Alfonso I debió de ver el cielo abierto, en efecto, porque la querella musulmana le permitía extender su control sobre territorios nuevos. Cojamos un mapa de la zona y observemos.
El territorio inicial de Pelayo se situaba más o menos en torno a Cangas de Onís y Liébana, con límites difusos hacia el oeste. El territorio cántabro abarcaba Trasmiera, Sopuerta, Carranza y Bardulia, es decir, la mitad este de la actual Cantabria más parte de Vizcaya y del norte de Burgos; al norte, el mar, y al sur, el Ebro. Con Alfonso, todo eso pasa a configurar un solo territorio. Hay hueco por el oeste, hacia Galicia, y allí se dirige el nuevo rey. La capital más firme es la diócesis de Iria Flavia, al sur de la actual provincia de La Coruña, frente al mar. Iria Flavia era uno de los grandes centros de poder de la región desde los tiempos de Roma. Alfonso la incorpora a su corona y como jefe religioso sitúa en Lugo al obispo Odoario, figura cuya existencia real se ha discutido, pero que hay que mencionar. Después el rey marcó su territorio, su
limes
. Primero, el norte de Portugal; luego, León, en 754. Y finalmente Alfonso puso los ojos en La Rioja. Lo que Alfonso I había hecho era definir el territorio de su reino.
¿Fue pacífica la incorporación de estas nuevas tierras al núcleo cántabro-asturiano? Nadie puede saberlo. La realidad política de esas comarcas, en aquel momento, es extraordinariamente variable. Probablemente nos acercaremos mucho a la verdad si las imaginamos como territorios poco poblados, mal controlados por pequeños nobles locales y siempre amenazados por las expediciones moras de rapiña. De hecho, los moros, que habían saqueado ya Lugo, también habían emplazado un centro de control político y militar nada menos que en Tuy, sede que fue abandonada tras la rebelión berebere. Podemos pensar que, en una situación así, las pretensiones territoriales del nuevo monarca no serían recibidas por los pobladores como una agresión, sino, más bien, como una ayuda protectora.
Alfonso aportaba muchas cosas: organización, fuerza militar, población nueva. Al parecer, no deshizo la estructura previa, sino que la sometió a su propio proyecto. Delegó la organización territorial en
comtes
—condes— que representaban a la autoridad en sus respectivas áreas; hay que suponer que muchos de esos condes no serían impuestos por Alfonso, sino que debieron de ser los viejos señores de la anterior etapa, confirmados ahora por el rey previa declaración de vasallaje. Al mismo tiempo, Alfonso I trajo consigo nueva población y nuevos soldados. ¿De dónde sacó a toda aquella gente? Del sur. Y así cambió la faz del reino.
En capítulos posteriores nos ocuparemos de esto con más detalle, porque fue una acción decisiva. Por ahora, limitémonos a enunciar la cuestión. Ante la evidencia de que los moros habían relajado la presión militar sobre la meseta norte, Alfonso se atreve a saltar al valle del Duero. El rey sabe que no tiene fuerza suficiente para ocupar ciudades, pero sí puede derrotar a los moros que por allí queden y traerse a sus pobladores cristianos a los nuevos territorios de la corona asturiana. Así comienza una tenaz y constante campaña de incursiones por las tierras llanas, campañas que van a seguir siempre una misma mecánica: las huestes cristianas llegan a una localidad, matan a los moros que encuentran, recogen a los cristianos y los llevan hacia el norte, donde los instalan en territorio seguro. De esta manera surge en el reino de Asturias una nueva realidad demográfica, social, militar y cultural. Y así nace, además, un vasto «desierto» en el valle del Duero, que se convierte en tierra de nadie, escenario de continuas escaramuzas entre las expediciones asturianas y las incursiones de los moros.
