La gente como nosotros no tiene miedo (6 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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Pronto las dianas son constantes. Una constelación de cinco estrellas alrededor del corazón.

Mientras volvemos, pasando uno tras otro los campos de tiro, le pregunto lo que me ha estado rondando la cabeza.

—Boris, ¿cómo demonios conseguiste pasar la instrucción militar sin aprender a disparar?

Se para en seco, me mira y encoge sus anchos hombros.

Le pongo una mano en un hombro, a distancia.

—Bueno, estoy orgullosa de ti.

Está apenas a un paso de distancia. Podría acercarme y besarlo, pero no lo hago.

Me besa él, luego da un paso atrás y levanta los brazos, interrogante.

Lo miro a los ojos. En ese momento sus ojos para mí son manzanas. Pienso en manzanas, las huelo, y no pienso en Moshe; solo oigo sus gritos. «Más, más, más, más, más.»

Y entonces Boris. Veo en sus ojos deseo, el deseo de querer de verdad una sola cosa.

A mí.

Antes de quitarme el uniforme, saco la botellita de cristal de aceite de vainilla que le quité a Dana y la dejo con cuidado en la arena, para que no se rompa.

No lo hacemos en una de las casetas de tiro. Nos desnudamos en la arena. Los movimientos de Boris son torpes y titubeantes y jóvenes e inexpertos.

Y no tiene miedo.

Nuestros cuerpos se imprimen en el suelo, revuelven y mezclan tanto la arena que cuando acabamos no consigo encontrar la botellita de aceite de vainilla. La verdad es que tampoco me entretengo mucho en buscarla.

Después de ponernos otra vez los uniformes, miro a Boris, enmarcándolo con la arena de fondo. Así es como quiero recordarlo. Joven, ancho de espaldas, victorioso, muy cerca y sin embargo un poco lejano.

Le pongo una mano en el hombro, igual que antes.

De pronto echa a correr y se mete en una de las casetas del campo de tiro. Siento su hombro deslizarse bajo mi mano, y por un momento la dejo allí, suspendida en el aire.

Pum.

Pum.

Pum.

Pum.

Los chicos,
pienso.
Los chicos. Boris les ha disparado.

Y mi respiración se corta a la entrada de la garganta.

Entonces echo a correr. También yo sé correr.

—Solo son niños —le grito dándole patadas, y acabo saltándole encima sobre el cemento.

—Cuando ves individuos sin uniforme en una base, disparas —dice—. Es el protocolo, ¿no?

Su voz pierde intensidad a medida que mis pasos me alejan de él.

No disparas a unos chicos, ¿es que nadie se lo ha enseñado? Qué se suponía, ¿que debía enseñárselo yo?

Las paredes del estómago se tensan, y me duele el pecho de tanto saltar de un lado a otro en mi carrera errática. Al llegar al pie de una colina me detengo y lo oigo. Una risa ahogada, justo debajo de mis pies. El sonido escurridizo de un humano diminuto. Aprieto un botón de mi reloj y por la arena se esparcen pequeños círculos de neón.

Por el rabillo del ojo veo, en el interior de una grieta en la tierra, al niño más hermoso que he visto nunca. Está encogido sobre sí mismo, como una sorpresa a punto de estallar.

Aunque finjo que no le veo, me fijo en los detalles.

—¿Hay alguien? —grito al aire.

Advierto que tiene la piel oscura y el pelo revuelto, que sus brazos son más largos de la cuenta. Advierto que es apenas unos años menor que yo. Que aunque se esconda bajo mis pies, está más lejos de mí que cualquier cosa que haya deseado nunca antes. Los chicos, en su mejor versión, son tan simples como la vida misma. Quieren lo que quieren, y van y lo cogen, con paso firme, seguros de sí mismos, adorables, todos igual.

Me quedo allí de pie, estirando los brazos como si buscara a tientas, y el chico cree lo imposible: cree que aún no lo he visto. No se mueve; está esperando a que me vaya. No sabe que estoy ahí observándolo, contenta, con todas mis esperanzas cumplidas de repente.

