La gente como nosotros no tiene miedo (2 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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No hay ninguna casa libre

 

Si escribes en el cuaderno de alguien, también irías a su fiesta si te invitara.

Cuando llegamos a la antena estoy casi segura de que ha sido Dan quien ha escrito en el cuaderno. Ha escrito entre mis definiciones de «hijos de los RPG» y «FAI». Supongo que aún me importa. Supongo que a él todavía debe de importarle.

Entiendo que no parezca muy verosímil, pero sé que ha entrado tan campante en la clase igual que Superman, ha escrito en el cuaderno mientras yo estaba en el lavabo y luego ha salido como si nada por la puerta del colegio. Le preguntaría a Avishag si su hermano ha venido mientras yo no estaba, y no entiendo por qué no me lo dice ella misma, pero también sé que debe de tener sus razones: la gente con hermanos tiene sus razones. Además solo estoy casi segura, y eso es mejor que arriesgarse a saber algo que no se quiere saber.

No puedo creer que no se nos haya ocurrido buscar cobertura al lado de la antena de telefonía móvil. Estamos tan cerca que el poste nos protege del sol desde lo alto del peñasco, y gritamos, porque la señal es tan débil que a la gente le cuesta oírnos bien.

Muchas cosas son difíciles de encontrar en este pueblo. La intimidad, el transporte público, la leche entera. Y la más difícil de todas es una casa libre. De vez en cuando los padres de alguien se retiran a descansar al pueblo de al lado por cortesía de la fábrica, se dan masajes y nadan en la piscina del hostal, pero a mi familia no le ha tocado nunca, ni a la mayoría de gente a la que conocemos. En general los padres van a tomar el café a casa de otros padres y acceden a no volver hasta después de las once, y los hermanos latosos acceden a que se queden amigos a dormir. Así es como se crea una casa libre donde tomarse unas cervezas y fumar y besuquearse sin pasar vergüenza.

Por lo visto no hay ninguna casa libre para montar una fiesta con los de nuestra clase esta noche. Ni una sola.

Ya hemos llamado a doce personas y tenemos cercos de sudor debajo de las axilas, pero no nos podemos ir a casa, porque en mi casa está mi hermana y en casa de Avishag está su hermana, y no podemos dejar que nos oigan planeándolo todo, igual que dentro de dos años ellas tampoco nos dejarán oírlas cuando planeen sus fiestas. Además, desde que Dan ha vuelto no voy nunca a casa de Avishag. Ella no me deja.

Si fuéramos a mi casa mi hermana se enteraría, y ella es lo peor. Con los teléfonos fijos se oye todo. Cuando mi madre habla por el fijo, aunque sean las tantas de la noche, oigo todo lo que dice, incluso cuando susurra, y también si llora.

—¿
ESTÁS SEGURA
? —hablamos a gritos por el móvil.

Sí, Tali Feldman está segura. Su madre no quiere dejarla hacer una fiesta cuando no hay nadie en casa porque le preocupa que los amigos de su hija rompan más piezas de su juego de té rumano, y la madre de Noam no quiere que su hija haga una fiesta cuando no hay nadie en casa porque le preocupa que su hija traicione su confianza, y la madre de Nina no quiere que su hija haga una fiesta cuando no hay nadie en casa porque le preocupa que los amigos le rompan el himen a su hija, porque tira un poco hacia el lado religioso.

También nos enteramos de que Lea va a hacer una fiesta, de que tiene la casa libre porque su madre y su padre van a darse un masaje al pueblo de al lado, pero que su madre dice que no estoy invitada porque la última vez rompí una vasija de castaño y Lea le contó que fui yo. La verdadera razón es que Avishag y yo somos las únicas que no estamos superacojonadas de Lea porque jugábamos con ella antes de que fuera de superjefa, cuando todavía jugaba con la gente en lugar de manipularla.

Aquella noche en el banco le conté a Dan todos mis secretos. Uno de ellos era que Avishag y yo todavía jugábamos con muñecas. Era algo que manteníamos en secreto desde quinto, no se lo contábamos ni a Lea. En realidad era mejor jugar a muñecas cuando estábamos en séptimo, porque pensábamos en cosas que no se nos ocurrían de pequeñas. Las muñecas podían vomitar helados amarillos encima de otra muñeca antes de quemarla. Podían inventar una cura para el cáncer, o empezar a fumar, o ir a la facultad de Derecho. Era muy divertido.

Cuando Avishag descubrió que le había contado a su hermano a qué jugábamos, entró en clase a las ocho de la mañana y fue directa a mi mochila, tiró mi sándwich al suelo para que todo el mundo lo viera y lo pisoteó sin dejar de chillar. Los tomates embadurnaron el suelo de un jugo amarillo y rojo después de que saltara sobre ellos.

—¡Asquerosa! —gritó—. Es mi hermano, tarada. ¡Puta, tienes novio! ¿Quién te crees que eres? Ni siquiera te conozco —entonces también fue raro que dijera palabrotas.

