La gente como nosotros no tiene miedo (28 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Lea entró en uno de los barracones y no había manera de que saliera. Avishag y Yael la veían desde fuera, olisqueando colchones y calcetines roñosos.

—¿Esto es lo que te pone ahora? —le preguntó Yael—. Pensaba que eras una señora casada.

—Ya estamos —dijo Avishag. Rara vez intercedía por Lea, pero la obscenidad hacía que le zumbaran los ojos.

—Más o menos. Me pone bastante —gritó Lea, sin dejar de olisquear—. Pero en realidad trato de detectar sudor ruso... ¡Esperad! —Lea miró debajo de un catre de campaña con unas sábanas rojas que acababa de husmear—. ¡Lo tengo!

Encontró tres botellas de licor de melocotón de un pack de cuatro, todavía unidas por un plástico blanco. Avishag deseó que el ruso no se hubiera llevado la cuarta botella a Siria. Los rusos tenían tendencia a manejar armas automáticas.

—Debe de ser maricón. ¿Qué clase de tío bebe esta mierda? ¡Nuestro licor favorito, Yael! Demasiado bueno para ser verdad.

 

Las chicas se estiraron en los destartalados sofás de terciopelo de la sala de recreo. Yael tomó un trago largo y sintió que el pulso de su cuerpo se hacía más lento. Lea ya se había bebido un cuarto de su botella. Yael no entendía las imágenes del televisor. Era un videojuego, donde la escena se veía presuntamente a través de la mirada del jugador. Una mujer con voz de máquina recitaba insultos: «Según los resultados del nivel anterior del juego eres un ser humano patético. Ni siquiera era eso lo que comprobábamos», decía la voz. El escenario era una especie de laboratorio de física sin pies ni cabeza. Cemento y lava incandescente. Había robots disparando que hablaban con voz de niños: «¿Adónde has ido? No te odio».

Yael le pasó a Avishag la botella.

—No puedo —dijo Avishag—. Los medicamentos.

—Ya, claro, los supermedicamentos —dijo Lea, pellizcándole la mejilla a Avishag—. Dime, pequeña, ¿el moscardón del doctor Zhivago te sube la dosis antes o después de follarte?

Se arrepintió nada más decirlo. Avishag se miró una uña de la mano, como si estuviera frente a un monitor en la sala de operaciones militares. Lea, curiosamente, solía ser más agradable borracha que sobria, y se preguntó si la crueldad que destilaban sus palabras era la forma que tenía el bebé de decirle que no le gustaba demasiado el licor de melocotón.

—Voy a una doctora —dijo Avishag. Aunque Yael era la que había estado fuera del país, Avishag y Lea se habían visto menos desde la pelotera que tuvieron cuando Avishag le dijo a Lea que estaba tomando antidepresivos. Volvieron a hacerse amigas al acabar el servicio militar, cuando Avishag necesitaba a Lea, necesitaba que Lea le dijera con aquella vehemencia suya exactamente lo que tenía que hacer para curarse la tristeza. A Lea la desilusionó que al final Avishag encontrara una solución que no tenía nada que ver con ella.

Yael creyó que tenía que decir algo, pero se dio cuenta de que siempre se creía en la obligación de hacerlo, así que no dijo nada. Echó un vistazo por la sala, miró debajo de las cajas de pizza vacías y las revistas porno, hasta que encontró la carátula del videojuego. El juego se llamaba Ingeniería Humana S. A. II. Leyó en el dorso:

 

Este juego plantea una serie de acertijos matemáticos que deben resolverse para sortear la muerte y el dolor atroz. El jugador, Many, sigue las órdenes de un ciberintelectual llamado GodDos, Supervisor del Genoma y Sistema operativo del dominio, para llevar a cabo los experimentos del Centro de Enriquecimiento de la compañía de Ingeniería Humana, con la promesa de recibir pizza congelada si se llevan a término los experimentos y el sujeto sigue vivo y conserva las papilas gustativas y el rostro.

 

La voz de la mujer autómata hablaba en bucles, invisible. Yael cerró los ojos y escuchó. «El Centro de Enriquecimiento lamenta informar de que el próximo desafío es imposible. No trates de resolverlo» y «Sinceramente, esta parte del juego fue un error. En tu lugar, ya nos habríamos matado. Justo lo que, según tu archivo personal 3288, quiso hacer tu madre biológica cuando te dio en adopción dejándote en el Vertedero, la noche después de la Fiesta de la Salchicha.»

Yael pulsó un botón del joystick, y luego empezó a apretarlos todos. Lea bebía cada vez más deprisa. Avishag tenía la mirada perdida. Yael se alegró de tener algo que hacer en un momento tan incómodo. Finalmente, el jugador de la pantalla saltó por encima de la lava. La voz de la mujer se oyó más fuerte: «¡Bien hecho! Mantuviste la esperanza y te entregaste a tus objetivos en un contexto de opresión y negatividad. Deberías hacerte activista y liberar a algunos esclavos».

