La gente como nosotros no tiene miedo (32 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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El hombre le preguntó su nombre, su número de identificación personal y su rango. Mamá tuvo que decir dos veces el apellido, porque era yemenita y al hombre le sorprendió. Entonces el hombre le dijo que si revelaba las órdenes que iba a darle a cualquier persona de la base o del mundo, sería juzgada en un tribunal militar y pondría en riesgo la vida de más de cien judíos.

Todo el mundo pensaba que los rehenes morirían o serían liberados a cambio de otros rehenes. Nadie creía en la posibilidad del rescate. Aparte de mamá, todo el mundo parecía tener un amigo o una tía o un profesor o un hermano entre los rehenes. Solo hacía falta que un soldado se preocupara, se lo contara a su madre y ella también se preocupara, y el país entero, incluidos los árabes, sabría que los rehenes estaban en el aire. Temían incluso que pudieran derribar el avión en pleno vuelo. Tampoco sabían que Dora ya estaba muerta en un maletero. Pensaban que si lograban mantener la operación en secreto, aún podrían salvarla de ir al hospital.

Pero necesitaban bocadillos. Los rehenes llevaban días sin comer. Esperaban aterrizar con ellos en un hospital de campaña que el ejército había construido en Kenia y darles de comer allí, pero ninguno de los rehenes estaba herido, así que carecía de sentido arriesgarse a tomar tierra allí.

El hombre al teléfono le dijo a mamá que le pidiera al cocinero todos los bocadillos que pudiera preparar.

—¿Qué clase de bocadillos? —preguntó mamá, y el hombre soltó una risita cascarrabias. Cascarrabias pero en realidad de alivio, porque pensó que estaba enviando a hombres a la muerte, además de los cien judíos que morirían de todos modos, y de pronto allí estaba aquella chica encantadora con una voz suavizada por el encuentro con los primeros cigarrillos y el ímpetu de la juventud pidiéndole consejos culinarios.

—Decídalo usted —dijo el hombre al teléfono—. Yo soy teniente, y usted, una soldado raso, me pregunta por los bocadillos. Eso es cosa suya.

A mamá le faltaban veinte minutos para terminar el turno. Dibujó dos caritas más, mientras pensaba en su bocadillo favorito. Pastrami con mayonesa y pimientos rojos. No tenían ninguno de esos ingredientes en la base, porque la gracia de todos ellos es que se estropeaban rápido.

Al final resultó que dar las instrucciones para preparar los bocadillos de los rehenes rescatados fue lo más complicado que mamá había hecho en toda su vida. Nunca creyó que pudiera hacer algo así y no lo habría conseguido, porque era tan difícil que, después de hacerlo una vez, supo que podía volver a hacerlo y se convirtió en una costumbre.

Mamá tuvo que apelar a la compasión.

—Va a haber un canje de prisioneros, ¿verdad? Van a traer a nuestra base a presos palestinos para repostar de camino a Uganda, y quieren que yo les prepare bocadillos —le dijo a mamá el cocinero. Ni siquiera intentó besarle el cuello.

—No puedo decirte de qué se trata. Han llamado por el teléfono rojo y tengo órdenes de no contarlo.

—¿El teléfono rojo? Eso solo puede ser un canje de prisioneros. ¿Y quieren que yo les prepare los bocadillos?

—No puedo decirte de qué se trata, pero tienes que preparar bocadillos. Muchos. Todos los que puedas.

—Muy bien, prepararé los bocadillos. Escupiré dentro. Me mearé en ellos. Meteré matarratas.

Mamá no supo qué hacer. Recordó que era la hija de un hombre lento. Recordó la alegría que sintió de niña al notar la hoja de la cuchilla hundiéndose más de la cuenta en el brazo de su hermana. Se acarició el caballete de la nariz y se acordó de que ahora estaba recto, y de que era guapa.

—Por favor, no les hagas nada malo a esos bocadillos.

—¿Por qué no?

—No puedes; no te lo permitiré —dijo mamá. A veces le gustaba decir cosas imposibles como si no lo fueran—. No puedes —repitió.

Si hubiera sido la hija de un piloto, si no hubiera pasado doce años de su vida con la nariz rota, podría haberle repetido al cocinero que no podía hacer algo así las veces que hiciera falta para que surtiera efecto. Pero como ninguna de las dos cosas le había tocado en suerte, tuvo que ir más allá. Tuvo que apelar a la compasión, no porque quisiera sino porque las circunstancias la obligaban.

—¿Y si uno de los presos es inocente?

—Mi madre está ciega —dijo el cocinero—. Mi padre tiene que acompañarla al cuarto de baño y sentarla en el váter. Y lo más seguro es que ninguno sea inocente. El ejército no da abasto para arrestar a todos los culpables.

—¿Y si uno de los presos cometió un único error? Imagínate que hizo algo que no quería, casi sin darse cuenta.

—Entonces lo que voy a hacer es justo. Así sabrán que cometieron un error.

—¿Y si les ha pasado algo?