Durante un tiempo actuamos como si no nos conociéramos, porque era verdad, eso no iba a discutírselo, aunque había llegado un punto en que ya no sabía si conocía a alguien. Emuna ocupó el asiento de Avishag a mi lado en clase. Avishag se puso al lado de Noam.

Luego Dan se fue al ejército. Era normal, porque tenía dieciocho años, igual que fue normal que Avishag y yo olvidáramos lo que había dicho de él. Pero ahora sé que Avishag cree que ni siquiera me conoce. Siempre lo sabré.

—¿Los hijos de los RPG son aquellos proyectiles pequeños que no necesitan lanzador? —me pregunta antes de alejarnos de la antena.

—No —le contesto—. Tú hablas de unas granadas de mano soviéticas que también se llaman RPG, pero ya nadie las usaba en la guerra de la Paz de Galilea. Hablas del pasado. Luego te dejo copiar las definiciones.

 

 

Dentro de mi habitación

 

A eso de las cuatro de la tarde bajamos de la colina de la antena y nos vamos a casa sin haber podido encontrar un lugar para hacer una fiesta. Mi madre suele volver del trabajo a las cinco. Hasta que llega veo el canal infantil nacional.
Chiquititas,
Franny y los zapatos mágicos
y
El jardín de las sorpresas.
Programas para los que incluso Avishag me vería mayor. Al oír el coche de mi madre voy corriendo a mi habitación, me tumbo en la cama y me quedo mirando el techo. No llama para preguntarme qué tal estoy, y me alegro, porque lo único que quiero es un poco de tranquilidad.

La oigo susurrando al teléfono. Me paso una hora mirando el techo, quizá dos, intentando imaginar cómo sería que me obligaran a mirar este techo toda la vida. ¿Qué clase de detalles percibiría?, me pregunto, y de pronto la voz de mi cabeza suena igual que la voz de Mira, la profesora de historia, la madre de Avishag, y luego resulta que es mi madre, y está en mi habitación. Tiene los dientes manchados de nicotina y la espalda encorvada.

—No puedo seguir así —me dice—. Necesito un poco de ayuda.

No le contesto. Yo sí que necesito ayuda. Si quisiera sabría que necesito una casa libre para hacer una fiesta y poder invitar a Dan esta noche, pero solo sabe lo que a ella le da la gana.

El lunes pasado me preguntó si estaba segura de que no quería probar el sándwich con un poco de pavo.

—Llevo cinco minutos llamándote a gritos para que cojas el teléfono —dice, y me lo da—. No puedo seguir viviendo en una casa donde se me trata como a una criada.

—Yael, ¿estás ahí? —me pregunta Avishag por teléfono.

—Qué, ¿al final la madre de Nina le da permiso para hacer una fiesta? —le pregunto.

—Escucha —dice—. Dan se ha caído y se ha golpeado la cabeza.

 

 

Y dicen que a la ruleta rusa

 

Me pasé toda la noche al teléfono con Avishag. Todas las demás chicas se quedaron en la fiesta de Lea. Hizo que todo el mundo se quedara incluso después de enterarse de que a Dan le había pasado algo. A mí eso me daba igual. Tampoco me importaba que mi madre o mi hermana o mi padre me oyeran hablando por teléfono. Al principio la cosa era que Dan se había dado un golpe en la cabeza y Avishag estaba preocupada, y luego resultó que se había dado un mal golpe en la cabeza y estaba grave en el hospital pero la madre de Avishag le pidió que no fuese, y luego resultó que se había disparado por accidente en la cabeza, y al final resultó que Dan había ido con un par de compañeros de clase a la colina de la antena de telefonía móvil a llamar a tal o cual chica, pero como ninguna contestaba se pusieron a jugar a la ruleta rusa. Claro, solo los del pueblo tenían cobertura y casi todo el mundo estaba en la fiesta de Lea, fue por eso. A las seis de la mañana resultó que Dan había muerto.

Pero yo no me creo ninguno de esos rumores. Yo creo que subió a la montaña y se voló los putos sesos allí solo. Sin más.

 

 

Madres desaparecidas

 

A las siete de la mañana voy a casa de Avishag. Vive en el número 3 de la calle Jerusalén y yo vivo en el 12, y por eso nos hicimos amigas. Paso por delante de casas idénticas, una tras otra. Paso la casa de Lea, el olivar, luego la casa de los Miller, la familia británica. Todas parecen exactamente iguales, salvo porque la de Avishag tiene el tejado rojo y el de las otras es verde. Además, cuando entras en su casa hay siete estanterías de libros, porque su madre, Mira, es una intelectual, tal vez porque es profesora o porque es originaria de Jerusalén ciudad, no de la calle.

Como Avishag tiene los ojos cerrados, le tapo la nariz para despertarla. Siempre la despertaba así cuando éramos pequeñas, pero de pronto me doy cuenta de que ya no puedo seguir haciéndolo. Ni ahora ni nunca. No me grita cuando se despierta; no dice nada.

