El destino no iba a ser amable con los capitanes de la conquista mora de España. Muza fue llamado a Damasco para rendir cuentas de su conquista. Al califa, Soleimán, no le gustó nada el reparto del botín y condenó a Muza a la pena de muerte. Le fue conmutada por una severa multa, pero Muza ya no volvería a España; fue asesinado en una mezquita de Damasco en 716. Antes de viajar a Damasco, Muza había dejado como gobernador de Sevilla a su hijo Abd-al-Aziz. Este se casó con la viuda de Rodrigo, Egilona, la cual, al parecer, ejerció tal influencia sobre su nuevo marido que le llevó a convertirse al catolicismo y coronarse rey de España. Abd-al-Aziz también fue asesinado, se cree que por orden del propio califa Soleimán, y su cabeza enviada a Damasco. En cuanto a Tarik, el lugarteniente de Muza, aquel que dio nombre a Gibraltar, tampoco tendría un futuro brillante. Se cree que fue él, Tarik, el principal acusador de Muza. Pero Tarik murió también muy pronto, en 720, igualmente en Damasco, olvidado de todos.
Y mientras todo eso ocurría, oscuros grupos de vencidos iban refugiándose en el norte, en la cornisa cantábrica, escapando de la furia del vencedor. De esos grupos de vencidos nacería el núcleo inicial de la Reconquista.
Habíamos dejado a los moros dueños de la Península, vencedores en Guadalete, y a las escasas huestes de Don Rodrigo huyendo tanto de los moros como de los partidarios de Agila, que en este momento aún eran el mismo bando. El poder musulmán se afianza sobre la base de su pacto con Agila y el partido witiziano; añadamos el apoyo de la población judía, que creía librarse así de un áspero enemigo, y también la indiferencia y hasta la aquiescencia de los dueños de la tierra, que no veían en peligro sus posesiones si se sometían al islam. Los fugitivos son sólo una minoría que a nadie inquieta. Entre esos fugitivos hay un hombre que dará que hablar: Pelayo.
¿Quién era Pelayo? Lo que sabemos sobre él es lo que las crónicas nos han legado. Y, por cierto, ya que las crónicas son tan aludidas, detallemos cuáles son. Por un lado tenemos las crónicas cristianas: las tres crónicas de Alfonso III —la
Albeldense
, la
Rotense
y la
Sebastianense
u
Ovetense
—, escritas a finales del siglo IX, prolongadas siglos más tarde por las crónicas
Najerense
y
Tudense
. Por otro, las crónicas árabes: la
Fath Al Andalus (La conquista de Al Andalus)
, del siglo XII, y la posterior de Al Maqqari. Son esos relatos los que han conformado la imagen canónica de aquel periodo. Estos textos reconstruyen hechos ocurridos mucho tiempo atrás y lo hacen con una finalidad que poco tiene que ver con los criterios de la historia moderna, de manera que no podemos tomarlos como fuentes de absoluta veracidad descriptiva. Pero es lo único que tenemos.
Así pues, ahí está ese Pelayo, fugitivo tras la derrota de Guadalete. Pelayo era un guerrero del bando de Don Rodrigo. Se le atribuye la función de espatario o incluso conde de espatarios. Un espatario era literalmente el que cuidaba las espadas (del rey). Traduzcámoslo al lenguaje contemporáneo como un guardia de corps, un miembro más o menos relevante de la guardia personal de Rodrigo. No es un estatuto menor: la función de las armas tan cerca del rey implica nobleza de origen. Y de Pelayo se cuenta, en efecto, que era noble, hijo del duque Favila, del linaje de los reyes Recesvinto y Chindasvinto.