Se cree que esta política trajo, entre otras cosas, una «gotización» del nuevo reino. Muchos de los nuevos pobladores venían de los llamados Campos Góticos, un área de Castilla la Vieja —Palencia, Burgos, Valladolid— donde la presencia visigoda era mayoritaria. Con estos hispanogodos entró en Asturias un segmento de población familiarizado tanto con los usos de la vieja corona goda como con la existencia guerrera. Su influencia se dejará sentir en la estructura de la corte —el «oficio palatino»— y también en el aliento cultural del reino.
¿Aliento cultural? Sí, sin duda. No hay gran política —y la de Alfonso lo era— que no intente comunicar al mismo tiempo una cierta idea del mundo y del sentido de las cosas. Para Alfonso I, esa idea era inequívocamente la cruz. Se ha fantaseado mucho sobre la pervivencia de cultos paganos en el norte de España en este siglo VIII. Más bien podemos suponer que la cristianización, que venía de lejos, convivía con formas rituales autóctonas heredadas de los antiguos cultos. El hecho es que la religión —cristiana— se había convertido ya en seña de identidad frente al enemigo exterior desde Covadonga, y ahora Alfonso iba a potenciar ese rasgo. Así fundó el monasterio de San Pedro de Villanueva, junto a Cangas, y el de Santa María de Covadonga. Ninguna de esas construcciones sobrevivió, pero se cree que en ellas aparecían ya los rasgos arquitectónicos del prerrománico asturiano.
Alfonso murió en 757, con sesenta y cuatro años y después de dieciocho de reinado. Dejaba un reino de Asturias enormemente ampliado, desde Galicia hasta Vizcaya. Dejaba también cuatro hijos. Tres los tuvo con Ermesinda, su esposa; serán Fruela, Vimarano y Adosinda. El cuarto se lo dio una cautiva y se llamó Mauregato. La corona la heredó Fruela y con él comienza una época compleja. Pero antes de llegar a eso hemos de ver con más detalle otras cosas. Primero, las expediciones guerreras del rey asturiano por la meseta norte, donde brilló la espada de Fruela Pérez, hermano del monarca; después, veremos en qué consistió exactamente aquel «desierto del Duero» que a partir de entonces, como escenario de guerra, iba a separar a moros y cristianos.
Alfonso I el Católico llega al trono y amplía el reino. Cabalga hacia el sur y gana nuevos territorios y nuevos pobladores. Asturias está en guerra. Y las crónicas nos dicen que, junto al rey, cabalga un gran guerrero: su hermano Fruela.
Debieron de ser tiempos muy duros. Ya hemos contado aquí cómo se las gastaban los moros: en el sur de Francia no dejaban cristiano vivo. Los sarracenos, allá donde llegan, incendian, matan, saquean, y a los que capturan vivos los venden como esclavos. Después se marchan dejando la desolación a sus espaldas. O la sumisión, o la muerte (y, a veces, muerte después de la sumisión). En el espacio del que aquí nos estamos ocupando, que es el viejo reino de Asturias y sus aledaños, la estrategia musulmana no será distinta. Aunque los moros no han ocupado territorios, no por ello han dejado de prodigar sus incursiones de rapiña. Sabemos que habrá expediciones moras en tierras gallegas, y que su objetivo será únicamente el saqueo y la captura de esclavos, es decir, la obtención de botín.
Frente a eso, los cristianos organizan la respuesta. Consta que a mediados del siglo VIII se reconstruyeron las viejas defensas creadas un siglo antes; desde allí los asturianos detendrán las campañas de saqueo de los musulmanes. Y no sólo las detendrán, sino que responderán con expediciones equivalentes. A eso se refieren las crónicas cuando aquí y allá, de forma fragmentaria y sin mayores detalles, hablan de «batallas». Las campañas de Alfonso I en tierras del Duero son implacables; llega a una población, mata a todos los moros que encuentra y se lleva a los lugareños. No se los lleva como esclavos, evidentemente (porque son cristianos), sino que los traslada al norte: Asturias, Cantabria, Galicia, donde nacen numerosas aldeas constituidas con aquella gente evacuada de sus pueblos. Así se va configurando en el norte un reino con abundante población, y al sur, en el valle del Duero, un auténtico desierto.
