Así pues, conflictos territoriales, conflictos sociales, conflictos étnicos, conflictos religiosos… ¿Qué? Se ha hecho usted un lío, ¿verdad? Pues imagínese a Alhakán, que estaba sentado encima de ese avispero y, además, con el temperamento menos adecuado posible para gobernarlo. Alhakán era un radical. El nuevo emir tenía un proyecto: reforzar la hegemonía árabe, islamizar más a fondo el emirato (para eso estableció en el derecho la doctrina
malikí
, de tipo fundamentalista) y aumentar su propio poder sobre la base de más impuestos. No era un proyecto distinto del de sus predecesores, pero él sí era distinto: menos inteligente, luego menos flexible, y menos piadoso, luego menos respetado por sus súbditos. Eso le reporta la enemistad de casi todo el mundo, tanto de las minorías rectoras como de las capas más pobres. Y así al emir le estalló Al Andalus en las manos.
En efecto, cuando ha sofocado —temporalmente— la revuelta de Mérida, le llegan noticias de que se ha sublevado Toledo. La vieja capital hispanogoda era una de las ciudades que gozaban del estatuto de «aliada». Eso significa que disponía de una autonomía más que notable. ¿Quién vivía en Toledo? Básicamente, los mismos que antes de la invasión mora: muladíes —es decir, hispanogodos e hispanorromanos ahora conversos al islam—, mozárabes, judíos y, añadida a éstos, una minoría árabe asentada sobre todo en el campo. Toledo, ciudad autónoma y orgullosa de su estatuto, focaliza la oposición. Era el año 797; otras fuentes lo sitúan en el 800.
Abderramán e incluso Hisam hubieran tratado de solucionar el problema con mano izquierda (aun sosteniendo la cimitarra en la derecha). Alhakán, no. El nuevo emir, después de haber amagado —en vano— con una solución armada, busca un gesto ejemplar que atemorice a otros posibles disidentes. Así que envía a Toledo como delegado a un hombre de su confianza, un muladí de Huesca llamado Amrús ben Yusuf (Amorroz, en las crónicas). Amorroz se presentó como hombre de paz. Para limar desavenencias, convocó a quinientos notables de la localidad, tanto musulmanes como cristianos. Los invitados fueron llegando al palacio del gobernador. Pero lo que encontraron no fue un banquete, sino los puñales de los verdugos de Amorroz, que degollaron a los toledanos según fueron llegando. Cuentan que entre las víctimas se hallaba el obispo herético Elipando. Los verdugos, a medida que iban matando a los notables, arrojaban sus cadáveres a un foso, y por eso este sangriento episodio pasó a la historia como la Jornada del Foso. Así sometió Alhakán la ciudad de Toledo.
Las sublevaciones de Mérida y Toledo habían enseñado a Alhakán que no podía fiarse de nadie. ¿Qué hizo entonces el emir? Aplicar mano dura. Pero para aplicar mano dura necesitaba un ejército fiel. ¿Y dónde encontrarlo, si no se fiaba de nadie en Al Andalus? En el exterior: reclutó varios miles de esclavos, lo mismo bereberes que mozárabes, y además organizó una guardia personal de más de dos mil eslavos (nombre que se daba a los esclavos de origen europeo) a los que llamaban «los mudos», porque no conocían el árabe ni el romance y, por tanto, no podían hablar sino entre ellos mismos. Ahora bien, ese ejército costaba dinero. ¿Y de dónde podía sacarlo? De los impuestos, evidentemente. Lo cual iba a dar lugar a nuevas revueltas populares, y esta vez en la propia capital, Córdoba.
Sí, la mecha del descontento prende en Córdoba. Será la llamada revuelta del Arrabal, porque partió precisamente de ese barrio, al otro lado del río, habitado tanto por funcionarios de palacio como por menesterosos que acudían al calor de la riqueza. Un grupo de notables de Córdoba, harto del emir, conspira: se trata de derrocar a Alhakán y sustituirle por su primo Muhammad ibn al-Qasim. Muhammad finge aceptar la propuesta, pero lo que hace es acudir a Alhakán y delatar a los conspiradores. La venganza de Alhakán será terrible; la guardia palatina entra en el Arrabal a sangre y fuego. Los muertos se contarán por miles. Trescientos de aquellos notables serán crucificados cabeza abajo a orillas del Guadalquivir.