—¿Como qué?

—No sé, algo. Estaban haciendo otra cosa y les pasó algo. ¿Nunca has hecho una cosa y de repente te ha pasado algo?

—¿Como qué?

—Algo que te pasara. Estabas en un sitio y luego estabas en otro, pongamos que fueras en un autobús y que cuando te hubieras montado no recordaras por qué.

—Yo nunca voy en autobús —dijo el cocinero.

—Por favor, no les hagas nada malo a esos bocadillos.

—Yo no voy en autobuses.

Cuando dijo por segunda vez que no iba en autobuses, mamá supo que la había entendido. Solo se entendía a sí misma palabra por palabra, pero cuando dejó de hablar, otra persona, un cocinero que solía besarla en el cuello incluso cuando tenía la nariz rota, también la entendía.

Después de cumplir sus tres años de servicio militar, mamá sacó los tres mil siclos que su padre les daba a cada una de sus hijas al licenciarse del ejército. Voló a Francia y trabajó de niñera y conoció a un hombre al que quiso más de la cuenta y que la hizo desear una vida sin sorpresas cuando le dijo que no podían continuar juntos. Al volver a Israel, el dinero le alcanzó para matricularse en clases de dibujo durante el verano, pero nada más. Sus hermanas mayores ya se habían convertido en maestras de escuela o asistentas sociales o madres de familia. Con el tiempo se avergonzaría de aquellas clases de verano. Fueron el desembarco definitivo de sus tres años de gloria en la playa. Nunca he visto ningún dibujo suyo, nunca la he visto dibujar. Después nací yo.

 

Nadie creyó que habría una misión de rescate, salvo quienes de hecho liberaron a los rehenes. Solo uno de los que liberaron a los rehenes murió. Se llamaba Yonatan Netanyahu. Con el tiempo su hermano menor fue primer ministro, y luego volvió a serlo. Los aviones no pararon en la base de la playa para repostar de camino a Uganda. Pararon en Nairobi, Kenia. A esas horas, el gobierno todavía barajaba la posibilidad de intervenir por mar para el rescate. Los rescatadores tuvieron permiso para seguir adelante con el plan solo cuando estuvieron en Etiopía. Aterrizaron de noche, el aterrizaje fue como la seda. Había coches esperándolos; uno de ellos era idéntico al Mercedes de Idi Amin. Uno de los patrulleros de seguridad ugandeses, que nunca se había sacado el permiso de conducir pero siempre había tenido interés en los coches, y siempre deseó que su primer coche fuera un Mercedes, sabía que Amin había cambiado de coche la semana anterior. Llamó a su amigo y detuvieron el coche. Entonces un soldado israelí lo mató de un tiro con un arma con silenciador. El coche empezó a alejarse. Un soldado llamado Roy miró por la ventana y vio que el amigo aún se movía. Roy era un sargento de veinte años, y todos los que murieron en el rescate vivirían a partir de entonces sobre sus hombros. Mató al amigo de un tiro de Kalashnikov que disparó por la ventanilla, sin silenciador. Así fue como los secuestradores supieron, tres minutos antes de que los israelíes asaltaran la terminal, que no tenían escapatoria. Se escondieron en los lavabos y la única mujer que había entre los secuestradores rompió a llorar, pero al final murieron todos.

Fueron los soldados israelíes los que dispararon por accidente a Ida, la inmigrante de cincuenta y cuatro años que abandonó Rusia y fue a Israel en busca de una vida más segura. También dispararon a un chico de diecinueve años, que podría haber sido un soldado igual que los soldados israelíes que lo mataron por accidente al asaltar la terminal, pero que había nacido en Francia y estudiaba en la universidad. Uno de los soldados israelíes recibió un disparo de los francotiradores ugandeses en el cuello, y solo pudo mover los párpados hasta el día que murió, treinta y dos años después. Cuarenta y siete soldados ugandeses murieron. Cientos de kenianos murieron dos días después, porque Idi Amin se enfadó al enterarse de que habían suministrado combustible a los israelíes. No suministraron combustible a los israelíes; solo eran personas y kenianos, pero los mataron igual. En 1979, cuando terminó la guerra entre Uganda y Tanzania e Idi Amin se marchó, encontraron el cadáver de Dora, la mujer que se atragantaba con la comida. Y lo mandaron al hospital. Lo encontraron enterrado en una plantación de caña de azúcar a veinte millas del hospital de Kampala. Soldados ugandeses la habían sacado de la cama del hospital horas después de que la misión de rescate finalizara. El médico y dos enfermeras que la atendían trataron de detenerlos, así que los soldados les dispararon y los dejaron morir en el pasillo. Mataron a Dora después de meterla en el maletero. La mataron justo antes de que sonara el teléfono rojo de mamá.

 

Yo solía pensar que mi madre vivía para mí.

