La gran aventura del Reino de Asturias (14 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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El papa Adriano enviará una carta a los obispos españoles condenando el adopcionismo de Elipando. Carlomagno convocará un sínodo en Ratisbona, en 792, al que tuvo que presentarse Félix de Urgel y abjurar de sus ideas; para más seguridad, Carlomagno ordenó a Félix que acudiera a Roma para abjurar del adopcionismo ante el propio Papa. Más todavía, el Papa y Carlomagno acordaron convocar un nuevo sínodo —en Francfort, en 794— para aclarar la doctrina. Aún habrá ulteriores coletazos de aquella querella nacida en España. En su estela brillarán los nombres de Paulino de Aquileya, Alcuino de York, Benito de Aniano… Las grandes cabezas de la cristiandad en aquel tiempo.

Los rescoldos del incendio tardaron en apagarse. Se prolongó durante los diez años siguientes. En torno a esta querella se dibujó rápidamente la independencia de la Iglesia asturiana, que no tardó en zanjar sus vinculaciones con Toledo. Pero aún habrían de pasar más cosas, porque, mientras tanto, Beato de Liébana no paraba de escribir. A él debemos un
Comentario al Apocalipsis de San Juan
, dedicado a su hermano y amigo Eterio de Osma, que figura entre las grandes obras de la cultura española por la belleza de sus iluminaciones; el códice tuvo numerosas copias, a las que se llama generalmente
beatos.
. Y más todavía, Beato de Liébana haría algo que a la postre sería tan trascendental como su querella con Elipando: nuestro monje asturiano fue el primero en revitalizar el culto al Apóstol Santiago como patrón de España.

Así es: en su primera redacción del
Comentario al Apocalipsis
, Beato cita a Santiago como patrón de España. Lo hace escribiéndole un himno, O
Dei Verbum
, que se extenderá con rapidez y que llevará a todas partes el culto jacobeo treinta años antes de que se descubriera la tumba del Apóstol. Esos versos decían así:

Oh, Apóstol dignísimo y santísimo, cabeza refulgente y dorada de España, defensor poderoso y patrono nuestro (…). Asiste piadoso a la grey que te ha sido encomendada; sé dulce pastor para el rey, para el clero y para el pueblo; aleja la peste, cura la enfermedad, las llagas y el pecado a fin de que, por ti ayudados, nos libremos del infierno y lleguemos al goce de la gloria en el reino de los cielos.

El planteamiento de Beato va a ser de enorme importancia para la Reconquista. Por así decirlo, él es el primero que formula la filosofía de la «recuperación de España», a veces explícitamente, a veces de manera implícita. Al igual que el mundo bajo el Apocalipsis, así sufre la España cristiana bajo la férula de Mahoma. La tierra que evangelizó Santiago, el reino hispanogodo, está esclavizada. Su salvación vendrá cuando se restauren la corona y la cruz sobre todas las tierras cristianas. De manera que no sólo Santiago se convierte en norte de esa misión, sino que ahora, además, se traza una clara continuidad histórica entre el reino godo y el reino de Asturias, cosa que a los propios monarcas asturianos debió de parecerles una excesiva osadía.

Es poco probable, en efecto, que los reyes asturianos —Mauregato, Bermudo— se vieran a sí mismos como continuadores del reino godo de Toledo. Pero hubo alguien que sí entendió la enorme trascendencia de estos planteamientos que empezaban a crecer al calor de las palabras de Beato. Ese alguien era un joven príncipe destronado y desterrado en tierras vasconas, Alfonso, que no tardaría en volver a reinar.