Le quito la almohada de debajo de su pelo negro, mojado. La pongo en el suelo, apoyo la cabeza y cierro los ojos.

Me despierto al cabo de una hora. Mientras bajo las escaleras hasta la cocina espero encontrar mi vaso de leche con cacao y cereales preparados en la mesa, pero en la mesa no hay nada. Ni siquiera la leche con cacao y el pan untado con chocolate que Mira le pone por las mañana a su hija pequeña.

Esperaba encontrarlo. Juro que, de todas las cosas, esta es la que más me sorprende.

En casa mi madre prepara por la mañana tomate y té para mí, y pan, tomate y té para mi hermana. Cuando nos levantamos mi madre ya se ha ido, porque empieza a trabajar a las siete. Antes entraba a las ocho y nos podía llevar en coche al colegio, pero cuando empecé la secundaria el pueblo inauguró un servicio de autobús para descongestionar el tráfico matutino y adelantaron una hora el horario de las madres. Ahora siempre encontramos la misma nota.
Lavad los platos después de almorzar
. Deja la comida en la nevera, dos platos tapados con otros platos, arroz con cordero de domingo a martes, y arroz con ocra el resto de la semana. Todo sabe a recién hecho aunque tengamos que calentarlo en el microondas.

Vuelvo a la habitación de Avishag.

—Avishag —la sacudo con fuerza—. ¿Dónde está tu madre?

Avishag sigue con los ojos cerrados. Aún medio dormida, arquea la espalda y se ajusta el sujetador. Pasa sus largos dedos por la cadena de oro, y se la ve tan morena entre las sábanas blancas que casi parece demasiado presente. Entonces de pronto abre los ojos.

—Creo que ha decidido volver a su casa. Dijo que lo haría incluso antes de que nos enteráramos de que Dan... antes de saberlo todo.

—¿Volver a su casa? —le pregunto—. Pero es tu madre.

—Dijo que iba a volver a vivir con mi abuela en Jerusalén. Dijo que no va a seguir criando hijos ella sola para que luego cojan y se peguen un tiro, y dijo que no me ofrezco nunca a lavar los platos, y que ya soy una mujer y que ella...

—Cómo va a irse, no puede ser —le digo—. Vamos, levanta.

Pero Avishag cierra los ojos y me da la espalda, tapándose la cabeza con la sábana, como si fuera una cueva.

 

 

Judaizar Galilea

 

Voy al colegio sola. No sé adónde más podría ir y no quiero seguir viendo cómo duerme Avishag. En la clase hay solo tres chicos, sentados encima del pupitre mientras ven una revista de coches japoneses. Una de las sillas está caída de lado y, como alguien ha derribado la papelera, hay pieles de naranja y hojas de papel por el suelo.

—La madre de Lea también se ha ido —dice uno de los chicos—. Le ha dicho a Lea que ha decidido quedarse para siempre en ese pueblo de los masajes —añade, y se muerde un dedo—. Pero no creo que vaya en serio. Y seguro que Mira, la profesora, también volverá pronto.

—Este es un pueblo de locas de mierda —añade otro. Luego me dan la espalda y se apiñan alrededor de la revista.

Salgo afuera y miro al suelo intentando contener la respiración, pero los cuervos y los sicomoros y los pájaros que vuelan en círculos por debajo del sol dibujan puntos en el asfalto bajo mis pies, que me hacen guiños primero aquí, luego allá, y abro la boca y vomito hasta que consigo levantar de nuevo la cabeza y mantenerla en alto.

No veo un alma en las calles. Cuando construyeron este pueblo hace menos de treinta años, fue porque a alguien se le ocurrió la brillante idea de que había que judaizar Galilea, y en particular la frontera con el Líbano. El gobierno dijo que la región no era más que una sucesión de montañas de arenisca desiertas, y si somos un país no podemos vivir todos en una única zona. Así que cedieron parcelas de tierra casi regaladas a parejas que se comprometieran a trabajar en la fábrica que construyeron en el pueblo, de manera que las parejas tendrían dinero y hogar, y luego tendrían niños.

Lo único en lo que no pensaron fue en que el dinero y las casas crean niños, y que los niños, entre otras cosas, necesitan autobuses. La única manera de salir de aquí hoy por hoy es haciendo autoestop.

Me pongo al lado de la vieja cabina de teléfono a las afueras del pueblo y hago dedo. Primero pienso en llamar a alguien, pero no tengo monedas para usar la cabina.

Cuando para un Subaru rojo, me acerco y huelo el aftershave del conductor, un tipo con barba que está escuchando «Macarena». En serio.

—¿Adónde vas? —me pregunta.

En el suelo, un caracol avanza lentamente hacia mí, dejando un rastro de baba. Pronto llegará la primera lluvia del año. Pronto Avishag y yo terminaremos el instituto. Iremos al ejército. Todos. Incluso la princesa Lea tendrá que ir al ejército. Todo el mundo va.

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