Los codos del chico asoman entre los tallos espinosos de la pimpinela. Cuando miro hacia arriba, las montañas se funden con el cielo detrás de nosotros, como si se comieran entre sí o se casaran. Quizá he sido yo quien le ha dado a Boris las fuerzas para matar al chico. Mi cuerpo todavía conserva el olor de Boris, y esos pocos minutos en que hemos mezclado la arena debajo de nosotros siguen rondándome como si aún hubieran de desvanecerse. Y a pesar de todo Boris no consiguió matar al chico, no lo ha matado, y el chico ahora es una sorpresa, mi sorpresa muda en el interior de una grieta de la tierra. Si pudiera, lo miraría a los ojos para siempre; pero solo dispongo de una fracción de segundo para advertir su presencia, y por el rabillo del ojo.

Pestañeo.

Cuando abro los ojos, el chico se ha ido. Las montañas me devuelven el eco de su exasperante risa: «Te tengo, te tengo, te la he pegado», imagino que cantan los ecos de sus carcajadas. Respiro hondo llenándome los pulmones de aire, y entonces lo huelo, el rastro del olor de algo que estaba y que desapareció. Vainilla.

Se ha llevado la botellita de cristal. Ese chico. Imagino su asombro: «¿Para qué sirve esto?», le preguntará a su madre, mientras ella corta cebollas, unas cebollas que él ha robado para ella, sobre la encimera de la cocina. Y sostendrá el frasquito abierto para olerlo y pensará unos instantes, hasta que sus ojos sepan el único uso que puede tener el perfume de vainilla en una botella. El chico será el único que lo sepa. No yo. Se ha llevado mi botella de cristal. ¡Se la ha llevado! Contengo la risa, con la esperanza de captar el roce de su cuerpo contra los arbustos, el tintineo de los casquillos de las balas en una bolsa de plástico.

Control

 

Dije que no. Que estaba cansada. Yaniv me preguntó si quería inspeccionar los coches en lugar de revisar a la gente, pero dije que no. Dijo que estaba harto de agacharse. Dijo:

—Lea, si tuvieras buen corazón, dirías que sí y te compadecerías de mí, porque tengo mal la espalda y problemas en casa.

Pero dije que no. No, y que de todos modos no tenía por qué agacharse y meter la cabeza por la ventanilla de los coches, porque iba contra el reglamento. Entonces me llamó puta rusa, aunque soy medio marroquí, medio alemana.

Eran las cuatro de la mañana, y la cola de obreros de la construcción palestinos delante del control de Hebrón se perdía hasta donde no alcanzaba la vista. Eran centenares, esperando a que los soldados de la unidad de tránsitos abriéramos las puertas metálicas giratorias y les franqueáramos el paso. Todavía faltaba una hora para que pudiéramos empezar. Según el reglamento, abríamos a las cinco. A mediodía cerrábamos. No era algo que decidiéramos nosotros.

Me tenía que tocar a mí que el primer y único año de mi servicio en la unidad de tránsitos fuera justamente uno de los años en que el gobierno cerró la entrada a los obreros temporales filipinos e indios, con lo que Israel volvió a necesitar mano de obra palestina para la construcción. Los necesitábamos, pero también teníamos un poco de miedo de que nos mataran, o, peor aún, de que se quedaran para siempre. A veces a los palestinos les daba por hacer una de esas dos cosas. Y por eso estaba yo ahí. Era responsable de comprobar que los peones llevaran un permiso que aseguraba que no eran de los típicos que se quieren quedar en Israel para siempre o que intentan matarnos. El permiso decía que solo podían permanecer allí durante el día. Por la noche tenían que abandonar Israel y volver a los territorios. Tenían que vernos a diario, si cumplían con lo establecido. Y nosotros teníamos que verlos también.

También me encargaba de comprobar que no llevaran armas, ni el cuerpo cargado de explosivos para inmolarse. Estábamos allí para detectar lo que el gobierno quería que detectáramos, posibles peligros, pero aun así yo solo me fijaba en lo que me fijaba. Y eso era así porque no me daba cuenta de que era una soldado. Pensaba que seguía siendo una persona.