El emirato contraataca

Años de cambios. No serán buenos. Mauregato murió en el año 789. Le sucedió Bermudo el Diácono, un hijo del guerrero Fruela Pérez. Un año antes, en Córdoba, había muerto Abderramán I, el fundador del emirato de Córdoba; le sucedió su hijo Hisam I. Con éste, que contaba treinta y un años en el momento de llegar al trono, el paisaje iba a cambiar por completo. Hasta entonces los cristianos rebeldes del norte habían podido gozar de una relativa paz. A partir de Hisam, eso se acabó: el nuevo emir se propone ahogar al núcleo cristiano. Se abre un periodo de largos decenios de guerra.

Abderramán I había dejado dicho que elegía a Hisam como sucesor porque era el hijo que más se le parecía. Eso era verdad tanto en lo físico como en lo moral. Abderramán, de aspecto más europeo que oriental, rubio y espigado, era además inteligente y resolutivo, íntegro y piadoso; Hisam, pelirrojo y pálido, era tan inteligente, resolutivo, íntegro y piadoso como su padre. Abderramán tuvo que emplear la mayor parte de su tiempo en combatir a sus rivales en Al Andalus. Le costó, pero dejó en herencia un emirato sólido y relativamente unido. Hisam, en cuanto se deshaga de los rivales que le disputaban el cetro —sus hermanos Suleimán y Abdallah—, se aplicará a ampliar la herencia de su padre.

No es difícil ponerse en la piel de Hisam, imaginar cuál sería su razonamiento. Tenía bajo su control la porción más grande, más rica y más poblada de la Península. Una vez neutralizadas —o casi— las disidencias de tipo étnico y territorial dentro del emirato, con el apoyo de los fieles Banu-Qasi en el valle del Ebro, Hisam tenía también a su disposición cuantiosos recursos logísticos y humanos sobre los que sustentar una potencia militar nunca antes vista. Enfrente tenía dos enemigos inevitables, Carlomagno y Asturias. Carlomagno, al otro lado del Pirineo, era un poder temible; estaba construyendo una marca fronteriza que representaba una amenaza evidente. Sus anteriores intervenciones en la Península no habían sido demasiado brillantes, pero no cabía descartar —más bien al contrario— que el poderoso rey de los francos volviera a intentar plantar aquí sus banderas.

El otro enemigo cristiano, el reino de Asturias, era mucho más asequible: pequeño y con escasos recursos, con fuerzas militares limitadas, no había que temer de él gran cosa. A Hisam, hombre inteligente, hay que suponerle bien informado. Seguramente sabría de las hondas querellas religiosas que sacudían a la cristiandad española, y para una mentalidad musulmana una división religiosa es sinónimo de una división política. Hisam también debía de tener noticia de los movimientos que empezaban a adivinarse en el norte: pequeñas familias de campesinos, acompañadas de minúsculas congregaciones de religiosos, bajaban al llano y ocupaban tierras. Eran muy pocos, nada que pudiera inquietar al moro. Ahora bien, si Carlomagno intentara amenazar al emirato de Córdoba, era evidente que lo haría apoyándose en ese reducto cristiano del Cantábrico. En consecuencia, se imponía la necesidad de acabar con el reino de Asturias.

El reino de Asturias —seguiría pensando Hisam— se mantiene independiente porque es una fortaleza natural. Se parapeta tras la Cordillera Cantábrica y protege sus espaldas con el mar. Lo agreste del terreno facilita la defensa. Pero esa fortaleza natural tiene dos puertas: una, al oeste, por Galicia; la otra, al este, por el valle del Ebro, donde hoy están Álava y La Rioja. Concentrar todos los esfuerzos en una sola de esas puertas era exponerse a una derrota como las que habían sufrido antes otras expediciones musulmanas, porque permitía a los cristianos condensar su defensa en un sólo punto y rentabilizar al máximo sus escasas fuerzas. Había que sacar partido de la inferioridad numérica del enemigo. ¿Cómo? Atacando por las dos puertas a la vez, por el este y por el oeste, obligando así al rey asturiano a atender dos frentes, y ambos en inferioridad de condiciones. Este será el plan de Hisam.