La siguiente fase del juego se desarrollaba en una cámara de incineración para androides de combate que sufrían cortocircuitos. Se deslizaban por una línea de montaje hasta caer en las llamas, balbuceando: «Mis circuitos están estropeados. Solo ocupo espacio. ¡Gracias por eliminarme y contribuir a la prosperidad del Centro de Enriquecimiento!». Todos, menos un androide, que repetía con voz monótona: «Mis circuitos están bien. Soy diferente», hasta que se quemaba. Yael trató de imaginar la cara del tarado que había escrito el guión del juego en Estados Unidos. Luego imaginó la clase de gente que jugaba. A todos los que habían visto aquella cámara de incineración.

—Escuchadme, chicas —dijo mirando al sol que entraba en la sala de recreo. «Escuchadme, chicas»: otra vez aquella frase, que tantas veces había usado de niña.

—Huy, no —dijo Lea—. Siempre que dice eso, mala señal.

Avishag se alegró de que Lea volviera a hablar. Sonrió, mostrando los dientes.

—Van a matarnos a todas. Los chicos. A eso es a lo que juegan —dijo Yael, señalando la pantalla.

—¡Oh, no, Avishag! —chilló Lea—. ¡Yael vuelve a creerse Jonás, el profeta! —hablaba de Yael como si no estuviera allí.

Avishag se echó a reír. Cogió la cara de Yael entre las manos.

—Yael, no eres Jonás. Lo repasamos en cuarto. Y luego otra vez en séptimo.

Yael sintió que podía respirar en la voz de Avishag. Había extrañado el sonido de esa voz, la voz real, con su deje de cinismo inmedicable.

—Bah, ya sé que no soy Jonás —dijo Yael. En ese instante, todo empezó a estar bien otra vez.

—Tampoco eres Juana de Arco —dijo Lea.

—Desde luego no eres la doncella de Lorena. Vi esos correos que mandaste desde París. ¿Cuántos fueron, cuatro tíos en un fin de semana? —dijo Avishag, y las tres se echaron a reír tan al unísono que si alguien las hubiera oído pensaría que un tractor se había quedado atascado en alguna parte.

Lea fue la primera en dejar de reír.

—Ahora en serio, si nos olvidamos de la nueva versión de Yael para volver a hacer el
Armageddon
de Bruce Willis, quería decirte que lo siento, Avishag. Tus medicamentos no son cosa mía.

Avishag le quitó la botella a Lea. Tomó el licor y tragó pausadamente. Luego se echó a reír. Una risa que bajaba y subía como un yoyó. Así era como empezaba a llorar.

—Tienes razón, Lea. Querían que fuera al ejército, así que fui al ejército. Luego empecé a pensar todas aquellas cosas y las cosas que pienso interrumpen a todo el mundo, así que quieren que tome medicamentos. Entonces una de las madres de los exploradores descubre que me medico, y ahora quieren echarme. Tendré que volver con mi madre, que todavía vive con su madre. Con esta gente no hay manera.

Nadie la había oído hablar tanto desde la parrafada que le soltó a la comandante el día de los gases lacrimógenos. Habló como si abriera una lata con los dientes.

—¿Quién es «esta gente»? —preguntó Yael.

—Todo el mundo aparte de mí —dijo Avishag.

Lea le dio unas palmaditas en la rodilla. A Yael se le ocurrió que era la única que no había cambiado, que las otras dos sí lo habían hecho, pero ella sentía que seguía siendo ella.

—No eres la única —dijo Lea—. Yo también creo que con esta gente no hay manera. Las sandwicherías de Ron van estupendamente. Pero seguimos sin encontrar una casa espaciosa para criar hijos en Tel Aviv. Hay tanta demanda... Es que no hay nada disponible.

Las dos miraron a Yael. Al principio creyó que buscaban consejo, pero vio una pizca de incomodidad en la comisura de la boca de Lea. Miraban a Yael como si fuera una intrusa.

—No me miréis así. En el mundo las cosas tampoco están mejor. Vayas donde vayas solo hay trenes que nunca pasan, quejas por los ruidos. Coches de policía montados en la acera de calles importantes que te obligan a caminar en medio del tráfico. Es como si quisieran que te atropellen.

Las chicas la miraron como si fuera una aspirante a entrar en su pandilla. La desesperación sonaba falsa en boca de Yael.

—Claro que aún no he estado en todas partes, obviamente —dijo Yael.

Y entonces todas respiraron.

 

A partir de entonces los días de la guerra fueron agradables para ellas. Veían el canal Yes de la televisión por satélite el día entero. Siempre habían tenido que conformarse con la televisión por cable en casa de sus padres y en los demás sitios donde habían vivido, así que los canales nuevos fueron una bendición. Vieron un maratón de
Las chicas Gilmore
y un programa de Discovery Channel sobre tejones. Vieron un documental titulado
Mi coche es mi amante,
y un maratón de
Juzgado de guardia / ¿Quién es el jefe?
en el canal retro. Por las tardes, Lea y Avishag iban en coche a por comida y alcohol al pueblo árabe de al lado. Lea pagaba; elegían comida de fusión: cebollas fritas y queso muenster y albahaca en todo lo que pudiera comerse con pan.