Fadi, la primera persona en la que me fijé aquel día, estaba casi al principio de la fila. Me fijé en él porque, aunque no le veía la cara, aunque todos estaban demasiado lejos para tener cara, supe que me miraba como si yo hubiera tomado una decisión. Una decisión atroz. Un error futuro que todavía no había cometido, pero que de todos modos ya no podía reparar. Mantenía en alto su barbilla ganchuda, como destinada a no moverse jamás, señalándome de frente, igual que un ojo. A esa distancia no podía verme muy bien la cara, pero juro que entonces supe que ya me había elegido.

En la carretera de asfalto junto al control, los coches hacían cola.

Yo no había decidido estar allí, ni llevar aquella boina azul. Yo no quería esto. Dije que no.

 

Antes de entrar en el ejército no lo sabía, pero básicamente había tres clases de controles, y el mío pertenecía a la más absurda de las tres. Se ponían controles en mitad de una población palestina, o de una carretera principal, como la ruta 433, que unía una ciudad palestina con otra; ahí los soldados revisaban a la gente en su propia tierra. Aunque pueda parecer una locura, es en esos lugares donde se encontraban la mayor parte de las bombas y las armas. Otros se encargaban de examinar los permisos médicos de la gente que solo podía acceder al tratamiento que necesitaba en nuestros hospitales. Incluso cuando llegaba una ambulancia con la sirena aullando, y la persona enferma aullara también, la revisaban, por lo que pasó con aquella mujer embarazada cuando yo iba a cuarto de primaria. La que llevaba un feto de nueve meses en el vientre y una bomba de treinta centímetros de diámetro debajo de la camilla. Esos dos tipos de controles eran una prueba de que no pensábamos malbaratar nuestras vidas; mi puesto de control, en cambio, era tan solo una prueba de que no queríamos malbaratar nuestras casas, y de que la rabia de los palestinos podía comprarse, la misma rabia profunda que a veces nos mataba.

Casi todos los días había trabajadores en la cola que no pasaban el control, y los contratistas israelíes que esperaban al otro lado insultaban a los soldados. Y los obreros palestinos nos insultaban también. A mí normalmente me llamaban puta rusa, salvo una vez que alguien me llamó zorra alemana. Eso me hizo sonreír, aunque solo un momento.

 

La semana antes del día en que vi a Fadi por primera vez, uno de los contratistas israelíes me siguió detrás de las dunas de arena donde acababa de mear y me preguntó por qué había solo cinco soldados revisando a la gente, mientras que para inspeccionar los coches había diez. Dijo que cada vez que uno de nosotros iba a mear la cola se retrasaba y que no era muy profesional, que un hombre de negocios como él no tenía por qué estar sujeto al capricho de la vejiga de una adolescente. No me pilló con los pantalones bajados, pero una mancha de humedad en la arena mediaba entre nosotros. No supe qué responder.

—Yo no trabajo para usted —le dije al contratista. Pensé que me insultaría, pero en lugar de eso me hizo otra pregunta, que fue peor.

—Entonces ¿para quién trabajas?

Cuando bajé la mirada en silencio, vi que había moscas de la fruta revoloteando alrededor de la mancha de humedad.

 

Empezaba a acercarse la hora de abrir el paso de los palestinos a Israel. Por los altavoces oí el canto del muecín de Hebrón llamando a la oración, mientras despuntaban los primeros rayos de sol como líneas de tinta. Estaba tan cansada que me tuve que abofetear la cara para no dormirme de pie.

Cuando estaba así de cansada sentía un odio muy grande, sobre todo hacia mí misma. La acidez me daba vueltas en el estómago y me subía por la garganta, notaba la mezcla del aliento apestoso y el olor a dentífrico en mis dientes amarillentos. Odiaba verme tan desaliñada, como una cría ahogándose en un uniforme caqui, jugando a los soldaditos. Odiaba que, aunque llevara un chaleco antibalas y pareciera una niña agarrada a un fusil, tenía los pechos tan grandes que no había manera de disimularlos. Odiaba un montón de las cosas que había dicho, mucho tiempo atrás, mentiras que conté una vez borracha en una fiesta del instituto, una fiesta que hubiera debido parar y no paré cuando estaba en último curso. Y sobre todo odiaba las conversaciones estúpidas con las chicas etíopes y marroquíes de mi unidad, cuando por la noche salíamos de los barracones y nos fumábamos la vida hasta altas horas de la madrugada. Eran aún peores que las chicas del instituto.