En Asturias, mientras tanto, nadie se hacía una idea de lo que se les venía encima. Mauregato ha muerto, como ha quedado dicho, en el año 789. Para sucederle se designa a Bermudo, llamado
el Diácono
por su estado eclesiástico. Es Bermudo I. ¿Por qué Bermudo y no otro? Podemos imaginar que la misma facción nobiliaria que había apoyado a Mauregato, llegado el momento de la sucesión, pensó que el que no podía volver bajo ningún concepto era Alfonso: nada más inoportuno que llamar a alguien a quien has derrocado pocos años atrás. Y puestos a buscar sucesor, Bermudo tenía buenos títulos. Hijo —ya maduro— del guerrero Fruela Pérez, nieto de Pedro de Cantabria, hermano del rey Aurelio… El hecho de que fuera diácono no era un obstáculo: un diácono no es un sacerdote, sino un clérigo que ha recibido órdenes menores; a partir de ahí, puede seguir camino hacia el sacerdocio o no, y si no, puede perfectamente casarse y tener hijos, como había hecho nuestro protagonista. Así pues, fue elegido Bermudo.

Al parecer, Bermudo era un hombre culto, generoso y de buen talante; un buen tipo, en suma. Lamentablemente, tales virtudes eran del todo inútiles en este preciso momento. En Córdoba el emir Hisam acaba de declarar la guerra santa. Ha movilizado un ejército enorme. No lo ha sacado de los distintos territorios del emirato, sino que lo tiene localizado en Córdoba. Su padre le había dejado en herencia aquella poderosa fuerza compuesta en su mayoría por esclavos y siervos procedentes de todos los rincones del islam. Hasta entonces, las expediciones moras contra el reino cristiano del norte habían sido incursiones de alcance limitado y con el objetivo fundamental del saqueo. Lo de ahora es distinto: se trata de una invasión en toda regla, ejecutada por unos ejércitos profesionales y bien armados. El objetivo de Hisam no es la ocupación militar de Asturias, sino, más bien, propinar a los asturianos un castigo que no puedan olvidar: asolar sus campos, destruir sus ciudades, esclavizar a sus gentes, capturar a sus nobles y, si es posible, a su mismo rey. Y hacerlo año tras año, hasta doblegar toda resistencia, y que así Asturias se convierta en tierra vasalla del emirato cordobés.

Fue en la primavera del año 791. Varias decenas de miles de musulmanes partieron hacia el norte. Lo hicieron en dos direcciones, según el diseño de Hisam. Conocemos su itinerario. Un grupo partió de Córdoba hasta Toledo, desde allí tomó camino a Zaragoza, donde quizá recibió refuerzos de los Banu-Qasi, y después se encaminó Ebro arriba hasta La Rioja y Álava, la frontera oriental del reino de Asturias. Este ejército del este lo mandaba Abu Utman Ubayd Allah, uno de los primeros partidarios del difunto Abderramán I, de quien había sido primer ministro o visir. El segundo ejército partió también de Córdoba, pero con dirección a Mérida, desde donde subió por lo que hoy llamamos «vía de la Plata» hasta Zamora, Astorga y Galicia. Este lo mandaba otro veterano amigo de Abderramán, Yusufben Bujt, que igualmente había sido visir. No exageraremos si definimos como un
tsunami
la ola que se abatió sobre el reino de Asturias.

El ejército moro del este, al mando de Abu Utman, asoló literalmente toda la margen norte del Ebro desde Álava hasta el puerto del Escudo. Nadie podía oponer resistencia a una marea semejante. Los moros arrasaron la llanura alavesa y Bardulia —el solar original de Castilla, al norte de Burgos— hasta el sur de Cantabria. Abu Utman tenía instrucciones expresas: su ataque debía ser terrorífico. Y lo fue, a juzgar por la delectación con la que la crónica mora cuenta la enorme mortandad causada: «No dio paz a la espada en la matanza de cristianos», dice. Cumplida su misión, volvió por el mismo camino, redoblando el terror. Igualmente avasalladora fue la expedición del oeste, mandada por Yusuf. Entró en Galicia y la devastó a conciencia desde Lugo hasta el Miño. Pero esta expedición iba a tener, además, grandes consecuencias políticas en el reino de Asturias.

