Avishag levantó las manos, como si se defendiera de un oso.

Avi se montó en el asiento del conductor y la miró cruzado de brazos, con las manos encajadas en los sobacos y los codos encima de la barriga.

«Lo siento» un millón de veces al día. «Lo siento» era casi lo único que decía.

—Lo siento.

Era su manera de decir:
Haz algo
.

—¿Qué es lo que sientes? —preguntó Avi—. Lo único que deberías sentir es no poner ni siquiera una mano en el volante.

Era así, su hija mediana. Avi no había hablado con su hija pequeña desde que se fue de casa. No había llegado a ver a Dan con más de diez años, y la madre de su ex mujer le pidió que no asistiera al funeral. La pequeña atendía ahora al absurdo apodo de Tzipi y estaba contenta, según le contó un día Mira, su ex mujer, al dejar a Avishag en casa después de una de sus «clases de conducir». Mira quería decir
contenta de no hablar contigo
. En cambio Avishag se las arreglaba para que él pusiera en su boca palabras que ella no decía. Incluso historias. A veces se pasaba seis horas en el coche a su lado, conduciendo. No intercambiaban una sola frase y, cuando la dejaba en casa, sentía que había aprendido algo, aunque no sabía muy bien qué. Como si hubiera podido hacer algo más.

—Solo una mano —dijo Avi.

Ella siguió largo rato callada. Siempre estaba callada. Pero entonces.

—¿Sabes? —dijo ella—. Una vez en el ejército vi que le pegaban un tiro en la cabeza a una mujer ucraniana.

—¿Una mujer ucraniana?

—Una chica, más bien.

Avishag se metió un mechón de pelo en la boca y luego lo dejó caer.

De acuerdo,
pensó Avi.
De acuerdo,
y también pensó:
Al menos ahora lo sé.
Y respiró hondo.

—Entonces ¿es por eso?

Avishag frunció el ceño. Incluso estuvo a punto de mirar a su padre. Su expresión decía más de lo que había dicho en mucho tiempo. Estaba confundida.

—¿Qué quieres decir con si es por eso? —preguntó.

—Bueno, ya me entiendes —dijo Avi—. El motivo de que no quieras conducir ni...

—¿Qué motivo? No hay ningún motivo. Solo me da miedo conducir, nada más.

—¿Te da miedo?

—Miedo, sí.

Y entonces Avi supo lo que ya sabía, pero lo supo con más certeza. Avishag era así. No había ningún motivo. Solo que su hija era así.

Avi alargó el brazo para abrir la guantera. Olió el sudor de los pies de su hija. Se preguntó cuándo se habría duchado por última vez. Sacó un pañuelo morado que siempre llevaba con él. De su madre. La única cosa que conservaba de ella.

—Cierra los ojos —dijo Avi, y Avishag lo hizo. Le vendó los ojos con el pañuelo y lo ató bien fuerte. Ella no se movió. Avi hizo amago de soltarle un puñetazo en la cara. Su hija no se inmutó. Quería asegurarse de que no veía nada.

 

 

La historia

 

—Una vez, en este país, vivía gente. Entonces vino un rey que quería el país para él solo, así que mandó a la gente de ese país por el mundo entero. Envió a una hermana a una punta del mundo, y a otra hermana a la otra punta del mundo. A algunos los mandó a Rusia. A otros a África. Incluso a unos pocos los mandó a donde viven los osos polares.

—¿Los osos polares, papi?

—Sí, cielo.

—¿Y entonces?

—Entonces la gente de ese país vivió por el mundo entero. Pasaron muchos años. Millones de años. Pero no podían olvidar que en realidad no eran de Rusia o de África, que eran de aquel país, y nunca perdieron la esperanza de poder volver algún día.

—¿Y volvieron?

—Al principio no, cariño. Querían, pero no sabían cómo. Entonces no había teléfonos, así que la gente de África ni siquiera sabía si la gente de Rusia se acordaba de ellos.

—Entonces ¿volvieron alguna vez?

—Bueno, entonces un año la gente de Rusia y la gente de África y hasta los osos polares, toda la gente y los animales que nunca habían vivido en aquel país, empezaron a matar a toda la gente que antiguamente había vivido en aquel país.

—¿Los ahogaron?

—¿Que si los ahogaron?

—Sí, como a mi pez.

Avi pensó en el cuerpo sanguinolento y amoratado e hinchado de su madre el día que se fueron de Trípoli. De cómo la mataron. Del olor que salía de las acequias que rodeaban las murallas. De niño supo qué era la muerte. Con ocho años, Avishag solo sabía lo de su pez. Se le había muerto cuando tenía cuatro años. Su madre ni siquiera quiso que lo viera. Le dijo que se había ahogado. Fue una buena idea, pero no era verdad, ni mucho menos.

—Sí, cielo, los ahogaron.

—¡Oh, no!

—Pero algunos consiguieron salir del agua.

—¡Bien! Y entonces ¿qué?

—Y entonces los que consiguieron salir del agua decidieron volver al país que habían abandonado hacía un millón de años. Volvieron desde África y Rusia y desde todos los rincones del mundo hasta su país.

—¿Y entonces qué?

—¿Cómo que «y entonces qué»?

—¿Qué hicieron allí?

—Vivir.

—Pero ¿qué hacían?

—Vivir. Vivir igual que nosotros vivimos. Construyeron casas y pavimentaron caminos y plantaron árboles. Trabajaron, ¿sabes?