Mérida, Toledo, Córdoba… La historia tiende a mostrarnos estas revueltas como tres momentos singulares, pero en realidad fueron procesos que se desarrollaron durante largos años y que se manifestaron en varias revueltas sucesivas. Mérida vivirá en permanente insurrección. Toledo volverá a ser escenario de sublevaciones en 811 y 829. Córdoba también volverá a levantarse en 818. Alhakán, superado por los acontecimientos internos, buscará pacificar el frente exterior: pedirá una tregua con Carlomagno a la vez que intenta neutralizar a los rebeldes cristianos del norte. Sin éxito.
Mientras tanto, Alfonso, desde Oviedo, asiste al espectáculo con gran interés. Después de haber visto dos veces arrasada la capital asturiana, ahora los problemas de Alhakán le abren oportunidades insospechadas. Alfonso no las desaprovechará.
Alfonso II el Casto no tenía un pelo de tonto: sabía lo que tenía entre manos. Conocía tanto sus posibilidades, que no eran pocas, como sus limitaciones, que eran muchas más. Para el rey cristiano, la política cabal sólo podía reducirse a esto: hacer lo posible, evitar lo imposible. Las duras expediciones de Hisam contra Oviedo le habían mostrado dónde estaba lo imposible: no era factible vencer militarmente al emirato de Córdoba. Pero el relevo en el emirato, con la llegada de Alhakán, le había mostrado también lo posible: las querellas intestinas en el poder musulmán representaban una oportunidad que había que aprovechar.
Después de la última campaña mora, Alfonso estaba preparado para la defensa. En primavera o verano tocaría de nuevo una campaña musulmana de saqueo. Y si ya habían ido una vez a por él, a por el rey, lo más probable era que el emirato mantuviera el objetivo. Pero aquel verano de 796 no hubo campaña mora. Hubo, sí, una expedición sobre Calahorra que luego penetró hacia el Cantábrico. La mandaba nada menos que Abd al-Karim, el general más fiable del emirato. Pero la aventura tuvo penosas consecuencias para los sarracenos. En algún momento de su camino de vuelta, los moros se vieron súbitamente amenazados por miles de cristianos. Abd al-Karim, prudente, optó por salir a escape abandonando la mayor parte del botín. Entre otras cosas se dejó atrás su propia tienda de campaña, que Alfonso enviaría a Carlomagno a modo de trofeo.
No hubo, pues, campaña mora en 796 sobre Oviedo. Alfonso siguió esperando. Pero en 797 tampoco hubo aceifa. ¿Qué estaba pasando? Sin duda los espías de Alfonso le habían referido los gravísimos sucesos que sacudían Al Andalus y que ya hemos visto aquí: guerra a muerte por el poder entre facciones rivales; sublevaciones de la población local en Mérida, Toledo e incluso Córdoba. Añádase a ello la amenaza de los francos, en Cataluña, y la de los asturianos. El nuevo emir, Alhakán, no podía atender tantos frentes a la vez. Y en la mente de Alfonso empezó entonces a madurar una audaz idea. Hacia la primavera de 797, el rey casto envió una embajada a Carlomagno. La encabezaba su ministro Fruela. El fue quien llevó a Carlomagno la tienda de campaña capturada a Abd al-Karim. Algo más hablaron Fruela y el monarca carolingio. No sabemos qué. Pero los acontecimientos que enseguida iban a desatarse nos desvelarán el misterio.
Era la primavera o el verano del año 798. Alfonso convocó a sus jinetes y sus infantes. La hueste atravesó las sierras asturianas y los valles de las Babias. Dos calzadas romanas conducían de Astorga a Braga, la vieja Bracara Augusta, tierra cristiana desde que la reconquistara Alfonso I, ya junto al Atlántico. Desde allí el camino bajaba en vertical hasta la antigua Olisipo romana, esto es, Lisboa, en la desembocadura del Tajo, ciudad mora desde que en 719 la conquistara un hijo de Muza. Ese era el objetivo de Alfonso.