Ocurrió que el rey Bermudo, enterado de las incursiones enemigas, decidió actuar cortando a los moros el camino de vuelta. Otras veces había funcionado el ardid: a un ejército victorioso y satisfecho, con la guardia baja, que transita por territorio ajeno, no es difícil tomarlo por sorpresa. Bermudo se aprestó al combate. Movió a sus tropas, comparativamente escasas, pero conocedoras del terreno que pisaban, y se encaminó hacia el Bierzo. Los moros volvían por la vieja calzada romana que lleva de Lugo a Astorga. Bermudo se apostó en algún punto del río Burbia, tal vez cerca de lo que hoy es Villafranca del Bierzo. Cuando vio llegar a los moros, salió a su encuentro. Fue un desastre.

¿Qué pasó? Quizá Bermudo calculó mal los tiempos y dejó a los moros espacio para recuperarse de la sorpresa. O quizá, simplemente, el ejército de Yusuf era tan grande que ni siquiera por sorpresa se le podía acometer. El hecho es que las huestes moras arrollaron a las mesnadas de Bermudo. La mayor parte de los guerreros cristianos encontró la muerte en el combate. El propio Bermudo, a punto de ser capturado, tuvo que huir a uña de caballo. Era su primer combate contra el moro y había fracasado.

Para Bermudo, que era un hombre inteligente y reflexivo, aquella derrota debió de ser una amarga pero caudalosa fuente de enseñanzas. Primero, estaba claro que el emir de Córdoba, con aquella doble ofensiva contra Asturias, se proponía algo más que las ya conocidas expediciones de saqueo. Venían tiempos recios. Segundo, estaba igualmente claro que él, Bermudo, no podía ser el líder militar que en aquella hora crítica necesitaba el reino. Tercero, las derrotas simultáneas en el este y en el oeste, con tan gran pérdida de hombres, difícilmente le iban a ser perdonadas por unos súbditos que acababan de verse envueltos en una marea de sangre y muerte. Así que Bermudo tomó una decisión, quizá la más difícil de su vida: abdicar, renunciar a la corona, después de sólo dos años de reinado.

Fue en septiembre de ese mismo 791, el año de la derrota. Bermudo abdicó. ¿En quién? En Alfonso, el hijo de Fruela y Doña Munia, que seguía esperando su oportunidad en tierras vasconas. Y el todavía joven Alfonso, que reinará medio siglo y pasará a la historia como Alfonso II el Casto, demostrará ser un jefe a la altura de lo que Asturias precisaba.

¿Y Bermudo qué hizo después? Volvió a sus quehaceres eclesiales. Retomó la vida de diácono. Se había casado con una dama gallega, Numila (llamada también Imilo, o Nunilo, o incluso Ozenda), con la que tuvo un hijo, Ramiro, que será rey. Bermudo murió en la paz de Dios hacia el año 797. El destino le permitió ver vengada la derrota del río Burbia. Ahora lo contaremos.

IV
CARRERA POR LA SUPERVIVENCIA
Alfonso II el Casto: el renacimiento

Asturias es todo cenizas. La primera ofensiva del flamante emir de Córdoba, Hisam, hijo de Abderramán, ha sembrado de sangre y dolor el reino de los rebeldes cristianos del norte. Todo es desolación. Los muertos se cuentan por millares. El rey ha renunciado a la corona. En esas circunstancias llega al trono un personaje cuya sombra nos ha venido acompañando en los últimos episodios: Alfonso, de la estirpe de Pelayo. Reinará como Alfonso II. La historia le pondrá por sobrenombre
El Casto.

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