Así, en fin, se planteó la batalla. Los cristianos, pocos y sin alimentos; los moros, muchos y bien armados. Pero el terreno jugaba a favor de los cristianos: mover a un ejército numeroso por el laberinto asturiano de valles y montes, en una época como el sigo VIII, sin carreteras ni puentes, era un calvario. Y los rebeldes, por el contrario, conocían el terreno palmo a palmo. Los moros intentaron un acuerdo diplomático: enviaron a un obispo traidor, Don Oppas, para que convenciera a Pelayo de que debía entregarse y abandonar toda resistencia. Pelayo se negó y dio la batalla. Las tropas de Al Qama terminarían siendo diezmadas. La
Crónica de Albelda
, fechada en 881, en tiempos de Alfonso III, lo relató así:
Pelayo estaba con sus compañeros en el monte Auseva y el ejército de Alkama llegó hasta él y alzó innumerables tiendas frente a la entrada de una cueva. El obispo Oppas subió a un montículo situado frente a la cueva y habló así a Rodrigo: «Pelayo, Pelayo, ¿dónde estás?». El interpelado se asomó a una ventana y respondió: «Aquí estoy». El obispo dijo entonces: «Juzgo, hermano e hijo, que no se te oculta cómo hace poco se hallaba toda España unida bajo el gobierno de los godos y brillaba más que los otros países por su doctrina y ciencia, y que, sin embargo, reunido todo el ejército de los godos, no pudo sostener el ímpetu de los ismaelitas, ¿podrás tú defenderte en la cima de este monte? Me parece difícil. Escucha mi consejo: vuelve a tu acuerdo, gozarás de muchos bienes y disfrutarás de la amistad de los caldeos». Pelayo respondió entonces: «¿No leíste en las Sagradas Escrituras que la iglesia del Señor llegará a ser como el grano de la mostaza y de nuevo crecerá por la misericordia de Dios?». El obispo contestó: «Verdaderamente, así está escrito». […] Alkama mandó entonces comenzar el combate, y los soldados tomaron las armas. Se levantaron los fundíbulos, se prepararon las ondas, brillaron las espadas, se encresparon las lanzas e incesantemente se lanzaron saetas. Pero al punto se mostraron las magnificencias del Señor: las piedras que salían de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de la cueva, se volvían contra los que la disparaban y mataban a los caldeos. Y como a Dios no le hacen falta lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los caldeos emprendieron la fuga.
Esta crónica no es la única versión de los hechos de Covadonga que ha llegado hasta nosotros. Hay otra, la versión mora, que es sustancialmente distinta. Es la crónica de Al-Maqqari, muy posterior, de principios del XVII, aunque recoge fuentes anteriores, y que explica los hechos de esta otra manera:
Dice Isa Ibn Ahmand al-Raqi que en tiempos de Anbasa Ibn Suhaim al-Qalbi, se levantó en tierras de Galicia un asno salvaje llamado Belay [Pelayo]. Desde entonces empezaron los cristianos en Al Andalus a defender contra los musulmanes las tierras que aún quedaban en su poder, lo que no habían esperado lograr. Los islamistas, luchando contra los politeístas y forzándoles a emigrar, se habían apoderado de su país hasta que llegara Ariyula, de la tierra de los francos, y habían conquistado Pamplona en Galicia y no había quedado sino la roca donde se refugia el señor (
muluk
) llamado Belay con trescientos hombres. Los soldados no cesaron de atacarle hasta que sus soldados murieron de hambre y no quedaron en su compañía sino treinta hombres y diez mujeres. Y no tenían qué comer sino la miel que tomaban de la dejada por la abejas en las hendiduras de la roca. La situación de los musulmanes llegó a ser penosa, y al cabo los despreciaron diciendo «treinta asnos salvajes, ¿qué daño pueden hacernos?».
La versión cristiana está, evidentemente, destinada a glorificar la resistencia de Pelayo. La versión mora, inversamente, a restar importancia a lo que sucedió en Covadonga, dando a entender que los moros abandonaron voluntariamente el asedio por desprecio a los resistentes, aquellos «asnos salvajes». ¿Quién tiene razón? ¿Qué versión está más cerca de la verdad? Imposible saberlo. Sin embargo, el desarrollo posterior de los acontecimientos indica que los moros fueron, en efecto, derrotados, porque el hecho es que Munuza abandonó Asturias y los astures pudieron organizar su vida lejos del poder musulmán.