Lisboa… Haga usted el favor de coger un mapa y evalúe el recorrido. Más de ochocientos kilómetros desde Oviedo. En el camino hacia el sur, a partir de Astorga y luego Braga, quedan todavía cuatrocientos kilómetros de peligrosa tierra de nadie, sujeta a la presión militar musulmana, expuesta a la súbita aparición de algún ejército enemigo. Las cohortes que Alfonso movilizó no debieron de ser poca cosa: un trayecto tan largo, sin bases logísticas a las que acogerse, exige que un ejército sea capaz de abastecerse a sí mismo. Así que no hay que pensar sólo en soldados a caballo, sino también en un nutrido cuerpo de intendencia con vituallas, armas, agua, gentes que puedan levantar un campamento^ y fuerza no sólo para atacar, sino también para defenderse a campo abierto.
Sin duda Alfonso tenía a su favor el factor sorpresa. Nadie en Lisboa podía esperar que de repente apareciera por allí nada menos que el rey de Asturias a la cabeza de un formidable ejército. Los cristianos se asomaron al cerro de la ciudad. Atacaron. Se volcaron sobre Lisboa como una ola que todo lo anegó. Los sarracenos que defendían las murallas no pudieron oponer resistencia. Sin duda los asturianos vengaron a conciencia los estragos que pocos años antes habían causado los moros en las tierras del reino. Después, vencido el enemigo, procederían a capturar el botín. ¡Y qué botín! Lisboa era ya una ciudad muy importante; nada que ver con los pobres pillajes sobre zonas rurales. El premio de la victoria fue extraordinario; buena parte de él iría a financiar la construcción de aquella Oviedo como gran capital que Alfonso había soñado.
Alfonso, ya lo hemos dicho, conocía bien sus limitaciones. Ante la visión de Lisboa derrotada, quizá trazó inmediatamente su plan: no permanecer allí ni un minuto más, pues no podía garantizar su propia defensa, sino volver grupas, retornar cuanto antes a Oviedo y, eso sí, sacar el máximo rendimiento político de tan imprevisible victoria. ¿Cómo explotar políticamente la victoria? Haciendo que se conociera en toda la cristiandad, lo cual pasaba por dar cuenta de la hazaña a Carlomagno. Por eso la primera providencia del rey fue enviar a Carlomagno numerosos presentes con piezas del botín lisboeta. Dos embajadores de Alfonso, llamados Fruela y Basiliscus, acudieron ese mismo otoño a Aquisgrán para entregar al rey carolingio las pruebas materiales de la victoria; entre ellas, un nutrido grupo de cautivos musulmanes.
La cabalgada de Alfonso II el Casto fue una proeza extraordinaria. Desde los días de Alfonso I y su hermano Fruela Pérez, nunca se habían aventurado tanto los guerreros cristianos fuera de sus montañas. Y esta nueva hazaña era todavía más notable, porque había llegado hasta la mismísima desembocadura del Tajo. Alfonso II era plenamente consciente de hasta qué punto crecía ahora su prestigio ante Carlomagno. Y el poderoso rey carolingio, por su parte, supo calibrar la importancia que había adquirido aquel pequeño reino del norte de España. Las relaciones entre Oviedo y Aquisgrán se hicieron mucho más estrechas, tal y como Alfonso había perseguido. Conocemos varios de los contactos establecidos desde ese momento: la visita a Oviedo de los embajadores carolingios Jonás, primero, y el obispo Teodulfo después; la visita de un monje lebaniego a Alcuino de York, en San Martín de Tours…
Pero quizá lo más importante fue que, a partir de ese momento, el contacto entre Asturias y el Imperio carolingio se hizo intensísimo. No se trataba sólo de embajadores y de intercambio epistolar entre ambas cortes; hemos de hablar de centenares de mercaderes, constructores y clérigos que empiezan a cruzar la frontera por Navarra en ambas direcciones. Las consecuencias se harán notar en muy distintos ámbitos: en los sistemas de construcción, en los bienes y objetos que se venden en los mercados… y en la moneda, porque a partir de aquí comienzan a circular por el reino de Asturias los sueldos de plata carolingios. El reino de Asturias había entrado definitivamente en la órbita de la cristiandad europea. Hoy hablaríamos de «homologación con el resto de Europa».