Yael se quedaba en la base mientras las otras dos iban a buscar comida. Le encantaba. Era como hacer de niñera para la pareja más rica del pueblo después de acostar a los críos. Estiraba las piernas y veía series viejas en el canal seis, el canal de los niños.
Bully, el muñeco de nieve
y
Franny y los zapatos mágicos
y
Chiquititas
. Las canciones la cercaban, como si las notas estuvieran pintadas con agua en las paredes. Su favorita era la cortinilla musical que ponían entre programa y programa. «El canal es mi hogar. ¡Este verano el avión embarca en el canal de los niños! ¡Ciencia! ¡Arte! ¡Historias de terror!» Respiraba como si durante aquellas horas no pensara en nada. Era la soberana de un dominio que no le pertenecía. Si cerraba los ojos, oía trompetas. «¡El canal nacional es el sitio más auténtico! ¡Aquí me siento capaz y siempre me acompañará!» Si Yael lloraba era porque solo entonces empezó a entender por qué creía que, a fin de cuentas, estaba bien morir por su país.

Aquellos días las mujeres fueron felices.

 

Los chicos volvieron a la base al cabo de dos semanas. Shai había muerto. Algunos otros también. La invasión a pie no había servido para nada y el ejército decidió caer sobre Damasco y Aleppo con ataques aéreos. El día antes se habían marchado las chicas, de vuelta a sus respectivas bases. Se montaron en el autocar riéndose y enseñándoles el dedo a las tres mujeres.

—¡Se acabaron las vacaciones de verano, abuelas! Volvemos con mamá y papá.

La vigilante rubia se rió en sus narices, pegando el cuerpo a la ventanilla, y con la misma apariencia etérea mientras aplastaba los pechos contra el vidrio. Yael pensó en Hagar. El oficial de reserva la llamó por teléfono para charlar del muerto al que ambos conocían, y dijo que, dadas las circunstancias, las mujeres podían irse a casa, porque los chicos solo volvían para hacer el petate, y no podrían hacer instrucción con ellas ni entretenerse en la base. Después les darían una semana de permiso para ir a casa.

Yael pensó que lo correcto era esperar hasta que el autocar trajera a los chicos, aunque las mujeres tenían un coche, pero cuando llegaron las miraron como si no estuvieran allí, como si las hubieran pintado con un aerógrafo.

Diez guardias de un escuadrón de artillería se encargarían de custodiar la base hasta que llegaran los bomberos, un mes más tarde.

Solo cuando todos tuvieron listo el petate y esperaban junto a la alambrada el último autocar, los chicos empezaron a hablar con ellas. Se metían con Yael. Eran doce y esperaban el último autocar del ejército al sol. Los chicos preguntaban si Yael haría una última cosa, una cosa insignificante, para ganarse la paga de reservista: hacérselo con el gordo del grupo. Eso sí que sería sionismo.

—No voy a follarme a Baruch por lástima —dijo Yael—. Es feo de cojones —añadió. Estaba sentada encima de la barricada contra francotiradores junto a la entrada de la base. Habló sin mirar a Baruch ni a Oren, el oficial, al que se le había ocurrido la idea. Sus palabras eran poco más que un murmullo, porque sujetaba en la boca una de las horquillas de Lea. Lea estaba estirada con la cabeza en el regazo de Yael. Yael estaba haciéndole unas trenzas diminutas a Lea a ambos lados del flequillo, como si nada importara más que aquel pelo rojizo. El pelo de Lea olía a champú de lavanda. Al frotarse la nariz, Yael notó el olor a limpio en las yemas de los dedos.

—¿Cómo puedes decir esas cosas? —preguntó Oren, el oficial. Cruzado de brazos, había apartado la vista de la alambrada y de la carretera para mirar a Yael de frente—. Su mejor amigo se le ha muerto en los brazos, mientras vosotras os matabais a pajas aquí en la base.

—Así que su mejor amigo ha muerto. Mi novio ha muerto también. De hecho varios novios míos han muerto. Tienden a eso. El hermano de Avishag una vez se murió, hace mucho tiempo. No veas. Así que tiene que encontrarse las pelotas y seguir adelante —dijo Yael. Le hacía guiños a Lea y ponía caras de asco con el espíritu adolescente que le habían contagiado las chicas jóvenes.

—¿Así que tiene que encontrarse las pelotas y seguir adelante? —dijo Yoav—. Shai no era tu novio. Al menos eso dijo él. Si lo hubiera sido, habrías conseguido que se quedara.

Yoav. El sargento primero. Se unió a la conversación.

 

Al principio Yael pensó que los chicos bromeaban, que eran solo unos críos. Llegaron con tres camillas y colocaron encima sin miramientos a las tres chicas. No las ataron por seguridad, ni les dieron cascos. Como instructora de armamento, a Yael le molestaba cualquier omisión del protocolo de seguridad, y su preocupación creció cuando los chicos le encajaron en la espalda varios golpes con la culata del fusil. No podía ver a las otras dos, por las nubes de polvo que levantó la carrera cuesta arriba hasta la zona de la bandera, pero tuvo claro que si el golpe hubiera caído desde otro ángulo podría haberle roto la columna vertebral.

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