¿Qué pasó exactamente en Covadonga? Podemos reconstruirlo sin temor a faltar demasiado a la verdad. Los rebeldes cristianos, efectivamente pocos y mal armados, pero fuertes en un terreno que conocían, fueron atacados por los musulmanes. Estos, tal vez, habrían podido obtener la victoria si se hubieran limitado a un asedio para matar de hambre a los rebeldes. Pero, llevados probablemente del desprecio que sentían hacia aquellos «asnos salvajes», cometieron el error de atacar. Un error, sí, porque mover ejércitos por un paraje como aquél, montañoso, y para ellos desconocido, era arriesgarse al colapso. Ese motivo legendario de que las flechas moras, al llegar hasta donde estaban los cristianos, daban la vuelta y volvían sobre los atacantes, admite una interpretación más realista: cuando se lanza una flecha hacia arriba, es difícil mantener la puntería. Eso sin contar con que las flechas, rebotando en la piedra, volvieran a caer por pura ley de la gravedad. Y todo indica que un ejército así, desconcertado, atacado desde lo alto por piedras y flechas, incapaz de responder y de moverse, muy bien pudo ser desarbolado por la carga de unos pocos hombres decididos y que actuaran sobre un solo punto, como dice la tradición que hizo Pelayo. Sorprendidos, los moros trataron de retroceder hacia terreno llano, en la campa de Cangas. Inútilmente. En esa carga cuenta asimismo la tradición que murió Al Qama, el jefe musulmán, y que cayó preso Don Oppas, el obispo traidor, del que nunca más se supo.
La gran derrota de los musulmanes, sin embargo, llegó después. Con sus filas desordenadas, trataron de replegarse para recomponer sus fuerzas. Se retiraron como pudieron por los macizos de los Picos de Europa, que desconocían, exponiéndose a todo género de emboscadas. Se cuenta que por Amuesa salieron a Cosgaya, en la vertiente cántabra, en el valle de Liébana. Allí fue la hecatombe. Atrapados en una montaña sin salida, anegados por los ríos desbordados, acosados en todos los flancos por los rebeldes montañeses, que desde lo alto de las laderas desprendían grandes rocas sobre ellos, el orgulloso cuerpo expedicionario de Al Qama terminó aniquilado por los «asnos salvajes», los rebeldes cristianos. Muy poco después, el gobernador moro del norte, Munuza, abandonaba Gijón. Dice la tradición que fue derrotado y muerto en su fuga.
Ya fuera una gran batalla campal, como dicen las crónicas cristianas, o ya sólo una violenta escaramuza, como sostienen hoy muchos historiadores, el hecho es que Covadonga señaló el punto de partida de la Reconquista. Allí los moros perdieron por primera vez, allí los rebeldes cristianos ganaron por primera vez.
En los próximos capítulos hablaremos más de sus protagonistas y del contexto histórico, la invasión musulmana, cómo se colapso el reino visigodo, quién era realmente Pelayo, quiénes eran aquellos rebeldes astures, qué ocurrió después de la batalla. Por ahora, quedémonos con lo esencial: después de Covadonga, poco a poco iba a ir formándose una España que ya no era la Hispania romana ni la España visigoda, sino una hija de ambas que, para sobrevivir, iba a tener que enfrentarse a un enemigo abrumadoramente superior. Comenzaba una de las aventuras más portentosas de la historia universal.
Hemos comenzado esta historia de la Reconquista hablando de Covadonga, la batalla fundacional, en 722. Fue el primer revés que sufrían los moros desde que invadieron la Península Ibérica en 711. Pero el mero planteamiento de esa batalla nos abría una serie de preguntas. ¿Cómo pudo hundirse el reino visigodo en España? ¿Quiénes eran esos moros que irrumpieron violentamente en nuestra historia y cómo fue posible que tardaran tan poco tiempo en adueñarse de toda la Península? ¿Quién era realmente Pelayo? ¿Quiénes eran aquellos astures que se levantaron contra el moro? Y, después de Covadonga, ¿qué pasó? Vamos a contestar a todas estas preguntas, y vamos a empezar por la primera: ¿Cómo pudo hundirse el reino visigodo en España?
Ante todo, situemos a los godos en la historia, en nuestra historia. Los godos fueron quienes mantuvieron la unidad de Hispania desde el fin de la Antigüedad hasta la Edad Media. Los españoles habían comenzado a tener conciencia de formar una unidad gracias a Roma. Roma hizo Hispania. No creó una conciencia nacional, porque entonces las naciones no existían, pero sí forjó un sentimiento de comunidad en la Península. Cuando el Imperio romano se hunda, entre los siglos IV y V, los godos recogerán su legado. Y aquí construirán un territorio unificado, una corona única, una religión común, un legado cultural y un derecho unificado. Esa fue su obra.
¿De dónde habían salido los godos? Venían de muy lejos, de algún lugar de la Germania, quizá procedentes de Suecia. Desde allí pasaron a los Balcanes y después a la misma Roma. Durante ese largo periplo, el pueblo godo se dividió: en el este quedaron los ostrogodos, en el oeste los visigodos. Son éstos, los visigodos, los que llegan a Hispania hacia el año 410. Después de guerrear contra el Imperio, terminarán combatiendo para él. Ellos serán quienes venzan, inicialmente por encargo de Roma, a los pueblos bárbaros que invadieron Hispania en el siglo v: vándalos, suevos, alanos. Y cuando el Imperio romano se hunda definitivamente, en 476, quedarán como únicos dueños y señores del país.