¿De dónde era duque este Favila, el padre de Pelayo? No lo sabemos con certeza. Una línea de la tradición le atribuye el ducado de Cantabria; otra, el de Galicia, y aún más recientemente se considera que debió de ser duque en tierras asturianas. El hecho es que la familia de Favila se vio envuelta en las duras querellas de poder de la monarquía hispanogoda. Hacia finales del siglo vil, el rey, que en aquel momento era Egica, envía a Favila a Galicia. Poco después llega a Galicia, concretamente a Tuy el hijo del rey, Witiza, asociado al trono. Witiza y Favila discuten por un asunto de mujeres. No sabemos si la causa del conflicto fue la esposa de uno de ellos o alguna otra mujer. Quizá la disputa fuera manifestación de una enemistad política previa. Lo que sabemos es que, en la pelea, Witiza golpea a Favila en la cabeza con un bastón y le hiere de muerte. A partir de ese momento, los hijos de Favila quedan enfrentados a Witiza. Y cuando Witiza suba al trono, en 702, Pelayo tendrá que salir a escape.
Expulsado de Toledo, mal visto por los amigos del rey, Pelayo emprende un periplo que la tradición ha vestido con ropas muy sugestivas. Primero acude al norte, donde le acogen los amigos y familiares de su padre. Pero la hostilidad del rey no ha disminuido, de manera que Pelayo decide marchar peregrino a Jerusalén. De este viaje a Tierra Santa sabemos poco. ¿Realmente hubo tal? Es improbable, pero no es imposible. En todo caso, Pelayo tardará poco en reaparecer en España. En 710 muere Witiza. Este ha reservado la sucesión en el trono a su hijo Agila, pero una facción de la nobleza, como ya hemos visto, elige rey a Rodrigo. Pelayo está en el partido de Rodrigo. No sólo por su enemistad con los witizianos, sino porque Rodrigo y Pelayo eran de la misma sangre: sus padres —Teodofredo y Favila, respectivamente— eran hermanos. Asuntos de familia.
Fiel a sus compromisos, Pelayo comparece junto a Rodrigo en Guadalete. Con él conocerá el sabor amargo de la derrota. Ante el empuje musulmán, Pelayo busca refugio en la vieja capital del reino, Toledo. Esta, no obstante, tardará poco en caer. Los restos del partido de Rodrigo tienen que volver a huir. La mayoría se dirigirá hacia Narbona, en Francia, donde la posición de los visigodos es más segura. Pelayo tomará otro camino: no irá hacia Francia, sino hacia el norte, a Asturias. Dice la tradición que consigo llevará las sagradas reliquias que el arzobispo de Toledo, Urbano, le había confiado, el
lignum crucis
traído por los peregrinos de Jerusalén, la vestidura entregada por la Virgen a San Ildefonso, las obras de San Isidoro, San Ildefonso y San Juliano. Hay quien añade al lote el tesoro de la corona visigoda.
¿Por qué Pelayo fue a Asturias y no a Narbona, como los demás? Este es un asunto muy debatido; lo estudiaremos después. Quedémonos ahora con la imagen de ese guerrero vencido que se refugia en tierras asturianas. Asturias no ha quedado al margen de la invasión musulmana. Entre 712 y 714 ha habido incursiones moras. Recordemos que los moros no representan a una potencia extranjera, sino al partido de Agila y los witizianos. El poder musulmán no es el de un ejército que ocupa territorios, sino el de una facción vencedora que proclama su hegemonía y exige tributos. Así se instala en Gijón —otros dicen que en León— un nuevo gobernador: Munuza, un musulmán berebere. Los clanes dominantes en Asturias capitulan, como los del resto de la Península. Probablemente también capitularía la familia de Pelayo.
A estas alturas, la vida de Pelayo podría haber continuado como la de cualquier otro noble hispanogodo: sometido al islam y pacífico propietario de una porción de tierra (tierras en el área de Siero, dice la tradición cronística). Pero ocurrió algo que iba a cambiar las cosas. Aunque las crónicas lo relatan de manera confusa, trataremos de desenredar el hilo. Pudo ser como sigue.
