La gente como nosotros no tiene miedo (22 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Abrí la boca para respirar. Sin dejar de mirar.

—Así que lo que voy a hacer es darte una oportunidad —dijo Shai el oficial—. Ahora voy a dispararte, eso es lo que va a pasar, y puede que te dé o puede que no, pero si no te doy, y te mueves cuando disparo, entonces te daré seguro. ¿Te parece bien? —preguntó Shai, el oficial—. Asiente si lo has entendido —dijo—. Me sabe mal, pero tienes que asentir.

El hombre asintió.

Vi lo que el hombre con los ojos vendados no podía ver: Shai no le estaba apuntando. Su M-4 apuntaba en un ángulo de sesenta grados con respecto al suelo.

Disparó. El hombre cayó sobre la arena. Cayó con la cara. Gritó mucho rato, pero solo cuando la bala dejó de oírse. Un grito largo, un grito de un minuto, y luego un grito pequeño, y luego respiró.

Fue mala idea fingir con eso. Fue una equivocación. Nunca se me dio bien fingir sin Lea. Esa noche fue cuando dije que los insumisos merecían la pena de muerte. Se lo dije a Lea. Por teléfono.

 

Una semana después de que volviera del ejército, Lea y yo mantuvimos una conversación. En el patio trasero de su casa.

Mientras hablábamos caían misiles, como pasaba desde siempre en el lugar donde vivíamos. Oíamos las detonaciones y esperábamos las explosiones. Las habíamos oído tantas veces que se nos daba bastante bien adivinar dónde iban a caer. Veíamos el gris denso en el cielo y era como ver el mismo cielo que cuando éramos pequeñas, como si aún fuéramos pequeñas.

—Añoraba tanto estar en casa. Cuánto añorábamos esto, ¿verdad? —le pregunté a Lea.

—Añoraba estar en casa... Era lo único que hacía. Añorar constantemente —dijo.

—Tanto... —dije.

—Pero esos misiles me recuerdan al ejército.

—Bueno, son misiles.

—Exacto.

—Pero son los mismos misiles que oíamos antes de irnos.

—Exacto. Pero no para mí, ¿entiendes?

Se refería a que habíamos añorado estar en casa, y esperábamos el momento en que ya no tuviéramos que seguir añorando. Pero ahora que habíamos vuelto a casa, seguíamos añorando. No se iba.

Creía que se refería a eso, aunque Lea no tenía interés en volver a marcharse de allí y yo sí, así que quizá no entendí nada de nada.

 

Una vez Lea y yo fingimos que éramos peces, o inválidas, o piedras. Y cuando en la escuela instalaron un ascensor para la única víctima de los misiles que caían a diario —la niña inválida— imprimimos unas normas de uso. Llamamos al ascensor nave espacial y pusimos normas de buena conducta para usarlo: «Normas de uso de la Nave Espacial». No comer en la nave espacial. No lamer en la nave espacial. No mear en la nave espacial. No hablar en rumano en la nave espacial. No saltar más de cuatro veces. El conserje arrancó la hoja en cuanto vio que la colgábamos y quiso saber nuestros nombres. Nos pusimos tan contentas que nos olvidamos completamente de la nave espacial. Los nombres inventados eran nuestro juego favorito.

—¿Cómo os llamáis? —preguntó el conserje con aire amenazador.

Arnilan y Di, le dijimos.

 

La noche después de que colgáramos los carteles del asesino, cuando llegué al patio trasero de Lea todo estaba igual, salvo que ella se había puesto zapatillas de deporte en lugar de ir solo con calcetines, y había dos contenedores de líquidos que antes no estaban. El primero era un bidón de gasolina amarillo. El segundo era una botella de licor de melocotón que reconocí del mueble-bar de sus padres. La última vez que habíamos tomado unos sorbos de aquel licor teníamos doce años. Habían pasado dos años y medio desde la última vez que bebí.

—Qué, ¿nos vamos a poner a beber? —le pregunté.

—¿Cómo que vamos? Solo yo. Mañana por la mañana tú te vas.

Era lo más cerca que Lea había estado de mostrar su enfado porque me marchara, y no pude evitar pensar que el alcohol debía de tener algo que ver. Yo también quería estar enfadada.

Me senté en una silla a su lado y le quité la botella para tomar un trago. El polen de los cedros estaba por todas partes, se me metía en los ojos, en la garganta, aunque tuviera la boca cerrada; el licor arrasó con todo.

Tamborileé con los dedos en el bidón de gasolina y miré a Lea.

—¿Qué vamos a hacer con Miller? —le pregunté.

—No ha reaccionado a los carteles, ¿sabes? No ha llamado a mi madre, no ha gritado desde el otro lado del olivar: nada.

Miré hacia la casa de Miller y vi las ventanas a oscuras. Aunque era la hora, ni su mujer ni él gritaban o daban portazos. Ni siquiera oía la cháchara de los niños comentando los dibujos animados ni hablando de los juguetes que les mandaban sus parientes de Inglaterra.