—¿Y entonces qué?

La asistenta social alemana hizo un gesto señalando el reloj. El tiempo se había terminado.

Avishag debió de repetirle la historia a su madre, o quizá se lo contara la asistenta social. Y a Mira no le gustó. La parte de la matanza. Ganó la custodia. Se llevó a los niños y se puso a dar clases en un pueblecito del norte.

Cuando pudo volver a verla, Avishag tenía diecinueve años. Estaba en el ejército. Se le marcaban los hombros bajo el uniforme. Se encontraron en un McDonald's de una gasolinera próxima a la base donde hacía el servicio militar. Era el único sitio que abría toda la noche, y ella solo tenía un rato libre a las cinco de la mañana. Era soldado de infantería en Egipto, en la única unidad de combate de infantería femenina, y una de las otras chicas debía de haber accedido a relevarla, porque entró pegando gritos por un grueso teléfono móvil del ejército.

—¿Qué quiere decir que tenías cita con el médico y has perdido el autobús? —soltó fríamente, a la vez que levantaba la mano para indicarle a Avi con los dedos:
Un segundo
. Con la otra mano, una mano pequeña, sujetaba firmemente la culata de su M-16—. Que te jodan, maricona, ¿me oyes? —le dijo su hija a la otra vigilante por teléfono—. No soy tu madre para que me jodas y me entierres en la arena.

Colgó y se sentó delante de Avi. Seguía siendo morena de cara, pero llevaba el pelo tirante, recogido en un moño, y tenía las cejas depiladas de una manera rara que eliminaba de su cara cualquier parecido con él. No quedaba rastro de la niña callada y tímida que recordaba. El helado de un siclo que le había comprado goteaba sobre la mesa roja de plástico. Las únicas mujeres a las que Avi había visto en sus tiempos del servicio militar eran secretarias con faldas verdes que preparaban el café para los oficiales de mayor rango.

—¿Y qué es exactamente lo que quieres? —preguntó Avishag.

Luego volvió a verla cuando su ex mujer lo llamó para informarle de que su hija mayor llevaba casi dos meses sin salir de la cama, por si le interesaba. La habían licenciado del ejército unas semanas después de estar un tiempo en la prisión militar por no sé qué broma inocente, algo relacionado con desnudarse durante una guardia, pero cuando volvió no era la misma. Estaba un poco ida.

—Voy enseguida —dijo Avi—. Le compraré un coche.

—No sabe conducir —dijo su ex mujer. A pesar del cansancio, seguía teniendo la misma voz, la voz que Avi no había oído en años.

En Trípoli, los hombres disciplinaban a sus mujeres a todas horas. Desde luego su padre lo hacía. Durante años Avi lamentó no haber conocido a su primera mujer en otro tiempo, otro país, donde las cosas no se hubieran descontrolado tanto, donde no hubiera asistentas sociales alemanas. Pero había conocido a su mujer cuando la conoció, allí, en las caravanas de inmigración. Ella venía de Bagdad, donde su padre era joyero. Hablaba cuatro lenguas. Se vieron por primera vez desnudos en la carretera asfaltada que había junto a las caravanas, entre decenas de nuevos refugiados, cubiertos de DDT, el pesticida con el que los aviones los fumigaban desde arriba. Los europeos de la oficina de migraciones pensaban que podían ser portadores de enfermedades. La que sería su mujer estaba desnuda y humillada y rociada de químicos blancuzcos, pero su mirada y su corazón eran oscuros, añorantes del avión que la había llevado hasta allí. Tenía catorce años, cuatro más que él. Avi le prometió que todo iría bien, sin saber aún su nombre.

—Todo va a ir bien —le dijo por teléfono a su ex mujer, Mira, cuando lo llamó al cabo de tantos años—. Le enseñaré a conducir. Le compraré un Subaru.

—¿Un Subaru? —preguntó Mira.

—Soy su padre.

 

Condujeron largo rato. Más de dos horas. Avi pasó por delante del cementerio militar del Monte Herzl y el hospital del Monte Scouts en el que había nacido Avishag. La familia de Mira se había trasladado a Jerusalén desde el campo de refugiados donde se conocieron, pero Avi nunca perdió el contacto con ella. Mira quiso que Avishag naciera en Jerusalén, aunque en aquellos tiempos solo pudieran permitirse vivir en Bat Yam.

Avishag fue todo el camino con los ojos vendados, pero al bajar la montaña notó que el olor de los pinos y la piedra quedaba atrás, y olió a humedad, a fritanga, a cerveza, a protector solar, a alquitrán, a playa, y al final solo a mar.

Jerusalén está rodeado de tierra por todos lados. Avishag supo que estaban en Tel Aviv antes de quitarse la venda de los ojos.

El coche no estaba adaptado para conducir por la arena, ni para pasar por este tambaleante muelle de pesca, pero a Avi no le importaba. Las ruedas giraron sobre la madera vieja. Hizo el camino sin saber en ningún momento adónde iba. Dejó que el coche lo condujera.

El padre de Avishag posó la mano en la frente de su hija y le quitó el pañuelo. La deslumbró el reflejo anaranjado del sol. Mantuvo los ojos abiertos. El sol caía sobre el agua, y el agua la deslumbraba con el reflejo anaranjado. Y aun así. Mantuvo los ojos abiertos. No había viento, el Mediterráneo parecía una balsa. Nadie alrededor, ni siquiera una gaviota, solo ella y su padre en el coche. Al final de un muelle.

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