Levantarse cada mañana era una tragedia, como matar a tu propia madre, o perder la virginidad con un tío con el que solo te vas a acostar una vez, y darte cuenta de lo que has hecho cuando no te queda más remedio que abrir los ojos. Las paredes me aporreaban los ojos y la cabeza y el cuello como si me despertara dentro de un radiocasete blanco y resplandeciente. Y la música nunca me gustaba. Hubiera dado cualquier cosa por dormir, o eso creía. El problema era que por la noche volvía a olvidarme de cuánto estaba dispuesta a dar, y me asustaba esa cama en la que cada mañana tenía lugar la tragedia. Me iba a dormir solo cuando no me aguantaba despierta.

Si pudiera quemaría la boina azul. Pero la llevaba sobre la cabeza.

Más hombres. Más hombres. Más hombres.

Aquel día quise decir que no daba para más y exigir que me dejaran volver a mis sueños mediocres, pero mi turno acababa de empezar. Las puertas se abrieron y las barras metálicas empezaron a girar a medida que los hombres pasaban por la máquina que accionaba una luz roja o verde, y esperaban luego al otro lado de la barricada de hormigón que nos protegía a mí y a los otros cuatro soldados que comprobaban sus documentos y sus bolsas.

 

Mi hermana mayor, Sarit, me dijo que si insistía lo suficiente, en la oficina donde asignaban los destinos cederían. Que lo único que tenía que decir era: «No pienso ir, no pienso ir, no pienso ir». Incluso me advirtió expresamente que lo peor era que me colocaran en una unidad de la policía militar y me hicieran llevar la horrible boina azul. Ningún otro soldado querría jamás hablar conmigo, porque lo único que verían sería mi boina azul y temerían que tuviera la autoridad para denunciarlos y abrirles un expediente por llevar una goma del pelo roja en lugar de una negra o verde oliva, o por llevar la casaca encima del uniforme, o por cruzar la carretera con los auriculares puestos, o por cualquier gilipollez sobre la que los soldados de la policía militar fueran responsables de dar parte acerca de los demás soldados.

Cuando le dije que se callara, mi hermana dijo que para acabar en la policía militar había que ser imbécil. Que no era el único destino que había que evitar, y que por supuesto el mejor cuerpo del ejército era el suyo, paracaidismo, y le dije otra vez que se callara.

—Quizá te digan que te van a meter en la cárcel. Que nadie querrá contratarte después de eso. Que mamá y papá te repudiarán. Que nunca encontrarás el amor. Que nunca tendrás un hogar. Te digan lo que te digan, tú sólo di: «No pienso ir, no pienso ir, no pienso ir», y al final verás cómo te destinan a otro puesto y...

—Basta. ¡Cállate! —le dije.

En la oficina de asignación de destinos, el día en que me llamaron a filas, la oficial habló antes de que me sentara.

—Policía militar —fue lo que me dijo, por supuesto. Naturalmente—. Es el único campamento de reclutas que tengo disponible esta semana.

—No pienso ir —dije.

—Eso dice todo el mundo —dijo la oficial, y se cruzó de brazos. Sonreía.

—No pienso ir. Soy inteligente. Tengo buenas notas. Puedo servir de traductora.

—No tengo destinos en los servicios de inteligencia. Solo dispongo de los destinos que me dan, y lo único que me queda es policía militar. Además, están intentando diversificar la unidad, parece que quieren hacerla más diversa desde un punto de vista socioeconómico, y tú tienes unas notas excelentes.