El nuevo poder moro no se manifestó de manera pacífica. Las crónicas musulmanas nos presentan a Muza atacando al enemigo cristiano, saqueando sus tierras, destruyendo las iglesias y robando las campanas. La violencia era el arma de convicción para forzar la capitulación y recabar los tributos. A modo de garantía, los clanes cristianos se ven en la obligación de enviar rehenes a Córdoba. Esos rehenes son la prenda de la paz, pero son también la materia de una extorsión: responderán con su vida del pago de los impuestos.
En una de esas cuerdas de rehenes que se dirigen hacia Córdoba aparece Pelayo, enviado por el mismísimo gobernador Munuza. No sabemos si Pelayo viajaba a Córdoba en calidad de rehén, de preso o acompañando a la comitiva. Lo que la tradición nos cuenta es que el viaje de nuestro guerrero a Córdoba fue una maniobra de Munuza con un objetivo muy claro: alejar de Asturias al guerrero para que el moro pudiera desposarse con la hermana de Pelayo, Adosinda. Los matrimonios entre los nuevos gobernantes y las mujeres de la vieja élite goda no eran cosa infrecuente. Recordemos que el hijo de Muza, Abd-al-Aziz, había desposado a la viuda de Don Rodrigo. Esos matrimonios eran una vía rápida y eficaz para asegurar el dominio de los nuevos amos del país. Por así decirlo, manifestaban de forma física, directa, material, la continuidad entre el poder viejo y el nuevo. Ahora bien, Pelayo no estaba por la labor. Enterado del asunto, nuestro héroe abandona Córdoba y vuelve a Asturias.
Estamos en el año 718. En algún lugar de Asturias, probablemente en la campa de Cangas de Onís, Pelayo es alzado sobre el pavés y elegido príncipe, o caudillo, o líder o rey de los asturianos. Acaba de nacer un foco de rebeldía que va a convertirse en un quebradero de cabeza para los musulmanes. Entre los rebeldes hay de todo, desde viejos guerreros vencidos que buscan revancha hasta clanes astures que no quieren pagar impuestos. Munuza ha puesto precio a la cabeza de Pelayo. Los rebeldes, por su parte, hostigan a los moros allá donde pueden: en los caminos, en las montañas, en los campos.
Las hostilidades se enquistan hasta el extremo de que los moros deciden hacer una demostración de fuerza. Hay en Córdoba un nuevo gobernador, Anbasa, que ha doblado los impuestos a los cristianos y ha ordenado confiscar los bienes de los judíos. Anbasa está por la mano dura y quiere someter con las armas el foco de rebeldía asturiano. Envía a la región una fuerza expedicionaria al mando del general Alkama. Es 722. Los cristianos, encabezados por Pelayo, se refugian en Covadonga. Allí derrotarán a los moros. Lo hemos contado ya.
Covadonga hizo verdaderamente rey a Pelayo. La tradición atribuye al caudillo un hecho sobrenatural que tuvo lugar en Covadonga y que expresó el favor divino para con los rebeldes. Miraba Pelayo las evoluciones de la morisma, que se acercaba al pie del monte Auseba, cuando en el cielo se le apareció una brillante cruz de color rojo; Pelayo construyó a su imagen una cruz con dos palos de roble, y ése fue su estandarte durante la batalla. Otra tradición explica lo mismo de manera distinta. Como el rojo pendón de los godos había desaparecido en el Guadalete, un ermitaño de vida ejemplar que habitaba la cueva de Santa María, la Cova Donga, puso en manos de Pelayo una cruz de roble y le dijo «he aquí la señal de la victoria». Será una cosa o será la otra, pero el hecho es que Pelayo tomó la cruz por enseña en la batalla contra los moros.
Los cristianos ganaron. Los moros pusieron pies en polvorosa. El triunfo de Pelayo hizo que otros muchos, en la cornisa cantábrica, se sumaran a la rebelión. Para los musulmanes se abría en el norte un paisaje poco alentador: tierras difíciles, de limitado valor económico y estratégico, cuyo dominio iba a traer más riesgos que beneficios. Los moros se marcharon de allí. Así pudo consolidarse la precaria corona de Pelayo en un tiempo en que el trono cristiano era, como se ha dicho, una simple silla de montar.