El emir Alhakán, podemos imaginárnoslo, explotaría de ira al conocer la aventura de Alfonso en Lisboa. Era una afrenta imperdonable. Pero, para fortuna cristiana e infortunio sarraceno, el emirato no estaba en condiciones de devolver la bofetada. No sólo tenía que atender los gravísimos problemas en Mérida, Toledo y Córdoba, sino que, además, ahora se le declaraban nuevos incendios en el norte, desde Pamplona hasta Aragón. Incendios que nos interesan mucho, porque de ellos nacerían los nuevos reinos cristianos de España.
Al emir Alhakán se le sublevaron tres ciudades fundamentales del orden andalusí: Mérida, Toledo y la propia capital, Córdoba. Alfonso aprovechó el caos para llevar a sus huestes hasta Lisboa, en poder de los musulmanes, y saquear la ciudad. Pero no habían acabado los quebrantos para Alhakán, porque, en el mismo momento, el mapa andalusí empieza a arderle por el norte.
Cuatro escenarios. Uno: Zaragoza, pieza clave del poderío musulmán en el norte de la Península, aparece de repente gobernada por un rebelde a Córdoba, Bahlul ibn Marzuq. Dos: en Pamplona estalla una rebelión que termina con la ejecución del gobernador Omeya de la ciudad, Mutarrif ibn Musa, de los Banu-Qasi. Tres: los francos toman posiciones en el Pirineo de Aragón y se asientan en Jaca; el gobernador franco es Aureolo de Aragón, que se apoya en la familia local de los Galindo. Cuatro: en Cataluña, el conde franco Borrell controla Urgel, Cerdaña y Osona, y amenaza Barcelona. Todo esto ocurre aproximadamente entre 798 y 801. En sólo tres años se disparan procesos que van a cambiar la fisonomía política del norte de España. Vamos a verlos uno a uno.
Empecemos por Zaragoza, que era el pivote norte del emirato de Córdoba. La Zaragoza musulmana había llevado una existencia agitada. ¿Por qué? Por la maldición de ser importante. Situada en el cruce de caminos entre Andalucía y el Pirineo, y entre el Mediterráneo y el interior de la meseta, la vieja Cesaraugusta romana era pieza de primera importancia para cualquiera que aspirara al poder. Cuando los clanes tribales y facciones étnicas musulmanas empiecen a disputar entre sí, todos se esforzarán por tener Zaragoza bajo su control. Ya hemos visto antes alguno de esos episodios; también hemos visto al mismísimo Carlomagno llegar —en vano— ante los muros de la ciudad. Lo que está ocurriendo ahora, año 798, es que un aventurero insurrecto se ha apoderado de Zaragoza. Su nombre: Bahlul ibn Marzuq.
Un personaje singular, este Bahlul ibn Marzuq. Era hijo de un noble local, Marzuq ibn Uskara (¿un vascón islamizado?), señor del castillo de Muns, tal vez en la actual Puebla de Castro, al norte de Barbastro, en Huesca. En algún momento, el señor del castillo de Muns se vio asediado por el clan árabe de los Banu Salama, brazo del poder del emirato en la región. Ante la disyuntiva de perderlo todo, Marzuq ibn Uskara optó por entregar a uno de sus treinta hijos como rehén, y ese hijo era nuestro Bahlul. Aunque las fuentes son confusas, todo indica que se trataba de un enfrentamiento entre un muladí (un cristiano converso al islam) y un clan musulmán de origen. La cuestión es que Bahlul escapó de sus captores y se refugió en Selgua, cerca de Monzón. Como el gobierno de los Banu Salama era despótico y las poblaciones del área los detestaban, a Bahlul no le costó levantar a las gentes contra los opresores.