—Quieres decir que ahí no todos saben leer. No pienso ir. No tengo ganas de pasar dos años de mi vida en una estación de autobuses abriendo expedientes a soldados que llevan los calcetines amarillos —dije. Tenía miedo, vergüenza de sentirme tan segura de mí misma. Era mi primer día de soldado. Tenía dieciocho años y estaba llena de rencor. Después de la graduación, cuando ya no hubo chicas con las que ser mala, leía mucho y seguía series estadounidenses sofisticadas:
El ala oeste de la Casa Blanca,
Sexo en Nueva York
. Qué suerte la mía que me reclutaran la última, al azar.

—Mira, si físicamente lo resistes, tendré que meterte en la cárcel unas cuantas semanas, que no se descontarán del tiempo de servicio obligatorio, y cuando salgas volveré a destinarte a la policía militar.

—No pienso ir. No pienso ir.

—La policía militar no solo consiste en dar parte sobre las faltas de indumentaria. Desempeña un papel muy importante, en serio. Hay distintos tipos de soldado para cada cosa. Te gustará, te lo garantizo.

—Pero es que no pienso ir —repetí. Cuando lo decía, estaba convencida.

—Y tanto que irás —dijo la oficial.

—No.

—Tus padres no volverán a dirigirte la palabra.

—No.

—Nadie querrá contratarte.

—No.

—Lo lamentarás.

—No pienso ir.

Al final fui, porque la oficial lo sabía antes de que yo lo supiera. Y lo había sabido desde el principio.

 

Fadi, el hombre en el que me fijé aquel día, en realidad no tenía nada de especial, o eso pensé hasta que me detuve a mirarlo y pensé con detenimiento. Hacía varios meses que no pensaba con detenimiento, así que había perdido la práctica.

El suyo fue uno de los primeros documentos de identidad que revisé aquella mañana. Pasó por la máquina con la cabeza gacha y dejó el documento sobre la barricada de hormigón. Era una tarjeta verde que decía que su nombre era Fadi. Dentro del documento de identidad estaba la hoja blanca del permiso. Aunque manchado, estaba en regla, era el permiso para trabajar en la construcción, el único que nos autorizaban a aceptar en aquel control, aparte de los permisos médicos. Señalé la bolsa de plástico que llevaba.

—¿Qué hay ahí? —le pregunté.

—¿Qué hay ahí? ¿Qué va a haber? Comida. Pan de pita —contestó Fadi. Su voz explotaba en las vocales.

—¿Puedo verla? —pregunté, señalándola con la mano. No siempre revisaba todas las bolsas. Se suponía que había que revisarlas al azar, así que por lo común echaba un vistazo cada tres o cinco bolsas, pero de pronto no quise que aquel hombre se alejara de mí. Había algo en él que no acababa de encajar. Llevaba ropa común, una camisa vieja abotonada de arriba abajo que pretendía revestirlo de dignidad pero solo acrecentaba su tristeza, con un cuello que se burlaba de su rostro exhausto y mal afeitado.

Unas ojeras oscuras subrayaban sus ojos y le asomaban pelos por los orificios de la nariz. Olía a sudor y aftershave. Era como los demás, pero no podía ocultar cierta inquietud. No quería estar allí. Aunque casi parecía que no estuviera, estaba. Agarraba la bolsa de plástico y casi parecía no estar allí pero estaba y sentí que mis ojos no paraban de moverse.

—¿Puedo verla? —le pedí de nuevo. Me puse a llorar, pero era un llanto físico, por el agotamiento y el viento que me azotaba la cara. Lloraba constantemente, pero era un llanto físico. El hombre, Fadi, seguía sin querer soltar su bolsa, y en ese momento supe, decidí, que aquella noche dormiría pensando en él. Aquel hombre tenía algo, no sabía qué, que me ayudaría a dormir.

Fadi sacudió la bolsa de plástico y los panes de pita cayeron sobre la arena como si fueran hojas. No era la primera vez que un hombre reaccionaba así, pero entonces fue distinto, vi hasta qué punto le dolía lo que le había pedido. Detrás, Yaniv metió la cabeza por la ventanilla del coche de uno de los palestinos y se puso a charlar. Una charla muy trivial, estaba segura.

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