Pelayo se instaló en Cangas de Onís, cerca de las montañas, por si acaso. Junto a él, su esposa Gaudiosa, una dama de Liébana a la que cierta tradición atribuye la derrota de los moros que huían de Covadonga. Pelayo y Gaudiosa tuvieron dos hijos: Favila y Ermesinda. Ambos reinarán después. Pelayo murió en Cangas, enfermo, en 737. Gaudiosa falleció muy poco más tarde. Con ellos había nacido el embrión de la España de la Reconquista, sobre un territorio que era aproximadamente la mitad del actual Principado de Asturias. ¿Y qué había allí, en aquella exigua Asturias? ¿Era eso un país? Buena pregunta.
Cuestión de cuestiones: sabemos que la Reconquista empieza en Asturias, que allí se forma un primer núcleo político de resistencia al islam; pero, ¿qué había exactamente en Asturias en aquel momento?, ¿quiénes eran aquellos rebeldes cristianos? ¿Hispanogodos refractarios al nuevo poder? ¿Pobladores autóctonos? ¿Cuál era su territorio? ¿Por qué exactamente en Asturias y no en otro lugar? ¿En nombre de qué se levantaron contra los moros? ¿Y qué hacían, mientras tanto, los vecinos gallegos y cántabros?
Todas estas preguntas tienen interés porque nos sitúan en el meollo mismo de lo que podríamos llamar el «problemilla histórico», es decir, ese tipo de cuestiones secundarias que, sin embargo, terminan complicando cualquier explicación general. Además, como las fuentes directas son fragmentarias, parciales o incompletas, la cuestión se ha prestado a todo tipo de fantásticas fabulaciones. Vamos a tratar de poner las cosas en su sitio.
Hasta hace medio siglo, más o menos, la versión más extendida sobre el inicio de la Reconquista ofrecía una interpretación de tipo nacionalista (española) que era bastante discutible: con España ocupada por el invasor, los últimos godos se levantan en Asturias y enarbolan la bandera de la independencia nacional hasta recuperar el reino perdido. Esto es hermoso, literariamente hablando, pero es obvio que se trata de una reconstrucción a posteriori, porque en el siglo VIII existía Hispania —el reino godo de Toledo—, pero no había una conciencia de unidad nacional, ni los que se levantaron fueron propiamente «los últimos godos» ni, probablemente, tenían una idea muy clara de qué recuperar, salvo su libertad.
O sea que la versión, digamos, «tradicional» es una distorsión del pasado con conceptos presentes. Ahora bien, de ahí hemos saltado, en fechas más recientes, a otras versiones cada vez más descabelladas. Por ejemplo, hay quien ha extendido la especie de que Asturias era una suerte de vestigio prerromano y precristiano, independiente de la España goda, que a partir de Covadonga no es que recogiera la herencia del reino visigodo, sino que construyó una realidad política completamente nueva, sin vínculos con nada que hubiera existido anteriormente en este suelo. En la misma onda fantástica, se ha ventilado la idea de que Pelayo no era un guerrero hispanogodo, sino un caudillo tribal astur e incluso, forzando la máquina de la imaginación, un musulmán de Córdoba y hasta un caballero céltico de la Britonia.
¿Fantasía, mala fe, ignorancia, manipulación política? De todo un poco, tal vez. La verdad es que de aquella Asturias y de aquel Pelayo sabemos lo que nos dicen las crónicas, que no es mucho. Y es verdad también que las crónicas contienen elementos probablemente fantásticos y legendarios. Ahora bien, eso no nos autoriza a inventar hoy explicaciones más fantásticas todavía. Aquí vamos a intentar explicar qué pudo suceder realmente y cómo ocurrió; por qué fue en Asturias, y no en otro lugar, y quiénes fueron los protagonistas del levantamiento contra el poder moro.