¿En qué medida era aquello realmente un desierto? Luego nos ocuparemos de esto, «el desierto del Duero», que es uno de los grandes debates historiográficos sobre la Reconquista. Ahora quedémonos con la estampa de las huestes de Alfonso I, literalmente volcadas sobre esas tierras llanas. Y a la cabeza de esas huestes figura invariablemente nuestro caballero, Fruela, el hermano del rey; llamado Fruela Pérez, porque era hijo del duque Pedro, y también Fruela de Cantabria, por su lugar de origen.
La espada de Fruela Pérez es la primera de un guerrero que inscribe su filo en la historia de la Reconquista. Hasta ahora hemos hablado de caudillos a guisa de rey, como Pelayo, o de flamantes reyes como Alfonso, o de grandes aristócratas, como el duque Pedro. Fruela es otra cosa: segundón de familia noble, no le faltan fortuna ni linaje, pero su oficio va a ser exclusivamente la guerra. Las crónicas no nos hablan de él directamente, como protagonista, sino sólo en tanto que compañero de armas de su hermano, el rey. Pero como el rey no estaría todo el tiempo en el campo de batalla —ya hemos visto su afición a construir iglesias, por ejemplo—, hay que suponer que el peso de las operaciones militares correspondería a Fruela Pérez.
¿Cómo eran esas operaciones? Podemos imaginárnoslas como largas cabalgadas de millares de hombres hacia lo desconocido, en la inmensidad de la meseta castellana. Que eran largas cabalgadas se deduce de su itinerario. Sabemos que las expediciones de Alfonso y Fruela se alejaron centenares de kilómetros del solar cántabro-astur. Y que eran millares de hombres lo podemos considerar seguro por tres razones: una, porque las excavaciones realizadas en las fortificaciones fronterizas del norte demuestran que allí trabajó mucha gente, es decir, que Asturias no tenía un problema de recursos humanos; dos, porque entre los cristianos incorporados al reino de Asturias había numerosas familias procedentes de los llamados Campos Góticos —precisamente, la cuenca del Duero—, gente de la que cabe presumir que había conservado la cultura guerrera de los visigodos y que sin duda engrosó las filas de Fruela; la tercera razón es quizá la más obvia: los moros habían abandonado sus guarniciones del norte, pero Alfonso I no podía saber qué iba a encontrarse al sur del reino, y derrotar a una hueste mora no era algo que pudiera ventilarse con una cuadrilla de amigos. Así pues, largas cabalgadas de millares de hombres. Y Fruela Pérez, en cabeza.
Cuando los hombres del rey Alfonso llegaban a una ciudad o a un pueblo, no se detenían a ocupar el terreno. No podían exponerse a debilitar su fuerza de choque dejando guarniciones por el camino. Así que tomaban como botín cuanto podían, aniquilaban a los moros que encontraban y, después, expedían a la población cristiana hacia el norte. Así fue en León y en Astorga, y después más al sur, en Simancas, y hasta el río Tormes y hasta el Sistema Central. La crónica nos lo explica pormenorizadamente:
Llevó a cabo muchos combates contra los sarracenos y capturó muchas ciudades que éstos habían ocupado. Esto es, Lugo, Tuy, Oporto, Braga, Viseo, Chaves, Ledesma, Salamanca, Zamora, Ávila, Segovia, Astorga, León, Saldaña, Mave, Amaya, Simancas, Oca, Veleya, Alavense, Miranda, Revenga, Carbonera, Abalos, Briones, Cenicero, Alesanco, Osma, Clunia, Arganda, Sepúlveda, con todos sus castros, con villas y aldeas…
Las capturó, en efecto, pero no las ocupó; literalmente, las vació.