Los visigodos, que ya habían ido entrando en la Península, empezarán a llegar ahora en masa, empujados a su vez por los francos, que se han extendido por la Galia. Primero entran los guerreros, después sus familias y el conjunto de sus clanes. ¿Cuántos eran? Se calcula que, en total, el número de visigodos que se estableció en España, en sucesivas oleadas, podría rondar los 200.000 a lo largo del siglo V. No se expanden de forma homogénea: se instalarán sobre todo en la meseta, dentro del triángulo Palencia-Toledo-Sigüenza (lo que más tarde se llamará Campos Góticos), y también en el entorno de La Rioja y La Bureba. El resto de la Península sigue siendo netamente hispanorromano.
Nace así un reino singular, con dos caras: una mayoría de población hispanorromana, de religión católica, que además controla la administración heredada del Imperio, y una minoría germánica, de religión cristiana arriana —la herejía de moda en el siglo V— a la que corresponde el poder regio y la fuerza militar. La distinción es tan neta que cada comunidad se rige por su propio derecho. La nueva situación es políticamente caótica, pero socialmente empiezan a asentarse muchas cosas. Primero, la sociedad se ruraliza, las grandes ciudades romanas se despueblan. Y además surge el arte visigodo, una forma de entender la vida que ya es un diálogo entre lo romano y lo germánico.
Es un paisaje extraordinariamente conflictivo. Los visigodos están en guerra con los suevos, que controlan el noroeste peninsular; con los francos, que acaban de echarles del norte de los Pirineos; con los pueblos cantábricos, que escapan a su control; con los bizantinos, que han tomado fuertes posiciones en el sureste peninsular, y también con los propios terratenientes hispanorromanos, que protagonizarán diversas revueltas de dispar entidad en el sur. Todo eso por no hablar de las permanentes querellas entre los propios godos, cuyos reyes son asesinados con una frecuencia pasmosa.
Lo que le faltaba al reino de los visigodos para ser un reino cohesionado era poder unir a las dos comunidades —la goda, minoritaria, y la hispanorromana, mayoritaria—, y éste es el proceso que van a promover una serie de figuras fundamentales. Primero, el rey Leovigildo, entre 572 y 586. Leovigildo instala la capital del reino en Toledo, pacifica la Península derrotando a sus enemigos, es el primer rey que usa corona y cetro y, sobre todo, promulgará la primera ley sobre matrimonios mixtos entre godos e hispanorromanos. Esto fue una revolución para aquel momento, porque hasta entonces ambas comunidades seguían jurídicamente separadas.
Con la ley de Leovigildo comenzaba la fusión entre godos e hispanorromanos. Pero aún había un elemento de separación, que era el religioso: la distinción entre católicos y arrianos. Este asunto creará un conflicto feroz entre Leovigildo, arriano, y uno de sus hijos, Hermenegildo, convertido al catolicismo; tan feroz que el episodio terminará con la ejecución de Hermenegildo, que será beatificado después. Pero el paso decisivo lo dará otro hijo de Leovigildo, Recaredo, el heredero del trono, cuando decida convertirse al catolicismo. Fue el 6 de mayo de 589.
La última etapa en la gran unificación fue la jurídica, la leyes, porque aún seguía habiendo dos derechos: el romano y el germánico. Y quien cambió eso, en la línea de sus predecesores, fue el rey Chindasvinto, que decidió elaborar un solo código para todos. ¿Quién le ayudó en la tarea? Braulio de Zaragoza, un sacerdote discípulo de San Isidoro de Sevilla. Son dos de las grandes figuras de la cultura hispanogoda. Así nació el
Líber Iudiciorum
, llamado también Código de Recesvinto, porque fue éste, hijo de Chindasvinto, quien culminó la tarea en el año de Nuestro Señor de 654. Y Recesvinto, de paso, introdujo una novedad fundamental: fijar el tesoro de la corona, para que los reyes no pudieran aumentar sus bienes a costa de los súbditos. Un gran tipo.
A lo largo de todo este proceso, los godos habían ido construyendo en España un reino digno de ese nombre. Ahora bien, esa tarea se vendría abajo por culpa de los propios godos. ¿Qué ocurrió?
Fundamentalmente, ocurrió que los nobles, dueños de la tierra, se opusieron al poder del monarca. Hay que señalar que la monarquía, entre los godos, era en general electiva, es decir, que el rey era elegido por los nobles; cada vez que un rey quiso nombrar sucesor, hubo problemas. El sistema electivo, en apariencia más democrático que la monarquía hereditaria, sin embargo iba a desencadenar un sinfín de desastres. Numerosos reyes godos murieron asesinados por sus rivales. A partir del reinado de Wamba, todo empezó a torcerse. Las querellas entre facciones de poder se hicieron insostenibles.
A este Wamba le pasó una cosa atroz. El fue el último gran rey godo. Había intentado sofocar las revueltas de los nobles, y con éxito. También había reformado seriamente el reino, suprimiendo privilegios abusivos y creando un clima de mayor justicia. Y no sólo eso, sino que además había logrado detener una primera invasión musulmana allá por 672. Pero las facciones de nobles que le eran hostiles se conjuraron contra él, le secuestraron, le drogaron, le raparon la cabeza y le pusieron un hábito, fingiendo que el rey se había hecho monje y, por tanto, debía renunciar al trono. Así fue depuesto Wamba.