—Ya, pero ¿qué es lo que vamos a hacer con Miller? —pregunté—. Y ¿de dónde has sacado la gasolina?

—La encontré. Es fácil de encontrar. Y voy a hacerle a Miller exactamente lo que él le hizo al olivo.

—Querrás decir que vamos a hacerle a Miller exactamente lo que él le hizo al olivo —dije. Y añadí—: ¿Exactamente?

—Exactamente.

Entendí la lógica de Lea. Su manera de pensar. Cosas que eran reales y cosas que no. Sabía exactamente a qué se refería con «exactamente».

No muy lejos de allí los misiles incendiaron un campo de plátanos y la fruta verde se quemó despacio, y el perfume llenó la noche.

 

Pensarás que estoy diciendo algo que no es verdad o que creo que lo que digo es verdad y no lo es, pero yo sé que es cierto. Cuando tenía veintiún años había veces en que lo que quería era morir. No sé por qué, pero es verdad. Aunque casi siempre lo que quería era ir a trabajar al aeropuerto porque se ganaba un buen dinero. Eso es aún más cierto.

Solo había estado en el aeropuerto una vez. Fui a visitar a mi tío, que trabaja allí, en seguridad. Fue poco antes de irme al ejército, en las semanas libres que tuve desde que terminé el curso y empecé el campamento para reclutas. Recuerdo que me quedé mirando a una madre que iba a recibir a su hijo. Al reunirse con él no dejó de acariciarle el pelo grasiento con las manos. El hijo parecía cegado por la luz fluorescente. Llevaba ropa sucia, una camisa a rayas y pantalones bombachos rojos. Recuerdo a una pareja joven en la cola de embarque. Hablaban en inglés y no dejaban de mirar sus billetes de avión. El chico arrastraba una maleta rosa con ruedas y le acariciaba el hombro a la chica con la otra mano. Una guardia de seguridad joven que llevaba un uniforme azul y un pañuelo con estampado de leopardo anudado al cuello iba pasando por la cola, preguntando siempre lo mismo: «¿Ha hecho usted mismo el equipaje? ¿Alguien le ha dado algo para llevar en el avión? Lo pregunto solo porque se han dado casos en que a la gente les daban paquetes con aspecto inocente y resultaron ser bombas». Cada vez que se dirigía a alguien parecía sincera, pero nadie confesó.

Yo ni siquiera tendré que hacer preguntas. Según mi tío, el trabajo que me ha conseguido consiste solo en sentarme detrás de una mesa entre los mostradores de facturación y el
duty-free
vigilando que no pase nadie sospechoso. Estaré horas y meses y días viendo a gente que se va. Y todos parecerán sospechosos. Siempre es sospechoso que alguien se vaya. Yo nunca me iré. Cuando acabe mi turno, cogeré el tren a Tel Aviv y dormiré sola. Volveré al día siguiente. Y así haré lo contrario de irme. La gente que me vea en el tren y no reconozca mi uniforme, los recién llegados, los visitantes, quizá piensen que voy al aeropuerto para subirme a un avión y marcharme. Ni siquiera tendré que fingir. Lo pensarán igualmente.

 

Cruzamos el olivar para llegar a la casa de Miller. Había oscurecido y la única luz era el resplandor anaranjado del fuego a lo lejos, en los campos. Yo llevaba el bidón de gasolina. Los olivos nos rodeaban de vida. Estábamos borrachas, pero nos sentíamos más borrachas de lo que estábamos. No eufóricas exactamente, pero durante unos minutos sentimos que no nos limitábamos a esperar. Había hojas plateadas por todas partes; las ramas retorcidas se enjambraban alrededor de nuestros cuerpos. Los troncos estaban clavados al suelo por las raíces, pero a cada paso que dábamos los árboles parecían más cercanos, animados, impacientes. Las explosiones de los misiles cesaron.

Lea echó a correr y se tropezó, levantó los brazos para mantener el equilibrio y se detuvo junto a un árbol. No el árbol muerto, sino uno vivo y de poca estatura.

—Piensa en este árbol —me dijo.

Así que lo hice. Me puse delante de Lea y, mirándola a la cara, pensé en aquel olivo.

Lea explicó muchas cosas con frases rápidas, improbables. Dijo que el árbol vive, y vive y vive y vive. Miles de años. Las moscas atacan sus frutos y le mordisquean las ramas y el árbol cree que va a morir, pero no muere. Vive, y luego las bacterias hacen que le crezcan tumores, que crezcan desde dentro, peligrosa y lentamente sin que nadie lo sepa, y el árbol otra vez cree que va a morir, pero no muere; vive y vive. Se queda, se queda para siempre.

—Duele —dijo Lea, pero vi que sonreía. Distinguí sus dientes separados en la oscuridad—. Duele estar en medio de estos árboles. ¿No sientes que desbordan de vida?

Estiré los brazos en el aire intentando sentir sus palabras.