¿Y tan lejos llegó Fruela en sus cabalgadas? No hay razones para dudarlo. La guerra, en el siglo VIII, se hacía a caballo. Las grandes operaciones con amplios contingentes de soldados a pie, como los de las legiones romanas, exigían una estabilidad logística que en nuestro siglo VIII nadie estaba en condiciones de asegurar. Ni moros ni cristianos tenían recursos suficientes para ocupar ciudades en el valle del Duero. Las fortificaciones se instalan muy cerca del propio territorio, donde es posible garantizar el abastecimiento. Alfonso I restaura las viejas fortalezas del norte, muchas de ellas de origen romano, construidas a base de empalizadas y fosas de hasta dos metros. La mayor parte está en los puertos de Pajares y La Mesa, es decir, las puertas de Asturias por el sur. Después la cadena de fuertes se extenderá hasta La Bureba de Burgos y La Rioja, pero siempre en el límite del propio terreno, nunca más allá.
En cuanto a los caldeos —que así llaman las crónicas a los sarracenos, a los moros, a los agarenos—, tampoco podían aspirar a controlar los territorios de la meseta norte. En el sur del Sistema Central sí lo habían conseguido, utilizando la estructura política y administrativa de la vieja monarquía goda. Pero en el norte, una vez abandonadas las fortificaciones tras la revuelta berebere, dejaron de tener puntos sólidos de apoyo. Resignados, retrocedieron. Situarán sus marcas fronterizas en Mérida, Toledo y Zaragoza, es decir, mucho más al sur. En medio quedaba el valle del Duero como escenario de las batallas.
Cuesta imaginar los choques armados entre las huestes de una y otra parte. Los árabes luchaban siempre a caballo, al estilo de los antiguos jinetes númidas: ataques avasalladores de caballería, veloces e implacables, que se dirigían por igual contra contingentes enemigos o contra ciudades desarmadas. La estrategia de los cristianos no sería mucho más elaborada. Los siglos posteriores verán el nacimiento de grandes batallas con infantería en torno a castillos o plazas fuertes, asediados tras largo combate. Pero, aquí y ahora, eso todavía no ha llegado. Cuando el ejército del rey de Asturias ataca, lo hace a caballo y sin otro fin que derrotar al enemigo y rescatar a la población de todos aquellos «castros, villas y aldeas» que la crónica nos enumera. Y así una ciudad tras otra, un año tras otro, hasta convertir el valle del Duero en un lugar inhabitable para los musulmanes.
En la estela de esas campañas, Fruela construye su propio lugar en el universo de la corona asturiana. ¿Cómo sería Fruela? Sabemos que era el hermano menor de Alfonso, y que éste llegó al trono bastante maduro, con cuarenta y seis años. Por tanto, podemos imaginar que a la altura de 740, cuando comienzan las grandes campañas, Fruela es ya un guerrero cuarentón, experimentado y sin duda enérgico, que impone su jefatura no sólo por su parentesco con el rey, sino por su propio prestigio militar. Las campañas en tierras del Duero le darían no sólo fama, sino también riquezas. En ellas cimienta el poder de su propia familia: sus parientes, sus clientes, sus guerreros, sus vasallos… Así el hermano segundón se convierte en un poder fáctico que va a proyectar su influencia durante decenios.
En efecto, al final Fruela Pérez terminaría siendo un personaje de enorme peso. Su familia jugó un papel decisivo en las convulsiones que iban a sacudir el reino. Y su descendencia estaba llamada a muy altos destinos. Fruela tuvo una hija, Numabela, que se casó con el duque Lupo II de Gascuña. Ojo a este enlace, porque demuestra que el reino de Asturias mantenía relaciones estrechas con el resto de la Europa cristiana. Pero es que, además, dos hijos de nuestro guerrero llegarían al trono: Aurelio y Bermudo I. Y el rey Ramiro I fue nieto de Fruela Pérez. Y Ordoño I, bisnieto. Y Alfonso III, el de las crónicas, tataranieto. De manera que el valiente Fruela, sin ser rey, fue tronco de reyes.