La Operación Trueno fue la misión de rescate de rehenes más exitosa de la historia. Luego los ejércitos la utilizaron como modelo de sus misiones de rescate, pero fracasaron por razones ajenas a su responsabilidad. El primer intento fallido de imitarla fue la Operación Visión Nocturna, en Irán, diez años antes de que yo naciera. Los estadounidenses nunca tuvieron ninguna posibilidad. Los aviones se quedaban continuamente sin combustible, chocaban unos con otros, se incendiaban, se olvidaban repuestos en tierras demasiado lejanas. Al final, murió gente. Entonces hubo un canje de prisioneros. Ojalá pudiera decir que antes de entrar en el ejército pensaba en la hija de la mujer estadounidense que estaba en una torre de control y tenía que decirle a un cocinero estadounidense que preparara bocadillos para los canjes de prisioneros y no le importaba si los envenenaba o no, pero la verdad es que tenía tanto miedo que solo veía las yemas de mis dedos y pensaba solo en mí misma.

 

—Mamá, estoy asustada. Me da miedo entrar en el ejército.

—¿A qué viene ese miedo? Tienes dieciocho años, Yael. A tu hermana le fue estupendamente. A todas tus amigas ya las han reclutado.

—De las posibilidades. De todas las cosas que podrían pasar.

—¿Como qué?

—¿Qué te hizo convencer al cocinero de que no envenenara los bocadillos? Cuéntamelo. Cuéntamelo otra vez, como si nunca me lo hubieras contado.

—¿Se puede saber de qué hablas? Simplemente cumplía órdenes —dijo mamá. A veces hablaba como si nunca antes hubiera dicho otras palabras.

—Me da miedo que me pongan en un control, que me hagan estallar con una bomba.

—Eso solo le pasó a aquel soldado porque no cumplía las órdenes. Era uno de esos soldados que no cumplen las órdenes. No tuvo cuidado con aquel palestino al que dejó pasar. Tú cumple las órdenes y todo irá bien.

—¿Cómo sabes que fue así? ¿Cómo sabes que el soldado nunca cumplía las órdenes?

—Dahlia me lo dijo. Aquella mujer rubia con la que hice el servicio militar. Hacía años que no hablaba con ella, pero me llamó para preguntarme qué trabajos hay por aquí. Bueno, la cuestión es que su hija hizo el servicio con aquel chico. Se había vuelto muy descuidado.

Pero antes había dicho. Más de una vez. Que las rubias, las dos, solo tuvieron hijos varones. A veces decía cosas imposibles y yo podía pensar que no lo eran, hasta que ya no pude más.

Yo solía pensar que mi madre no vivía para sí misma, sino para mí, pero cuando me habló de la llamada de Dahlia pensé que lo único que era verdad es que no vivía, ni siquiera para sí misma. Y aunque viviera, no vivía para mí.

Y aun así. Me alegré de que aquel día solo fuéramos ella y yo a la base de reclutamiento. Me alegré de no llevar a ninguna amiga.

—Mamá, estoy asustada —dije—. Estoy tan asustada que no me noto las yemas de los dedos. He empezado otra vez a chasquearlos debajo de la barbilla. Me da miedo que pase algo.

—¿Como qué, Yaeli?

—Un montón de posibilidades.

Esas fueron las palabras que mamá y yo dijimos en el autobús, de camino a la base de reclutamiento. En un momento dado el chófer bromeó con nosotras y, aunque nos dijo que éramos unas escandalosas, la verdad es que quería que nos calláramos.

El cocinero se esmeró con los bocadillos. Pavo, tomate y mostaza. Mamá deseó llegar a ver a los rehenes hincándoles el diente.

Aquel día al principio pensé que quizá pasara algo y podría quedarme en casa con mamá, pero al final no pasó nada. Estuvimos toda la mañana comprando calcetines y betún para los zapatos. Por la tarde cogimos un autobús hasta el autobús que tenía que llevarme a la base de reclutamiento. Discutimos un poco. Luego le dije que me las arreglaría. Ella no dejaba de cepillarme el pelo, y siguió con el cepillo en la mano cuando subí al autobús. Por la ventanilla vi las manos oscuras de mi madre, de pie en la acera, agarrando el cepillo. Entonces el chófer pisó el acelerador y dejé de verla. Y ese fue el comienzo.

Sobre la autora

 

Shani Boianjiu
nació en 1987 en Jerusalén y creció en una pequeña ciudad en la frontera con el Líbano. Tras servir en el Ejército israelí durante dos años, estudió en Harvard. Su ficción se ha publicado en las revistas
Vice
y
Zoetrope: All Story.
En 2012 se convirtió en la autora más joven galardonada con el premio «5 Under 35» que concede la National Book Foundation, para el que fue recomendada por la escritora Nicole Krauss. Ha sido finalista del prestigioso premio literario 2013 Sami Rohr, que distingue a escritores que indagan en la experiencia judía, y del Women's Prize for Fiction 2013. Vive en Kfar Vradim, Israel. Su primera novela,
La gente como nosotros no tiene miedo,
aclamada por la crítica internacional, está siendo traducida a 23 idiomas.

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