 

Una vez fingimos que éramos reporteras. Hace diez años, cuando Lea aún no era fría con Avishag y conmigo e íbamos juntas, un día fuimos al mar y fingimos que éramos reporteras y nos pusimos a preguntar qué pasa por la mañana. Estuvimos el día entero preguntando lo mismo. No a una sola persona, sino a un montón de gente. Me estaba chupando la sal de la punta de la trenza cuando Lea se lo preguntó a la primera persona.

—Oiga, señora, la del bañador —gritó Lea. Corríamos detrás de una señora en la playa de Nahariya. Avishag se quedó en la toalla. Cuando jugábamos a fingir cosas en público a ella le daba vergüenza.

—¡Eh, señora, la del bañador! ¡Oiga! —gritó Lea, más fuerte.

La señora se volvió.

Éramos crías y a la señora le dimos pena.

—Perdone. Perdone —dijo Lea. Siempre se disculpaba antes, nunca después—. Pero oiga. Somos reporteras, y queremos saber una cosa: ¿qué pasa por la mañana?

En aquella época Lea me soltaba la mano, rápida y distante, y yo no me daba cuenta hasta más tarde.

—¿Cómo que «qué pasa por la mañana»? ¿Es que mañana es festivo? —dijo la señora. La señora no entendía a qué se refería Lea.

Lea tampoco, pero le hizo la misma pregunta a un hombre que fumaba un cigarrillo. El hombre dijo que por la mañana nos levantamos. Nos lavamos los dientes. Vamos a trabajar o al colegio.

Yo no sabía qué quería decir Lea, pero le hice la pregunta a una mujer que comía sandía y dijo que quizá la estaba confundiendo con otra persona, porque no sabía de qué le hablaba y no sabía qué esperaba yo que hiciera por la mañana. Le dije que no la estaba confundiendo con nadie, y me insultó porque no era una mujer, sino una chica joven.

¿Qué pasa por la mañana?, preguntamos una y otra vez. A más de treinta personas. A algunos les explicamos que era para el periódico del colegio. A otros les dijimos que era una encuesta para un programa infantil. No nos reímos ni una vez. Recuerdo ese día; fue tan bueno como comer espaguetis después de nadar.

Volvimos tarde al pueblo haciendo dedo, ya de noche. Esperamos en la esquina durante horas, sonriendo sin hablar. Entonces aún no nos asustaba nada. No hubo explicaciones de por qué hicimos a tanta gente aquella pregunta, no esperábamos la respuesta correcta. Dios no planeó aquel día para nosotras. Fue tan al azar que solo Lea pudo haberlo planeado. En el asiento trasero del coche que nos recogió, Avishag se quedó dormida en cuanto nos montamos, pero Lea y yo estábamos tan eufóricas que no podíamos parar de balancear los pies. Lea me hundió los dientes en la mano mucho rato para no ponerse a rugir sin querer. Así de viva la vi aquel día. Me dejó los dientes marcados.

 

La puerta de la casa de Miller no estaba cerrada con llave. Entramos sigilosamente. Intenté no hacer ruido, pero Lea se puso a recorrer las habitaciones como si la casa fuera suya, sin titubear. Había algunos juguetes desperdigados en la alfombra; juguetes caros, relucientes.

Miller estaba sentado a oscuras junto a la mesa de la cocina. Se pasaba un plátano de una mano a la otra, lo cogía al vuelo y lo volvía a lanzar. No levantó la mirada de la mesa, aunque estábamos tan cerca que debía de habernos visto. Éramos intrusas. En la mesa había varios platos con guisantes, carne rebozada y ensalada; los tenedores estaban a un lado de los platos, pero la comida estaba casi intacta, abandonada a medias.

—Miller —dijo Lea—. Hemos venido a rociarte de gasolina. Igual que le hiciste tú al olivo —hablaba con voz firme y los pies bien plantados en el suelo. No me miraba. Miraba fijamente la cabeza gacha de Miller. La coronilla calva.

Miller continuó lanzando el plátano, sin quitarle ojo. No nos miró.

Cuando habló, su voz me dio miedo. Era una voz irritada, como si viniera de lejos, de un lugar donde yo nunca había estado.

—Ah, estas meshuganas... —dijo—. Estáis más locas de lo que creía. ¿Finalmente, después de todos estos años, venís a prenderme fuego? —preguntó.

—Mataste al olivo —dijo Lea—. Tenía miles de años, y le echaste gasolina después del Bar Mitzvá.

—¿Que hice qué? ¿Por qué iba a echarle gasolina? Si apenas nos alcanzó para mantener vivo el fuego —dijo Miller.

—Es lo único que puede matar a un olivo. Es lo único.

—Bueno, qué más da, cría de mono. Préndeme fuego. Mi mujer se ha ido. Se ha llevado a los niños —empezó a pasarse el plátano de una mano a la otra más rápido—. De hecho es perfecto, es lo que tenía que pasarle a cualquiera que se quede en este país —dijo—. No me asustáis.

—¿Le ha dejado por los carteles que pusimos? —pregunté antes de poder contenerme. Lea me miró desconcertada. Dio un paso hacia mí. Hablar con Miller de su mujer no formaba parte de su plan, pero yo tenía curiosidad, una curiosidad infantil.

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